La vida del mundo civilizado no puede considerarse adecuadamente sin tener en cuenta el hecho de que nos han privado de casi toda la experiencia de la etapa de estar en brazos y de gran parte de la experiencia posterior que esperábamos, y que seguimos intentando satisfacer, de una manera metódica pero inconsciente, estas xpectativas en su inalterable secuencia.
Al nacer nos desconectan de nuestro continuum humano y nos dejan en cunas y cochecitos sin satisfacer nuestras ansias de vivir experiencias, apartados del río de la vida. A medida que nos convertimos en jóvenes y adultos, algunas partes nuestras continúan siendo infantiles y no pueden contribuir positivamente en nuestra vida. Pero no podemos dejarlas atrás. El deseo de vivir la experiencia de estar en brazos sigue ahí, junto con el desarrollo de la mente y el cuerpo, esperando ser satisfecho.
En el mundo civilizado compartimos unas determinadas dolencias del continuum. Odiarse o dudar de uno mismo son actitudes que están muy extendidas entre nosotros, dependiendo de cómo el complejo de carencias afectivas haya afectado a nuestras cualidades heredadas y de cuándo lo hizo. Con el paso de los años, y a medida que vamos creciendo, la búsqueda de la experiencia de estar en brazos adopta muchas formas. La pérdida del esencial estado de bienestar que deberíamos haber sentido en la época en que estábamos en brazos nos lleva a emprender búsquedas y a intentar sustituirla con algo. La felicidad deja de ser el estado normal de estar vivo y se convierte en una meta. La meta es perseguida con planes a corto y largo plazo.
Al tener presente las vidas de los yecuanas, resulta cada vez más claro por qué hacemos tantas cosas en apariencia inútiles. La falta de la experiencia de estar en brazos se expresa quizás más comúnmente como una sensación latente de descontento en el aquí y ahora. Uno se siente descentrado, como si le faltara algo; hay una vaga sensación de pérdida, de desear algo indefinible. El deseo suele aferrarse a un objeto o acontecimiento que se encuentra en un futuro no lejano; traducido en palabras, sería: Me sentiría bien si sólo… seguido del propósito de experimentar un cambio, como conseguir un traje nuevo, un coche nuevo, una promoción o un aumento de sueldo, un trabajo diferente, la oportunidad de salir de casa un fin de semana o permanentemente o un hombre, una mujer o un niño a quien amar si uno no tiene ya uno.
Cuando se consigue el objetivo, el futuro no lejano, el espacio de tiempo en el que la inalcanzable madre una vez estuvo, es pronto reemplazado por un nuevo si sólo, y la distancia entre este objetivo y uno mismo se convierte en la nueva medida del espacio entre uno mismo y el bienestar buscado: el sentirse bien en el aquí y el ahora.
Uno se alimenta de las esperanzas que le dan una serie de objetivos que podrá obtener al cabo de un determinado tiempo, dictado por el grado de inalcanzabilidad que uno necesite para sentirse bien, es decir, guarda la misma relación que uno mantenía con su madre cuando se le negó la experiencia de estar en brazos. La dificultad de mantenter los objetivos a una prudente distancia puede conducir al desastre. No suele ocurrir, ya que la mayoría de personas puede imaginar fácilmente un constante desfile de cosas que no tiene, por más cosas que posea. Pero de vez en cuando la imaginación se queda corta al alcanzar las metas fijadas de una forma demasiado rápida o completa.
No hace muchos años, una famosa estrella de cine rubia fue víctima de lo que pareció un insoportable desequilibrio entre su necesidad de desear y las cosas que le quedaban por obtener. Fue la estrella más famosa del mundo, la mujer más deseada. Había conseguido a hombres atractivos e inteligentes, se había casado con ellos y más tarde, divorciado. Según los modelos de su imaginación, tenía todo cuanto deseaba. Su desconcierto por no haber experimentado la sensación de bienestar que le faltaba, hizo que diseñara nuevos planes para conseguir algo deseable que no pudiera obtener en el acto y, al no lograrlo, no pudo seguir alimentando la esperanza de encontrar la paz y se suicidó.
Muchas otras chicas y mujeres, con metas parecidas a las suyas, se preguntaban cómo podía haber hecho semejante cosa si lo tenía todo. Pero esa parte del Sueño Americano no sufrió un serio daño, ya que en el corazón de cada mujer perpleja estaba la certeza de si sólo… Si sólo consiguiera tener en la vida tantas cosas deseables como esa estrella de cine, la felicidad no estaría demasiado lejos, lograría ser feliz.
Abundan los ejemplos de suicidios cometidos por la misma razón, pero es mucho más común aún la conducta desesperada de los triunfadores, cuyo instinto de conservación les impide dar el último paso hacia el olvido pero cuyas vidas están plagadas de alcohol, drogas, divorcios y melancolía. La mayoría de personas ricas pueden y ansian ser más ricas aún; las poderosas desean tener más poder y el vivo deseo que sienten de la primera infancia adopta esta forma. Sólo los pocos que han llegado hasta el final o han conseguido todo cuanto se habían propuesto han de afrontar la insatisfactoria cualidad de su vivo deseo. No pueden recordar su forma original: el vivo deseo que sintieron en la primera infancia de estar en brazos de su madre. En realidad, se encuentran contemplando un abismo sin fondo, preguntándose, sin obtener ninguna respuesta, de qué les han servido sus esfuerzos, cuando en el pasado estaban seguros de que era el dinero, la fama o el éxito lo que deseaban.
En el mundo civilizado, el matrimonio se ha convertido, en muchos casos, en un contrato doble; una de las cláusulas puede rezar: … Y seré tu madre si tú eres mi madre. Las siempre presentes necesidades infantiles de los dos miembros de la pareja se expresan cuando la implícita —a menudo explícita— declaración es: Te quiero, te deseo, te necesito. La primera de las dos terceras partes de esta frase es adecuada para hombres y mujeres maduros, pero habitualmente la idea de necesitar a alguien, aunque sea románticamente aceptable en nuestra cultura, entraña la necesidad de recibir una cierta cantidad de mimos. Puede abarcar desde hablar en el lenguaje de un bebé —¿me quieres un poquito?— hasta el tácito acuerdo de no prestar más que una atención superficial a las otras personas. A menudo, la necesidad dominante es ser el objeto de atención (la continuación de los llantos del bebé reclamando la atención de su madre que deberían haberlo transferido al centro de la vida pero que, al ser desatendidos, acabaron convirtiéndose sólo en un interminable deseo de atención), y la pareja puede llegar a una división bastante amistosa sobre los periodos en los que cada uno será el centro de atención.
