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Los sucesos de hoy no han sido del todo placenteros.

Mi tía ha estado de un extraño humor y nunca he conocido una mujer que sea tan capaz de crear un ambiente de intranquilidad sin decir ni una sola palabra. Desde la hora del desayuno es evidente que la ha rondado una idea que la preocupa. Varias veces ha estado a punto de decir algo y se ha contenido. Otras veces, en cambio, parecía que tenía deseos de reírse de mí, lo cual es algo que a ningún hombre le agrada. Como es natural, me he estado preguntando si esta actitud tendrá alguna relación con el pequeño incidente ocurrido ayer, y como parte de las notas relativas a esos sucesos ha sido escrita esta mañana, lo he hecho lo más detalladamente que he podido, considerando punto por punto. ¿Será posible que mi tía esté mucho más al tanto de mis aventuras de ayer de lo que yo pienso? ¿Habrá sido su ocurrencia de la tela metálica exclusivamente un acto de despecho?

Sé muy bien que es capaz de ser rencorosa, pero ¿es posible que esté enterada? No lo creo. Por lo que puedo deducir, sólo existen dos cosas que podrían haber despertado sus sospechas. Una de ellas es la cicatriz de mí cara, con respecto a la cual es extraño que no haya hecho ninguna otra referencia, y la otra es el largo rato que estuve ausente. Pero, al fin y al cabo, no faltarían razones para que yo llegara un poco tarde a tomar el té, y una de esas razones podría ser un lógico deseo de rehuir su compañía después del affaire del mediodía.

Al mirar por la ventana, puedo ver a mi tía en el jardín que desciende desde el pie de los grandes ventanales de la sala hasta el prado vecino, salpicado de viejos robles bajo cuya sombra las vacas del granjero Williams se guarecen plácidamente del calor de la tarde, y detrás del cual se eleva la cima de Broad Mountain, un cerro de forma alargada, sin personalidad definida e indigno de ser llamado montaña, pero que esta tarde resulta muy agradable de mirar. Allá a mi izquierda, los Golfas con sus tres picos, cual pilares tutelares entre Inglaterra y Gales, se alzan sombríamente en la niebla del día. Una de las palomas blancas de mi tía susurra su arrullo soñoliento y una brisa muy suave mueve apenas las hojas de la vieja haya. Por primera vez me encuentro a gusto en el campo y en paz con él. Sólo ella, escardando el cantero de rosas, da una nota de intranquilidad al ambiente. Supondrá que el bienestar que experimento se debe al ejercicio que hice ayer. Pero mi tía es capaz hasta de referirse en público al estado de mi hígado.

Veo a Williams en el prado vecino que se acerca al encuentro de mi tía. Sé muy bien que ella tiene intención de quejarse por la presencia de sus vacas en nuestra propiedad, y se empeñará en llamarlas pedantemente «novillos». Sin duda intentará descargar su ira contenida sobre Williams. Desde aquí puedo distinguir que ambos se hallan evidentemente irritados.

En ese momento me acaba de llamar mi tía. Será un gran alivio dejar escritas sus palabras exactas mientras están frescas aún en mi memoria. Todavía ardo de rabia al pensar cómo una mujer puede ser tan inculta, tan hipócrita, tan capaz de conspirar con subalternos, tan perversa, tan… He roto la pluma al escribir todo esto. No me sorprende.

Cuando acudí a su llamada en el jardín, la hallé casi temblando de ira. Siempre le cuesta dominarse cuando la acometen esos espasmos de furia. Me ha increpado de inmediato, ignorando por completo la presencia de Williams:

—Edward, ya sabes que no me gusta la gente mentirosa.

Debo admitir que he tenido un momento de debilidad, pues creo que me sonrojé (principalmente por ella, como es de suponer). Golpeando el suelo con sus toscos zapatos de jardín, continuó:

—Me alegro que tengas por lo menos la decencia de ruborizarte. Ayer pasé por alto todas tus tontas mentirijillas. No me importó que le dijeras a Herbertson y a Hughes que tu vulgar (¡qué descaro!) cochecito estaba a un paso, a la vuelta de la esquina. Me reí de buena gana cuando te vi empujando detrás del arbusto en la cañada, y lo mismo hicieron Herbertson y Hughes al verte partir caminando hacia aquí con tu enorme paquete de libros y la lata de gasolina. Estuviste tan gracioso cuando te escondiste detrás de ese árbol, que por poco se ponen en evidencia. ¿Que dónde estaban? Pues espiando desde el interior de Correos, por supuesto.

»Sí, puedes mostrarte sorprendido. De todos modos no creo que tu débil patraña hubiese podido convencer a ninguno de los dos, pero lo que quiero que comprendas es que cuando te digo que debes ir a pie a Llwll, debes ir a pie a Llwll. Es cierto que Herbertson y Hughes estaban obedeciendo mis órdenes, pero en vista de que ambos tenían unas cuentas que saldar con Su Señoría, pensé que ellos también tenían derecho a reírse un poco.

—Realmente, tía, me asombra tu comportamiento —dije, ya con más dominio sobre mí mismo—. La idea de que esa gente rústica se ha estado burlando de mí, me resulta desagradable en extremo, pero si es que estás dispuesta a descender suficiente para confabularte con el jefe de Correos del pueblo con el fin de lograr tus propósitos, bueno… —estaba por agregar que podía estar orgullosa de sí misma, cuando me interrumpió violentamente.

—Un hombre que es cien veces más hombre que tú y, siento decirlo, más caballero.

