Desarrollo

Cuando el bebé ha recibido plenamente la protección y el estímulo que le brinda la experiencia de la etapa de estar en brazos, puede entonces empezar a desear conocer otra cosa, el exterior, el mundo que está más allá de su madre, sintiéndose seguro de sí mismo y acostumbrado al bienestar que su naturaleza tiende a mantener. El bebé está ansioso por vivir la siguiente serie de experiencias adecuadas. Empieza a gatear y se vuelve a menudo para comprobar que su madre está a su alcance. Al descubrir que ella siempre lo está, se aventura a ir más lejos y cada vez tarda más en regresar a medida que gatea valiéndose de los codos, la parte interior de la pierna y el estómago; luego pasa a gatear con las manos y rodillas, y su creciente agilidad se desarrolla, al mismo ritmo que la curiosidad que siente por el terreno que le rodea, a medida que el continuum se la va proporcionando.

La necesidad de contacto físico va disminuyendo rápidamente cuando el bebé ha recibido la cuota de experiencia necesaria, y un bebé, un niño pequeño, un niño o un adulto sólo necesitarán el refuerzo que les proporciona el contacto físico con la madre en los momentos de estrés que superen sus actuales fuerzas. Sin embargo, esos momentos se van volviendo cada vez menos frecuentes, y la independencia crece a una velocidad, profundidad y amplitud que le parecería prodigiosa a cualquiera que sólo haya conocido a niños del mundo civilizado que no han vivido la experiencia completa de la etapa de estar en brazos. A los niños que tienen algunas líneas de desarrollo completadas antes de tiempo y otras que están en cambio esperando completarse, este estado les crea una separación: puede que nunca sean capaces de querer algo sin desear también ser el centro de atención, que no puedan concentrarse en el problema que tienen delante porque una parte suya sigue deseando sentir la ingenua euforia de un bebé que está en brazos de alguien que le soluciona todos los problemas. No pueden usar toda la fuerza y habilidad que están desarrollando porque otra parte suya desea estar como un bebé en brazos. Cada esfuerzo entra en conflicto en cierto grado con el deseo oculto por el fácil éxito de un querido pequeñín.

Un niño con unos sólidos antecedentes de experiencias del continuum sólo recurre al consuelo que le proporciona el contacto físico materno en situaciones de emergencia. Un chico yecuana vino a verme aferrado a su madre y gritando a pleno pulmón porque le dolía una muela. Tenía unos diez años y era siempre tan independiente y servicial que yo había creído que estaba muy disciplinado. Según mi opinión, inspirada en el mundo civilizado, creía que era un maestro en el arte de no expresar sus emociones y, por tanto, pensé que en esta situación haría un gran esfuerzo por no llorar o dejar que sus compañeros lo vieran en aquel estado. Pero era evidente que no intentaba en absoluto ocultar su reacción ante el dolor o su necesidad de recibir el primordial consuelo en brazos de su madre.

Nadie se metió con él, al contrario, todo el mundo lo comprendió. Algunos de sus compañeros de juego se quedaron para ver cómo le sacaba la muela. No tuvieron ningún problema en aceptar el repentino abandono de su valiente carácter cuando él recurrió a su madre con una dependencia infantil; tampoco dieron la menor señal de burlarse ni avergonzarse de él. Su madre se limitaba a estar ahí, a su alcance, mientras él se sometía a la extracción. Cuando le toqué la muela se encogió y gritó con más fuerza aún varias veces, pero nunca se apartó de mí ni me lanzó una mirada de odio por haberle hecho daño. Cuando por fin logré liberar la muela de la encía y taponé el orificio con una gasa, estaba blanco como la cera y se dirigió agotado a su hamaca. Pero aún no había pasado una hora cuando reapareció solo y con las mejillas sonrosadas; había recuperado la serenidad. No me dijo nada, pero me sonrió y estuvo fisgoneando por los alrededores durante unos minutos para mostrarme que se encontraba bien; después desapareció entre los otros niños.

En otra ocasión fue un joven de unos veinte años: yo estaba intentando hacer todo cuanto podía por salvarle el dedo gordo de uno de los pies que empezaba a gangrenarse. Él debía estar sintiendo un terrible dolor. Mientras le limpiaba la herida con un cuchillo de caza, él, sin ofrecer ninguna resistencia, se echó a llorar abiertamente sobre el regazo de su mujer. Mientras hundía la cabeza en su regazo cuando el dolor era más acuciante o movía la cabeza de un lado a otro al sollozar, su esposa, igual que la madre de aquel chico, se mantuvo totalmente relajada y no se puso en la piel de su esposo sino que permaneció serenamente accesible. El hecho de que medio poblado acabara presenciando la escena no pareció haberle motivado en absoluto a intentar controlarse ni a exagerar el dolor.

Como las mujeres yecuanas viven normalmente con sus madres hasta que estas fallecen, y los maridos dejan a las suyas para ir a vivir con la familia de su esposa, es muy común ver que la mujer adopta una postura maternal hacia su esposo cuando él atraviesa una situación difícil. La esposa puede recurrir a su propia madre, pero instintivamente da un apoyo maternal a su hombre cuando él lo necesita. También existe la costumbre de que los adultos huérfanos sean adoptados por una familia, los recursos de la cual apenas menguan con ello, ya que el yecuana adulto ayuda a su nueva familia mucho más de lo que pueda llegar a consumir en ella, y esta le ofrece a su vez la tácita garantía de darle apoyo siempre. Esta seguridad, aunque nunca llegue a expresarse de viva voz, es un factor estabilizador. Entre los yecuanas, la necesidad de tener un seguro emocional se acepta como parte de la naturaleza humana, necesidad que la sociedad se encarga de honrar. Es otra medida para evitar que cualquiera de sus miembros se vuelva antisocial por la presión que las circunstancias pudieran ejercer sobre su sociabilidad natural. Este respeto por las necesidades del continuum de cada individuo es, sin duda, el medio más eficaz para prevenir el crimen.

Con el comienzo del gateo, el bebé empieza a sacar provecho de la fuerza que ha acumulado pasivamente de su experiencia anterior combinada con el desarrollo fisiológico. En general, sus primeras expediciones son breves y cautelosas, y apenas es necesario que la madre o la cuidadora intervengan en sus actividades. Como cualquier otra cría de animal, tiene un gran talento para la conservación y un sentido realista de sus capacidades. Si su madre sugiere a sus instintos sociales que él debe dejar que ella se encargue de velar por él, el niño lo aceptará. Si la madre lo vigila constantemente y lo guía para que vaya adonde ella piensa que debe ir, si lo detiene y sale corriendo detrás de él cuando el niño desea explorar el mundo, pronto aprende a dejar de ser responsable de sí mismo mientras ella le demuestra qué es lo que espera de él.

Uno de los impulsos más profundos en cada animal humano social es hacer aquello que percibe que se espera de él, lo que no supone que uno tenga que hacer lo que los otros le digan que haga. Sus incipientes capacidades intelectuales son débiles, pero sus tendencias instintivas son tan fuertes tanto en el primer momento de su vida como en el último. La combinación de estas dos fuerzas, una lógica, dependiente del aprendizaje, y otra instintiva, perfectamente versada en la misma clase de conocimiento innato que guía a otros animales a lo largo de su vida —el resultado de su interacción— es el carácter y potencial exclusivamente humanos para una eficiencia instintiva refinada intelectualmente.

El bebé, aparte de su tendencia a experimentar y a ser cauteloso, tiene, como siempre, unas expectativas. Espera recibir la variedad de experiencias de las que sus antepasados gozaron. Espera no sólo disponer de espacio y libertad para moverse en él, sino también tener una variedad de encuentros. Ahora él es más flexible en aquello que espera. Las rigurosas necesidades de la experiencia de la primera infancia se han ido ensanchando durante la etapa de estar en brazos y en las de arrastrarse y gatear, y ahora espera cada vez más recibir experiencias en lugar de situaciones o tratos concretos.

Pero sigue habiendo unos márgenes en los que la experiencia del bebé debe mantenerse para que estas le sean útiles. El bebé no puede desarrollarse adecuadamente sin el tipo, la variedad de oportunidades y la clase de participación que necesita de los demás. Los objetos, las situaciones y las personas disponibles deben de ser más de las que él puede usar para descubrir y ampliar sus capacidades entre ellos; y naturalmente han de cambiar con el grado y frecuencia adecuados, pero no de manera radical o frecuente. Aquello que es adecuado viene dictado siempre por lo precedente, por el carácter de la experiencia que nuestros antepasados en estado de evolución tuvieron en la primera infancia.

En un pueblo yecuana, por ejemplo, un bebé en la etapa de gateo con las manos y rodillas puede disfrutar de curiosidades, peligros y asociaciones que superan con creces la cantidad y calidad adecuadas. Cuando hace sus primeras incursiones, lo prueba todo. Evalúa su propia fuerza y agilidad y prueba todo cuanto encuentra, formándose conceptos y haciendo distinciones en el tiempo, espacio y forma. También crea una nueva relación con su madre, que va progresando gradualmente desde tener una dependencia directa de ella hasta conocer su Habilidad y recurrir cada vez menos a ella para recibir apoyo.