El noviazgo suele ser un terreno de pruebas para determinar hasta qué punto las necesidades infantiles de cada miembro de la pareja serán satisfechas. Para las personas con grandes carencias —aquellas que en la primera infancia sufrieron suficientes carencias afectivas como para no comprometerse nunca satisfactoriamente con otra persona y con las necesidades de esta—, la búsqueda de una pareja suele ser triste e interminable. Traicionadas en la primera infancia, tienen unos deseos muy grandes y profundos. El miedo que sienten a ser traicionadas de nuevo puede ser tan intenso que en el momento en que corren el menor peligro de encontrar un compañero huyen aterradas para evitar poner al candidato a prueba y al recordarles, de manera insoportable, que nadie puede amarles de una forma tan incondicional como ellas necesitan. Durante el noviazgo, innumerables hombres y mujeres han sido víctimas de un patrón conductual que demuestra un terror inexplicable a ser felices. Incluso cuando es fácil superar el miedo a encontrar una pareja, los novios cancelan la boda cuando están a punto de llegar al altar y las novias siguen llorando angustiadas cuando llega el momento de dar el gran paso y reclamar su felicidad. Pero muchos de ellos siguen así durante años, cambiando de pareja, buscando una relación que no pueden definir, incapaces de comprometerse con nadie tan mísero como un hombre o una mujer que no sea más famoso o importante que ellos.
La dificultad para encontrar una pareja aceptable se ha complicado más aún con las imágenes culturales que aparecen en las películas, la televisión, las novelas, las revistas y los anuncios. Las cinematográficas imágenes que empequeñecen al espectador crean la ilusión de ser la persona o la madre adecuada que habíamos perdido hacía tanto tiempo. Confiamos de una manera irracional en estas gigantescas criaturas y dotamos a los propios actores del aura de perfección que nuestra mente anhela. Ellos no pueden hacer nada malo, están más allá de las opiniones que nos formamos los unos sobre los otros. Y para complicar más aún las cosas, los personajes que representan, por más irrealistas que sean, fijan unos modelos para nuestros deseos que hace que las personas del mundo real parezcan más inadecuadas que nunca.
Los anuncios han capitalizado los vivos deseos del público privado de la experiencia de estar en brazos al presentar promesas que parecen decir Si lo tuvieras, volverías a sentirte bien. El eslogan de un refresco es: Es lo auténtico. Su principal rival apela a la sensación perdida de sentirse a gusto con Formas parte de la generación Pepsi o con imágenes de personas Pepsi con aspecto de sentirse bien. Una compañía sugiere que el vivo deseo se satisface con Un diamante es para siempre. Este anuncio supone que poseer un objeto de valor da al propietario el mismo valor de permanencia, invulnerabilidad y perfección. Es como si para ser amado uno no necesitara hacerse querer si lleva un diamante, un anillo mágico que atrae a cualquier persona en cualquier momento. Los abrigos de piel y los coches lujosos, un piso en un buen barrio y otras cosas similares también atraen la aceptación deseada. Al tiempo, estos objetos, aunque rodeen a uno de una sensación de seguridad en medio de la incertidumbre, no son como los envolventes brazos que nunca tuvo. Sea lo que sea lo que nuestra cultura considere adecuado poseer, lo que realmente queremos es estar dentro, ya que nos sentimos crónicamente fuera, aunque intentemos convencernos de que estamos dentro, incluso mientras hacemos nuevos esfuerzos por creérnoslo.
Aunque la mayoría de nosotros no podamos recordar habernos sentido nunca totalmente bien, en el momento presente solemos transferir la ilusión de que así ha sido en el pasado y también será en el futuro. Hablamos de los días dorados de la infancia o de los buenos viejos tiempos alimentando la ilusión de que nos sentiremos bien en un futuro cercano. La inocencia de la primera infancia, que creemos nos protegió de la cruel realidad, estuvo acompañada de desconcierto y confusión por la contradicción entre lo que nos dijeron y lo que vivimos; la sensación de faltarnos algo siempre estuvo ahí, entonces y ahora, aunque en aquella época la ilusión era que cuando creciéramos y nos relacionáramos con personas de la edad adecuada, nos sentiríamos bien.
Pero no sospechábamos que las personas de la edad adecuada siempre seguirían estando delante de nosotros, a un palmo de distancia, hasta que el paso del tiempo nos hizo creer que ahora estaban detrás nuestro, a otro palmo de distancia más o menos.
La idea de que la plenitud, la sensación de bienestar, llega a través de la competición y el triunfo es una prolongación de lo que Freud llamó la rivalidad entre hermanos. Freud creía que todos habíamos tenido que afrontar la envidia y el odio de nuestros hermanos y hermanas, que nos amenazaban con impedirnos estar con nuestra madre. Pero todos los conocidos de Freud padecían carencias afectivas. Si hubiera tenido la oportunidad de conocer a los yecuanas habría descubierto que la idea de competir y ganar como un fin en sí mismo era totalmente desconocida para ellos. Por tanto, no puede considerarse una parte intrínseca de la personalidad humana. Cuando un bebé ha recibido todo cuanto necesitaba de la experiencia de la etapa de estar en brazos de su madre y se separa de ella por su propio deseo, puede recibir sin ningún problema la llegada de un nuevo bebé que ocupará el espacio que él ha abandonado voluntariamente. Cuando no le han quitado nada de lo que necesita no hay ninguna razón para la rivalidad.
Entre los yecuanas, hay diversos motivos para desear cosas y personas, pero ganar no se encuentra entre ellos. Aunque tengan juegos, no son juegos de competición. Las luchas que organizan no constituyen ningún campeonato, son sólo una serie de combates entre pares de hombres. La constante práctica de disparar flechas siempre se hace para alcanzar la maestría pero nunca para competir con otros chicos, y entre los hombres la caza tampoco es un juego de competición. Como los yecuanas no necesitan este tipo de actividades para su vida emocional, su cultura no se las ofrece. A nosotros nos cuesta imaginar la vida sin competir, nos cuesta tanto como sentirnos bien tal como somos.
Lo mismo ocurre con la búsqueda de cosas nuevas. Una de las características de la etapa actual de nuestra cultura es que nuestra resistencia natural al cambio se ha distorsionado. Casi parece haberse convertido en una compulsión a cambiar con tanta regularidad que es como entrar en la monotonía o en la falta de cambio.
Hace poco apareció la idea de que lo más nuevo es lo mejor. Los anuncios se encargan de fomentar la carrera de desear cosas nuevas. No hay descanso ni respiro. Nada llega a ser nunca lo bastante bueno, lo bastante satisfactorio. Nuestro latente descontento se canaliza deseando las últimas novedades.
Entre ellas, las más destacadas son las que nos ahorran trabajo. Este tipo de aparatos ejercen una doble atracción, alimentada por dos aspectos de la falta de la experiencia de la etapa de estar en brazos. La primera, la de adquirir algo bueno, es reforzada por la segunda, adquirir la mayor cantidad de bienestar con el mínimo esfuerzo. En una persona con un continuum completo, la capacidad que tuvo en la primera infancia de obtener lo que deseaba sin necesidad de hacer nada le produjo un creciente deseo de ejercitar su capacidad para trabajar. En cambio, alguien que haya sido en el pasado un bebé pasivo que no ha experimentado aquello que deseaba, tiende a pulsar botones y a ahorrarse trabajo como si esto le asegurara que todo está siendo hecho y de que no se espera que él haga nada. El acto de pulsar un botón es parecido al de dar una señal a nuestra cuidadora, pero esta vez podemos hacerlo con la confianza de que nuestros deseos serán satisfechos. El impulso de trabajar que en un continuum sano es, sin duda, fuerte, se atrofia; no puede desarrollarse adecuadamente en el estéril suelo de lo poco preparado que uno está para cuidar de sí mismo. El trabajo se convierte en aquello que para la mayoría de nosotros es: una molesta necesidad. Y el aparato ahorrador de trabajo nos seduce con la promesa de la comodidad perdida. Mientras tanto, una solución para el disentimiento entre el deseo adulto de usar sus aptitudes y el deseo infantil de ser un inútil suele encontrarse acertadamente en algo llamado recreo.
