Creo que ya he dicho lo suficiente para convencer a cualquier lector, si es que alguien llega algún día a leer estas notas (la razón de cuya existencia he de explicar más adelante), de que vivir cerca de Llwll es aterrador. Y vivir en casa de mi tía es peor aún.
Brynmawr está a un buen par de millas de la ridícula estación terminal de Llwll, y mi tía es una de esas personas que, de ser posible, arreglan las cosas de tal modo que uno tenga que recorrer esas dos millas a pie. Siente una particular satisfacción al disponer las cosas para que así suceda conmigo, simplemente porque sabe muy bien cuánto me desagrada caminar y lo mucho que detesto el camino a Brynmawr. Brynmawr, según tengo entendido, significa «La gran colina», nombre bastante tonto para una casa, pero muy justificado. Al salir de Llwll hay que andar cuesta arriba durante una milla y cuarto, ¡y qué cuesta! Mi tía, después de estudiar detenidamente el mapa, me informa que sólo hay que ascender seiscientos pies, distancia que no me parece poco, aunque no es mucho lo que estas despreciables cifras significan para mí. Con todo, es una característica de mi tía no solamente poseer una gran cantidad de mapas que analizan hasta el último detalle la topografía de esta execrable zona, sino que al mismo tiempo parece encontrar un inexplicable deleite en contemplarlos durante horas y horas, «leyéndolos», como se complace en decir, y enunciando de memoria cifras relativas a la altura de cada uno de los cerros vecinos. Por otro lado, no hay ningún mapa de caminos en toda la casa que pueda ser de utilidad para un automovilista.
Pues bien, después de haber ascendido los seiscientos pies o yardas o lo que sea, uno se encuentra inmediatamente forzado a descender nuevamente, para a continuación subir una vez más. Es la exasperante característica de este país. Los últimos tres cuartos de milla son terribles. Según mi tía, son maravillosos. A mí sólo me interesa ese tramo para probar mi coche, porque si bien las pendientes no son, a mi parecer, muy alarmantes, las pronunciadas curvas, y especialmente la que está a la altura del puente que atraviesa el arroyo al pie de la cañada, aumentan las dificultades al obligar a detener casi la marcha del coche. Pero de ahí a subir caminando…
La sangre me bulle en las venas de sólo pensar en la estratagema de que se ha valido mi tía esta tarde para hacerme ir y volver de Llwll, sin ningún motivo.
Todo empezó a la hora del almuerzo. Yo había terminado de leer La Grotte du Sphinx esa mañana y me preguntaba qué diablos iba a leer por la tarde. Por supuesto, mi tía no tiene en casa nada que se pueda leer. Está lleno de Surtees y Dickens, de Thackeray y Kipling, y de otros autores anticuados a quienes nadie lee hoy en día. El gusto de ella por las novelas modernas no llega más allá de Buenos camaradas. Cuando llegue el invierno o de ese autor de obras interminables, Hugh Walpole. Ni que decir tiene que yo ya he tomado mis medidas, en parte con el Next Century Book Club y en parte con una admirable y pequeña librería francesa que descubrí detrás del Museo Británico. A veces me mandan cosas muy divertidas.
Por lo general siempre trato de no verme obligado a recurrir a la biblioteca de mi tía; pero, por una razón u otra, el tan ansiado paquete no había llegado con la correspondencia de la mañana, debido, según supuse, a la incompetencia del correo local. No es una perspectiva grata el encontrarme falto de lectura, y mi estado de ánimo no era muy placentero cuando divisé la pequeña y decidida figura de mi tía subiendo la cuesta del puente. Realmente, la tía Mildred en ropa de campo presenta un aspecto deplorable. A pesar de todo, unos momentos en el jardín no carecían de encanto, de modo que salí a su encuentro.
Desde el otro extremo del parque me saludó con la mano y comenzó a gritar a una distancia de veinte yardas (costumbre sumamente detestable).
—¿No habrás estado encerrado en casa toda la mañana un día tan hermoso como éste? —preguntó, dando un ligero golpe a la demasiado juvenil boina de un desabrido tono azulado, que cubría sus cabellos grisáceos—. Hace un día radiante. Si salieras un poco más te quitarías ese color amarillento que tienes.
Si hay algo que aborrezco son esas observaciones personales de mi tía. Hubiera podido replicarle en forma muy apropiada que el aire libre no parecía haber hecho mucho bien a su semblante. Pero me contenté con echar una mirada a sus rosadas mejillas de burguesa y a las manchas rojizas, acentuadas por las pequeñas gotas de transpiración, que brillaban en su frente. No creo que mi tía conozca la existencia de los polvos para la cara.
