Aunque a lo largo de la infancia y adultez nos vayamos adaptando cada vez más a una inmensa variedad de circunstancias, siempre hay unos límites dentro de los cuales funcionamos óptimamente. Mientras que para un bebé es principalmente la conducta de sus cuidadores la que debe satisfacer sus necesidades, el individuo en crecimiento necesita cada vez más el apoyo de su sociedad y cultura para colmar sus expectativas innatas. El hombre puede sobrevivir en unas terribles condiciones anticontinuum pero, como ser humano completo que es, puede perder el bienestar, la alegría y la plenitud.
Desde muchos puntos de vista sería mejor si hubiera muerto, ya que la fuerza vital, en su incesante tendencia a reparar el daño y completar las fases de desarrollo emplea, como instrumentos la ansiedad, el dolor y toda una serie de otras maneras de señalar que las cosas no van bien. El resultado es la infelicidad en cualquiera de sus formas. En el mundo civilizado, un resultado frecuente del funcionamiento del sistema es sentir una constante desdicha. Con demasiada frecuencia, las antiguas necesidades insatisfechas nos presionan desde dentro, mientras que las circunstancias nos presionan desde fuera, y nuestra preparación inadecuada como especie o nuestra falta de madurez como individuos nos impiden afrontar esta situación. Estamos llevando una vida para la que nuestra evolución no nos ha preparado y en el intento por enfrentarnos a la situación también estamos en una situación de clara desventaja, ya que nuestras facultades están dañadas por carencias personales.
Nuestro nivel de vida sube sin que nuestro nivel de bienestar o calidad de vida aumenten, salvo en raros casos que se presentan en el punto más bajo de la escala socioeconómica, donde problemas como el hambre y el frío siguen siendo factores reales en la pérdida del bienestar. Pero normalmente las causas de la infelicidad no son tan claras.
Posiblemente la causa más común de la pérdida de un nivel existente de bienestar y de la aparición de sensaciones realmente desagradables sea el temor a la capacidad de uno mismo para relacionarse con los demás. El yo, basándose en la antigua sensación de haberle faltado algo que le habría hecho sentirse bien, se ha debilitado en su misma base y es presa con más facilidad de la ansiedad con los reveses diarios. Pero nuestras expectativas también incluyen una cultura adecuada en la que usar nuestras facultades, y siempre que las circunstancias de una persona no puedan mantenerse dentro de los parámetros de esas expectativas experimentará una pérdida del bienestar a medida que vaya descubriendo que no puede adaptarse a ellas.
Es poco práctico, irrealista y utópico describir una cultura a la que la nuestra pudiera cambiar que llenara las necesidades de nuestro continuum. Aunque el cambio lograra hacerse, sería inútil, ya que a no ser que fuéramos los primeros en hacerla funcionar, sería un ejercicio poco satisfactorio condenado a una deformación inmediata y al final a la desintegración.
Pero puede ser valioso intentar conocer algunas de las cualidades que una cultura necesitaría tener, en una u otra forma, para poder adaptarse a las necesidades de los continuums de sus miembros. En primer lugar, necesitaría tener un lenguaje en el que el potencial humano para expresarse verbalmente pudiera crecer. Un niño ha de poder oír a los adultos conversando unos con otros y relacionarse con otros niños de su edad con los que pueda comunicarse a su propio nivel de intereses y desarrollo. También es importante que se relacione siempre con otras personas algo mayores que él para tener un sentido de adonde va antes de llegar allí. Esto le ayudará a familiarizarse con el contenido de sus crecientes intereses para poder adoptarlo fácilmente cuando esté preparado para ello.
Del mismo modo, las actividades de un niño necesitan recibir aceptación y ejemplo. Una sociedad que no se los ofrezca reducirá la eficiencia y sociabilidad de sus miembros.
Un signo seguro de que en una sociedad hay una seria carencia es la existencia de la brecha generacional. Si la generación más joven no se enorgullece de ser como sus mayores, significa que la sociedad ha perdido su propio continuum, su propia estabilidad, y probablemente no tenga una cultura digna de ser llamada como tal, ya que estará cambiando constantemente de una insatisfactoria serie de valores a otra. Si los miembros más jóvenes de la sociedad creen que los mayores son ridículos, que están equivocados o que son aburridos, no tendrán ningún camino natural que seguir. Se sentirán perdidos, degradados, engañados y enojados. Los mayores también se sentirán estafados y resentidos por la pérdida de la continuidad de la cultura y sufrirán como consecuencia la sensación de llevar una vida sin sentido, al igual que los jóvenes.