Un hombre que trabaja por necesidad entre papeles e ideas sin disfrutar de ello, recreará su deseo innato de hacer un trabajo físico por medio de alguna actividad como el golf. El golfista, sin saber que su principal virtud es la inutilidad, camina penosamente bajo el sol acarreando un pesado juego de palos y de vez en cuando se concentra en el problema de obligar a una bola a caer en un hoyo que hay en el suelo, lo que se realiza ineficazmente con el extremo de uno de los palos, en vez de coger simplemente la bola y arrojarla al hoyo. Si al golfista le obligaran a hacerlo se sentiría utilizado, pero como esta actividad se llama recreo y le han garantizado que sólo sirve para hacer ejercicio, puede disfrutar de ella como los yecuanas disfrutan haciendo algún trabajo útil.
Pero ahora hay muchos jugadores de golf que han dejado que el impulso de ahorrar trabajo les estropee parte del placer que este deporte les proporcionaba, ya que un importante sector de la cultura ha sugerido que cargar con los palos no es agradable y, más recientemente, que el paseo que uno debe dar entre hoyo y hoyo cae también en la categoría de trabajo, y para evitarlo se usan unos cochecitos eléctricos. Dentro de poco, para poder recrearse los golfistas después de jugar una partida tendrán que recurrir al tenis.
La necesidad que perdura de vivir las experiencias perdidas de la etapa de estar en brazos nos empuja a comportarnos de una forma muy extraña. No resultaría fácil explicar nuestra afición por las montañas rusas con loopings [vueltas de 360º a toda velocidad] o sin ellos y por las norias si no fuera por el hecho de que tenemos una cantidad de tiempo sin llenar en una situación de fiable seguridad con repentinos cambios en la posición y rodeados de imponentes peligros. La atracción de cualquier animal por ser zarandeado y asustado puede sólo explicarse al descubrir qué necesidad puede colmar. Las cómodas emociones que los bebés han ido experimentado a lo largo de millones de años junto al cuerpo de su madre mientras esta saltaba por los árboles, las sábanas, el agua o por cualquier otro entorno, no podrán vivirlas los últimos desafortunados que sólo disponen del silencio y la inmovilidad de una cuna o del movimiento amortiguado y acolchado de un cochecito, además de disfrutar de algunos brincos sobre las rodillas de alguien y, si tienen suerte, de algunos lanzamientos por al aire efectuados por un padre que aún puede oír la voz de su continuum.
El secreto de la atracción se encuentra en la zona segura, el asiento con un cinturón de seguridad del vagón mientras este se desliza vertiginosamente y desciende por la vía o se eleva en el aire. Es el placer de estar a salvo en medio de lo que, de no ser así, serían unas espantosas circunstancias. La casa del terror tiene fantasmas y esqueletos asomándose y dándonos sustos que son agradables mientras sabemos que estamos a salvo; es la intención con la que compramos las entradas. Lo mismo ocurre con la taquillera película de monstruos que miramos desde el asiento del que estamos seguros nos levantaremos ilesos. Si en el cine fuera a entrar realmente un gorila, un dinosaurio o un vampiro en libertad, se venderían muy pocas entradas.
La tarea del bebé pegado al cuerpo de la madre es tener experiencias que le permitirán más tarde estar preparado para seguir desarrollándose para ser independiente. La contemplación y participación pasiva de estos acontecimientos asombrosos, violentos y amenazadores que son el lote diario de un bebé en brazos de su ocupada madre constituyen unos componentes básicos para que confíe en sí mismo. Forman parte de los elementos que componen el sentido del yo.
De una forma más suave, la experiencia de montar a caballo o de conducir un coche, ya sea de juguete o real, y de ir sobre o dentro de cualquier otra cosa que nos transporte, se añade a nuestra cuota sin llenar de aquel aspecto de la experiencia de estar en brazos y disminuye la determinada necesidad que tenemos de ella. La equitación o la conducción suelen ser adjetivas, ya que en cuanto muchos de nosotros descubrimos el placer de viajar sobre un caballo o un automóvil nos sentimos decepcionados al volver a estar sobre nuestros pies; pero el papel de la adicción se examinará más adelante.
Las expresiones de la falta de la experiencia de estar en brazos encasilla nuestra vida y empaña las personalidades que nos rodean con tanta frecuencia que tendemos a considerarlas una parte de la naturaleza humana. Un ejemplo es el Síndrome del Casanova, que empuja a un hombre a intentar demostrar que es adorable al suplir con sus numerosas conquistas la especial cualidad del amor que debía de haber encontrado en su madre, la clase de amor que asegura la propia existencia y el valor de uno; recoger testimonios de su adorabilidad sustituye de algún modo la convicción que le falta. Cada vez que está en brazos de una nueva mujer recupera un poco aquello que le falta, hasta que al final el insaciable Casanova se cansa de buscar la sensación de bienestar de aquel modo y es capaz de considerar una postura más avanzada y madura hacia las mujeres. En la mayoría de Casanovas, esto ocurre en una época de la vida razonablemente temprana, pero en algunos casos nunca llegan a liberarse de la ilusión de que la conquista sexual significa apuntarse un tanto y que perfeccionar la técnica de conquistar es el camino para recuperar aquello que misteriosamente les falta en la vida.
Los gigolós y las cazafortunas creen que el valor del dinero asociado con las mujeres o los hombres que conquistan es la verdadera medida de su propio valor y normalmente piensan que casarse con alguien rico los convertirá en personas ricas y, por tanto, en personas gratas. Aparte de la ilusión más común que existe de que el dinero equivale a felicidad, tienen de algún modo la impresión de que el dinero equivale a amor. Las influencias culturales que perpetúan estas falacias no son difíciles de descubrir. Sin embargo, destruir la engañosa idea de que el dinero da el amor o la felicidad no resolverá el problema, ya que aquella sensación de falta de bienestar intentará entonces llenarse con algún otro deseo, y lo más probable es que sea otro igual de ilusorio.