—Hace mucho calor —fue mi débil respuesta—. Demasiado para poder gozar de una caminata, aun para aquellas personas que encuentran placer en semejante pasatiempo.
El doble sentido de mi observación no escapó a mi tía, cosa de la que no me extrañé, conociendo su habilidad para descubrir lo que está detrás de las palabras más insignificantes.
—Puede que yo esté sudando…
—Por favor, tía Mildred —protesté.
—… pero creo que pierdo menos tiempo que leyendo ciertas indecentes novelitas francesas.
—Mi querida tía Mildred, La Grotte du Sphinx no es ni remotamente lo que tú llamas —levanté las cejas—, indecente.
—Bueno, no me interesa. Llegarás tarde a la mesa si no te lavas las manos en seguida.
Mi tía se quitó un abrojo de la vieja falda de lana verde azulado y se encaminó a la casa.
—No creo que tarde tanto como tú, querida —murmuré por lo bajo. Si hay algo que detesto es que me traten como a un niño y estoy seguro de que a mi tía le fastidia que le diga «querida». Pese a su corta estatura y a sus raídas ropas, penetró en la casa con el porte digno de una reina.
—A propósito —dijo de pronto, casi al final de un almuerzo que había transcurrido en el mayor silencio—: Esta mañana me he encontrado con Owen Davies en el bosque Fron.
Desvié momentáneamente mi atención de la tarta de grosellas que tenía delante. Owen Davies es el cartero local, pero dónde queda el bosque Fron es para mí un profundo misterio. Todos estos bosques me parecen calcados unos de otros.
—Me ha dicho —continuó mi tía, sirviéndose una desmedida cantidad de azúcar morena— que había un paquete con libros en la oficina de correos proveniente de un lugar francés, pero que la etiqueta está parcialmente arrancada. Pensó que podrían ser para ti, sabiendo, como dijo, «que el señorito Edward es la única persona por estos contornos que lee tales cosas». —Mi tía creyó oportuno repetir la frase acompañándola de esa antipática tonada galesa. Traté de pasar por alto lo de «señorito Edward»—. Está claro que son para ti, pero tendrás que ir hasta Llwll para buscarlos. Aquí tienes —agregó con aire triunfal— un excelente motivo para una caminata.
—Muchas gracias, tía Mildred, pero no tengo ninguna intención de ir a pie. Supongo que resultarán pesados, y sin duda será por ese motivo por lo que tu protegido Davies no los ha querido traer. Pensándolo bien, estoy seguro de que eso es lo que ha ocurrido —proseguí con entusiasmo—, ¿cuándo se ha oído que una etiqueta se despega en el correo? Mis amigos de la Bibliothèque Moderne son extremadamente cuidadosos.
—No lo dudo —repuso mi tía con una fastidiosa sonrisa—. No querrán que los devuelvan por temor de que, en el caso de que haya indagaciones, la policía los lea. Pero pareces olvidarte del ferrocarril de Llwll. Sabes muy bien que los techos de todos los coches gotean, y probablemente la etiqueta se despegó al mojarse con la lluvia de ayer.
—Mucho más probable es que Davies la haya arrancado. Siempre que puede, evita subir paquetes hasta aquí;
—Es lo mismo que te ocurre a ti. Te desagrada la sola idea de tener que ir caminando hasta el pueblo y hacer una vez lo que le obligas a hacer a él todas las semanas.
—Es su deber, no el mío —repliqué con dignidad, pasándole el queso.
—¿Y acaso por eso es más agradable? Yo sé que, en su lugar, no me gustaría pasearme con ese tipo de libros.
—Para eso le pagan, ¿no es así?
Por algún motivo, esta manifestación pareció molestar a mi tía, que inmediatamente se levantó de la mesa.
—Sin duda es un disparate pensar que Owen Davies arrancó la etiqueta, pero de todos modos me las arreglaré para que no llegue ese paquete a tus manos hasta que vayas caminando a Llwll.
—Eso nunca lo haré —contesté.
Por lo visto no se acordaba de mi coche. Me retiré a mi pequeño dormitorio (que mi tía con toda malicia llama boudoir), para echarme una breve siesta, hábito muy saludable, según creo. Me alegré de poder alejarme de mi tía y de su mal humor.