La constante promesa de mañana será mejor —sin la cual nuestras vidas parecerían tan insoportables que apenas podríamos imaginarlo— no tiene ningún interés para los miembros de una sociedad evolucionada, estable, orgullosa y feliz. Su resistencia al cambio conserva sus costumbres y actúa para descartar la innovación. Por otro lado, nuestra insatisfacción, basada en las carencias y en la alienación masiva, aplasta la expresión cultural de nuestra tendencia natural a resistirnos al cambio y hace que sea imperativo poder esperar algo mejor, al margen de las ventajas que cualquiera de nosotros tenga ahora.
Es necesario un estilo de vida que no cambie y que requiera el trabajo y la cooperación de sus miembros en unas cantidades que no sean excesivas para la naturaleza de estos. Una persona cuyas primeras necesidades han sido satisfechas ha de tener un trabajo que le guste para que desee comportarse socialmente en libertad y ejercer sus capacidades.
Las familias deben mantener un estrecho contacto con otras familias, y todo el mundo, durante su vida laboral, debería de tener la oportunidad de gozar de compañerismo y cooperación. Una mujer que se queda sola cada día con sus hijos se ve privada del estímulo social y necesita el apoyo emocional e intelectual que ellos no pueden darle. El resultado es malo para la madre, el hijo, la familia y la sociedad.
En nuestra sociedad, las amas de casa, en lugar de desempeñar el papel de resignadas esposas, podrían hacer las tareas domésticas con amigas que vivieran cerca, limpiando quizás juntas una casa y después, la otra. Lo que ahora se llaman grupos de actividades lúdico-educativas contienen todos los ingredientes para que un grupo de trabajo tenga éxito en el que las madres, y también otras personas, puedan dedicarse a tareas útiles e interesantes mientras los niños se inventan sus propios juegos o se unen a la actividad sin que los adultos les presten más atención de la que es absolutamente necesaria para que los niños puedan participar en ella. El lugar que ocupan los niños en la periferia, en vez de ser el centro de atención del adulto, les permitirá descubrir sus propios intereses a su propio ritmo sin sentirse presionados, siempre que haya suficiente variedad de materiales y actividades en el área en la que se ejercitan y descubren su potencial. Pero tanto si la actividad principal es tejer como fabricar un producto, pintar, esculpir, reparar o cualquier otra, debe de ser hecha principalmente por y para los adultos, y los niños han de poder unirse a esta actividad sin crear demasiados problemas. Así, todo el mundo se comportará con naturalidad y espontaneidad, sin que los padres sientan la presión de tener que limitar su mente a un nivel infantil ni que los niños se vean obligados a intentar adaptarse a lo que un adulto cree que es lo mejor para ellos, lo cual impediría que la motivación de los pequeños se manifestara sin problemas ni conflictos por iniciativa propia.
Los niños deberían poder acompañar a los adultos casi a todas partes. En culturas como la nuestra, donde esto es ahora en gran parte imposible, las escuelas y los maestros podrían aprender a aprovechar plenamente las tendencias de los niños a imitar y practicar unas habilidades por iniciativa propia en lugar de enseñárselas.
En una sociedad con un continuum correcto, las distintas generaciones vivirían bajo el mismo techo en provecho de todos. Los abuelos ayudarían tanto como pudieran, y los adultos que están en la plenitud de sus fuerzas para trabajar no envidiarían el apoyo que les falta de sus mayores ni el de sus hijos. Pero de nuevo la verdadera cohabitación enriquecedora de las generaciones depende de que la personalidad de cada uno de sus miembros esté ya realizada y no se absorban las emociones unos a otros, como la mayoría de nosotros haríamos, para colmar las necesidades infantiles insatisfechas de atención y cuidados.