El Síndrome del vago es otra manifestación de haber sufrido una carencia afectiva en la primera infancia. El vago, al igual que el bebé babeante y despeinado, desea ser amado simplemente porque él existe y descarta la posibilidad de que haya hecho algo para ganarse el aprecio de la gente al comportarse de una forma agradable. Se relame para convencerse de que cualquiera que esté cerca de él se siente complacido al saber que está disfrutando de la comida; impone su presencia física siempre que puede dejando cenizas, manchas o desperdicios para testimoniar su existencia, retando a todos los presentes a rechazarle tanto a él como a su derecho a ser amado. A medida que descubre que es rechazado, refuerza su triste afirmación a la madre cosmos: ¿Lo ves? ¡Nadie me quiere porque ni siquiera te preocupas de limpiarme la barbilla! Y se abre paso a empujones de ese modo, sin lavar, despeinado y pisando sin querer a cualquiera que encuentre a su paso. Su deseo es que la madre cosmos, como cualquier otra madre debe hacer —su continuum así se lo dice— se apiade de él por todo lo que ha sufrido y le acoja al final con su incondicional amor. Nunca cerrará la puerta por la que ella ha de volver arreglándose, ya que sería admitir su desesperanza.
El mártir es parecido al vago, también sufre muchísimo, pero hace hincapié en la gran cantidad de sufrimiento por el que al final deberá ser recompensado. Figuras con ojos brillantes se han dirigido incondicionalmente a trincheras, piras, horcas y fauces de leones por cualquier causa. Al darlo todo, creen que al final van a ganarse el lugar correcto que les corresponde. La ventaja es que como los mártires incondicionales no vuelven para quejarse de que los han estafado, la ilusión sigue sin desvelarse para los que tienen esta inclinación, quizás por haber vivido una temprana historia con una madre que manifestaba unos exagerados signos de sentir remordimiento cuando el bebé se lastimaba.
La personalidad del actor siente con gran frecuencia la necesidad de estar en un escenario o rodeado de personas ocupándose de él para demostrar que es el centro de atención, a pesar de la molesta sensación que tiene de ser lo contrario, de ahí su absoluta necesidad de ocupar aquella posición. El exhibicionismo y el narcisimo patológicos pueden ser incluso unos intentos más desesperados si cabe para reclamar aquella esencial atención que al principio de la vida se pidió en vano constantemente. Con frecuencia puede verse que la relación íntima entre la madre y el futuro llamador de atención consistió en realidad en la madre intentando arrebatar el centro de atención al bebé como resultado de la apremiante necesidad que ella arrastraba.
El académico compulsivo, incesante obtenedor de licenciaturas y residente perpetuo de universidades en las que se capacita para un campo u otro, ha convertido la antigua universidad en una madre de alquiler bastante adaptable. La institución es mayor y más estable que él. Recompensa la conducta buena y castiga la conducta mala, como era de esperar. Protege al pueril adulto carente del frío y cruel mundo exterior, demasiado arriesgado para su inadecuado equipamiento emocional. El deseo de una persona adulta de afrontar los retos del mundo para desarrollarse no puede nacer en este tipo de personalidad insegura por más años que tenga.
El aventurero-conquistador, en apariencia radicalmente distinto al académico aferrado a su posición de niño con respecto a la universidad —y al hombre de negocios aferrado durante décadas a las enaguas de una compañía—, tiene la impresión, adquirida quizás de uno de sus padres, que para que los demás le acepten ha de escalar la montaña más alta o cruzar el océano en soledad en una cascara de cacahuete: una hazaña única que promete arrebatar la atención que reciben los otros rivales. El logro de ser campeón, al alcance de cualquiera que permanezca más tiempo que nadie sobre un mástil, que sea el primer hombre blanco en llegar a alguna parte o que cruce una cascada andando por una cuerda floja se parece mucho a lo que uno quiere hasta que, como es natural, al alcanzarlo pierde el atractivo y se persigue un nuevo proyecto que parece ser lo real, la respuesta, el pasaporte al bienestar.
El viajero compulsivo tiene una clase muy parecida de sustentadora ilusión. Los lugares nuevos prometen ser el lugar perfecto, ya que la ilusión del mágico retorno a los brazos maternos es insostenible en ninguna realidad claramente percibida. Así, el relativo verdor de los lejanos campos brilla tentador para el si sólo que cree, por razones que no recuerda ni él mismo, que la plenitud se encuentra en cambiar, yendo a un determinado lugar.
El deseo de estar justamente en el centro de la vida, consecuente con la naturaleza del continuum humano y con sus siglos de experiencia, parece ser una prueba de que dicho centro puede alcanzarse. Intentar encontrar la plenitud inalcanzada en el futuro forma parte del diseño humano, ya que sólo de ese modo puede servir como un móvil para completar el desarrollo. Esta creencia, inmune a la razón o a las lecciones aprendidas de la experiencia personal, nos atrae poniendo un señuelo frente a nosotros como se supone que debe hacer, al margen de lo fuera que esté del contexto o de lo retrasada que esté en el programa. Los si sólo de un tipo o de otro explican una enorme cantidad de la fuerza activa que motiva a las personas del mundo civilizado.
Más tristes aún de contemplar son quizás aquellos individuos con señales de padecer carencias afectivas que perpetúan su dolor en otros. Los niños maltratados son los casos más evidentes de entre una multitud de personas que han sufrido en manos de unos padres con carencias afectivas que también sufrían.
El profesor C. Henry Kempe, presidente del Departamento de Pediatría del Centro Médico de Colorado, descubrió en sus investigaciones realizadas con 1000 familias que el 20% de las mujeres tienen dificultades para despertar su instinto maternal. Dijo: Muchas madres no aman demasiado a sus bebés[7]. Su desafortunada interpretación de las cifras fue que como muchas madres eran incapaces de amar a sus hijos, el amor materno como instinto natural debía de ser un mito (ver pág. 98). Su mensaje fue que era un error esperar que cada madre fuera como una virgen totalmente generosa y protectora con su hijo, y culpó a los grandes maestros de lavar el cerebro de la gente para hacerles creer que así debía ser. Sin embargo, sus descubrimientos hablan por sí mismos en cuanto al maltrato a los bebés: Todas las investigaciones apuntan a un hecho irrefutable: los niños maltratados se convierten en padres maltratadores. Y se descubrió que una de las circunstancias que producía este tipo de brutalidad en los padres era que de alguna manera durante su niñez no habían recibido el amor de una madre a lo largo de la línea de desarrollo al no disponer del maestro, de los amigos, los amantes o del esposo o la esposa adecuados.
Las madres o los padres dice Kempe, que no hayan recibido el amor de una madre son incapaces de ser buenos padres, aunque esperan que su hijo sea capaz de amarlos; esperan mucho más de lo que un bebé es capaz de dar y consideran los llantos de su hijo como un rechazo. Y citó la frase de una madre inteligente y culta que decía: Como cuando él lloraba significaba que no me quería, y yo le pegaba.
Esperar que el propio bebé necesitado de amor acabe ofreciéndoles el amor que ellas están buscando es la tragedia de muchas mujeres. Y, por supuesto, constituye un factor decisivo en la calidad de la carencia afectiva que el niño sufrirá. Al bebé no sólo se le niega una gran cantidad de amor y atención necesarios sino que ha de competir por ellos contra una persona de mucha más edad y fuerza. ¿Acaso puede haber algo más patético que un bebé que llora pidiendo atención y una madre que le pega porque él no le ofrece el amor maternal que ella está deseando?
En este tipo de juego no hay ganador ni villano. Todo cuanto puede descubrirse de un horizonte a otro son víctimas de víctimas.
