1

De un tiempo a esta parte me siento fascinado por ese determinado punto del camino a la salida de Brynmawr.

La verja de la entrada está a unas treinta o cuarenta yardas de la puerta principal de la casa, delante de la cual hay una especie de plazoleta de asfalto, bastante útil, pero no muy estética. Creo que mi tía se ha percatado de su falta de belleza, pues a la izquierda de este espacio hay un cantero que se cubre de plantas bulbosas en primavera, de flores variadas en verano y de dalias en el otoño. Ella las cuida con un esmero muy particular. Tiene un apego muy grande a su jardín y de vez en cuando me obliga a ayudarla en esta ocupación, tan fatigosa para el cuerpo y el intelecto. Con todo, debo reconocer el éxito de sus esfuerzos en lo que se refiere a flores y verduras. La fruta generalmente se le malogra, debido a que el sol brilla tan poco en este desolado paraje.

Mirando entonces desde la puerta de la entrada, hacia la izquierda del asfalto se ve su mejor cantero. Enfrente y algo hacia la derecha hay una pequeña extensión de césped que constituye un perpetuo motivo de discusión, pues mi tía constantemente se queja de que no es lo suficientemente grande para jugar al tenis, cuando el terreno cae tan a pico en todas las direcciones que sería imposible agrandarlo sin levantar un enorme terraplén, que resultaría enormemente antiestético. Con todo, ella estaría muy dispuesta a construir una monstruosidad semejante si no se viera frenada por el gran gasto que el arreglo ocasionaría. Por mi parte, el lugar me parece ideal para instalar una cancha de croquet, tipo de ejercicio que me resulta admirable y que, según tengo entendido, está a punto de ponerse de moda entre la gente joven. Hay una gracia estética en los movimientos, un deleitable y sencillo simbolismo en el choque del rojo contra el amarillo y del azul contra el negro. Además uno se siente tentado a satisfacer las pasiones más primitivas destruyendo por completo los planes del adversario y dejándolo absoluta e irremediablemente privado de toda probabilidad de triunfo. ¿Para qué sirven los juegos si no es para liberar los propios complejos y dar salida a nuestros rencores? Pero mi tía tiene ciertos reparos en lo que se refiere al croquet: dice que es un deporte afeminado. Además, para su generación está pasado de moda y ella no quiere admitir que pueda existir un resurgimiento de los deportes ni de las modas.

Desde el garaje a la verja de la entrada hay dos caminos. Uno es un sendero muy estrecho que corre a lo largo de la casa y que permite traer y llevar los coches a la puerta principal. El otro atraviesa la verja de atrás y continúa en el camino que corre detrás del macizo que mencioné anteriormente, aunque a un nivel de unos seis pies más abajo. El pasaje angosto y la pared que está detrás del cantero son de construcción reciente y fueron mandados hacer por mi tía. Sirven bastante bien para su coche y para el mío, pero cuando mi amigo Innes, que tiene un Bentley, viene a pasar unos días conmigo, le resulta casi imposible entrar sin dañar los costados de su coche. Por supuesto, mi tía se niega a admitir que la construcción de este acceso haya sido inadecuadamente concebida y culpa al inocente Innes por tener un automóvil demasiado grande. Como es característico en ella, no da ninguna importancia al deterioro de su Bentley, sino que, invariablemente, se refiere a Innes como a «ese amigo tuyo que raspó la pintura de la pared». Casi siempre acompaña este comentario con una mirada significativa dirigida a cualquiera que esté cerca, o bien, levantando los ojos al cielo si no se encuentra nadie con ella, exclama: «Es muy descuidado al volante». ¡De este modo pretende esquivar las consecuencias de su propia falta de previsión!

A partir de la verja de la entrada, el camino que conduce a Llwll se tuerce ligeramente hacia la derecha y luego forma un recodo pronunciado en la misma dirección. A la derecha está el prado donde el granjero Williams guarda sus vacas y a la izquierda la bajada a pico de la cañada. Más adelante hace una curva brusca hacia la izquierda y continúa descendiendo hasta el pequeño puente de piedra que atraviesa el arroyo Brynmawr.