Los líderes surgirían de manera natural entre los miembros de una sociedad, al igual que ocurre entre los niños, y se limitarían a tomar iniciativas sólo cuando las individuales fueran poco prácticas. Los seguidores han de ser los que decidan a quién seguir y han de poder cambiar de líderes según les convenga. En una cultura continuum como la de los yecuanas, la actuación de los líderes es mínima, y cualquier individuo es libre de no seguir su decisión si así lo desea; pero tendrá que pasar mucho tiempo antes de que podamos llevar con éxito una vida tan cercana a la anarquía. Sin embargo, vale la pena tenerla en cuenta como una dirección hacia la que podemos dirigirnos cuando las presiones ejercidas por nuestras culturas y nuestra población lo permitan.
La cantidad de personas que vivirían y trabajarían juntas variaría de algunas familias a varios centenares, de modo que el individuo procuraría mantener buenas relaciones con todas las personas con las que se relacionara. Saber que uno se seguirá relacionando con las mismas personas es un fuerte motivo para tratarlas con justicia y respeto, incluso en nuestro mundo, donde un grupo fijo de vecinos, como ocurre en las comunidades rurales o en los pueblos pequeños, se agrupan espontáneamente formando una sociedad. El animal humano no puede vivir realmente con miles o millones de personas. Sólo puede relacionarse con una cantidad limitada, y en las glandes ciudades puede verse que entre las muchedumbres, cada individuo tiene a nivel laboral y social un círculo de personas del tamaño más o menos de una tribu. Sin embargo, el resto de personas de su alrededor ejercen el efecto de hacerle sentir que tiene una infinita cantidad de oportunidades para establecer nuevas relaciones si deja que las antiguas fracasen.
Los yecuanas me enseñaron unas formas mucho más refinadas de relacionarme con la gente que las que yo conocía del mundo civilizado. Su manera de recibir a los visitantes me impresionó muchísimo.
Me di cuenta de ello cuando llegué a una aldea yecuana con dos viajeros yecuanas procedentes de otra lejana aldea. Como por aquel entonces no se esperaba que yo supiera cómo debía comportarme, Benito, el anciano que había vivido con los venezolanos en su juventud y que hablaba un poco de español, se acercó y me recibió con la típica palmadita en los hombros de los venezolanos y después de conversar un poco conmigo, me mostró dónde podía poner la hamaca. Pero a mis dos compañeros los trataron de una manera muy distinta. Se sentaron cerca de mí, bajo un gran tejado redondo sin decir una palabra a nadie ni sin que nadie les dijera nada, sin mirarse ni hablar entre ellos. Los residentes iban y venían a un lado y a otro mientras se dedicaban a sus labores, pero ninguno se fijó demasiado en los visitantes. Durante cerca de una hora y media los dos estuvieron sentados sin moverse ni hablar; después, una mujer se acercó silenciosamente y tras dejar en el suelo un poco de comida ante ellos, se alejó. No empezaron a comer en el acto sino que esperaron un poco y lo hicieron sin decir una palabra. Luego les retiraron los boles en silencio y pasó más tiempo.
Al fin, un hombre se acercó lentamente y se quedó de pie apoyado contra uno de los postes que sostenían el tejado, detrás de los visitantes. Al rato pronunció algunas sílabas en voz baja. Transcurrieron dos minutos antes de que el visitante de más edad respondiera también brevemente. De nuevo guardaron silencio. Cuando volvieron a hablar era como si cada palabra regresara al silencio reinante del que había surgido. El ritmo y la dignidad personal de cada hombre no sufría ninguna imposición. A medida que el intercambio se fue haciendo más vivo, fueron llegando otros, se quedaron ahí un rato y participaron de la conversación. En cada hombre parecía haber una sensación de serenidad que debía ser preservada. Nadie interrumpió a nadie; la voz de cada uno de ellos carecía del menor rastro de presión emocional. Cada hombre permanecía equilibrado en su propio centro. Al poco tiempo, la risa florecía ya entre la conversación elevándose y cayendo al unísono como una oleada en medio de las conversaciones que mantenían una docena y pico de hombres. Al ponerse el sol, una mujer sirvió la cena a los reunidos, que ahora eran ya todos los habitantes de la aldea. Se habían intercambiado las noticias y reían muy a menudo. Tantos los residentes como los visitantes se habían integrado perfectamente en el ambiente sin tener que recurrir a la falsedad o al nerviosismo. El silencio no había sido un signo de interrupción de la comunicación sino un espacio de tiempo para que cada individuo pudiera estar en paz consigo mismo y asegurarse de que los demás también lo estaban.