Los niños con quemaduras constituyen una expresión más indirecta de los padres con carencias afectivas. Los casos suelen catalogarse como un accidente, pero Helen L. Martin, investigadora de la Unidad de Quemados del Hospital para Niños Enfermos de Londres, descubrió que no era así. Al estudiar cincuenta casos durante siete meses llegó a la conclusión de que la mayoría de las quemaduras son en realidad el resultado de problemas emocionales. Descubrió que, salvo en cinco casos, el resto de las quemaduras habían ocurrido durante situaciones conflictivas: mientras la madre estaba tensa, entre el niño y algún otro miembro de la familia o entre adultos hostiles. De forma reveladora, sólo dos casos de quemaduras ocurrieron mientras el niño estaba solo.
Los padres que hacen que sus hijos se quemen, al contrario de los maltratadores, no obran abiertamente con la intención de hacerles daño sino que se encuentran divididos entre la ira y la frustración infantil que sienten y los sentimientos protectores que tienen hacia sus hijos. Inconscientemente, la madre infeliz, al usar el arma de la expectativa para sugerir a su hijo que se queme y fomentar el accidente quizás dejando la sopa hirviendo en un lugar demasiado accesible, puede aparentar ser una madre virtuosa y, al mismo tiempo, castigarse a sí misma con un sentimiento de culpa mientras se esfuerza para que la madre indignada pueda vivir en la misma piel que la niña destructiva y llena de odio que ella también es.
Al parecer, cerca de la mitad de las madres que no fueron cuidadas por sus esposos cuando sus hijos se habían quemado, calificaron la actitud que mantenían hacia su hombre de distante, indiferente u hostil. En un grupo de control formado por cincuenta familias de la misma edad y entorno social, Helen Martin sólo encontró a tres que se sintieran de aquel modo.
La criminalidad, cuando constituye un rasgo patológico de la personalidad, también puede proceder de no querer seguir las reglas de los adultos ni ganarse la vida como un adulto más. El ladrón puede que no soporte trabajar para conseguir las cosas que necesita y desea, de algún modo, que su madre se las dé libremente. El hecho de que a menudo deba esforzarse para conseguir algunos pocos objetos gratis no importa, ya que lo esencial es que al final cree haber conseguido algo sin que le cueste nada de la madre cósmica.
La necesidad de ser castigado o de recibir atención que puede albergar un delincuente suele formar parte de la relación infantil que mantiene con la sociedad, a la cual le roba objetos de valor, los signos de amor que esta le niega; quienes estudian la conducta civilizada no desconocen estos fenómenos, pero si se consideran como manifestaciones del continuum interrumpido se comprenden con más claridad.
Las enfermedades físicas, que pueden interpretarse como un intento del organismo de recuperar la estabilidad mientras sufre un ataque o tras haberlo padecido, desempeñan diversos papeles. Como ya se ha visto, uno de ellos es el efecto reparador que el castigo tiene sobre el insoportable dolor producido por un sentimiento de culpa.
En épocas de especial necesidad emocional, el continuum puede lograr que enfermemos y dependamos del cuidado de los demás, cuidado que nos cuesta recibir cuando somos adultos sanos. La necesidad de atención puede asignarse a una persona, al círculo familiar y los amigos o al sistema hospitalario. Un hospital, aunque parezca impersonal, pone al paciente en la posición de un bebé, y aunque carezca del suficiente personal y sea inadecuado, asume la responsibilidad de alimentarlo y decidir por él, situación que no es distinta del trato que el paciente pudo haber recibido mientras era un bebé en manos de una madre poco atenta. Aunque el hospital no le dé forzosamente todo cuanto necesita, es posible que sea lo que más se acerca a ello.
En el Loeb Center for Nursing and Rehabilitation del Montefiore Hospital de Nueva York se encontraron con descubrimientos muy relacionados con los principios del continuum. En 1966, el centro logró recortar el índice de reingresos en un 80% a través del método de aceptar a los pacientes y animarlos a hablar de sus problemas. Lydia Hall, enfermera, directora y fundadora del centro, dijo que los cuidados de una enfermera equivalían a los de una madre. Afirmó: Al paciente le damos lo que nos pide en el acto, por más trivial que parezca.
Genrose Alfano, directora adjunta del centro, al comprender la tendencia a volver o a experimentar una regresión a una postura emocional infantil al estar bajo estrés, dijo: Muchas personas enferman porque son incapaces de afrontar su vida. Cuando aprenden a resolver sus problemas por si solas, no necesitan enfermar.
Por supuesto, antes de enfermar la mayoría de los pacientes estaban afrontando sus propios problemas de un modo u otro, pero cuando la situación les sobrepasó, necesitaron recibir apoyo, como Awadahu, que se agarró a su madre cuando vino a verme por el dolor de muelas o como aquella víctima de gangrena que recurrió a su mujer para superar su dolorosa experiencia. El centro, al poner en práctica la técnica de los cuidados maternos, había descubierto que la recuperación era también más rápida. La enfermera Hall dijo que la fractura de caderas de un paciente sano, una lesión común, se curaba en la mitad del tiempo necesario. La mayoría de pacientes, después de un infarto, tienen que permanecer en cama tres semanas, pero según la cardióloga Ira Rubín, los pacientes del Loeb Center estaban lo suficientemente recuperados como para poder levantarse al final de la segunda semana. La doctora Rubin dijo: Si coges a una persona mayor que no tiene contacto con la gente y la pones en un entorno social donde los demás se interesan por ella, donde pueda hablar de sus problemas familiares, recupera el tono muscular con más rapidez.
En un estudio realizado con 250 pacientes seleccionados al azar, se demostró que sólo el 3,6% de los pacientes del centro tuvieron que ser reingresados al cabo de doce meses, comparados con el 18% de los que recibieron atención domiciliaria. No es difícil interpretar estas cifras como una evidencia de que la atención que más se parece de una forma deliberada al cuidado materno colma con más eficacia la necesidad emocional que llevó al paciente a caer enfermo y ser hospitalizado. Satisfacer la carencia experiencial acorta la necesidad de ser dependiente y da la fuerza necesaria para recuperar el ritmo de vida que un adulto o un niño pueden normalmente llevar.
Quizás las investigaciones confirmarán que de todas las expresiones de haberse visto privado de la experiencia de la etapa de estar en brazos, una de las más directas sea la adicción a narcóticos como la heroína. Sólo las investigaciones podrán determinar la precisa relación que existe entre esta carencia y la adicción, y cuando lo haga, las numerosas formas de adicción —al alcohol, al tabaco, al juego, a los barbitúricos o a morderse las uñas— podrán empezar a tener sentido a la luz del concepto del continuum de las necesidades humanas.