Entre los yecuanas, la actitud de la madre o cuidadora de un bebé es dedicarse de forma relajada y atenta a alguna otra ocupación además de cuidar del niño, pero estando receptivos todo el tiempo a la visita del pequeño aventurero que está arrastrándose o gateando. La madre no deja de cocinar ni de hacer cualquier otra tarea a no ser que algo requiera toda su atención. Tampoco recibe al pequeño buscador con los brazos abiertos para tranquilizarle sino que con su serena actitud deja que el bebé disfrute de su persona o se lo lleva colgado de la cadera si tiene que ir a otra parte.

La madre sólo inicia los contactos o contribuye a hacerlos de una manera pasiva. Es el bebé el que la va a buscar y le muestra con su conducta lo que desea. Ella accede a sus deseos plena y gustosamente pero no añade nada más. Él es activo; ella, un agente pasivo. El bebé se acerca a ella para dormir cuando está cansado y para comer cuando está hambriento. Contrasta y refuerza sus exploraciones del ancho mundo recurriendo a ella porque sabe que siempre está disponible.

El bebé no pide ni recibe toda la atención de la madre, ya que no tiene ningún anhelo acumulado, ningún antiguo deseo que roa su devoción al aquí y ahora. Consecuente con el carácter económico de la naturaleza, no desea más de lo que necesita.

Al avanzar sobre las manos y rodillas, un bebé puede moverse a gran velocidad. Cuando estaba con los yecuanas contemplé inquieta cómo un bebé que gateaba avanzaba a toda prisa hacia un hoyo de metro y medio de profundidad que habían cavado en un terreno para sacar barro con el que construir las paredes de una cabana, y se detenía en el borde. Mientras progresaba por el terreno, hizo lo mismo varias veces al día. El bebé, con la actitud distraída de un animal pastando por el borde de un precipicio, se caía quedándose sentado cerca de él, pero siempre haciéndolo de cara al hoyo. Ocupado con un palito, una piedra o con los dedos de las manos o los pies, jugaba y rodaba hacia cualquier dirección, dando la impresión de no ser consciente del hoyo hasta que uno se daba cuenta de que iba siempre a parar a todas partes menos a la zona peligrosa. Los mecanismos de conservación que no dirigía el intelecto funcionaban indefectiblemente y, al ser tan precisos en sus cálculos, funcionaban igual de bien a cualquier distancia del hoyo, empezando por el borde mismo. El propio bebé, sin nadie que lo vigilara o, la mayoría de las veces, siendo tenido en cuenta aunque sin ser el centro de atención por un grupo de niños que también jugaba sin que el hoyo les infundiera el menor respeto, se encargó de las relaciones que mantenía con todas las posibilidades de su entorno. La única sugerencia de los miembros de su familia y de la sociedad en la que vivía era que esperaban que él supiera cuidarse solo. Aunque aún no pudiera andar, sabía adonde ir a buscar consuelo si lo deseaba, pero raras veces lo hizo. Si su madre iba al río o a un lejano huerto, solía llevárselo con ella, levantándolo por el antebrazo y contando con su ayuda para que se sostuviera sobre su cadera o en una especie de canguro. Dondequiera que fuera, si dejaba a su hijo en un lugar seguro, esperaba que él supiera mantenerse a salvo sin ser vigilado.

Un bebé no tiene inclinaciones suicidas y posee perfectos mecanismos de supervivencia: desde los sentidos, a un nivel más burdo, hasta lo que parece ser una telepatía cotidiana muy práctica, a unos niveles menos explicables. Se comporta como una cría de animal que no puede recurrir a la experiencia para juzgar algo; elige lo más seguro sin saber que está tomando una decisión. Protege de manera natural su bienestar, su gente así lo espera de él y es capaz de hacerlo a través de sus capacidades innatas y de su etapa de desarrollo y experiencia. Pero esta última es tan escasa a sus seis, ocho o diez meses de edad que, en cualquier caso, ayuda muy poco, y casi nada en situaciones nuevas. Su instinto es el que vela por su conservación. Pero él ya no es sólo un mamífero convertido en primate, sino que empieza a adquirir determinadas características humanas. Cada día aprende más la cultura de su pueblo. En esta época, empieza a distinguir el papel que el padre y la madre desempeñan en su vida. Su madre sigue representando con firmeza el papel que ha sido hasta ahora el de todos los pueblos: el de una dadora y una cuidadora lo único que espera a cambio es la satisfacción de haber dado. Ella lo cuida simplemente porque él está ahí; la existencia de su hijo es una razón suficiente para garantizarle su amor. La incondicional aceptación de la madre se mantiene constante a medida que el padre del niño va emergiendo como una figura importante interesada en la conducta social que el hijo está desarrollando y en su progreso hacia la independencia. El constante amor del padre tiene el mismo carácter que el de la madre, pero revestido de un matiz de aprobación que depende de la actuación del niño. Así, la naturaleza asegura tanto la estabilidad como el aliciente para ser social. Más tarde, el padre se irá revelando cada vez con mayor claridad como el representante de la sociedad y guiará a su hijo mostrándole con el ejemplo lo que espera de él para que elija comportarse de una manera adecuada en relación a las actividades en las que participará.

Los hermanos, las hermanas y las otras personas empezarán a ocupar distintos lugares en su mundo. Durante algún tiempo habrá un elemento maternal, aunque este irá disminuyendo en todos las personas que se relacionan con él. Mientras va creciendo hacia la independencia, necesitará que respeten su experiencia y que lo protejan. Continuará enviando señales según sus necesidades, las cuales seguirán siendo irresistibles para sus mayores hasta que desaparezcan con la adolescencia. Mientras tanto, él empezará a captar las tiernas señales de los niños más pequeños y se comportará con ellos de forma maternal mientras emite unas señales similares a los niños más desarrollados y a los adultos de los que él aún depende, según el sistema de vida de su pueblo.

Para los niños, los hombres serán la fuente más importante de inspiración y ejemplo para aprender el papel a desempeñar, ya que así funciona en su sociedad. Las niñas imitarán a las mujeres cuando su etapa de desarrollo Ies dicte que la relación ha llegado a un punto en el que el siguiente paso es su participación.

Si las herramientas son difíciles de fabricar, los adultos se las suministrarán. Por ejemplo, un niño es capaz de manejar una canoa o jugar a hacerlo mucho antes de poder tallar una pala para él. Llegado el momento, el niño o la niña recibe una pala más pequeña hecha por un adulto. A los niños, antes de saber hablar, ya les dan flechas y arcos pequeños que les permiten adquirir una valiosa práctica, ya que las flechas son rectas y reflejan con precisión la habilidad de los pequeños.

Presencié los primeros momentos de la vida de una niña en los que empezó a trabajar; tenía unos dos años. La había visto con las mujeres y las niñas jugando mientras otras rallaban mandioca sobre un recipiente. Ahora había decidido coger un trozo de mandioca de una pila y frotarla en el rallador de una niña cercana. El trozo era demasiado grande y se le cayó varias veces al intentar deslizado por la áspera tabla. Su vecina le lanzó una cariñosa sonrisa y le entregó un trozo más pequeño de mandioca, y la madre de la niña, preparada para el inevitable impulso que acababa de manifestarse, le entregó una diminuta tabla de rallar hecha especialmente para ella. La pequeña había visto a las mujeres rallando mandioca desde que tenía uso de razón y enseguida se puso a restregar el trozo de mandioca de arriba a abajo, como las demás.

En menos de un minuto, perdió el interés y se fue corriendo, dejando su pequeño rallador en el recipiente sin que hubiera en él nada de ralladura. Nadie le hizo sentir que su gesto había sido gracioso o una sorpresa. En realidad, las mujeres esperaban verlo tarde o temprano, ya que todas están acostumbradas a que los niños se unan a su cultura, aunque el acercamiento y el ritmo de estos estén dictados por las fuerzas de su interior. Es evidente que el resultado final es un acto social, cooperativo y totalmente voluntario. Los adultos y los otros niños sólo le ayudan con la colaboración y el material que el niño no pueda conseguir por sí mismo. Un niño que aún no sepa hablar es perfectamente capaz de expresar lo que necesita; así, no tiene ningún sentido ofrecerle nada que no le haga falta; el objetivo de las actividades de un niño, después de todo, es desarrollar la independencia. Ofrecerle más o menos ayuda de la que verdaderamente necesita tiende a frustrar el propósito.

Los cuidados, como la ayuda prestada, se prodigan sólo si el niño los pide. El alimento para sustentar el cuerpo y las caricias para alimentar el alma ni se ofrecen ni se niegan, sino que por norma siempre están disponibles de una manera sencilla y elegante. Sobre todo, el niño es respetado como algo bueno en todos los sentidos. No existe el concepto de niño malo ni tampoco cualquier distinción hecha con los niños buenos. Se supone que un niño es social y no antisocial en sus motivos. Lo que hace es aceptado como el acto de una criatura innatamente correcta. Esta suposición de corrección o socialibilidad, como característica inherente a la naturaleza humana, es la esencia de la actitud yecuana hacia los demás al margen de la edad que uno tenga. También es la piedra angular sobre la que el desarrollo del niño es fomentado por los que se relacionan con él, por sus padres o por otras personas.

