El inicio de la vida

Durante el tiempo en que un pequeño ser humano permanece en el útero, para nacer necesita seguir en línea recta las etapas evolutivas de sus precursores, desde la etapa unicelular y la de los anfibios hasta la del homo sapiens, y no está preparado para que le ocurra algo demasiado distinto a lo que sus antepasados experimentaron en el útero. Normalmente es alimentado, mantenido en calor y zarandeado de una forma muy similar a como lo fueron sus antepasados, los cazadores-recolectores embrionarios. Los sonidos que escucha no se diferencian demasiado de los que sus antepasados oyeron, a no ser que su madre viva cerca de una ruta aérea de vuelos supersónicos, frecuente ruidosas discotecas o conduzca un camión. Oye los latidos del corazón de su madre, la voz de esta y la de otras personas y animales; oye los sonidos del cuerpo materno digiriendo la comida, roncando, riendo, cantando, tosiendo… sin asustarse; se ha ido adaptando a ellos porque sus predecesores estuvieron oyendo unos sonidos similares igual de altos e igual de súbitos durante millones de años. A causa de la experiencia de sus predecesores, este pequeño ser espera oír esos ruidos y experimentar los zarandeos y los movimientos repentinos; todo ello forma parte de la experiencia que necesita para completar su desarrollo prenatal.

Al nacer, un bebé ya se ha desarrollado lo suficiente en su celda de máxima seguridad como para poder salir y seguir viviendo en el mundo exterior, donde estará mucho más desprotegido. El shock del nacimiento es absorbido en parte a través de mecanismos como el de los elevados niveles de gammaglobulina que le protegen de las infecciones, los cuales descenderán con la suficiente lentitud como para que el bebé tenga tiempo de producir sustancias inmunológicas; tras superar el shock del nacimiento, la limitada visión del recién nacido irá aumentando poco a poco hasta desarrollarse por completo. Un programa general de desarrollo fundamental para muchos aspectos de su formación, como los reflejos, el sistema circulatorio, la capacidad auditiva y otros tiene lugar días, semanas o meses más tarde, incluyendo el desarrollo, etapa por etapa, de las partes del cerebro.

En el momento de nacer, el bebé experimenta los radicales cambios de pasar de un ambiente húmedo a otro seco, de un descenso de la temperatura, de oír unos sonidos que de pronto no están amortiguados, de una activación de su capacidad para respirar el oxígeno y de un cambio en la postura, ya que dejará de estar cabeza abajo para permanecer tumbado o con la cabeza más alta que el resto del cuerpo. Pero el bebé puede soportar estas y todas las otras nuevas sensaciones que conlleva un nacimiento natural con una asombrosa serenidad.

Su propia voz no le sorprende, aunque le suene dentro de la cabeza con gran fuerza y nunca antes la haya oído, porque ha sido oída por los informadores de su carne, por los creadores de su capacidad de temer y distinguir lo aterrador de lo normal. Cuando sus antepasados desarrollaron la voz, desarrollaron también una red de capacidades estabilizadoras para suavizar su llegada al continuum de lo que en aquella época era su especie. A medida que la voz fue evolucionando con la evolución de la especie, de una forma a otra, y fue cambiando para adaptarse a un organismo cada vez más complejo, desarrolló más mecanismos para mantener un equilibrio con uno mismo y la sociedad en la que iba a ser usada. Los oídos se fueron adaptando a la voz, así como los reflejos, y las expectativas del bebé incluyeron el sonido de la voz entre las sorpresas que le esperaban en las primeras experiencias extrauterinas.

En las primeras etapas después de nacer, la conciencia de un bebé se encuentra en un estado que es todo sensaciones: no tiene la capacidad de pensar, en el sentido de razonar, memorizar conscientemente, reflexionar o enjuiciar. Quizás podría decirse que es más sensible que consciente. Mientras duerme, el bebé es consciente de su estado de bienestar, al igual que un adulto que duerme con su pareja es consciente de su presencia o ausencia. Cuando está despierto es mucho más consciente de su estado, pero de un modo que en un adulto se llamaría subliminal. En cualquiera de estos dos estados, es más vulnerable a su experiencia que un adulto, ya que no tiene ningún precedente con el que clasificar sus impresiones.

