Pero no fue en La Joyeuse como terminé el viaje.
Llegué perfectamente al fondo de la quebrada y poco, muy poco me faltó para llegar al otro lado; pero ¡oh, desventura!, me fue imposible subir hasta la cima. La gasolina se había terminado unas quince yardas antes de lo debido. Y he aquí que de pronto me veía ante una verdadera disyuntiva. Evidentemente, no podía dejar La Joyeuse donde estaba, y del mismo modo me resultaba imposible empujarlo cuesta arriba. Podía haberlo empujado de vuelta hasta Brynmawr, pero eso hubiera sido extremadamente fatigoso y además no hubiese adelantado nada. Durante unos minutos permanecí inmóvil contemplando el coche con impotencia, mientras un irritante pájaro emitía un imbécil sonido desde un arbusto cercano y un estúpido conejo se paseaba por el prado del fondo de la cañada. Me agaché para recoger una piedra. El tiro no fue del todo malo y estuve a punto de pegarle al pájaro. De todos modos conseguí que se callara y que desapareciera el conejo. Encendí un cigarrillo para ayudarme a cavilar e hice la solemne promesa de que mi tía no tendría la satisfacción de decir que me había obligado a ir a pie hasta Llwll.
La forma de esta frase me dio una idea. De un modo o de otro tenía que salir del embrollo en que me había metido. No podía dejar las cosas como estaban, pues si mi tía llegaba a encontrar La Joyeuse en aquel lugar, su alborozo sería inaguantable. Pero si yo caminaba la distancia que faltaba para llegar a Llwll, compraba un poco de gasolina y volvía al lugar dónde estaba, podía con toda verdad decir que había salido con mi coche y regresado con él, y mi tía no tenía por qué saber que sus malévolos planes habían tenido éxito. Evidentemente tendría que hacer casi todo el recorrido a pie, pero por lo menos evitaría la peor parte, o sea ir a pie porque mi tía lo quería.
Ante todo se imponía ocultar La Joyeuse, por si a ella se le ocurría llegar hasta allí. Lo empujé detrás del arbusto más cercano, idea que me inspiró el canto de aquel mirlo, lo cual sirve para demostrar que hasta los mirlos pueden a veces ser útiles. Fue una empresa bastante agotadora, y al llegar a la cresta de la cañada me sentí desagradablemente acalorado. Seguí caminando despacio, camino abajo. No me convenía aparecer en Llwll sofocado y extenuado. Mientras caminaba discurrí lo que le diría a Herbertson. Bajo ningún concepto le dejaría saber exactamente lo ocurrido, pues con toda seguridad se lo transmitiría en seguida a esa chismosa anticuada que es mi tía, dama que, según me consta por experiencia personal, no es en absoluto capaz de ocuparse de sus propios asuntos o de respetar la vida, privada de los demás.
—Buenas tardes, Herbertson —saludé, asumiendo un tono despreocupado. Si hubiese dejado traslucir mis sentimientos, él habría pensado que su actitud tan poco servicial me había turbado, cosa que le hubiese complacido, dando lugar en su mente a una corriente de pensamientos que yo no deseaba. Quería hacerle creer que todo se había solucionado con facilidad—. Me alegra saberlo tan ocupado estos días. —Y para demostrarle que no me podía engañar tan fácilmente como creía, eché una mirada a sus ociosos ayudantes—. Después de todo, descubrí que me quedaban algunas gotas de gasolina, lo suficiente para acercarme a este lugar. Si me quiere dar una lata de Shell la llevaré hasta el coche y podré regresar con toda comodidad.
—¿Está muy cerca de aquí, señor Edward? Entonces mandaré a un hombre para que le llene el tanque.
Su tono me pareció más jovial que de costumbre y en sus ojos creí advertir un extraño brillo.
—¡Oh!, no se moleste —repliqué—. Sé que está demasiado ocupado para disponer así de uno de sus hombres. Es aquí, ahí muy cerca, la llevaré yo mismo. No se preocupe por la lata. Se la devolveré.
—Está bien, señor Edward. Si no fuera así, pierda cuidado que se la cobraría —¡el lado comercial del hombre!—, pero se la puedo llevar yo. Siempre se pueden conceder unos minutos a un viejo cliente.
¡Y con estas palabras el corpulento y rubicundo individuo se dispuso nada menos que a acompañarme al encuentro de La Joyeuse! Ni siquiera en Llwll podría permitir que me vieran caminando al lado de un hombre con ropas de trabajo. Todo tiene sus límites. Por otra parte, La Joyeuse no estaba a la vuelta de la esquina.