Para simplificar, consideraremos sólo al heroinómano. La heroína es químicamente adictiva porque crea en el cuerpo dependencia y porque su efecto disminuye con el uso, con lo que la droga produce cada vez menos el efecto deseado. Al final, el heroinómano ya no busca colocarse con la droga, sino eliminar el síndrome de abstinencia. Al intentar llevar la delantera al estrechante círculo de la demanda y el consumo, los heroinómanos se ven a veces empujados a consumir una dosis fatal. Con frecuencia afrontan a posta el tormento del síndrome de abstinencia para limpiarse y liberarse del creciente desequilibrio químico causado por el uso. Se liberan a sí mismos de la dependencia física una y otra vez no sólo para poder combatir el síndrome de abstinencia sino para poder colocarse de nuevo. De modo que una gran cantidad del sufrimiento del heroinómano consiste en luchar contra la corriente de la imperiosa necesidad del cuerpo, contra el dolor y la violenta enfermedad del síndrome de abstinencia, para desengancharse y poder empezar de nuevo a estar colocado. Saber que deberán pagar por ello teniendo que volver a repetir el terrible ciclo no los detiene.
¿Por qué? Si pueden salir de la llamada adicción una y otra vez, ¿por qué vuelven a engancharse? ¿Qué tiene la sensación de estar colocado para que sea tan irresistible que el mero recuerdo de ella haga que cientos de miles de personas tengan el mono, vuelvan a engancharse, estén a punto de morir, roben, se prostituyan o pierdan sus hogares y sus familias y todo cuanto han amado o poseído?
Creo que la fatal atracción de estar colocado no se ha entendido. Se ha confundido con la necesidad que la droga crea en la química del cuerpo, que le insta a seguir consumiéndola y aumentar su uso una vez que ha alterado el equilibrio químico a su favor. Pero cuando la droga deja de consumirse y el cuerpo se ha limpiado de sus últimos vestigios, la adicción química ha cesado. Sólo permanece el recuerdo, el imborrable recuerdo de la sensación que uno ha tenido.
Un drogadicto de veinticuatro años dijo:
Bueno, la temporada más larga que conseguí por mí mismo estar sin drogarme cuando vivía en la calle fue cuando uno de mis hermanos mayores murió de sobredosis. Yo no quería drogarme. Creo que fueron dos, tres semanas. Pensé que de veras iba a conseguirlo —que iba a limpiarme— por mi hermano. Y entonces un día, mientras paseaba con uno de mis otros hermanos, vi a aquel chico que conocía parado en una esquina. Se encontraba mal. Yo me estaba portando bien, iba bien vestido y llevaba una buena vida. Era feliz. Como se encontraba mal le pregunté: «¿Qué te estás chutando? ¿Qué dosis necesitas?». Y él me dijo: «Dos bolsas», de modo que le di seis pavos. Yo sabía adonde iba, lo que iba a hacer y también lo que iba a sentir. Debió despertar algo que estaba enterrado en el fondo de mi mente. Miré a mi hermano. Él sabía lo que me estaba pasando por la cabeza y se encogió de hombros como diciendo «No me importa». Así que le dije a aquel chico: «Toma, aquí tienes seis dólares. Compra dos bolsas más». Después fuimos al lavabo de un hotel; él se pinchó primero porque se encontraba mal, después lo hizo mi hermano y después yo preparé la mercancía y me quedé sentado con ella en la mano. No podía dejar de pensar en mi hermano muerto. No quería usarla por lo que le había pasado. Después me dije a mí mismo como si hablara con él: «Espero que lo entiendas. Ya sabes lo que es».
Pensó que su hermano iba a perdonarlo por tomarse su muerte menos en serio que la necesidad de volver a experimentar aquella sensación. Su hermano la había conocido personalmente y sabía que uno no podía dejar de volver a ella. El recuerdo de estar colocado surgió, como él dijo, del fondo de mi mente. Pero ¿qué ocurrió realmente? El sólo puede entreverlo. ¿Cuál es el componente de la mente humana que decide sacrificar todo aquello que se debe sacrificar para satisfacer esta única necesidad?
Otro drogadicto lo explicó del siguiente modo: dijo que los demás deseaban muchas cosas para ser felices: amor, dinero, poder, esposas, hijos, ser atractivos, posición social, ropa, casas bonitas y todo lo demás, pero que el drogadicto sólo deseaba una sola cosa: todo cuanto pedía se lo daba de golpe la droga.
Esta sensación, el estado de estar colocado del que hablan, suele considerarse una sensación extraña que no se parece a ninguna experiencia que pueda tener una persona normal, que no corresponde a nada natural y que no mantiene ninguna relación comprensible con la estructura de la personalidad humana. Normalmente se dice que la droga sólo atrapa a los débiles, inmaduros e irresponsables. Pero esto no explica qué es lo que constituye en la droga una atracción tan poderosa como para vencer a todas las otras numerosas atracciones del mundo civilizado a las que una persona débil puede ser vulnerable. La vida de un heroinómano no es fácil, por no decir algo peor, y tacharlo de debilucho no basta. Aún queda por comprender con claridad la diferencia que existe entre una persona temporalmente limpia con tendencia a reengancharse y otra que no haya probado jamás la droga. Una drogadicta a la que le preguntaron si nunca había mirado por la calle a una chica convencional que no se drogara, interrumpió la frase para decir: ¿Y envidiado? Sí. Cada día. Porque ella ignora lo que yo conozco. Nunca podría ser tan convencional como ella. Una vez lo fui, pero cuando me pinché por primera vez ya nada fue como antes porque entonces ya conocía esa sensación. Pero tampoco es explícita ni puede describirla; sólo se refiere a ella como una sensación importantísima: Sabía lo que era estar colocada. Sabía lo que era inyectarme heroína. Incluso cuando corté con la heroína, mi primer vicio y el peor que jamás haya superado, lo hice sólo con mi fuerza de voluntad, pero después seguí con ella.
Esta chica no era tan débil como parecía porque había pasado por la terrible experiencia de dejar de consumir heroína sin la ayuda de una droga intermedia como la metadona, y no había estado en la cárcel ni en un hospital en el que la imposiblidad de obtenerla pudiera aliviar la constante presión a la que su fuerza de voluntad se veía sometida. Lo que no podía hacer era olvidar lo que conocía, dejar de envidiar a la chica convencional cada día de su vida por desconocer… la sensación de estar colocada.
Según los hechos, me parece sumamente ingenuo asumir que aquellos de nosotros que desconocemos lo que ella conoce nos comportaríamos de una manera muy distinta si lo conociéramos. Se han dado innumerables casos de personas normales que han adquirido precisamente la misma clase de adicción, porque al recibir morfina en un hospital por una dolorosa enfermedad se volvieron adictas a ella y se vieron obligadas a llevar la delictiva vida de un drogadicto que debe mantener su vicio sin ayuda médica. Ni los hogares ni las familias han sido lo bastante importantes como para contrarrestar la misteriosa atracción que ejerce la droga. Hay constancia de la devastación resultante.
Los psiquiatras que han realizado profundas investigaciones sobre los drogadictos afirman que la mayoría de ellos son sumamente narcisistas y que su intensa preocupación por la heroína es una manifestación de una preocupación emocional más profunda que tienen con ellos mismos. También muestran su carácter infantil de otro modo. Al buscar la heroína demuestran tener una inmensa astucia y valor de adulto, pero una vez han obtenido su dosis, estas cualidades desaparecen. Tienen fama de ser muy torpes para evitar ser arrestados: se ocultan en lugares de una ingenua obviedad, se arriesgan inecesariamente y siempre culpan a alguien o algo de su detención. Se dice que la característica emocional dominante del adicto es su gran obsesión por no querer responsabilizarse de su propia vida. Un psiquiatra contó que cuando una de sus pacientes drogadictas vio a otra paciente en un pulmón de acero se enfureció y exigió que el aparato fuera para ella[8].