Educar, en sentido original, es dirigir, pero aunque esto tenga algunas ventajas sobre la interpretación más extendida de machacar algo para que entre en la cabeza, ninguno de estos medios es consecuente con las expectativas evolucionadas del niño. Ser dirigido o guiado por una persona mayor equivale a interferir en el desarrollo del niño, ya que lo aleja de su eficaz camino natural para llevarlo a otro que no lo es tanto. La suposición de una sociabilidad innata está reñida con la extendida y universal creencia del mundo civilizado de que los impulsos del niño necesitan ser dominados para que este sea social. Hay quienes piensan que para dominarlo, es mejor razonar con él y suplicarle que coopere que las amenazas o los insultos mentales y físicos. Pero la suposición de que la naturaleza de los niños es antisocial, que debe ser manipulada para que pueda ser aceptado socialmente está relacionada con estos dos puntos de vista y con todos los otros más comunes que se encuentran entre ambos extremos. En las sociedades continuum, como la yecuana, si hay algo que sea fundamentalmente ajeno a nosotros es esta suposición de sociabilidad innata. Es partiendo de esta suposición y sus implicaciones que puede entenderse el aparente insalvable espacio que existe entre su extraña conducta, resultando en un alto grado de bienestar, y nuestros cuidadosos cálculos, con un grado bajísimo de bienestar.

Como ya hemos visto, ofrecer a un niño más o menos ayuda de la que pide es perjudicial para su desarrollo. Las iniciativas exteriores, por tanto, o la guía no solicitada, no son acciones positivas para él, quien no puede hacer más progresos de los que sus propias motivaciones le brindan. La curiosidad y el deseo de un niño de hacer cosas por sí mismo son la definición de su capacidad para aprender sin sacrificar ninguna parte de su desarrollo. Guiarlo sólo aumentará determinadas habilidades a expensas de otras, pero nada puede aumentar el espectro de sus capacidades más allá de sus límites innatos. El precio que un niño pagará por ser guiado a aquello que sus padres consideran lo mejor para él —o para ellos— será la disminución de su totalidad. Su completo bienestar, reflejo de aspectos alimentados o insatisfechos, se ve afectado directamente. Sus mayores se esfuerzan por hacer que el niño elija comportarse guiado por el ejemplo que le dan y por lo que el niño percibe que ellos esperan de él, pero no podrán añadir nada a su totalidad si sustituyen los motivos del niño por los suyos o si le dicen qué es lo que debe hacer.

Lo ideal es que el ejemplo o la guía que se da a un niño no tenga la intención de influirle sino que signifique que uno está haciendo la tarea que normalmente debe hacer: sin prestar una especial atención al niño y creando una atmósfera de estar ocupado tranquilamente en algo que tiene prioridad, percatándose del pequeño sólo cuando él lo pida y sin hacerlo más de lo necesario. Un niño que tenga todo el complemento de la experiencia de estar en brazos no necesitará pedir más atención de la que requieren sus necesidades físicas, ya que no precisará, a diferencia de los niños del mundo civilizado, que lo tranquilicen para confirmar su existencia o lo adorable que es.

Aplicando el principio en la situación más fácil, una madre del mundo civilizado podría hacer las tareas domésticas con su hija que se interesa por todo cuanto ella hace, pero dejándola barrer el suelo con una escoba pequeña cuando la niña desee hacerlo o quitar el polvo o pasar la aspiradora (si sabe manejar el modelo que hay en su casa) o ayudar a lavar los platos de pie sobre una silla. Los platos que rompa serán muy pocos, y la pequeña no se caerá de la silla a no ser que su madre sea tan clara en sus expectativas de un posible desastre que el impulso social de la niña (a hacer aquello que entiende que se espera de ella) la empuje a hacerlo. Una mirada inquieta, una palabra que transmita lo que la madre está pensando, ¡Que no se te caiga!, o una «promesa»: ¡Ten cuidado! ¡Te vas a caer!, aunque sea contraria al instinto de conservación y a las tendencias imitativas de la niña, pueden, si uno persiste en ello, acabar por hacer que ella obedezca y se le caiga un plato, se caiga de la silla o le ocurran ambas cosas.

Una de las características únicas del hombre como especie es la capacidad del intelecto de ir en contra de su naturaleza evolucionada. Una vez el continuum se ha desbaratado y sus estabilizadores han perdido el equilibrio hasta el punto de la impotencia, las aberraciones aparecen por doquier y con rapidez a medida que el intelecto tiende a hacer más daño que bien con sus consideraciones infundadas, bienintencionadas y unilaterales sobre la incalculable cantidad de factores relevantes a cualquier conducta.

Uno de los resultados más curiosos de la pérdida de fe en el continuum es la capacidad de los adultos de hacer que sus hijos huyan de ellos. Nada podría ser tan cercano al corazón del continuum de un bebé que mantenerse cerca de su madre en territorio desconocido. Todos nuestros parientes mamíferos, los pájaros, los reptiles, así como los peces son seguidos por sus crías, ya que sin duda a estas les conviene hacerlo. Un niño pequeño yecuana tampoco soñaría con alejarse de su madre en un sendero del bosque, ya que ella no se da la vuelta para comprobar si él la está siguiendo; ni tampoco le sugiere que él pueda elegir hacer otra cosa o que la labor de su madre es asegurarse de que se mantengan juntos; ella se limita a reducir el ritmo de su paso a uno que su hijo pueda mantener. Sabiéndolo, el pequeño se echará a llorar si no puede seguirlo por una razón u otra. Una pequeña caída en la que pueda levantarse por sí solo y correr un poco para recuperar los segundos perdidos raras veces acaba mereciendo siquiera aquella llamada de socorro. La actitud de la madre le muestra que ella es práctica, pero que será paciente si tiene que esperarlo. Sabe que él no tardará más tiempo del dignamente necesario para poder seguir recorriendo juntos el camino. Ella no lo juzga. Su suposición de la innata sociabilidad del pequeño actúa con la tendencia de su hijo a hacer lo que percibe que su madre espera de él. Tanto si el niño se detiene como si avanza, esta suposición básica sigue sin cambiar ni ser cuestionada.

No obstante, a pesar de los millones de años de precedentes y de los consecuentes ejemplos de nuestros compañeros los animales y todavía de algunos de nuestros compañeros los hombres, hemos logrado convencer a nuestros pequeños de que se escapen.

Tras la cuarta expedición, me sorprendió ver en el Central Park de Manhattan un gran número de adultos persiguiendo a niños pequeños. Vi a madres y niñeras como locas, con los brazos en jarras en una postura poco favorecedora, alargando las manos y suplicando con voz estridente a los pequeños fugitivos con unas amenazas poco convincentes que volvieran en el acto. Intentaban distraerse de aquello que les destrozaba los nervios conversando unas con otras en los bancos del parque mientras llamaban al niño a su cargo que se estaba acercando a los límites de la distancia permitida; o las mujeres se levantaban de un salto para perseguir a los descarados fugitivos que, habiendo entendido las reglas del juego, tomaban el primer momento en el que la vigilancia se relajaba como la señal para echar a correr.

Una simple sugerencia como ¡No vayas adonde no pueda verte! pronunciada con un ligero tono de aprehensión produce mucho trabajo en los departamentos de niños desaparecidos y, cuando se mezcla con un ¡Ten cuidado, te vas a hacer daño!, promete una buena cantidad de ahogamientos, caídas y accidentes viales. El pequeño rival, consciente la mayor parte del tiempo de jugar el papel que se espera de él en esta batalla de voluntades emprendida contra su cuidadora, no mantiene un equilibrio responsable con su entorno y, además, su sistema de conservación está dañado. Por eso se ve obligado, de forma inconsciente, a seguir la absurda orden de lastimarse a sí mismo. Sin embargo, si se despierta en el hospital, no se sorprenderá demasiado al enterarse de que un coche lo ha atropellado, ya que su cuidadora VIP le había prometido muchas veces que le iba a ocurrir.

El inconsciente no razona. Su mecanismo para convertir la experiencia en hábito, para automatizar la conducta repetida a fin de liberar la mente consciente, para estabilizar y mantener, para catalogar y reenviar la información es demasiado para una facultad tan poco fiable como la de la razón, su propia antítesis. El inconsciente es demasiado perspicaz como para creer que lo que esa persona le dice es cierto cuando su voz y sus acciones lo contradicen. Un niño puede comprender el razonamiento de la cuidadora e incluso razonar como ella y, en cambio, tener el impulso de comportarse de la forma contraria. Es decir, tenderá más a hacer aquello que siente que se espera de él que lo que se le pide que haga. Sus ansias crónicas e insatisfechas de ser aceptado por su madre pueden reforzar hasta el punto de la autodestrucción su necesidad de hacer lo que siente que su madre o los otros adultos esperan. Un niño continuum tendrá sus tendencias innatas en activo para hacer lo adecuado, como imitar, explorar, examinar, no lastimarse ni hacer daño a los demás, refugiarse de la lluvia, hacer ruidos y expresiones agradables cuando la gente se comporte correctamente, responder a las señales que envían los niños de menor edad, etc.; pero un niño con carencias o uno del cual se espere un comportamiento antisocial, puede transgredir su sentido innato de lo adecuado según el grado en que sus necesidades y su sensibilidad a las expectativas de los demás hayan sido transgredidas.