—¡No faltaba más, Herbertson! —contesté con firmeza, y tomando yo mismo una lata de gasolina (para colmo de una marca inferior, pero la única que estaba a mi alcance), abandoné el garaje con toda la dignidad que pude asumir bajo tales circunstancias. Algo que notaron en mi gesto fue lo que seguramente les impidió seguirme. Al doblar la esquina miré hacia atrás y, con gran sorpresa, vi que todo el personal del garaje se había congregado en la acera, aparentemente para contemplarme. Supongo que estarían observando cuál es el tono exacto de azul que corresponde a una camisa y a un cuello. Aunque así fuera, son muy capaces de arruinarlo todo con un detalle chillón; tan grosera es la idea del color que tiene el pueblo de Llwll. Cuando desaparecieron de mi vista, hubiera podido jurar que oí una carcajada. Alguna broma de mal gusto, sin duda. Traté de olvidar a Herbertson y a su corte de servidores.
Hacía ya un rato que se me había ocurrido una idea. Tendría que pasar muy cerca de Correos. Sería poco hábil hacer dos apariciones en Llwll y además emplearía tanto tiempo que mi tía podría entrar en sospechas. Sí, ya estaba decidido. Ocultando la preciosa lata dentro del seto de plantas, encaminé mis pasos hacia el correo. Sería mejor que recogiera mis libros mientras estaba en ello.
—Buenas tardes, señor Edward —el viejo Hughes, jefe de Correos, pareció inusitadamente cordial y complacido al verme. Se apartó de una criatura a quien estaba vendiendo pastillas de menta, pues combina las tareas de tendero con las de jefe de Correos y, limpiándose las manos pegajosas en un delantal bastante sucio, se dirigió cojeando hacia el otro extremo del local—. Supongo que vendrá usted por este paquete de libros —prosiguió—. Afortunadamente conocemos algo sus costumbres, porque de no haber sido así habríamos devuelto al remitente, lo cual, según nos informó la señorita Powell le hubiese causado un gran disgusto a usted.
Me niego a admitir la conveniencia de que los demás sepan algo acerca de las costumbres privadas de cada uno, de modo que me limité a responderle con una sonrisa no muy afectuosa. Hughes tomó un paquete (bastante más voluminoso de lo que yo esperaba) al tiempo que me prodigaba una amplia sonrisa. Me causó cierto asombro que tanto Hughes como Herbertson, cuya actitud para conmigo era por lo general áspera, parecieran tan contentos al verme.
—Hermoso día para un paseo a pie, señor Edward —prosiguió el jefe de Correos—. Mucho me temo que esto le resulte algo pesado para volver caminando hasta Brynmawr. Por supuesto, si usted lo desea, Davies se lo podría llevar mañana por la mañana, ahora que sé que el paquete es para usted. (A propósito, tendrá usted que firmarme una especie de recibo). Me dijeron que tenía especial interés en tenerlos esta misma tarde, aunque estoy seguro, señor, de que después de haber visto qué hermosa tarde hace para caminar, ya no querrá perder el tiempo con libros.
Lo dejé hablar sin interrumpirlo, hasta que al hacer esa segunda alusión a «caminar» pensé que era tiempo de intervenir.
—¡Oh!, no he venido a pie —dije—. Es muy raro que me guste caminar.
—¡No me diga, señor Edward! —exclamó Hughes, empujando sus gafas sobre su frente sudada—. Creí todo lo contrario. Por otra parte, no he oído llegar su auto.
—No, lo tengo a la vuelta, en la curva del camino a Brynmawr —le aclaré, y con estas palabras me fui rápidamente, dejándole en la mente la idea que quería que se le quedara grabada. No hay duda de que con inteligencia siempre se llega.
Con el corazón saltando de júbilo, me dirigí hacia el camino de Brynmawr, donde recuperé mi lata de gasolina. Eché una mirada a la parte de atrás de la oficina de Correos. Era una suerte que Hughes estuviese ocupado en su negocio y que además fuera demasiado reumático para subir y bajar con facilidad las escaleras, pues de lo contrario me hubiese podido ver desde la ventana. Miré hacia allí y con horror percibí una evidente oscilación en la cortina. Tenía que evitar por todos los medios que me vieran. Con la instintiva celeridad del pánico me precipité detrás de un árbol, desde donde podría observar sin peligro de ser visto. No hubo ningún otro movimiento de la cortina. Después de unos segundos, reanudé mi penosa marcha ascendente.