Según parece, y de modo muy esencial, la sensación que da la heroína es como la sensación que tiene un bebé al estar en brazos. La búsqueda larga y sin rumbo de algo vago finaliza cuando el heroinómano experimenta la sensación insatisfecha. Una vez sabe cómo alcanzarla, no puede seguir buscándola de la forma en que el resto de nosotros lo hacemos. Eso es quizás a lo que aquella drogadicta se refería al decir citando me pinché por primera vez, ya nada fue como antes, porque entonces ya conocía esa sensación. El nada fue como antes del que habla es el móvil para encontrar el camino que conduce a esa sensación, el tortuoso camino que recorrerá a ciegas, a tientas y que en realidad nunca le llevará hasta allí, es el motivo para comportarse de la manera que uno se comporta al buscarlo. Una persona convencional no llega a conocer la meta de una forma tan inmediata y va avanzando con bastante tranquilidad por el laberinto de ilusiones que parece llevarle hacia la dirección correcta, encontrando a lo largo del camino sus pequeñas y relativas satisfacciones. Pero el drogadicto sabe dónde está, en qué lugar puede obtenerlo, como el bebé que recibe lo que quiere en brazos de su madre; y no puede resistir la tentación de volver, con aire de culpabilidad, acosado, andrajoso y enfermo, a lo que en realidad era su experiencia por derecho de nacimiento. La amenaza de los horrores que rodean la vida de un drogadicto, o incluso la misma muerte, no tienen ninguna fuerza disuasoria ante esta necesidad esencial.
Si llegan a sobrevivir, la mayoría de los drogadictos dejarán de consumir después de años por la comprensible razón de que ya han pasado las suficientes horas bajo su influencia como para haber satisfecho la necesidad de la experiencia de estar en brazos que tenían desde que eran bebés, y por fin están preparados para pasar emocionalmente a la siguiente serie de motivos, como un bebé yecuana que ya lo está antes de cumplir un año de vida. Es difícil explicar de cualquier otro modo el espontáneo cese de la adicción después de haber estado esclavizado a ella durante años, pero el hecho es que apenas hay ancianos drogadictos, y no es porque hayan muerto.
Las investigaciones demostrarán pronto si la psicoterapia del tipo del que se ha hablado en la introducción puede sustituir al consumo de drogas. Si es así, parece que los drogadictos están tan enfermos porque la enfermedad que todos compartimos ha sido cruelmente sacada a la superficie en ellos, su carencia experiencial se ha visto enfrentada a la satisfacción de la necesidad, aunque esta sea un mortal sustituto de la satisfacción original que les correspondía. Puede que los drogadictos necesiten recibir un tratamiento urgente, aunque algún día se verá que es la única diferencia que hay entre ellos y la mayoría de nosotros.
Vi en televisión un programa que daban el domingo por la noche con una acalorada discusión sobre ética. Había sacerdotes, ateos humanistas y un joven con el pelo largo cuya prioridad era la legalización de la marihuana para mejorar la sociedad; también había una monja y una pareja de escritores que opinaron sobre el comportamiento de la gente. Se me ocurrió que a pesar de sus discrepancias y de toda la emoción que invertían en sus posturas, tenían más cosas en común que diferencias. Todos ellos defendían una u otra línea fuertemente. A su manera, todos eran unos idealistas. Algunos de ellos querían más restricciones, más disciplina; otros, más libertad; pero todos deseaban mejorar la condición humana. Eran unos buscadores, unos si sólo, pero sus ideas de lo que ocurriría después de si sólo eran muy variadas.
Lo que llamamos el sentido ético era el sentido del continuum bajo diversas formas. Había un anhelo por el orden, un orden que satisfíciera las necesidades del animal humano, que encajase sin ser una gran carga y permitiese un grado de elección adecuado a los intereses del bienestar. Era la gente de la sociedad que había cambiado o progresado intentando pensar cómo podía alcanzarse aquella satisfacción estable que los individuos con un continuum correcto han obtenido a través de una larga evolución social.
Pero hay dos elementos distintos que contribuyen a la sensación tan general en nosotros de que algo va mal: uno es el sentido del continuum del individuo que actúa en él como un indicador de lo que corresponde a sus expectativas; el otro es incluso un sentido más primordial aún. En todas las mitologías existe la premisa común de que todos poseímos en el pasado la serenidad y de que podemos recuperarla en algún momento.
Haber perdido, en una época temprana, nuestro lugar en un continuum de un trato y un entorno adecuados no explica totalmente el hecho de estar sujetos umversalmente a la convicción de que hemos perdido la serenidad. Incluso individuos como los relajados y alegres yecuanas, que no han sido privados de las experiencias que esperaban, cuentan con una mitología que incluye la pérdida de la gracia divina o dicha, y la idea de que viven fuera de ese estado perdido. Su mitología también les ofrece la esperanza de poder regresar a él por medio del ritual, las costumbres y la vida en el más allá. Describir sus particulares detalles no viene al caso. Lo importante es la estructura básica que la antropología multicultural ha descubierto que es universal en el mito religioso. Por lo visto, basta con ser humano para necesitar explicaciones y promesas que satisfagan unos anhelos inherentes.
Parece ser que en aquel larguísimo periodo que se remonta a cientos de millones de años, antes de que nuestros precursores desarrollaran un intelecto capaz de reflexionar sobre temas problemáticos como nuestra mortalidad y el sentido de la vida, vivíamos realmente de la única forma dichosa que hay: totalmente en el presente. Al igual que el resto de animales, gozábamos de la gran bendición de ser incapaces de preocuparnos. Aunque por naturaleza tuviéramos que soportar molestias, hambre, heridas, miedos y privaciones, la pérdida de la gracia divina, descrita siempre como una elección equivocada, no podrían haberla experimentado unas criaturas sin una mente lo suficientemente desarrollada como para tomar una decisión. La pérdida de la gracia divina sólo es posible con la llegada de la capacidad de elegir. Y la dicha de la inocencia —la incapacidad para elegir erróneamente— sólo desaparece con la elección. Lo que destruye la inocencia no es el hecho de haber elegido mal sino la capacidad de elegir. No es difícil imaginar que aquellos siglos de inocencia han quedado tan grabados en nuestras expectativas más antiguas que tenemos la sensación de que la serenidad que llega con la inocencia puede de algún modo alcanzarse. Gozamos de ella en el útero y la perdemos cuando empezamos a pensar en la primera infancia. Parece estar tan cerca y al mismo tiempo tan lejos… uno casi puede recordarla. Y en los momentos de iluminación o éxtasis sexual incluso parece estar al alcance de la mano, ser asequible, real… hasta que la conciencia del pasado y del futuro, los recuerdos y las especulaciones reaparecen para corromper la pura sensación del presente, la sencilla y perfecta sensación de ser.