Los recursos familiares de alabar o criticar causan estragos en los niños, en especial en los más pequeños. Si el niño hace algo útil, como vestirse solo, dar de comer al perro, ofrecer un ramito de flores silvestres o moldear un cenicero con un trozo de barro, nada puede ser más desalentador que una expresión de sorpresa por el hecho de haberse comportado sociablemente: ¡Oh, qué niña más buena! ¡Mira lo que Laura ha hecho ella solita! y exclamaciones parecidas que implican que la sociabilidad no es esperada, característica ni habitual en el niño. El intelecto de la pequeña puede que se sienta contento, pero ella tendrá la desazonadora sensación de no haber hecho lo que se esperaba de ella, aquello que realmente hace que forme parte de su cultura, tribu y familia. Incluso entre los mismos niños, una frase como ¡Caramba, fíjate en lo que María ha hecho en la escuela!, pronunciada en tono de asombro, hará que María se sienta incómodamente apartada de sus compañeros de juego, como si hubieran dicho en el mismo tono ¡Caramba, qué gorda está María!, o delgada, alta, baja, inteligente, estúpida, pero de algún modo no es como se esperaba que debiera ser. Las acusaciones, en especial si están reforzadas con la etiqueta ¡Siempre lo estás haciendo!, son también destructivas al sugerir una esperada conducta antisocial. ¡Perder el pañuelo es típico de ti! ¡Este niño es la piel del diablo!, encogerse de hombros demostrando que es un caso perdido, una insultante acusación como ¡Asíson los niños! que implica que el mal comportamiento es inherente a uno o una simple expresión facial que demuestre que una mala conducta no ha constituido una sorpresa tienen el mismo desastroso efecto que sorprenderse por una conducta social o alabarla.

La creatividad también puede frustrarse al utilizar la necesidad del niño de cooperar. Sólo hace falta decir una simple frase como ¡Llévate las pinturas al jardín, no quiero que ensucies la casa! El mensaje de que las pinturas lo ensuciarán todo no se perderá, y el impulso creativo tendrá que ser enorme para superar la necesidad por excelencia del niño de hacer lo que su madre espera de él. El dictamen de niño malo es igual de eficaz tanto si se expresa con una dulce sonrisa como con un grito de guerra.

La suposición de la sociabilidad innata requiere tener algún conocimiento de su contenido, así como de la forma de las tendencias y expectativas del niño. Es evidente que estas son imitativas, cooperativas y que tienden a preservar al individuo y especie, pero también incluyen conocimientos tan específicos como saber cuidar de un bebé y tener habilidad para hacerlo. No tener clemencia con el profundo impulso maternal de las niñas pequeñas, encauzarlo hacia las muñecas cuando hay bebés reales alrededor es, entre otras cosas, perjudicar seriamente a los futuros hijos de la pequeña. Incluso antes de poder comprender las instrucciones de su propia madre, una niña pequeña, si se le ofrece la oportunidad, se comporta instintivamente con los bebés exactamente como ellos necesitan ser cuidados desde tiempos inmemoriales. Y cuando ya es lo suficientemente mayor como para considerar otros métodos alternativos, ya es una experta desde hace mucho tiempo en el cuidado de los bebés y no cree que tenga ninguna ventaja considerar el tema. A lo largo de su infancia ha cuidado de bebés a la menor oportunidad, en su familia o entre los vecinos, y cuando se casa, no sólo no tiene nada que preguntarle al doctor Spock, famoso pediatra, sino que también cuenta con dos fuertes brazos y un repertorio de posiciones y movimientos con los que poder sostener a un bebé mientras cocina, cuida del huerto, limpia, conduce una canoa, se arregla, duerme, baila, se baña, come o hace cualquier otra cosa. También tiene un arraigado sentido que se rebelará contra cualquier acción inadecuada para su continuum o el de su bebé.

Vi a unas niñas yecuanas que desde que tenían tres o cuatro años —a veces parecían incluso más pequeñas— se encargaban por completo de unos bebés. Era evidente que se trataba de su ocupación favorita, pero esto no impedía que realizaran otras tareas al mismo tiempo, como encender el fuego, ir a buscar agua, etc. No se cansaban de su ocupación, como les habría pasado de haber jugado con muñecas. Cuando hay que proteger a un bebé, el continuum se manifiesta con toda su fuerza, y la infinita paciencia y el afecto que se necesitan para ello están presentes en cada niño, chicos incluidos. Aunque a los chicos raras veces se les pide que se ocupen todo el tiempo de un bebé, les gusta mucho tomarlos en brazos y jugar con ellos. Los adolescentes, cuando vuelven de sus actividades diarias, van a buscar a los bebés para jugar con ellos. Los arrojan al aire y los atrapan, riendo ruidosamente y compartiendo un rato divertidísimo con los diminutos miembros de la tribu, cuya variedad de experiencias y sensación de ser adorables se enriquece en gran medida.

Quizás respetar la condición de cada individuo de ser su propio dueño sea tan esencial como la suposición de la sociabilidad innata en los niños. La noción de poseer a otras personas no está presente entre los yecuanas. La idea de ser mi hijo o tu hijo no existe. Decidir lo que otra persona debe hacer, al margen de la edad que tenga, no existe en el vocabulario yecuana. Hay un gran interés por lo que todo el mundo hace, pero no existe el impulso de convencer —y menos aún de coaccionar— a nadie. La voluntad de un niño es su propia fuerza motivadora. No hay esclavitud, ya que ¿acaso se puede describir de otra forma el imponer la voluntad de uno a otra persona y coaccionarla con amenazas o castigos? Los yecuanas no creen que la menor fuerza de un niño y la dependencia que este tiene de ellos implique que deba tratarse con menos respeto que a un adulto. A los niños no se les da ninguna orden que vaya en contra de sus inclinaciones, como de qué modo deben jugar, comer, dormir o cosas parecidas. Pero en lo que respecta a ayudar, se espera que obedezcan en el acto. Ordenes como ¡Tráeme un poco de agua! ¡Corta un poco de leña! ¡Dame eso! o ¡Dale un plátano al bebé! se dan con la misma suposición de una sociabilidad innata, con la certeza de que el niño desea ser útil y colaborar en el trabajo de su pueblo. Nadie lo vigila para ver si obedece, ya que no cabe duda de que cooperará. Como animal social que es, hace lo que se espera de él sin dudarlo un instante y lo mejor que puede.

Funciona de una manera increíble. Pero durante mi segunda expedición me fijé en un niño de cerca de un año que parecía de algún modo haberse extraviado del centro de su continuum. No puedo decir qué lo había causado, pero puede que no fuera una coincidencia que su padre, un hombre mayor llamado Benito, fuera el único yecuana de la zona que hablara español, ya que en su juventud había trabajado en la época de auge del caucho, y que su esposa conociera un poco la lengua pemontong, lo cual demostraba que había vivido entre los indios que se encuentran más al este. Puede que sus propios continuums se hubieran cercenado al haber adquirido, en sus vidas cosmopolitas, algunas costumbres de tan imponente autoridad. No lo sé. Pero Wididi, su hijo, era el único niño que vi con una rabieta, gritando a pleno pulmón para protestar por algo en lugar de llorar de la relajada forma en la que los otros bebés solían hacerlo. Después de empezar a andar, a veces pegaba a los otros niños. Es interesante observar que ellos le miraban sin ningún sentimiento. La agresividad les era tan ajena que lo miraban como si hubieran sido golpeados por la rama de un árbol o por alguna otra causa natural; nunca se les ocurrió devolverle el golpe y siguieron jugando sin ni siquiera excluirlo. Volví a ver a Wididi cuando tenía cinco años. Su padre había muerto y Anchu, el jefe de la aldea, amigo íntimo de Benito, había asumido el papel de padre, o de líder, para Wididi. El niño seguía estando muy alejado de la norma yecuana de ser feliz. En su rostro y en la forma de mover el cuerpo se apreciaba cierta tensión, que recordaba la de un niño del mundo civilizado.

Cuando nos dirigimos a la pista de aterrizaje que habíamos creado limpiando una zona junto al río Canaracuni, Anchu se llevó a Wididi con él, al igual que los otros miembros de nuestro equipo se llevaron a sus hijos pequeños. Wididi era ya un experto en el manejo de la canoa, y como el trabajo más duro se realiza en la proa y las maniobras más sutiles en la popa, él solía remar en la popa, mientras el jefe lo hacía en la proa. Hablaban poco entre ellos, pero en el aire casi se podía palpar la tácita expectativa de Anchu de que Wididi haría lo adecuado. Por el camino, cuando ofrecimos unos trozos redondos de carne, Anchu siempre compartió la suya con Wididi. A veces parecía que el niño se hubiera vuelto tan sereno y eficiente como los otros niños yecuanas.