Cuando los hombres de la aldea salían para hacer largos viajes para intercambiar objetos con otros indios, las familias y los clanes de estos los recibían con el mismo procedimiento: les dejaban permanencer en silencio el tiempo suficiente para que la atmósfera de la vida de la aldea volviera a ser la misma y después se acercaban tranquilamente sin ejercer ninguna presión ni pedir demostraciones emotivas.
Uno tiende a ver la personalidad de los extranjeros o gente exótica como si fueran bastante uniformes, y la de los primitivos quizás más aún si cabe. Pero naturalmente no es así. La aceptación de las costumbres y las convenciones locales hace que la conducta de los miembros de una sociedad guarde un cierto parecido, pero las diferencias entre los individuos, en una sociedad con un continuum más correcto, están constituidas por unas expresiones más libres de características innatas, ya que la sociedad no necesita temerlas ni intentar reprimirlas.
En las sociedades del mundo civilizado, en cambio, las diferencias entre las personas —que son de distintos grados, según lo que una determinada sociedad se haya alejado de los modelos del continuum— son principalmente la expresión de la forma en la que cada individuo se ha adaptado a las distorsiones de su personalidad producidas por la cualidad y cantidad de la carencia padecida. Las personas de las sociedades civilizadas suelen, por tanto, ser antisociales, y la sociedad las teme, así como todos los otros signos de incomformismo que manifiestan. En general, cuanto más anticontinuum sea una cultura, más tenderá a presionar a los individuos para que den la impresión de aceptar una norma en su conducta pública y privada.
En una ocasión me quedé pasmada al ver a un yecuana que se le ocurrió subir hasta la cima de una colina que dominaba la aldea para aporrear un tambor y gritar a voz en grito durante una buena media hora hasta satisfacer su impulso. Quiso hacerlo por sus propias razones, y lo hizo sin mostrar ninguna preocupación por lo que sus vecinos pudieran pensar, aunque no fuera algo habitual. Mi sorpresa se debió a que yo nunca me había cuestionado la tácita ley de mi sociedad acerca de que los miembros cuerdos de la comunidad reprimen sus impulsos raros o irracionales para evitar que los demás tengan miedo o desconfíen de ellos.
Como corolario a esta norma de nuestra cultura, las personas más famosas y aceptadas entre nosotros —estrellas de cine, del pop, figuras como Winston Churchill, Albert Einstein y Qandhi— tienen licencia para vestir y comportarse de un modo mucho menos convencional del que podían haberse permitido antes de ser lo bastante conocidas como para estar libres de toda sospecha. Incluso las trágicas aberraciones de Judy Garland no eran de alguna manera tan espantosas para el público como si uno de sus vecinos las hubiera manifestado, ya que al ser una persona famosa apoyada por millones de otras, no existía el temor de aceptar lo que ella hacía. Uno no tenía que basarse en la dudosa capacidad propia para juzgar y aceptar.
Se ve fácilmente que las personas menos fiables que hay entre nosotros son las que más desconfían de los demás, rasgo que puede considerarse neurótico y antisocial en una sociedad que recomienda que sus miembros sean personas de fiar, pero también puede ser una actitud totalmente social en una sociedad que tenga por costumbre intentar estafar al otro siempre que sea posible suponiendo, por supuesto, que este hará lo mismo. Uno está dependiendo entonces de miembros de la propia cultura que no son de fiar y buscando siempre la oportunidad de ganarles el juego. En muchos países constituye un modus vivendi, sólo que quizás sea un poco más duro para el visitante confiado de un país donde jugar limpio forma parte importante de lo que se considera una conducta social.
