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Como es de imaginar, perdí el tiempo en mi gestión. Debí suponer de antemano que cualquier sugerencia, por más razonable que fuese, sería rechazada mientras saliese de mí.

—Pero, Edward querido, prometimos a los Spencer que iríamos. —Dejó de tejer y me miró con una sorpresa que quería ser sincera—, no se puede dejar plantada a la gente de ese modo.

—Realmente, tía Mildred, creo que eres una víctima de tu idea de la rectitud. Estoy seguro que los Spencer no tienen ningún deseo de vernos. No creo que ningún ser normal tenga ganas de ver a nadie en esta típica tarde de Gales —hice un gesto con la mano para indicar el tiempo lluvioso. Me gusta hacérselo notar a mi tía, que siempre encuentra motivos para alabar desmedidamente todo lo perteneciente a Gales, incluso a veces su espantoso clima.

—No tendrás miedo de mojarte, supongo.

—No sería muy inteligente de mi parte. Además, no hay ninguna necesidad de mojarse. Ya veo que ni siquiera tú propones caminar en una tarde como ésta. No, solamente pienso que será sumamente aburrido, e indiscutiblemente uno puede aceptar de vez en cuando una invitación si no encuentra un pretexto para rehusarla en ese momento, pero con toda la intención de deshacerse de ella más adelante.

—¿Y qué propones?

—Pues simplemente llamar por teléfono y dar alguna excusa.

—No, Edward; no pienso decir ninguna mentira para satisfacer un pasajero capricho tuyo. Además, los Spencer son una gente encantadora y tú no estarías aquí en este momento si el doctor Spencer no hubiese sido un médico tan hábil.

Ese afán por traer a colación un hecho ocurrido muchos años atrás, cuya magnitud me permito poner en duda, era sencillamente indignante. Las argumentaciones de mi tía jamás vienen al caso.

Continuó mirándome con gesto severo.

—Creo que el verdadero motivo —prosiguió— es que tienes miedo de perder dinero si juegas como contrario mío. Me parece que se te hace cuesta arriba pagarle a Williams. Éste era un desafío que no podía quedar sin respuesta.

—Desde luego que no —respondí—. Aunque haya tenido mala suerte últimamente, estoy dispuesto a probar mi bridge contra ti o contra los Spencer, aunque tenga que jugar como compañero tuyo.

Mi tía ignoró la indirecta.

—Muy bien. Entonces ya está arreglado —dijo, guardando su labor—. Saldremos dentro de cinco minutos. Voy a sacar el coche. Y a propósito, Edward, mientras estemos allí, trata de no ser descortés. —Cerró la puerta sin darme tiempo para replicar.

Por lo general, cada vez que salimos tenemos alguna discusión acerca del coche que usaremos. Mi tía sostiene que ninguna mujer respetable puede viajar en un coche que tenga la seductora línea de La Joyeuse, y en cuanto a mí… bueno, me aterra ser visto en algo tan pasado de moda como su Morris. Por otra parte, las nociones que tiene tía Mildred acerca de como se debe conducir un coche son, sin exagerar, atroces. Generalmente terminamos yendo cada uno por nuestra cuenta. Sin embargo, en esta ocasión la dejé hacer su voluntad. Había algo de verdad en sus comentarios referentes al estado de mis finanzas, aunque se mostrara bastante cruel al mencionarlo, y además había que tener en cuenta la economía de gasolina, por más insignificante que fuera. Por otro lado, de acuerdo con el arreglo que había propuesto, le tocaba a ella salir a la intemperie para buscar el automóvil. Mi mejor réplica sería la de aguardar pacientemente en la puerta.

Pero mi tía parece que lo tomó a mal. Pensaba, creo, que se hubiese adelantado algo de haber salido yo con ella, aunque no me puedo explicar qué. Cuando llegamos aún seguía murmurando acerca de los modales y la caballerosidad. Sin duda estaba muy afectada, pues nunca la había oído murmurar.

Por supuesto, no le presté mucha atención. Una idea estaba tomando forma dentro de mi cerebro. A juzgar por su modo de conducir, era más que probable que tarde o temprano tuviese un serio accidente. ¡Si eso pudiese ocurrir pronto! Existen algunos lugares bastante peligrosos muy cerca de Brynmawr, donde el terreno cae a pico desde el borde de la cañada. Si un auto se desviase hacia un costado, caería rodando y se estrellaría sin remedio. Me podía representar la escena como si la estuviese viendo, tanto que me resultaba difícil apartarla de mi imaginación. Un accidente ocurrido a un conductor descuidado, capaz de meter la mano, sin ningún motivo especial, en la tapa del cilindro del flotador. ¡Qué justicia más oportuna y poética! Tuve que realizar un enorme esfuerzo de voluntad para darme cuenta por fin de que estaba frente a la señora Spencer.