Pero el incidente me había dejado turbado. El afán de Herbertson por dejarlo todo y traer la gasolina al coche, la afabilidad de él y de Hughes, la observación de Hughes «creí que había venido a pie» se me hacían sumamente sospechosos. Ahora bien, ¿por qué había creído él semejante cosa? ¡Ah!, sí; recordé que mi tía lo había telefoneado para hablarle de mis libros y creo que había tenido la desfachatez de decirle que yo iría a pie a buscarlos. Bueno, así había ocurrido, pero jamás lo admitiría delante dé ella o del viejo Hughes. De haber estado dispuesto a ello, hubiese aceptado la sugerencia de que Davies me llevara los libros a la mañana siguiente y, habiéndole dejado el recibo, las cosas hubieran terminado ahí. Ahora recordaba que no le había firmado ningún recibo. ¡Qué descuido por mi parte! ¿No podría arreglarlo de alguna manera?
Todos esos pequeños incidentes ocurridos en Llwll, aunque insignificantes, eran algo extraños. ¿Y si —¡oh, idea aterradora!— mi tía hubiese calculado todo esto y me estuviese esperando en medio del camino? Lo vi tan posible que, cargado como estaba con la gasolina en una mano y el pesado paquete en la otra, sin perder un instante derribé un trozo mal reparado de cerca y, saliéndome del camino, me metí en un campo. Había unas vacas que comenzaron a perseguirme, pero logré saltar la empalizada que rodeaba el cercado sin haber tenido siquiera que correr.
Con respecto a los acontecimientos de la hora siguiente, prefiero no detenerme. Tuve que proseguir mi camino haciendo grandes rodeos, con el fin de poder llegar a la cañada un poco alejado del camino. No estoy muy familiarizado (tomo es natural) con el interior del bosque que tuve que atravesar y debí extraviarme ligeramente. Varias veces trepé colinas bastante empinadas que, a la irritante manera de estos lugares, me veía obligado a descender a los pocos minutos. Por fin llegué al lugar donde estaba La Joyeuse. Con qué satisfacción hice mi entrada en la casa, causando el mayor alboroto posible para que mi tía tuviera conocimiento de mi triunfal llegada. Por supuesto, debía cambiarme, pero tuve sumo cuidado en ponerme otra camisa del mismo tono para que mi tía no se diera cuenta de nada. Tuve cierta dificultad en disimular un rasguño bastante doloroso que me había hecho en la cara con una zarza. Como resultado de esto llegué algo tarde a tomar el té.
—Bien, bien —dijo mi tía, con la boca llena de tarta—, ¿qué tal la caminata?
—¿Mi caminata? —Puedo jactarme de haber manejado bien las cejas.
—Sí, veo que estás con otra de esas espantosas novelas.
—Es verdad.
No quería entrar en una discusión referente a los relativos méritos de las literaturas francesa e inglesa, en especial porque mi tía conoce muy poco de ambas.
—¿Entonces fuiste caminando a buscarlos? —insistió, inclinándose levemente hacia adelante con su vista clavada en la mía, casi diría en forma ofensiva.
La miré a los ojos y expliqué:
—Salí en el coche. Volví en el coche. Debido a una curiosa escasez de gasolina en toda la región, caminé unos metros en Llwll. Eso me ha retrasado algo.
—¿Unos cuántos metros, Edward?
—Unos cuantos metros, tía Mildred.
Se produjo un silencio. Mi tía tenía el ceño fruncido. Me pareció que se tomaba demasiado a pecho su pequeña derrota. Casi me pareció posible decirle que me había hecho caminar un corto trecho. Eso la animaría un poco. Pero no, porque entonces se daría cuenta de que realmente había ganado, lo cual sería intolerable.
—Muy bien, querido —dijo de pronto con entusiasmo—; entonces no estarás demasiado fatigado para ayudarnos a Evans y a mí a colocar la tela metálica sobre los cerezos. Los pájaros vendrán pronto, pero si no te sientes con ánimo podemos dejarlo para mañana.
Debo aclarar que en esta casa se ha establecido la costumbre de que yo colabore en esta odiosa tarea año tras año. Por lo visto, el alambre no puede ser colocado por dos personas, y por lo visto, también, mi tía ha decidido que sea yo quien ayude, aunque estoy seguro de que podrían encontrar otras personas. Un año me negué; entonces mi tía se limitó a no poner la tela de alambre. A mí me gustan las cerezas, a ella no; y ese año los pájaros se las comieron todas. Pero ir a elegir precisamente aquella tarde para esa labor anual, cuando debo admitir que todo mi cuerpo clamaba por un merecido descanso, cuando mi siesta interrumpida, mis pies doloridos, mis brazos fatigados, mis músculos agotados y mi cara arañada, todo pedía a gritos un alto, elegir ese momento era realmente una crueldad.
Pero mi tía no debía tener ninguna sospecha de todo esto. Me apresuré a responder:
—¿Fatigado yo? Nunca me he sentido más fresco.
—Pues no lo parece —repuso en un tonoa la vez impasible y significativo, mientras clavaba la vista en el rasguño de mi rostro.