A mí me pareció que la idea yecuana de hacer negocios estaba basada, al igual que su forma de recibir a los visitantes nuevos, en un gran deseo de no crear tensión alguna. Tuve la oportunidad de descubrir hasta qué punto eran corteses al hacer un intercambio con Anchu, el jefe yecuana. Ocurrió en la época en que él había iniciado la campaña para guiarme a comportarme como ellos en lugar de tratarme de la forma habitual, como un ser que no era humano, sin darme el respetuoso trato que recibía una persona auténtica (un yecuana) ni esperar que me comportara como uno de ellos. Las lecciones que me dio no fueron instrucciones verbales o explicaciones, sino experiencias que tendieron a poner de manifiesto, o más bien a aclarar, mi capacidad innata para reconocer y preferir lo que era más adecuado según las circunstancias. Podría decirse que estaba intentando liberar a mi continuum las innumerables interferencias que mi propia cultura había impuesto.
Fue en una ocasión, que ya he mencionado anteriormente, en la que Anchu me había preguntado qué era lo que yo deseaba a cambio de un cristal veneciano de una pieza de bisutería. Le respondí enseguida que quería cañas de azúcar, ya que nuestra expedición había perdido la provisión de azúcar que llevaba al volcar una canoa en un rápido y mi deseo de comer azúcar había empezado a ser obsesivo. Al día siguiente nos dirigimos a la plantación de caña de azúcar con su esposa —entre los yecuanas sólo las mujeres cortan caña de azúcar— para finalizar la transacción. Anchu y yo nos sentamos sobre un tronco que había junto a la plantación mientras su mujer se adentraba en ella y salía con cuatro cañas de azúcar. Las arrojó al suelo, y Anchu me preguntó si quería más.
Claro que quería más, quería tantas como pudiera sacar, de modo que dije que sí.
Su esposa volvió a la plantación y regresó con dos cañas más. Las dejó en el suelo junto a las otras.
Anchu me preguntó: ¿Más?
Y volví a decir: ¡Si, más! Pero entonces se me encendió una lucecita en la cabeza. No estábamos regateando con la actitud egoísta habitual que yo había supuesto. Anchu me estaba pidiendo de una forma amistosa y confiada que juzgara qué cantidad sería un intercambio justo y estaba dispuesto a aceptar mi valoración. Cuando comprendí mi error me sentí avergonzada y llamé a su esposa, que había ido a la plantación por cuarta vez con el machete, para decirle ¡Toini! [¡Sólo una!]. Así que el trato se zanjó con siete cañas de azúcar y la negociación se llevó a cabo sin enemistarnos de ningún modo y sin crear ninguna tensión entre nosotros, después de yo haberlo entendido.
No creo que nuestras técnicas comerciales puedan llegar a volverse tan civilizadas como las de los yecuanas. He contado la historia sólo como un ejemplo de lo que puede considerarse una forma de obrar si la cultura lo recomienda y contando con que los miembros de la sociedad tengan una motivación social en lugar de antisocial. Una sociedad que recomiende unas costumbres menos agradables y atractivas seguirá consiguiendo que los miembros socialmente motivados las sigan. Por ejemplo, para los indios sanemas, cuya cultura difiere considerablemente de la de los yecuanas, es correcto asaltar otra aldea y robar tantas mujeres jóvenes y matar a tantos hombres como les sea posible.
No se sabe cuándo y por qué se originó este aspecto de su cultura o por qué los indios jívaros, al otro extremo del continente sudamericano, creen que la muerte debe ser vengada sea cual sea su causa. Pero lo que es útil observar es que una sociedad de individuos socialmente motivados vivirá siguiendo los dictados de su cultura. Las personas que han podido satisfacer las expectativas de su continuum no desarrollan un caráctar antisocial o criminal. Igual que un asesino de origen humilde comete un acto antisocial al asesinar a alguien y en cambio un soldado que mata a un enemigo no lo comete, es el motivo y no el acto en sí lo que cuenta a la hora de evaluar la sociabilidad del autor del crimen.
Imagino que a nosotros nos gustaría que fuera una cultura humana en la que nuestra sociedad apoyara las inclinaciones cooperativas. Pero la palabra humana debe también conllevar un respeto por el continuum humano. Una cultura que exija a las personas vivir de un modo para el que su evolución no les ha preparado, que no llene sus expectativas innatas y que presione, por tanto, la adaptabilidad de las mismas más allá de sus límites, está condenada a dañar la personalidad de los miembros integrantes.