La falta de un sentido del paso del tiempo no supone una desventaja para un bebé intrauterino o para un bebé que esté en contacto con el cuerpo de la madre, simplemente se sienten bien; pero para un bebé que no esté pegado al cuerpo de la madre, el hecho de no poder mitigar cualquier parte de su sufrimiento mediante la esperanza —que depende de un sentido del tiempo— es quizás el aspecto más cruel de su terrible experiencia. De ahí que su llanto no pueda contener ni siquiera un vestigio de esperanza, ya que actúa como una señal para encontrar alivio. Más tarde, a medida que las semanas y los meses van transcurriendo y que la conciencia del bebé aumenta, empieza a sentir un indicio de esperanza, y el llanto se convierte en un acto asociado a un resultado, ya sea negativo o positivo. Pero la aparición de un sentido del tiempo apenas le ayuda a que las largas horas de espera sean más llevaderas. La falta de una experiencia anterior hace que el tiempo le resulte intolerablemente largo a un bebé que está en estado de anhelo.

Incluso años más tarde, cuando aquel niño tenga cinco años, la promesa hecha en el mes de agosto de regalarle una bicicleta en Navidad le resulta tan satisfactoria como no prometerle nada. A los diez años, el tiempo se ha reorganizado en vista de la experiencia hasta el punto de que aquel niño puede esperar de una manera más o menos agradable un día para recibir algunas cosas, una semana para obtener otras, y un mes para algo muy especial, pero un año sigue sin tener demasiado sentido para él en cuanto a mitigar su deseo, y la realidad presente contiene una cualidad absoluta que dará paso, sólo después de experimentar muchas otras experiencias, a un sentido de la naturaleza relativa de los eventos según la propia escala del tiempo. Sólo a los cuarenta o cincuenta años, la mayoría de la gente tiene alguna perspectiva de la verdadera dimensión de un día o de un mes en el contexto de toda una vida, mientras que sólo algunos pocos gurús y octogenarios son capaces de apreciar la relación entre los momentos o la vida de uno y la eternidad al comprender plenamente la irrelevancia del arbitrario concepto del tiempo.

Un bebé —como un gurú iluminado— vive en el eterno ahora. El bebé que está pegado al cuerpo de su madre —y el gurú— viven el ahora en estado de beatitud; en cambio, el bebé que no está en contacto con el cuerpo de su madre lo vive en un estado de un vivo deseo insatisfecho en medio de un inhóspito universo vacío. Sus expectativas se mezclan con la realidad, y las expectativas innatas y ancestrales son recubiertas —en vez de ser cambiadas o reemplazadas— por las expectativas basadas en su propia experiencia. Cuánto más diverjan estos dos grupos de expectativas, más alejado estará de su potencial innato de bienestar.

Los dos grupos de expectativas no se parecen en nada. Las expectativas evolucionadas son, por naturaleza, certezas, hasta que son traicionadas; en cambio, las expectativas aprendidas, que se alejan de aquellas, tienen el carácter negativo del desencanto y se manifiestan como dudas, sospecha, miedo a ser herido por una nueva experiencia o, lo más irreversible de todo, como resignación.

Todas estas respuestas intentan proteger al continuum en acción, pero la resignación procedente de una absoluta desesperanza sirve para inhibir la expectativa original de que se darán las condiciones adecuadas para que la serie de expectativas y la satisfacción de los deseos puedan llegar a cumplirse.

Las líneas de desarrollo se interrumpen en el punto en que sus necesidades particulares de una experiencia en concreto no son satisfechas. Algunas líneas se interrumpen en la primera infancia; otras, en cambio, se interrumpen sólo en la niñez o continúan desarrollándose durante la adultez siguiendo su proceso evolutivo. Los aspectos de las facultades emocionales, intelectuales y físicas pueden coexistir, pero en los individuos con carencias se encontrarán en unas etapas muy dispares de la madurez. Todas las líneas de desarrollo, tanto si se han detenido como si han ido madurando, actúan juntas tal como están, cada una esperando la experiencia que pueda satisfacer su necesidad, incapaz de progresar con ninguna otra cosa. El bienestar depende en gran parte de cómo se limita el funcionamiento y en qué aspectos.

Durante el nacimiento, hay por tanto shocks que no causan un shock, ya sea porque el bebé los esperaba —y si no hubieran ocurrido los habría echado de menos— o porque no han ocurrido todos a la vez. El nacimiento no puede considerarse un acontecimiento indicador de la terminación del bebé, como si fuera el final de una cadena de montaje, ya que algunos complementos ya han nacido en el útero, y otros no funcionarán hasta más tarde. El recién nacido que llega al mundo con la placentera experiencia de haber tenido una serie de expectativas que han sido colmadas en el útero, esperará o, con más exactitud, tendrá la certeza de que sus nuevas expectativas también serán satisfechas.