—Sin duda, mi querida tía, tus opiniones interesan mucho a Williams —repliqué. ¿Era posible que careciese por completo de todo sentido de la oportunidad?

—El señor Williams también está mezclado en este asunto —fue su asombrosa respuesta.

—Realmente no alcanzo a ver…

—Me lo imaginaba. Y a eso precisamente vamos. Como ya te he dicho, no soporto las mentiras ni a la gente mentirosa, aunque puedo comprender tus débiles esfuerzos por conservar tu preciosa dignidad. Pero cuando se trata de un egoísta menosprecio de la propiedad ajena, de una absoluta ignorancia acerca de los principios elementales de cómo hay que comportarse en el campo y de un frío desinterés hacia las conveniencias de los demás o hacia la vida de los animales, entonces he de hablar.

—¡Habiendo estado, por supuesto, tan silenciosa hasta ahora, mi querida tía! —Con todo yo estaba comenzando a ver claro—. Teniendo en cuenta —proseguí— que las vacas de Williams me atacaron ayer, sigo sin comprender lo que quieres decir.

—Existen por lo menos dos testigos que presenciaron tus actos, jovenzuelo —acercó al mío su rostro enfurecido, mientras Williams cambiaba incómodamente de postura—, ante todo, yo misma te observaba desde lo alto de Yr Allt mientras avanzabas por el camino. Se ve perfectamente desde allí y te aseguro que fue todo un espectáculo —continuó, con una amplia sonrisa— verte salir por fin del bosque de Fron y llegar hasta tu querido coche. ¡Oh, todo un espectáculo! Sudoroso, sucio, arañado, tu pequeña figura obesa jadeante y tus grasientos cabellos rubios en desorden. ¡Ja, ja! ¡Qué cuadro tan exquisito y qué triunfante expresión furtiva y malévola la de tu rostro! Y luego, la cara que pusiste cuando te propuse colocar la tela metálica sobre los cerezos. Hubiera lanzado una carcajada si no hubiese sido porque estaba tan enojada contigo.

Y con esto mi tía se puso nada menos que las manos sobre las caderas y estalló en una fuerte risotada. Ésta es la única palabra que puedo aplicar.

Hay momentos en que sólo mediante el silencio se puede mantener la dignidad. Me dispuse a regresar a la casa.

—¡Ah, no! —exclamó mi tía, cambiando instantáneamente el tono—; aún no te vas. Todavía no te he dicho nada del otro testigo, Owen Davies. Tuvo bastantes inconvenientes a causa de tus benditos libros, de modo que me pareció justo darle la oportunidad de contemplarte mientras los traías, especialmente después de los comentarios que hiciste acerca de su persona. Se instaló algo más arriba que tú en la colina y de ese modo pudo ver perfectamente cómo derribabas con toda intención la cerca del señor Williams.

—¡Qué ridiculez! —observé—. Tanto alboroto por una abertura de una cerca mal reparada e inútil.

—¿Inútil? —prorrumpió de golpe Williams, haciendo su primera contribución a la conversación.

—Está bien, señor Williams, déjeme seguir a mí.

Williams cedió la palabra a mi tía. Por otra parte, eso es lo que todos hacen aquí. Por una razón u otra, parece tener un gran ascendiente sobre todo el mundo.

—No solamente —continuó— te vio derribar la cerca, sino que también vio cómo las mansas vacas del señor Williams te siguieron apaciblemente, como lo hacen siempre que quieren ser ordeñadas o bien por pura curiosidad. Y observó cuando tú, pequeño cobarde —su voz realmente destilaba veneno—, intencionadamente, les arrojaste piedras para ahuyentarlas en tu terror. Por fortuna Owen Davies es un hombre y no un timorato que corre despavorido al ver a una vaca. Arregló la cerca lo mejor que pudo (¿te das cuenta que de otro modo los animales se hubiesen dispersado por el camino?), y trató de curar a la vaca que habías lastimado. Veo por tu expresión que aún no comprendes muy bien el triste papel que has hecho, de modo que pienso hacértelo sentir en uno de los lugares más sensibles para ti: el bolsillo. Pagarás —prosiguió mi tía, inclinando su cuerpo hacia adelante y agitando el índice en mi rostro a cada punto que iba enumerando—, primero, lo que cueste la reparación de la cerca; segundo, el tiempo perdido por Owen Davies; tercero, la cuenta del veterinario; cuarto, el perjuicio ocasionado a los animales; quinto… —se detuvo y miró a Williams en busca de auxilio.

—Leche —dijo el individuo. Parecía un poco avergonzado del provecho que le rendiría el espíritu persecutorio de mi tía.

—Eso es, la leche —respondió ésta, no muy segura de la relación que este punto podía tener con la cuestión.

—Perdida —añadió lacónicamente Williams.

—Sí, perdida —confirmó mi tía de manera algo vaga—; y todo lo demás que se me vaya ocurriendo —concluyó.

Me volví hacia Williams.

—De cualquier manera, me parece que todo esto resultará ser un gran beneficio para usted —dije. Luego, enfrentándome con mi tía y haciendo acopio de toda mi dignidad, agregué—: Con mucho gusto. —Hice una pequeña pausa y luego con soma—: Pagaré.

Con estas palabras los dejé. Durante unos instantes hasta mi tía permaneció en silencio. Luego, como último disparo, gritó a través del jardín:

—¡Oh!, no será con tanto gusto. Pero ya me cuidaré yo de que cumplas. Lo he de deducir de tu mensualidad.

Y lo más triste es que lo hará.