Con todo, el sueño no me invadió tan rápidamente como de costumbre. Se necesita una mente libre de preocupaciones para dormirse en seguida, y la mía no lo estaba. Me parecía muy improbable que mi tía se hubiese olvidado de mi coche, aunque yo había evitado mencionarlo con toda intención y ella había parecido muy segura al afirmar que ya se las arreglaría para que yo no consiguiera mis libros sin caminar. De pronto me vino a la mente una idea terrible. ¿Sería ella capaz de sabotear mi coche, mi querido coche? El solo pensamiento me hizo abandonar toda idea de dormir. Me encaminé directamente al garaje. Al pasar por el hall oí que mi tía hablaba por teléfono nada menos que con el jefe de Correos de Llwll y le decía que como yo estaba algo intranquilo por los libros, tuviera la amabilidad de no entregárselos a nadie sino a mí personalmente en Llwll. El jefe de Correos, por lo que deduje, prometió que los libros no saldrían de Llwll si no era en mis manos. Se me ocurrió que quizás podría acarrearle problemas el hacer una entrega de un envío sin dirección. Siempre he sentido una particular antipatía hacia ese hombre.
Era evidente, sin embargo, que mi tía se estaba ocupando seriamente del asunto. En el momento de salir oí que hacía otra llamada y, ¡oh, espanto!, reconocí el número del garaje local, un establecimiento insignificante y mal atendido, pero el único existente en Llwll. Corrí en busca de La Joyeuse, mi coche. Por fortuna, los conocimientos mecánicos de mi tía, son mínimos. Era difícil que se decidiera a romperlo con un martillo o por otro medio violento y no tenía la capacidad suficiente para hacerlo en forma delicada. Con todo, sentí un considerable alivio al encontrar mi coche aparentemente intacto. Iría con él a Llwll antes de que mi tía llegara a madurar cualquier maquinación. En ese momento recordé que, deseando hacer algunos pequeños arreglos en el motor y como medida de precaución, había vaciado casi totalmente el depósito de gasolina tomándome el trabajo de extraer hasta la última gota con una bomba. Mi tía, sin duda enterada, habría pensado en su inocencia que este simple hecho bastaría para que yo no pudiera usar La Joyeuse.
Pero la cosa no fue tan simple. Comencé tratando de abrir las portezuelas del auto de tía Mildred y no me sorprendí al encontrarlas cerradas con llave. Recordé entonces que ella solía guardar unos bidones con gasolina de reserva para casos de emergencia, con los cuales había contado para volver a llenar mi depósito. Me dirigí al lugar en que se guardaban. Con gran asombro, encontré el están te vacío. Sin duda mi tía los había escondido. Esto ya se estaba poniendo exasperante, pero si pensaba que yo me daría tan fácilmente por vencido, pronto vería cuán errada estaba. Era una lástima que yo hubiese perdido tiempo después del almuerzo, dándole así los minutos necesarios para actuar. Ahora me daba cuenta de que debí haber ido inmediatamente. Con todo, yo también podía telefonear al garaje Wynneland.
Llegué al lugar donde estaba el teléfono en el preciso momento en que mi tía terminaba de hablar. Advertí un destello malicioso en su mirada, no desprovisto, sin embargo, de un vestigio de alarma, cosa que me alegró. Por lo que se podía adivinar, estaba satisfecha con su estratagema, pero su comportamiento parecía implicar que había descuidado algún detalle que daba motivo a su inquietud. Ya me encargaría yo de ver que su alarma se materializara, por así decirlo.
No soy muy amigo de Herbertson, el propietario del garaje Wynneland. El conoce muy bien su oficio y, desdichadamente, cada vez que he tenido necesidad de arreglar mi automóvil me he visto obligado a llevarlo a otra parte. No obstante, para cuestiones sencillas había que tratar con él, y una de esas cuestiones era la relativa a la gasolina. Por cierto que no delataría a mi tía ante un vulgar comerciante, de modo que me limité a decirle que ambos nos habíamos quedado sin combustible al mismo tiempo y a preguntarle si le sería posible mandarme un poco con alguno de sus hombres.
Con gran sorpresa de mi parte, me respondió que no podía hacerlo. Surgía con esto una dificultad no esperada, cuya veracidad me costaba creer. Haciendo un esfuerzo para tragar mi orgullo, traté de hacerle imaginar la impotencia en que nos hallábamos mi tía y yo, dadas las circunstancias. Llegué hasta el punto de pedirle su ayuda como un favor hacia nosotros dos. En general me pareció mejor incluir en todo a mi tía, por quien Herbertson siente un gran respeto, cosa que no sucede respecto a mí. Ello me alegra bastante.
—Lo siento, señor Edward —dijo la antipática voz de Herbertson (¿por qué no dejarán todos de usar mi nombre de pila?)—. Pero en estos momentos no puedo mandar a nadie. Haría cualquier cosa por ayudar a la señorita Powell, pero hace un instante me estaba explicando ella misma la situación y me pareció comprender que no era urgente. Lo siento mucho, pero de todos modos hubiera sido imposible.