¿Qué ocurre a continuación? A lo largo de decenas de millones de generaciones, lo que ha ido ocurriendo es el trascendental cambio de abandonar el entorno totalmente vivo del interior del cuerpo de la madre para ir a otro entorno exterior sólo parcialmente vivo. Aunque el cuerpo de la madre, que se lo ha dado todo, siga estando ahí, así como sus acogedores brazos —desde que el ser humano tiene las manos libres al andar erguido— el bebé siente el contacto del extraño e inánime aire en su cuerpo. Pero también está preparado para esta sensación; estar en brazos de su madre es para él el lugar esperado, en lo más recóndito de su ser sabe que es su lugar, y lo que experimenta mientras está en brazos es aceptable para su continuum, satisface sus necesidades actuales y contribuye adecuadamente a su desarrollo.

De nuevo, la cualidad de este conocimiento es muy distinta de cómo será más tarde. El bebé no puede clasificar sus impresiones de cómo son las cosas. Se siente bien o se siente mal. A esta temprana edad tiene unas necesidades muy estrictas. Como ya hemos visto, si el bebé se siente ahora incómodo no puede esperar sentirse a gusto más tarde. Cuando su madre lo deja, no puede sentir que ella volverá enseguida, el mundo se ha convertido para él de pronto en un lugar inhóspito, las condiciones son intolerables. Oye y acepta su propio llanto, pero aunque su madre conozca el sonido y su significado desde tiempos inmemoriales, así como el niño o el adulto que lo oye, él no lo conoce. Sólo siente que es una actuación positiva para obtener lo que desea. Pero si se le deja llorar durante demasiado tiempo sin hacerle caso, si la respuesta que intenta provocar no llega, aquel sentimiento también acaba desapareciendo dando paso a un mundo absolutamente desangelado carente de un sentido del tiempo o de esperanza. Cuando su madre vuelve, él sencillamente se siente bien; no es consciente de que ella se ha ido por un rato ni recuerda haber llorado. Se reconecta a su único medio de contacto y el entorno satisface sus expectativas. Pero cuando es abandonado y cortado de este continuum de una experiencia correcta, nada es aceptable y nada es aceptado. Todo cuanto existe son sus deseos; no hay nada que pueda usar, nada con lo que pueda crecer, nada con lo que llenar su necesidad de experiencias, ya que estas deben ser las esperadas, y en la experiencia evolutiva de sus antepasados no hay nada que lo haya preparado para que lo dejen solo, esté dormido o despierto, y menos aún para llorar sin que los que se ocupan de él le respondan.

El sentimiento adecuado para un bebé que está en contacto con el cuerpo de su madre es una sensación de bienestar o de esencial dicha. La única identidad positiva que puede conocer siendo el animal que es se basa en la premisa de que se encuentra bien y de que es valioso y bienvenido. Sin esta convicción, un ser humano de cualquier edad está mutilado por la falta de confianza, espontaneidad y armonía, por un incompleto sentido de sí mismo. Todos los bebés son valiosos, pero sólo pueden saberlo a través del reflejo, por el modo en que son tratados. Para un ser humano no hay ningún otro modo visible de sentirse a sí mismo, cualquier otra clase de sentimiento no sirve como base para el bienestar. El bienestar es el sentimiento básico sobre uno mismo adecuado a los individuos de nuestra especie. Una conducta que no estuviera condicionada por el sentido de nuestro propio y esencial bienestar no sería la conducta para la que hemos evolucionado y, por tanto, no sólo desperdiciaría millones de años de perfeccionamiento, sino que sería inadecuada para cualquier relación que mantuviéramos con nuestro yo o con el mundo exterior. Sin esta sensación, uno carece del sentido de hasta qué punto puede reclamar consuelo, seguridad, ayuda, compañerismo, amor, amistad, cosas, placer y dicha. Una persona sin esta sensación siente a menudo que en su vida hay un espacio vacío en el que ella debería estar.

Pasamos gran parte de la vida buscando sólo la prueba de que existimos. Los pilotos de coches de carreras, alpinistas, héroes de guerra y otras personas temerarias a las que les gusta jugar con la muerte sólo están intentando sentir que en realidad están vivos. Pero sacudir el instinto de conservación sólo estimula de una forma débil y temporal la cálida y estable corriente del sentido del yo que les falta.

El atractivo de los bebés y los niños necesita ser, sin duda, una fuerza poderosa; sin esta fuerza no tendrían ninguna ventaja para compensar las muchas desventajas que tienen al ser entre los adultos seres pequeños, débiles, lentos, indefensos, inexpertos y dependientes. Su atractivo impide que tengan que competir con los adultos y atrae la ayuda que necesitan.