Una forma de presionar la personalidad humana hasta unos límites excesivos es privándola de la necesidad más elemental que esta tiene si recibiera variedad de estímulos. La resultante pérdida de bienestar se manifiesta bajo el llamado aburrimiento. El sentido del continuum, al crear esta desagradable sensación, motiva al individuo a cambiar lo que está haciendo. En el mundo civilizado no solemos sentir que tengamos derecho a no aburrirnos y pasamos años trabajando monótonamente en fábricas y oficinas o haciendo todo el día tareas poco interesantes.
En cambio, los yecuanas, con su rápido y agudo sentido de los límites de sus propios continuum y de su capacidad para adaptarse sin perder el bienestar, al sentir la amenaza del aburrimiento dejan en el acto de hacer lo que están llevando a cabo. Ante un trabajo monótono, han descubierto varios sistemas para eludir la amenaza del aburrimiento. En primer lugar, las mujeres que necesitan clavar numerosas hileras de trozos de metales afilados en una plancha de madera para fabricar un rallador para desmenuzar la mandioca, en lugar de clavar una hilera tras otra, se dedican en primer lugar a clavar las puntas trazando la forma de un diamante y después llenan el espacio restante, y aunque la forma desaparezca, al menos ha servido para entretener al artesano.
Otro ejemplo es construir un tejado atando con una liana cada hoja de palmera a un marco. Los hombres se sientan en un andamio junto a varias pilas de hojas de palmera y van trabajando lentamente atándolas una a una. Aunque tengan que construir un gran tejado, disponen de varios sistemas para no aburrirse. En primer lugar, invitan a todos los hombres de la aldea y alrededores para que les ayuden a construir el tejado con más rapidez. Antes de que lleguen, las mujeres ya han fermentado la suficiente mandioca como para que todo el mundo pueda estar más o menos achispado durante los días en los que durará el trabajo, así se disminuye el nivel de conciencia de los participantes y, con ello, la normal vulnerabilidad al aburrimiento. Para animar la atmósfera festiva, los participantes se adornan con cuentas, plumas y pinturas, y alguien se dedica a pasear por el lugar tocando un tambor la mayor parte del tiempo. Los hombres y los chicos hablan y bromean mientras trabajan y sólo dejan la tarea cuando les apetece bajar para cambiar y hacer otra cosa. Algunas veces está trabajando un considerable grupo de personas y otras, sólo algunas pocas tienen ganas de hacerlo. Este método funciona a la perfección para todos; las familias de la casa en construcción se encargan de alimentar a los huéspedes con las piezas que han cazado de antemano.
Durante los días en los que se bebe, cuando todo el mundo está de algún modo ebrio y, por las noches, cuando los hombres, las mujeres y los niños beben más aún y los hombres están muy borrachos, es impresionante constatar de nuevo que no surge el menor signo de agresividad entre ellos.
Quizás una expresión de su personalidad sea la poca necesidad que tienen de juzgarse unos a otros y la facilidad con la que aceptan las diferencias individuales. Entre nosotros, puede verse que las personas más frustradas, más alienadas, son las que más piensan que deben juzgar a los demás y distinguirlos como aceptables o inaceptables, ya sea a nivel personal o grupal, como en un conflicto religioso, político, nacional, racial, sexual o incluso generacional.
El odio hacia uno mismo, procedente de no haber experimentado durante la primera infancia la sensación del propio bienestar es, naturalmente, una de las bases más importantes para sentir un odio irracional hacia los demás.
Es interesante ver que, aunque los yecuanas consideren a los indios sanemas seres inferiores de costumbres bárbaras y que los sanemas alberguen un ligero resentimiento por el altivo trato de los yecuanas ni un grupo ni otro tiene el menor deseo de dañar el sistema de vida del otro. Suelen visitarse y comerciar, y cada grupo hace bromas sobre el otro a sus espaldas, pero nunca hay ningún conflicto entre ambos.