¡Y con estas palabras tuvo la impertinencia de cortar la comunicación!
«No gastaré ni un solo centavo en su maldito negocio si puedo evitarlo», pensé, aunque en ese sentido tal ha sido mi actitud durante muchísimo tiempo. Pero de vez en cuando es necesario hacer uso de su garaje.
Me senté un rato a meditar. Estaba abrumadoramente claro que el hombre mentía a instancias de mi tía. Muy bien. Ella había pensado que yo utilizaría ese método para salir de apuros y me había destruido toda posibilidad. Tenía que encontrar otro por todos los medios, pues conseguir mis libros y no caminar ya se había convertido para mí en una cuestión de amor propio.
No podía obtener gasolina en el garaje Wynneland. Entonces la buscaría en uno de Abercwm. Me saldría muy caro, era verdad, pero con tal de derrotar a mi tía, y aunque mi renta no es muy grande, estaba dispuesto a pagar cualquier suma. Ella, por otra parte, tendría el placer de pagar la llamada telefónica a Abercwm.
Pero fue aquí donde surgió un obstáculo completamente inesperado. La línea de Abercwm estaba estropeada y la telefonista ignoraba cuándo la arreglarían. Con todo, me negaba todavía a admitir la derrota. Seguiría llamando a todos los garajes existentes hasta Shrewsbury, si fuera necesario, pero conseguiría la gasolina. Extendí la mano en busca de la guía telefónica. No estaba en su lugar. Mi tía también la había escondido.
Por lo visto, había pensado en todos los detalles. Hasta llegué a suponer que se habría puesto en contacto con la misma telefonista. La tía Mildred ejerce muchas actividades locales en Llwll, donde conoce a todo el mundo de las distintas esferas sociales. Sin duda sabe muy bien quién es la muchacha. Por un momento me creí aniquilado, pero de pronto recordé la extraña expresión en el rostro de mi tía. Algo había olvidado. Durante varios minutos permanecí en actitud meditativa hasta que por fin se hizo la luz en mi mente. Las puertas de su coche podían estar cerradas, pero los cristales se pueden romper. Había gasolina en su viejo Morris; el depósito había sido llenado esa mañana. Seguramente se había apresurado a llevarse el coche, como si hubiese tenido que hacer desde un principio. Creo que realmente corrí —y nunca corro si puedo evitarlo— al garaje. Aún podía llegar a tiempo, y así fue: el auto de mi tía todavía estaba allí.
Pero al instante me percaté de un penetrante olor a gasolina. El coche de tía Mildred, como creo haberlo mencionado ya, es un antiguo Morris, un modelo prehistórico. Es lógico que ella menosprecie todos los inventos de la era moderna y continúe usando ese ruidoso carromato. Debo admitir que pese a todo sigue, y no del todo mal, funcionando, pero lo que no comprendo es cómo tolera estar tan pasada de moda. Entre las increíbles reliquias con que cuenta este automóvil, figura su abastecimiento de combustible. Para vaciar por completo el depósito de mi Wolsey, es necesario hacerlo a sifón; pero para vaciar el de mi tía sólo hay que quitar la tapa del cilindro del flotador, de modo que la gasolina, al no encontrar obstaculizado su cauce, se derrama en el suelo. Y esto era precisamente lo que ella había hecho. Ya se estaban escurriendo las últimas gotas. Era asombroso que tuviera tantos conocimientos acerca de su viejo Morris. Con seguridad se trata de algo que descubrió por accidente el invierno pasado cuando tuvo que hacer limpiar el cilindro del flotador porque había entrado un poco de agua.
Pero no era el momento de hacer conjeturas. Era necesario actuar. Apoderándome vivamente del tazón del perro y arrojando fuera el agua que contenía, logré salvar un poco, muy poco de aquel precioso fluido. Pensé que sería suficiente.
Sin embargo, era muy poco. Sin duda no alcanzaría para llevarme a Llwll y regresar a casa, pero allí podría comprar algo más —maldito Herbertson—, lo que bastaría para darme la victoria. Observé nuevamente el marcador de combustible. Era difícil que alcanzara para llegar hasta Llwll, pero si conseguía cruzar la quebrada, podría luego seguir barranco abajo con el motor parado.
En efecto, partí en La Joyeuse. Me alegraba no haber roto las ventanillas del auto de mi tía cuando lo encontré cerrado. Podía haberme cortado la mano.