Pero un día, en el campamento que había junto a la pista de aterrizaje, mientras Anchu se estaba preparando para ir a cazar, Wididi se puso a contemplarlo con una creciente aprensión. Su rostro reflejaba un terrible conflicto, y los labios le empezaron a temblar mientras seguía con la mirada cada movimiento que el jefe hacía. Cuando Anchu acabó de preparar el arco y las flechas, el pecho del niño se puso a temblar por momentos y se echó a llorar. Anchu no había dicho nada ni tampoco le había lanzado ninguna mirada de censura, pero Wididi sabía que los chicos iban a cazar con sus líderes y él no quería hacerlo. Sólo podía discutir consigo mismo, ya que Anchu simplemente se iba a cazar, y lo que Wididi hiciera era cosa suya. Su lado antisocial le decía que no fuera, pero su sociabilidad innata, ahora en proceso de ser liberada por Anchu, le decía que fuera. Anchu cogió el arco y las flechas y empezó a andar por el camino. Todo el cuerpo de Wididi temblaba mientras lloraba. A estas alturas, su motivo y su contramotivo estaban muy igualados, y el niño se limitó a quedarse de pie, dando alaridos, atormentado por la indecisión. En aquella época yo no sabía nada acerca de los principios que había en juego. Sólo vi que estaba sufriendo mucho porque no había ido con Anchu. Me acerqué a él, y poniéndole mis manos sobre sus hombros le dije que se apresurara a seguir el camino. Me dirigí corriendo con él hacia la sabana que Anchu estaba abandonando para adentrarse en la selva que había a un lado. Le llamé para que nos esperara, pero Anchu no se volvió ni aminoró el paso. Volví a llamarle, esta vez con más fuerza, pero desapareció en el bosque. Animé a Wididi para que siguiera andando y le pedí que se apresurara. Creí que estaba ayudando a Wididi y evitando que Anchu se decepcionara pero, como es natural, sólo estaba interfiriendo, y con la torpeza típica de mi cultura, estaba sustituyendo la voluntad del niño por la mía al intentar que él hiciera lo correcto. Puede que mi contribución estropeara el progreso de Wididi durante varias semanas. Es posible que el sistema de Anchu hubiera estado a punto de desconcertar a Wididi al no presionarlo en lo más mínimo para que el impulso natural del niño de formar parte de las cosas pudiera vencer aquello que había hecho que se rebelara.

A mí me resultó difícil creer o comprender aquella total ausencia de presión que ejerce la persuasión, la imposición de la voluntad de un individuo sobre la de otro, a pesar de la perseverancia de los yecuanas en mostrarme ejemplos de ello.

Al inicio de la tercera expedición, mientras nos estábamos preparando para remontar el río, le pedí a Anchu si Tadehah, un niño de unos nueve o diez años, podría acompañarnos. Estábamos filmando, y él era especialmente fotogénico. Anchu se acercó al niño y a su madre adoptiva y les comentó mi invitación. Tadehah dijo que quería ir, y la madre me mandó con Anchu el mensaje en el que me pedía que después de la expedición no me llevara a su hijo con mi propia madre. Le prometí que se lo traería de vuelta; el día que empezamos la expedición, con cinco hombres yecuanas para ayudarnos, Tadehah se llevó su hamaca y se reservó un lugar en una de las canoas.

Una semana más tarde tuvimos un desacuerdo, y los hombres yecuanas decidieron de pronto abandonar el campamento y regresar a casa. Volviéndose en el último momento, dijeron a Tadehah, cuya hamaca seguía atada al refugio: ¡Mahtyeh! [¡Ven!]. El niño sólo dijo en voz baja Ahkay [No], y los otros emprendieron el camino de vuelta.

No intentaron obligarle, ni siquiera persuadirle para que volviera con ellos. Él se pertenecía a sí mismo, como cualquier otra persona. Su decisión era expresión de ello y resultado de su destino. Nadie supuso que podía anular su derecho a decidir por sí mismo porque fuera lo bastante pequeño y débil como para ser dominado físicamente o porque tuviera menos experiencia para tomar una decisión.

Entre los yecuanas, se considera que una persona tiene el criterio adecuado para tomar cualquier decisión que se sienta empujada a tomar. El impulso de tomarla demuestra la capacidad para hacerlo adecuadamente. Los niños pequeños no toman glandes decisiones; están principalmente interesados en su propia conservación, y sobre los asuntos que están más allá de su poder de comprensión, recurren a los mayores para juzgar qué es lo mejor. Dejar que el niño decida desde una edad muy temprana hace que su criterio, tanto para delegar como para tomar decisiones, actúe con la máxima eficacia. La precaución se impone a sí misma en relación a la responsabilidad y se cometen, por tanto, los mínimos errores. Una decisión tomada de ese modo no recibe la oposición del niño y es armoniosa y agradable para todos los partícipes.

A esa edad, Tadehah era capaz de asumir lo que a mí me pareció un enorme compromiso para un niño. Eligió no marcharse con los miembros de su tribu para quedarse con tres extranjeros desconocidos, a mitad del trayecto del gran río, sin los miembros de la expedición y sin palas, porque yo no tenía la intención de canjearlas por ninguna de las nuestras, ya que los hombres se fueron llevándose las suyas.

Tadehah conocía su capacidad y deseaba vivir aventuras. En los meses siguientes, tendríamos muchas, pero él estuvo siempre a la altura de las circunstancias, ayudando en todo momento y mostrándose siempre feliz. En la cuarta expedición, los yecuanas me inculcaron hasta qué punto no deseaban la presión entre ellos cuando André, un belga, y yo fuimos demorados por Anchu a pesar de nuestro deseo. También he de decir que esta aparente contradicción de imponer su voluntad podía explicarse porque los yecuanas no nos veían a nosotros ni a las tribus sanemas como personas, y en parte porque el yecuana nos impidió marchar —para que yo siguiera prestándoles atención médica— con la excusa de no acompañarnos en el regreso, viaje que dos personas no podían hacer solas. Nos alimentaron y nos construyeron una cabana, y, aunque nunca rehusaron abiertamente las peticiones que les hicimos de acompañarnos en el viaje de regreso, sí las esquivaron siempre. Es decir, nadie nos obligó a nada; lo único que hicieron fue no ayudarnos.

Había dos hombres, uno vivía en la aldea y otro, cerca de ella, muy enfermos. Uno tenía apendicitis con complicaciones, y el otro, dos fístulas en la espalda. A medida que las semanas y los meses iban transcurriendo sin que mejoraran, era evidente que ambos iban a morir, a pesar de mis intentos por mantenerles con vida a base de antibióticos.

Al principio de esta ardua lucha —la primera vez, en realidad, que realizaba una visita a domicilio río arriba para ver al joven con apendicitis—, le dije a su padre que debía llevarlo a Ciudad Bolívar, a un médico de verdad, para que lo operaran. Le expliqué que debían abrirle el cuerpo para extraerle el problema y le mostré la cicatriz que a mí me había dejado la apendicectomía. Accedió, pero me dijo que Masawiu no podía ir a una ciudad venezolana porque no hablaba español. No me sugirió directamente que yo lo llevara, aunque quería mucho a su único hijo. Era evidente que hubiera dejado morir a Masawiu antes de pedirme algo que pudiera crearme alguna complicación. El sólo me había expuesto el problema, esa fue la única persuasión a la que recurrió.

Le dije que llevaría a su hijo para que lo curaran, pero que él debía ir a ver a Anchu e insistir en que nos dejaran partir de inmediato. Al oírlo, me miró perplejo, a pesar de que yo le repetí enérgicamente que debía hablar con Anchu porque si no su hijo moriría. Pero en ningún momento le insistió al jefe, aunque puede que le mencionara la situación cuando se mudó con toda su familia a la aldea para que yo pudiera tratar a Masawiu. Sus relaciones con Anchu siguieron siendo igual de casuales que si la vida de su hijo no estuviera en manos del jefe.

Cuatro meses más tarde, cuando por fin fui liberada para poder hacer el largo y dificultoso viaje con mis pacientes, el padre y toda su familia nos acompañaron en otra canoa para esperar en un río cercano a que Masawiu se curara para llevárselo después a casa. O sea, que la negativa del anciano a presionar a alguien para obtener algo no se debía a que su hijo no le importara.

Lo mismo ocurrió cuando le pedí a Nahakadi, una especial amiga mía y gran amiga y hermana de adopción de Anchu, que le presionara para que nos liberara con el objetivo de poder llevar a su esposo, que se estaba muriendo, al hospital. Veía al jefe a menudo y tuvo un montón de oportunidades para pedírselo, pero las conversaciones que mantuvo con él siempre fueron tranquilas y agradables, aunque estuviera sólo a varios palmos de distancia de la hamaca en la que su querido esposo yacía consumiéndose y sufriendo de dolor.