Supongo que este pensamiento distrajo mi atención en la partida de bridge. Me resultaba imposible concentrarme en simplezas tales como triunfos, sietes y ochos. Por otra parte, es completamente innecesario pensar cuando se juega al remate. El contrato todavía no se conoce en Llwll. Cuando llegue ese momento, mi tía dirá simplemente: «Pero siempre hemos jugado al remate» y no se hablará más del asunto.

Pensándolo mejor, creo que me he equivocado al escribir lo anterior. Mi modo de jugar no fue malo. No recuerdo ni un solo caso en que haya hecho algo que no debía. Lo que ocurrió fue sencillamente que me acompañó una suerte infernal. Está claro que mi tía no conoce la diferencia entre mala suerte y mala técnica. Ella se guía exclusivamente por los resultados. Si una finesse falla o una sota resulta inesperadamente defendida, siempre inventará alguna razón para echarme en cara el no haber previsto la probabilidad o, como ella dice, la certeza de esa contingencia. Y por desgracia tuve una de esas tardes fatales en que ni una sola finesse sale bien. Mi tía, por el contrario, no hacía más que jugar con una técnica que, según todas las posibilidades matemáticas, era equivocada, como gustosamente se lo hubiera demostrado si me hubiese querido escuchar. Pero, por algún misterioso capricho de la naturaleza, la manera correcta de jugar conducía siempre al desastre, mientras que su mala técnica le daba victoria tras victoria.

El doctor Spencer es otra persona exasperante para jugar bridge. Se le puede representar bajo la forma de un gran signo de interrogación. «¿Quién es mano? ¡Ah!, es usted. ¿Tengo que cortar? ¿Me toca a mí? Usted ha dado, ¿no es así? ¿Cómo dice?». El desdichado contrincante le recuerda que ha dicho «un diamante» y está tentado de agregar «tres veces». «Ah, sí, un diamante, ¿ha dicho usted diamante, no es cierto? Sí, muchas gracias. Entonces yo digo paso». Y así continúa el resto de la mano, sin dejar de preguntar (a) qué es el contrato, (b) qué son triunfos, (c) a quién le toca jugar, cada vez que le toca a él, aparte de unas diez preguntas más por el estilo. Únicamente no hace ninguna pregunta cuando su compañero no responde al palo; como resultado de esta negligencia, me vi obligado a renunciar en dos oportunidades. Naturalmente, cada vez que le toca jugar la mano, se olvida de lo que está por hacer y frecuentemente sale mal, con la consiguiente multa.

Sólo en el último rubber tuve un poco de juego y me pareció que la suerte se estaba volviendo a mi favor. Pero el doctor Spencer lo arruinó diciendo: «Bueno, me alegro que hayas, tenido el consuelo de un rubber, Edward. No te ha ido muy bien hoy. Pero todo esto te sirve de experiencia».

No veo por qué el hecho de que haya tratado mis dolencias juveniles le dé derecho a hablarme de esa manera. ¡Experiencia! Le podría enseñar a jugar al bridge, y además yo no voy a cuatro piques teniendo seis a la reina y un rey al costado, como hace mi tía. Si lo hiciese, no encontraría tres ases y un semifallo en el muerto, como generalmente le ocurre. Y no hace falta mucha experiencia para eso; bastan el sentido común y cierta intuición. Mi tía acostumbra a decir esas cosas para justificar sus jugadas más disparatadas. No me sorprendería que el viejo Spencer le hubiese dado un puntapié por debajo de la mesa. Lo creo muy capaz.

Es evidente que el remate es un juego pasado de moda, y al contrato, aunque más moderno, le falta cierto refinamiento, como a tantas cosas americanas. La gente civilizada de hoy día prefiere la versión francesa, el plafond.

Y por fin a casa, a poner en práctica la idea que mi tía tiene de la cena, agravada por su dadivoso intento de reembolsarme el dinero que me había ganado. Los menús de Brynmawr, como su mobiliario, se basan en el principio de atenerse a tradiciones establecidas. Jamás un plato nuevo, una salsa apetitosa o un sabor delicado, sino invariablemente esa comida inglesa, simple, sana y aburrida, buena a su modo, debo admitirlo, pero siempre igual. Por suerte, generalmente, tengo muy buen apetito.

Y de este modo a la cama y a soñar, a soñar toda la noche con un Morris que cae rodando al fondo de la cañada.

—Edward —me dijo mi tía a la mañana siguiente mientras tomábamos el desayuno—, no tendrías que comer tanto por la noche. Te oí gritar varias veces mientras dormías.