Gran parte de nuestra tragedia es que hemos perdido el sentido de nuestros derechos como miembros de la especie humana. No sólo aceptamos el aburrimiento con resignación, sino otros innumerables abusos que seguimos sufriendo a pesar del estado en el que ha quedado nuestro continuum después de los estragos de la primera infancia y la niñez. Por ejemplo, al hablar de los perros decimos: Es cruel tener a un animal tan grande encerrado dentro del piso en la ciudad, pero nunca decimos lo mismo de las personas, que son incluso de mayor tamaño y más sensibles a su entorno. Dejamos que nos bombardeen con el ruido de las máquinas, el tráfico y las radios y esperamos que los desconocidos nos traten con rudeza. Esperamos ser despreciados por nuestros hijos y ser provocados por nuestros padres. Aceptamos vivir con una lacerante inseguridad no sólo en relación a nuestra capacidad laboral y social sino también en relación a nuestro matrimonio. Damos por sentado que la vida es dura y nos sentimos afortunados por gozar de cualquier momento de felicidad que podamos obtener. No vemos la felicidad como un derecho de nacimiento ni esperamos que sea algo más que paz o contento. La auténtica dicha, el estado en el que los yecuanas se hallan la mayor parte de su vida, es sumamente inusual entre nosotros.
Si tuviéramos la oportunidad de vivir la clase de existencia para la que hemos evolucionado, muchos de nuestros motivos presentes se verían afectados. En primer lugar, no imaginaríamos que los niños han de ser más felices que los adultos ni que los adultos jóvenes han de ser más felices que los ancianos. Como hemos visto, tenemos esta opinión porque estamos persiguiendo constantemente alguna meta que esperamos nos dará la sensación de bienestar que no hemos tenido en nuestra vida. A medida que vamos alcanzando nuestros objetivos y descubrimos que nos sigue faltando aquello indefinible que no tuvimos desde la primera infancia, vamos dejando gradualmente de creer que la siguiente serie de esperanzas calmarán nuestros persistentes anhelos. También aprendemos a aceptar la realidad o atenuar el dolor de las repetidas decepciones lo mejor posible. Al llegar a la madurez, empezamos a decirnos en algún punto que hemos perdido, por una u otra razón, la oportunidad de gozar de un total bienestar y que debemos vivir con las consecuencias en estado de permanente resignación. Esta situación no puede llevarnos a la dicha.
Cuando vivimos como hemos evolucionado para hacerlo, la historia de nuestra vida es muy distinta. Los deseos satisfechos de la primera infancia dan paso a los de las fases sucesivas de la niñez y cada serie de deseos satisfechos da paso a la serie siguiente. El deseo de jugar desaparece; el deseo de trabajar va aumentando a medida que uno llega a la adultez; el deseo satisfecho de encontrar un atractivo miembro del sexo opuesto y de compartir la vida con él genera el deseo de trabajar para la pareja y tener hijos con esta. Se desarrolla entonces el impulso maternal o paternal hacia los hijos. La necesidad de relacionarnos con nuestros semejantes se va colmando desde la infancia hasta la muerte. A medida que las necesidades de los adultos que están en la flor de la vida de iniciar y llevar a cabo sus proyectos se van cumpliendo y que la fuerza física empieza a disminuir con la edad, surgen los deseos de ver triunfar a los seres queridos, de encontrar paz y de vivir una menor variedad de experiencias, de sentir que las cosas van avanzando por el ciclo de la vida sin que uno apenas ayude y, al final, sin necesidad de hacer nada, cuando la última serie de deseos es satisfecha y reemplazada por el único deseo de descansar, de no conocer nada más, de dejar de existir.
En cada etapa, basada firmemente en el fin de las precedentes, el estímulo del deseo recibe su respuesta. La juventud no es, por tanto, más ventajosa que la vejez. Cada época brinda sus propias alegrías y, tras alcanzar los deseos según su curso natural, no hay ninguna razón para envidiar a los jóvenes ni desear otra edad que la que uno tiene y los placeres que esta aporta, incluyendo la llegada de la muerte. El dolor y la enfermedad, la muerte de los seres queridos, las molestias y los desengaños estropean la feliz norma, pero no alteran el hecho de que la felicidad sea lo normal ni afectan la tendencia del continuum a restablecerla y curarla después de cualquier alteración.
Lo importante es que el sentido del continuum, cuando se le deja funcionar a lo largo de la vida, es capaz de cuidar de nuestros intereses mejor de lo que cualquier otro sistema intelectualmente creado pueda empezar a hacerlo.