Durante los meses en los que lo traté, ella vino a verme varias veces para sugerirme que practicara una incisión en la espalda de su esposo para drenar la fístula. Yo me negué por miedo a mi propio desconocimiento quirúrgico, y al final ella intentó hacerlo por su cuenta, pero fue incapaz de introducir la punta del arpón que estaba usando en la espalda de su marido y envió a su hijo a buscarme. Al ver lo que pretendía hacer, le prometí que lo haría yo misma porque era mejor que correr el mayor riesgo que implicaba su antihigiénico método. Si ella había intentado convencerme con un chantaje moral lo había logrado, pero no me impuso su voluntad de una manera directa.

Al final conseguí llevar a los dos hombres con vida al hospital. Sobrevivieron y regresaron con su gente.

Anchu hizo oídos sordos a mis insistentes peticiones para que nos dejara marchar. Siempre cambiaba de tema y me preguntaba si no me gustaba la cabana que habían construido para nosotros o la comida que nos daban. Después de repetirle día tras día el peligro que corría la vida de los dos hombres con el retraso, al final respondió pintándose, adornándose con todas sus cuentas y encerrándose con los dos enfermos durante una semana para dedicarse a cantar acompañado del sonido de los cascabeles de la tradición chamánica yecuana. Cuando hacía sus siestas, otros lo reemplazaban en los cánticos. Su tratamiento no mejoró a los pacientes, pero al menos evitó que los demás pensaran que a Anchu no le importaba la vida de su gente. Con ello no quiero decir que estuviera fingiendo. No era uno de los grandes chamanes yecuanas, pero es muy posible que estuviera haciendo todo cuanto podía y probablemente creía que a la larga era mejor seguir manteniéndome allí para que yo sirviera a su gente como médico que dejarme marchar para intentar salvar dos casos que parecían no tener cura.

El hecho de que un yecuana no quiera nunca engatusar a otro no parece ser una elección hecha por el individuo. Al parecer, es una prohibición evolucionada por el continuum y sustentada por su cultura. En cambio, con otras especies sí son capaces de recurrir a la fuerza: adiestran a los perros de caza según una estricta disciplina y castigos que incluyen golpes con los puños, con palos y piedras y cortarles las orejas. Pero no impondrán su voluntad a los hombres de su tribu, ni siquiera a los niños, como ya se ha visto.

Hubo una excepción que confirmó la regla, como el incidente del parque. Un día vi a un padre joven perder la paciencia con su hijo de un año. Mientras lo observaba, gritó al pequeño e hizo un movimiento violento e incluso puede que llegara a pegarle. El bebé se echó a llorar con unos gritos ensordecedores e inconfundibles de terror. El padre se quedó de pie castigado por el espantoso sonido que había causado, era obvio que había ofendido a la naturaleza. Yo veía a aquella familia a menudo porque vivía en la puerta de al lado, pero nunca volví a ver que él perdiera el respeto por la dignidad de su hijo.

Sin embargo, la actitud de los padres no es permisiva. Aunque honren la autonomía de sus hijos y asuman que se comportarán como seres sociales, establecen muchos de los modelos que sus hijos siguen.

Desde la perspectiva de una persona del mundo civilizado, las comidas de una familia yequana parecen estar rodeadas de un ambiente solemne cuando la madre deja en silencio las esteras y calabazas ante el padre, y los hijos sentados junto a él se ponen a comer o se pasan la comida sin decir una palabra. La madre dice algo en voz baja, con suavidad: uno de sus hijos salta a sus pies para ir a buscar una calabaza para el padre o para ella. La acción es rápida, silenciosa y eficaz, aunque él sea un niño pequeño. A mí me dio la impresión de ser la recortada acción dictada por el miedo, como si todo el ritual estuviera concebido para no hacer enfadar al pater familias, que representaba una especie de egocéntrica amenaza para los demás. Pero no era así.

Tras observarlo con más atención, descubrí que todos los miembros estaban completamente relajados y que el silencio no albergaba ninguna amenaza, en realidad no abrigaba otra responsabilidad que la de la comprensión y confianza mutuas en hacer las cosas tal como deben hacerse. Me di cuenta de que la solemnidad carecía de tensión, era simplemente paz. La ausencia de conversaciones significaba que estaban relajados, y no lo contrario. Si el hijo o los hijos tenían algo que decir, lo hacían sin el menor vestigio de timidez o estridencia, pero normalmente estaban callados. La costumbre yecuana es cenar en silencio presidiendo la mesa para fomentar un ambiente sereno, y lo poco que se dice se hace de acuerdo a este espíritu.

La llegada del padre es lo que calma a la mujer y a los hijos. Es también bajo la mirada del padre y de los hombres en general que la esposa y los hijos se enorgullecen de hacer todo cuanto pueden por estar a la altura, tanto de las expectativas de los hombres como de las que tienen entre sí. A los niños en especial les gusta compararse con sus padres, y a las niñas les encanta servirles. Para una niña pequeña, el hecho de poder llevar un trozo de mandioca fresca a su padre y que este lo coja de sus manos ya es todo un premio. El padre, a través de su conducta, de su propia dignidad y de su maestría en todo cuanto hace, muestra a los jóvenes cómo deben comportarse en la sociedad en la que viven. Si un bebé llora mientras los hombres se han reunido para hablar, la madre se lo lleva a un lugar donde no puedan oírle. Si el bebé ensucia el suelo antes de haber aprendido a no hacerlo, pero es lo suficientemente mayor como para comprender lo que ha hecho, se le pide duramente que salga afuera. Se le dice que no ha de ensuciar el suelo, pero no que sea malo o que siempre está haciendo lo que no debe. El nunca siente que sea malo; sólo, como máximo, que es un niño querido haciendo un acto indeseable. El propio niño desea dejar de hacer aquello que es desagradable para su pueblo. Es social de manera innata. Si un niño se aparta de la conducta adecuada, aunque sea una excepción accidental, ni la madre ni el padre tratan el problema con una actitud suave; tampoco miman a su hijo. Como hacía Anchu durante las crisis de Wididi, sus modelos siguen siendo los mismos.

Cuando un niño se lastima, la madre tampoco se compadece de él. Espera a que se levante solo y la alcance, si esto es todo cuanto él necesita. En el caso de una lesión o enfermedad graves, se hace todo lo posible para curarlo dándole medicinas o por medio del chamanismo, a veces cantando sin cesar durante días y noches, dirigiéndose al demonio que ha entrado en el cuerpo del niño pero sin expresar lástima por el paciente, que hace las paces con su dolencia lo máximo posible para no molestar a nadie innecesariamente.

Cuando yo vivía allí me llevaban o enviaban niños enfermos para que los tratase. En estas ocasiones, la gran diferencia que existe entre los niños continuum y los niños no-continuum era especialmente patente. Los niños yecuanas, que habían sido tratados correctamente durante la etapa de estar en brazos y sabían que eran adorables, no buscaban recibir ninguna atención maternal extra para compensar su dolor a no ser que este fuera insoportable; en cambio, los niños de nuestro mundo civilizado, a los cuales se les reconoce tácitamente que soportan una carga permanente de dolor debido al intenso deseo de recibir más contacto materno del que han tenido, reciben abrazos, besos y palabras cariñosas al mínimo golpe. Puede que esto no ayude a sus rasguñadas rodillas, pero toda la carga de dolor que soportan es aligerada en un momento en el que resulta especialmente pesada.

Es posible que esperar despertar compasión sea en gran parte una conducta aprendida. Estoy casi totalmente segura de que así es, pero la confianza en sí mismos y en los demás (en este caso en una extranjera) que me demostraron los niños pequeños cuando los trataba indicaba algo mucho más positivo que sólo no esperar recibir mimos.

En una expedición anterior a la tierra de los yecuanas, mientras me encontraba en Wanania, la aldea de Anchu, un niño de unos cuatro años vino a verme. Se acercó tímidamente sin saber si sería bien recibido. Cuando nuestras miradas se encontraron, después de haber intercambiado una tranquilizadora sonrisa, él levantó el pulgar para que yo pudiera verlo. En su rostro no había ninguna expresión de autocompadecerse o intentar despertar lástima, sólo una radiante sonrisa. La punta del pulgar y parte de la uña estaban casi separadas del dedo, sólo unidas por un trocho de piel. La sangre medio seca mantenía la punta pegada al dedo pero sin que estuviera alineada. Mientras la limpiaba y realinaba, el dolor hizo que sus grandes ojos de cervatillo se empañaran de lágrimas; a veces su manita temblaba mientras la mantenía tendida hacia mí, pero en ninguno momento la retiró ni lanzó mayor sonido que un quejido en los momentos especialmente malos. La mayor parte del tiempo se mantuvo relajado y con su rostro tranquilo. Después de vendarle el pulgar se lo señalé diciendo /Tuunah ahkeyl [¡Agua no!], y él repitió con su musical vocecita ¡Tunnah ahkey! Después le dije Hwaynamah ehtah [Mañana aquí], y se fue. Su conducta contradijo mis suposiciones sobre el comportamiento de los niños, el trato que debían recibir en una situación de emergencia, la importancia de tranquilizarlos como parte del tratamiento médico, etc. Apenas podía creer lo que acababa de ver.