En la antiquísima búsqueda de esta sensación de puro ser, de esta sensación de totalidad de las cosas, de todas las cosas, no condicionada por elecciones ni por relatividades, el ser humano ha buscado y encontrado disciplinas y rituales con los que invertir la tendencia a pensar. Se han descubierto métodos para aquietar los galopantes pensamientos del ser humano, para pacificarlo, para permitirle no pensar sino sólo ser. Se ha adiestrado la conciencia con distintos medios para que descanse en la vacuidad o en algún objeto, palabra, canto o ejercicio. Las molestias y el dolor se han usado para distraer a la mente de sus desasosegadas correrías, para llevarla al presente, para liberarla de la responsabilidad de estar siempre especulando.
Meditación es la palabra que suele asignarse a este procedimiento de dejar de pensar. Es esencial en muchas escuelas de disciplina que pretenden elevar el nivel de serenidad. Una técnica comúnmente usada es la repetición de un mantra, de una palabra o de una frase como un eliminador de los pensamientos de tipo asociativo que la mente tiende a perseguir. A medida que la procesión de pensamientos va disminuyendo y se detiene, el estado fisiológico del sujeto cambia para parecerse, en ciertos aspectos, al de un bebé. La respiración se vuelve más superficial, y los experimentos recientes han demostrado que las ondas cerebrales que aparecen en este estado son distintas de las de un adulto despierto o dormido.
Las personas que meditan regularmente experimentan un aparente aumento de serenidad, a veces llamada espiritualidad, que irradia una influencia estabilizadora el resto del tiempo, durante el cual se deja que los pensamientos se manifiesten libremente. Es como si a pesar de ser, en el caso de las personas del mundo civilizado, individuos a quienes se les privó de la experiencia de estar en brazos, estuvieran llenando aquel espacio de la experiencia no vivida de la primera infancia que les habría provisto de una mayor serenidad, al entrar en un estado como el que les faltó, estado que posiblemente también se alcanza a través de los opiáceos. Las personas con más carencias, las de nuestra cultura occidental, si meditan, necesitarán dedicar mucho tiempo para llegar a alcanzar la quietud que posee un bebé de un año con un continuum completo. Les tomará muchísimo más tiempo recuperar la dosis perdida de serenidad que a las personas de otras culturas cuyas infancias incluyeron una mayor proporción de la experiencia de estar en brazos.
Como los orientales, que en general estuvieron menos privados de esta experiencia que el promedio de los occidentales, tienen un cociente de serenidad proporcionalmente mayor, si siguen alguna de sus escuelas de disciplina espiritual —zen, yoga, meditación trascendental o sea cual sea— no necesitarán ir tan lejos para empezar a abrirse paso para recuperar la serenidad que la especie humana perdió al alejarse de la inocencia animal. La necesidad infantil más urgente tiene prioridad, pero a base de tiempo y perseverancia, van pasando de un nivel de paz a otro hasta que, en teoría, alcanzan un estado sencillo e imperturbable que les inmuniza contra las preocupaciones y los problemas que siguen alterándonos al resto de nosotros. Los hombres sensatos, los sabios o los gurús son hombres y mujeres que se han liberado de la tiranía de sus procesos mentales; no otorgan a las cosas ni a los eventos de su alrededor la relativa importancia que nosotros les damos.
Cuando los conocí, una gran proporción de indios sanemas —mayor que la de sus vecinos yecuanas— se dedicaban a cultivar activamente esta serenidad o espiritualidad extra. Aunque su método incluya el uso ocasional de drogas alucinógenas, consiste principalmente en cantos. El canto, iniciado con la repetición de una única breve frase musical de tres o cuatro sílabas, es continuado, como el mantra, sin ningún esfuerzo hasta que empieza a elaborarse a sí mismo con notas o sílabas cambiadas o añadidas sin que el que canta haga el menor esfuerzo consciente. Los cantores experimentados, como los meditadores experimentados, van refinando rápidamente la ausencia de esfuerzo; cambian de pensar a no pensar fácilmente, pero el principiante debe evitar cualquier esfuerzo, evitar las actividades del intelecto y volver a la frase original siempre que la mente interponga alguna idea que interrumpa los cambios totalmente espontáneos del canto.
Como a los sanemas, igual que a los yecuanas, no les privaron en la primera infancia de las experiencias esperadas, nos llevan una enorme ventaja en el camino hacia la serenidad. Con una personalidad basada sólidamente en la sensación del propio bienestar, el sanema reproduce el gozo de un bebé que no piensa puede irse liberando con frecuencia y durante mucho tiempo de las desventajas que rodean al intelecto con una rapidez y un efecto mucho mayores. La proporción de sanemas que han alcanzado realmente un estado increíble de alegría y armonía con su entorno es asombrosa, y estoy segura de que sería imposible igualarla en ninguna parte de Occidente o de Oriente. En cada clan hay varias personas que viven de una forma tan serena y feliz como los gurús más avanzados. Conozco familias en las que cada uno de los adultos que la conforman goza de estas cualidades tan infrecuentes en el mundo civilizado.
Al poco tiempo de estar con ellos, ya podía adivinar con bastante precisión de entre un grupo de sanemas quiénes eran chamanes por la expresión especial de sus rostros, ya que estas personas sumamente serenas son las que suelen dedicarse al chamanismo. La relación que existe entre el sereno estado del cultivado cantor y los poderes que pueda tener como chamán es complicada y misteriosa, y lo poco que sé acerca de ello no viene al caso, lo importante es el grado de bienestar que alcanza y por qué.
El ritual es otra forma de liberarse de la carga de tener que elegir. Las palabras y la acción se ejecutan usando la mente y el cuerpo siguiendo un patrón predeterminado. El sistema nervioso está ocupado actuando y experimentando, pero no es necesario pensar ni elegir nada. El estado mental en el que uno se encuentra es muy parecido al de un bebé o al de cualquier otra especie animal. Durante el ritual, en especial si uno realiza una parte activa en él como bailar o cantar, el organismo es gobernado por una bandera mucho más antigua que la del intelecto. El intelecto descansa, detiene su continuo deseo de saltar de asociación en asociación, de suposición en suposición, de decisión en decisión. El descanso no sólo renueva al intelecto sino también al sistema nervioso. Añade una medida de serenidad para equilibrar la falta de serenidad producida por los pensamientos.
Durante mucho tiempo, se ha visto en todo el mundo que la repetición se usa con el mismo fin. Tanto si se trata del estable sonido de un tambor, del monótono canto de un rito, de un relajado cabeceo, de los pies repiqueteando en el suelo, de una sesión alucinante en una discoteca o de cincuenta avemarias, el efecto es purificar. La serenidad comparece, y la ansiedad se retira. El ansioso bebé de nuestro interior se calma temporalmente; la experiencia no vivida se satisface un poco más o los que sólo desean aplacar su atávica nostalgia por la inocencia la obtienen. Todos los que entregan durante un tiempo las riendas del intelecto al ser que no piensa se benefician de un mayor bienestar.