Debo reconocer que este puente resulta a menudo un rincón encantador. Las pendientes de la cañada, cubiertas de prímulas al comienzo de la primavera y luego de campanillas azules y anémonas silvestres, me producen siempre un efecto fascinador, como asimismo el pequeño y rumoroso río. En el otoño se encuentran allí grandes cantidades de moras que a veces recojo junto con mi tía. Ella casi prefiere las suculentas setas que abundan en la hierba que cubre las orillas del río.

En ese lugar estaba sentado esta mañana, cavilando, cuando me trajo a la realidad la voz de tía Mildred acompañada de un ladrido de perros. Tía Mildred, debo informar, posee dos fox-terriers mestizos. En la época que los adquirió acababa de leer una absurda historia cómica inglesa saturada de un humor pueril por excelencia. En ella, la habían seducido dos tontas palabras ideadas por el autor.

La recuerdo mirando fijamente a esos dos imbéciles aunque inocentes cuadrúpedos blancos con manchas negras y diciendo de pronto:

—Los llamaré Athelthal y Thruthelthrolth.

Me estremecí horrorizado, pues conocía el sentido del humor de mi tía. Era capaz de pararse en la calle principal de Llwll o de Abercwm o de Shrewsbury y ponerse a gritar «Athektholth, Thruthelthral, Thruthelat​helathelthothel, Althelthrothelthruth», poniéndose cada vez más colorada hasta verse forzada a detenerse por una incontenible carcajada, mientras los espectadores la creerían irremediablemente loca. Lo único que deseaba era no verme nunca obligado a presenciar una escena semejante.

Hice una tentativa desesperada para evitar tal desastre.

—¿Por qué no llamas a ese Mancha? —le sugerí.

—¿Con qué motivo? —preguntó.

—Bueno, porque tiene una mancha negra en… —me interrumpí con delicadeza.

—En el trasero —dijo mi tía con cierta grosería—. Creo —agregó mirando fijamente mi frente, donde, por casualidad, había un pequeño grano, molestia que me ocurre bastante a menudo, pero sobre la que no hay necesidad de llamar la atención—, creo que he de llamarte Mancha a ti —cosa que hizo durante algunos días, hasta que gracias a Dios ella misma se cansó de su propia gracia.

Con todo, siguieron llamándose Athelthral y Thruthelthrolth, aunque, por razones de comodidad, los nombres quedaron reducidos a Athel y Thruthel. Ambos profesan una antipatía correspondida hacia So-So, de quien están celosos porque tiene derecho a entrar en la casa y ellos no. El alboroto que hicieron me despertó de mis sueños. Es curioso comprobar cómo los animales llegan a parecerse a sus dueños.

En eso se escuchó la voz de mi tía.

—Deja de soñar y ven a buscar a tu odioso cuzco, a menos que prefieras que Athel lo haga pedazos. Es muy buen cazador de ratones. Tampoco puedo sujetar más tiempo a Thruthel —y era evidente que éste estaba tirando con todas sus fuerzas para llegar a mi pobrecito So-So.

Con un rápido movimiento eché de un golpe al furioso Athel y tomé en mis brazos a So-So, que seguía ladrando valientemente.

—Y otra vez no te atrevas a pegar a mi perro… o a cualquier otro perro. —Me fulminó con la mirada—. ¿Entiendes?

Me volví casi de espaldas a ella y contemplé la empinada pendiente de la cañada. Estaba decidido.

—Ya veo. Tengo que permitir que tú y tus perros maten al mío sin mover un dedo para defenderlo. No, mí querida tía, no.

Se produjo un choque entre las dos voluntades mientras nos mirábamos fijamente. No dudo que hubiese sido fácil en ese momento leer nuestras miradas. Yo fui el primero en darme la vuelta y comenzar a subir con lentitud el barranco. Mi tía tomó por el camino y cuando hubo avanzado un poco la seguí. Es una subida muy pesada y no tenía ningún deseo de que me adelantara mi tía, que siempre parece correr en vez de caminar; y tampoco tenía ninguna intención de apretar el paso. Pero ya estaba decidido.