En un viaje posterior, una mañana me despertó un niño de dos años llamándome con su suave voz aflamada: ¡Si Si! Era su mejor intento de pronunciar Shi, mi nombre yecuana. Eché un vistazo desde mi hamaca y ahí estaba Cananasi, totalmente solo, con un corte que necesitaba ser curado. No lloró en absoluto ni me pidió que lo abrazara o tranquilizara. Esperó hasta que acabé de vendarle escuchando mi advertencia de que no metiera la mano en el agua y de que volviera al día siguiente, y se fue corriendo a jugar.

Al inspeccionarle la mano a la mañana siguiente, vi que la venda estaba mojada y sucia. Con dos años, su comprensión intelectual era insuficiente para obedecer una orden que debía recordar todo el día, pero la solidez de la experiencia vivida de yo y los demás durante dos buenos años, constituida por una rica etapa de estar en brazos y otra llena de oportunidades para poner en práctica la propia independencia en un mundo desafiante, hicieron que fuera capaz de venir a verme y aceptar el tratamiento sin ningún apoyo, compasión ni otra cosa más que un mínimo de atención. Supongo que su madre vio el corte y le dijo: Ve a vera Jean. y Cananasi había hecho el resto.

Hubo otro incidente que fue muy revelador para mí, aunque ocurrió muchos meses después de familiarizarme con la casual actitud yecuana relacionada con la atención médica. Awadahu, el segundo hijo de Anchu, de casi nueve años, llegó un día solo a mi cabana con una herida en el abdomen. Al final no resultó ser peligrosamente profunda, pero a simple vista temí por el daño en un punto tan vulnerable. ¿Nehkuhmuhduh? [¿Con qué te lo has hecho?], le pregunté.

—Shimada [una flecha] —me contestó amablemente.

—¿Amadhay? [¿era tuya?] —proseguí.

—Katawehu —dijo nombrando a su hermano de nueve años con la misma emoción que si yo le hubiera preguntado el nombre de una flor.

Mientras me puse a limpiar la herida, que tenía un aspecto horrible, Katawehu y algunos otros niños vinieron a ver lo que estaba haciendo. En el ambiente no había el menor signo de que Katawehu se sintiera culpable ni de que Awadahu estuviera enojado. Había sido simplemente un accidente. Su madre se acercó, preguntó qué había ocurrido, y se le dijo brevemente que una flecha lanzada por su hijo mayor había herido a su segundo hijo en la orilla del río.

—¿Yeheduhmuh? [¿de veras?] —dijo en voz baja.

Antes de que yo terminara de curarle, ya se había apartado del grupo de espectadores para proseguir con sus tareas. No era necesario que ella se quedara porque su hijo estaba siendo cuidado sin que él la hubiera ido a buscar. La única que estaba preocupada era yo. Lo que había ocurrido ya no podía evitarse; el niño estaba recibiendo los mejores cuidados que había disponibles y como ni siquiera era necesario que los otros niños esperaran a que yo acabara, se fueron corriendo a jugar. Awadahu no necesitaba ningún apoyo moral, y cuando le puse la última tirita volvió al río para reunirse con ellos.

Su madre supuso que si él la necesitaba iría a buscarla, y ella estaba a su alcance para tal eventualidad.

Al mencionar estos incidentes puede que haya dado la falsa impresión de que los niños yecuanas tienen muchos accidentes, pero comparados con los niños occidentales de clase media de la misma edad es sorprendente los pocos que tienen. No es una coincidencia que los niños occidentales, los que quizás han estado más protegidos en la historia, sean de los que menos se espera sepan cuidar de sí mismos.

Un buen ejemplo es la historia que oí de una familia americana preocupada por el peligro que la piscina suponía para su hijo pequeño. Sabían que la piscina no iba a levantarse ni a tragarse a su hijo, pero temían que el niño pudiera caer o tirarse a ella. La rodearon con una valla y cerraron con llave la puerta de entrada. Lo más probable es que la mente lógica del niño —no su razón— ayudada por las explicaciones de sus padres, captase la sugerencia de la valla y la puerta cerrada con llave. Comprendió tan bien lo que se esperaba de él que al encontrar un día la puerta abierta entró, se cayó a la piscina y se ahogó.

Cuando oí la historia, contada para mostrarme que a los niños hay que vigilarlos constantemente para que no se hagan daño, no pude evitar pensar en aquel hoyo que había en un terreno de Wanania alrededor del que los niños jugaban todo el día sin ser vigilados y sin que ocurriera ningún accidente. Estos dos casos aislados no significan gran cosa, como es natural, pero representan con exactitud una diferencia entre las dos culturas. Entre los yecuanas, hay muchas otras situaciones peligrosas en potencia. Una de las más impactantes es la omnipresencia de machetes y cuchillos, todos afiladísimos, en lugares donde uno puede pisarlos fácilmente, caerse sobre ellos o cogerlos para jugar. Los bebés, demasiado pequeños para haber aprendido la utilidad de los mangos, los cogían por la hoja y, mientras yo los observaba, los agitaban en el aire sosteniéndolos con sus gordezuelos puños. No sólo no se cortaban los dedos ni se hacían daño sino que si estaban en brazos de la madre, también lograban no hacerle daño a ella.

Del mismo modo, un bebé que jugaba con una tea, tropezando y cayendo mientras la sostenía y entrando y saliendo de su casa con ella trepando por un umbral de dos palmos, nunca llegó a tocar con ella la madera, las hojas de palmera que colgaban del tejado, su propio cabello o el pelo de otro. Los bebés jugaban como cachorrillos junto a la hoguera de la familia sin que los mayores les dijeran nada.

A los dieciocho meses de vida, los niños ya saben manejar el arco disparando flechas afiladas, y los más entusiastas no se separan de sus arcos y flechas la mayor parte del tiempo en que están despiertos. No hay ninguna zona reservada para ello ni de hecho tampoco unas normas de seguridad. Durante los dos años y medio que viví en aquel lugar, la única herida causada por una flecha que vi es la ya mencionada.

En la selva, aparte de los peligros más conocidos como serpientes, escorpiones o jaguares, hay también otros riesgos, como la gran facilidad con la que uno puede perderse en su inexplorada inmensidad o herirse los pies descalzos y el cuerpo desnudo al caminar.

Y también están los ríos: los rápidos son incluso más frecuentes y peligrosos que las anacondas o los cocodrilos, y un niño que nade en una corriente que supere su fuerza y habilidad, tiene muchas posibilidades de estrellarse contra las rocas o contra una de las muchas ramas sumergidas. Como la profundidad y rapidez de una parte conocida del río cambia muchísimo de un día para otro según la cantidad de lluvia que haya caido río arriba; conocer los peligros de hoy puede que no sirva de nada al día siguiente. Los niños que se bañan y juegan en el río deben evaluar cada día su habilidad bajo cualquier condición.

El factor operativo parece ser la adjudicación de responsabilidad. En la mayoría de niños del mundo civilizado, el mecanismo para cuidar de sí mismos sólo se usa parcialmente, ya que gran parte de la carga la han asumido los adultos que cuidan de ellos. El continuum, con su característico aborrecimiento por la redundancia, deja de dar la tutela que ha sido asumida por otros. El resultado es una menor eficacia porque nadie puede estar atento a las circunstancias de otro de una manera tan constante o completa como uno mismo. Es otro ejemplo de intentar ser mejores que la naturaleza, de desconfiar de las facultades que no están controladas intelectualmente y de la usurpación de sus funciones cometida por el intelecto, el cual es incapaz de tener en cuenta toda la información relevante.

Esta tendencia nuestra a interferir con la adjudicación de responsabilidad que la naturaleza ha conferido a la facultad que es más eficaz, aparte de hacer que los niños del mundo civilizado tengan más accidentes, crea además innumerables peligros. Un conocido ejemplo son los incendios accidentales.

No hace mucho, durante el invierno, en una ciudad de la región central de Estados Unidos se desató una tormenta de nieve que interrumpió totalmente el tráfico y, por tanto, la circulación de los coches de bomberos durante varios días. El jefe de bomberos, acostumbrado a afrontar un promedio de cuarenta incendios diarios de poca trascendencia, salió por la televisión para pedir a la gente que tuviera un especial cuidado en no provocar ningún incendio durante la emergencia. Les advirtió de que si había algún incendio, tendrían que afrontarlo solos. Gracias a ello, el promedio diario descendió a cuatro incendios, hasta que las calles pudieron limpiarse, después de lo cual la cantidad de incendios volvió a ser la de antes.

Es inconcebible que los cuarenta incendios habituales fueran provocados, pero quienes los causaban accidentalmente sabían sin duda que no era realmente necesario ser demasiado cuidadoso cuando el cuerpo de bomberos era tan rápido y eficiente. Al informarles del cambio en la adjudicación de la responsabilidad, redujeron inconscientemente los incendios al 90%.

De igual modo, Tokio tiene siempre menos incendios que la mayoría de ciudades importantes, al parecer porque muchas de las casas son de madera y papel, y el fuego se extendería con una rapidez catastrófica, ya que al equipo contra incendios le resultaría muy difícil moverse por las abarrotadas calles. Los ciudadanos conocen las condiciones en las que viven y se comportan de acuerdo a ellas.

Esta adjudicación de la responsabilidad es un aspecto de la expectativa, de la fuerza que puede verse demostrando su poder en la conducta de niños y adultos. ¿Acaso podríamos describirnos como criaturas sociales si no tuviéramos la fuerte propensión a comportarnos como sentimos que se espera que hagamos?

Para cualquiera que desee aplicar los principios del continuum en la vida del mundo civilizado, este cambio de confiar en la capacidad del niño para protegerse a sí mismo es uno de los asuntos más difíciles. Estamos tan poco acostumbrados a ello, que dejar a nuestro hijo en manos de sus propios mecanismos, basándonos en la teoría de que funcionarán mejor sin nuestra vigilancia, es más de lo que mucha gente puede hacer. La mayoría de nosotros seguiríamos al menos lanzándoles miradas aprensivas, corriendo el riesgo de que el niño las captara y las interpretara como una expectativa de ineficacia. ¿Y qué podría darnos la fe necesaria para dejar jugar a nuestro bebé con un cuchillo afilado, la fe que los yecuanas han adquirido a través de una larga experiencia? No se trata de la experiencia de que los bebés jueguen con cuchillos, ya que la introducción del metal ha sido muy reciente, sino lo familiarizados que están con la capacidad de sus bebés para captar los factores más sutiles de su entorno y comportarse con prudencia.

No tenemos más remedio que recuperar aquel conocimiento común a los yecuanas y a nuestros antepasados por medio del uso del intelecto. Es casi como si nos obligáramos, para creer en Dios, a ir a una iglesia y rezar: primero tendríamos que actuar como si creyéramos en Él lo mejor que pudiéramos. Algunos serán mejores actores y actrices que otros, pero cada madre o padre inquieto confía un poco más que antes en el instinto de conservación de su bebé, y la experiencia resultante de la capacidad del bebé permitirá que los padres confíen en él más aún.

El lenguaje es el último de los desarrollos del asombroso catálogo de capacidades animales. La capacidad para formar una sucesión de conceptos de creciente complejidad se refleja en la capacidad lingüística de un niño en desarrollo. Su visión del universo y la relación que mantiene con los demás cambia forzosamente con aquel desarrollo y con su concepto del tiempo condicionado por el paso del mismo.

Como resultado, existe una distancia conceptual entre los distintos grupos etarios. A pesar de la reciente moda de hablar de algo con los niños y de razonar con ellos, sigue habiendo un abismo insalvable entre lo que un niño de seis años quiere decir o entiende en su universo y lo que una persona de treinta quiere decir o entiende en el suyo. El lenguaje tiene un limitado valor en la relación que mantienen.

Entre los yecuanas, es interesante advertir que los adultos y los niños sólo mantienen una especie de comunicación verbal muy básica compuesta por Espera aquí o Dame eso. Hay un sistema de conversación estratificado consistente en unos intercambios verbales muy completos entre los niños que tienen aproximadamente la misma edad, pero la comunicación disminuye a medida que las edades difieren. Los niños y las niñas, cuyas vidas e intereses son muy distintos entre sí, charlan muy poco entre ellos y raras veces, incluso en la adultez, parecen tener la ocasión de mantener largas conversaciones.

Cuando los adultos conversan, los niños en general escuchan. No hablan entre ellos. En ningún momento alguien, tenga la edad que tenga, es invitado a hablar para dar un punto de vista falso, como nosotros hacemos con nuestros hijos. Los adultos yecuanas dicen lo que tienen que decir delante de sus hijos, y estos les escuchan y comprenden según su capacidad. Cuando a un niño le llega el momento de unirse al mundo de los adultos, ya ha comprendido, a su propio ritmo, la lengua, los patrones y los puntos de vista de los mismos sin necesidad de tener que desacreditar una serie de patrones y puntos de vista que aquellos han confeccionado para sus hijos.

Los niños de cada grupo etario captan las estructuras conceptuales adecuadas a su desarrollo y siguen las huellas de los niños mayores hasta adquirir el complemento de formas de pensamiento verbales —y culturales— capaces de asimilar las opiniones de los adultos y todo el contenido del que han dispuesto desde la primera infancia.

Nuestro propio sistema de intentar adivinar qué o cuánto puede asimilar la mente de un niño produce un diálogo de sordos, malentendidos, decepciones, cólera y una pérdida general de armonía. La desastrosa costumbre de enseñar a los niños que lo bueno siempre será recompensado, y lo malo, castigado, que las promesas siempre se cumplen, que los adultos nunca mienten y cosas por el estilo, no sólo hace que más tarde haya que despertarlos de una bofetada por ser poco realistas e inmaduros si por casualidad llegaron a creer en esos cuentos de hadas, sino que también crea una sensación de desilusión que en general suele presentarse mientras crecen y en lo que ellos creyeron que era la cultura que se esperaba siguieran. El resultado es que se sienten confundidos sobre su comportamiento a medida que les van arrebatando la base para la acción y desconfían de todo lo que su cultura les dice.

De nuevo es el intelecto intentando decidir qué es lo que un niño puede entender; en cambio, el modo de obrar del continuum sólo permite al niño absorber lo que puede asimilar de todo el entorno verbal, que no está distorsionado ni recortado. Es imposible dañar la mente de un niño con unos conceptos que no puede entender siempre y cuando a esa mente se le permita dejar lo que no pueda asimilar. Pero coger a un niño por los hombros e intentar obligarle a comprender algo puede crear un triste conflicto entre lo que puede comprender y lo que siente que se espera de él. Dejar que los niños escuchen libremente y entiendan lo que puedan elimina cualquier sugerencia sobre cuánto se espera de ellos y evita ese ruinoso conflicto.

Mientras que las niñas yecuanas pasan gran parte de su infancia con las mujeres, participando desde muy temprano en las tareas domésticas o en los huertos, los niños se dedican a corretear juntos la mayor parte del tiempo; sus padres les permiten ir con ellos sólo cuando la velocidad y la resistencia no son esenciales. Mientras tanto, los pequeños se dedican a lanzar un millar de veces flechas a los saltamontes y, más tarde, a los pajaritos; en cambio, un adulto sólo cazará una o dos veces al día, lo cual daría al niño pocas oportunidades para desarrollar su habilidad, salvo en el juego de encontrar y cobrar la pieza.

Tanto los niños como las niñas van a nadar casi a diario. También son expertos en el manejo de las canoas a una edad increíblemente temprana, navegando con pesadas piraguas por difíciles corrientes y rápidos, a veces sin ningún tripulante a bordo mayor de seis o siete años. Los niños y las niñas suelen remar juntos en una misma canoa. No hay ninguna clase de tabú que les impida relacionarse, sólo una habitual falta de coincidencia en las actividades que realizan.

Al mismo tiempo, cada niño yecuana, libre de la necesidad de ser tranquilizado, es capaz de hacer cosas por su cuenta. Los niños y los adultos de ambos sexos suelen ir a pescar solos. Los niños y los hombres fabrican cestas y armas y reparan objetos trabajando solos. Las mujeres y las niñas fabrican los ralladores para desmenuzar la mandioca, tejen brazaletes o hamacas y cocinan solas o acompañadas de un bebé.

Pero los yecuanas nunca se permiten sufrir de aburrimiento o soledad. La gran parte del tiempo la pasan en compañía de personas de su edad. Los hombres suelen ir a cazar y pescar y a veces fabrican una canoa o construyen una casa juntos. Emprenden viajes en grupos para intercambiar sus productos, y varios de ellos limpian y queman al mismo tiempo las zonas donde plantan sus huertos. Las mujeres y las niñas van a los huertos, preparan la mandioca, recogen agua, encienden el fuego y realizan otras actividades similares en grupos. Los niños practican lanzando flechas y dardos, juegan, nadan, exploran o recogen comida, casi siempre en grupo. Los hombres, las mujeres, las niñas, los niños o las familias, cuando hacen alguna actividad conjunta, mantienen largas y animadas conversaciones con muy buen humor. La frecuencia de las risas es impresionante, y los jóvenes suelen gritar alegremente a coro al final de una buena historia, una noticia o una broma. Esta festiva atmósfera es lo normal de cada día. En realidad, las fiestas que organizan no superan demasiado el alto nivel de diversión que suele reinar entre ellos.

Una de las diferencias más sorprendentes que he observado entre los niños yecuanas y los otros niños es que los primeros nunca se pelean ni discuten entre ellos. No hay competividad, y los seguidores de un líder lo establecen por iniciativa propia. Durante los años que viví con ellos nunca vi a un niño discutir con otro y, menos aún, pelearse. Las únicas palabras irritadas que oí fueron dos o tres ataques de impaciencia de un adulto ante un niño que había cometido un acto indeseable. Después le lanzó una pequeña diatriba protestando mientras el niño permanecía de pie con una expresión preocupada o se apresuraba a corregir el error, y una vez resuelto el problema ni el niño ni el adulto se guardaron ningún rencor.

Aunque haya visto muchas fiestas en las que todos, tanto los hombres, las mujeres como los niños yecuanas estaban ebrios, nunca he presenciado el inicio de ningún altercado, lo cual me lleva a pensar que son realmente como la imagen que dan, personas que conviven armoniosamente y que se encuentran a gusto en su propia piel.