En los bebés son tan fuertes los elementos que despiertan ternura que estos funcionan traspasando las fronteras entre las distintas especies como ninguna otra cosa. La cría de un animal despierta una respuesta maternal en todos nosotros, hombres, mujeres y niños: deseamos acariciarla y obsequiarla, protegerla y cuidarla, tanto si es una morsa recién nacida como una cría de elefante o de tigre o un ratoncito de un día de vida. Las señales están ahí: la inocente indefensión; el suavísimo pelo, pelaje o plumas; la cabeza de mayor tamaño que la de los adultos en proporción al cuerpo; el descoordinado entusiasmo y la ciega confianza. Y en cada uno de nosotros existe el mecanismo de respuesta que nos hace ser tiernos en el acto y que nos infunde el deseo de satisfacer las necesidades de aquella cría, aunque su objetivo sea el de volverse grande y fuerte y convertirse en nuestro enemigo natural.

Y también ocurre lo contrario: un bebé humano despierta una respuesta tan tierna en una manada de lobos que una de las lobas se encargará de llevárselo a su guarida, mantenerlo caliente y amamantarlo, aunque el bebé le meta un dedo en el ojo, aparte a sus crías y le tire de la cola al lobo macho. Los glandes perros y los pequeños gatos adoptan un papel maternal y tolerante con los bebés humanos y con las crías del otro, y si se diera la situación actuarían sin duda del mismo modo con una cría de cerdo hormiguero. Los cazadores primitivos, despues de matar a un animal, solían llevar a la cría huérfana a su casa para que su esposa la amamantara gustosamente.

Evidentemente, no es necesario que sea la madre biológica la que desempeñe el papel maternal de satisfacer las necesidades del bebé, ni tampoco que la madre sustitutiva sea una mujer o un adulto, excepto en el momento de alimentar al bebé, aunque ni siquiera hace falta que la leche sea de un mamífero de la misma especie, ya que la leche de mamífero, a diferencia de la dieta de otras especies, se puede intercambiar en general entre todos los animales de esta clase. En este hecho se aprecia el continuum de los mamíferos en acción, que subordina la diversidad de los géneros y las especies a sus prioridades, sin duda no sólo con el fin de alimentar a mamíferos de distintas especies sino también porque el prototipo de mamífero que cada uno de nosotros hemos sido antes de evolucionar de acuerdo a nuestra línea es por excelencia un determinante de nuestras respectivas naturalezas. En realidad, la relación maternofílial que ya existía mucho antes de la llegada de los mamíferos a la Tierra despierta en nosotros unas respuestas, al igual que lo hacen en menor grado las señales emitidas por los animales que no son mamíferos; cuanto más tiempo haga que nos hayamos alejado de su compañía, menos fuertes serán. Así, un esponjoso patito o pollito amarillo nos conmoverá mucho; en cambio, una cría de tortuga lo hará menos, un pez recién nacido lo hará menos aún, la cría de un saltamontes, menos todavía, la cría de un gusano o de un erizo de mar apenas lo hará y una ameba recién nacida vista a través de un microscopio no nos conmoverá en absoluto. No sólo nos asombra sino que hasta nos complace profundamente ver cómo una especie cuida a la cría de otra especie. Como a nuestro sentido del continuum esto le parece una buena práctica, lo registra a nivel físico como algo placentero.

Walt Disney construyó un imperio de señales de ternura infantil. Evitó casi por completo representar a bebés humanos, quizás porque los bebés que pertenecen a otra persona o son cuidados por ella desencadenan en nosotros un mecanismo de no intervención que, salvo en casos patológicos, inhibe los fuertes impulsos para que no interfíeran. Pero dotó generosamente a los animales con atractivas señales de bebés humanos: mejillas regordetas, cabeza de mayor tamaño en proporción al cuerpo —la mayoría de crías de animales la tienen pero en menor grado— y unos ojos grandes con pestañas pequeñas y puntiagudas naciendo del borde exterior de los mismos. También tenían un hocico pequeño, una boca menuda coronada por las mejillas y un rebelde y sedoso cabello que les caía sobre la frente, a menudo representado en animales que, a pesar de resultar atractivos por su suave pelaje, en realidad no tenían ningún mechón.

En la película Pinocho, la marioneta héroe se diferenciaba lo suficiente de los humanos como para disfrutar de las ventajes de toda la inventiva cargada de señales de los profesionales de los estudios Walt Disney, pero cuando se convirtió en un niño real, tuvo que abandonar muchos de sus exagerados rasgos para no parecer monstruoso para el sentido que los espectadores tenían del aspecto de un niño (que ya no es un bebé).

Dumbo, la cría de elefante protagonista de otra película, exhibía casi todas las señales en unas flagrantes proporciones: una cabeza enorme, unos ojos grandes y confiados que cumplían con el requisito de tener unas pestañas que nacían del borde exterior del ojo, una torpe coordinación, entusiasmo y una trompa tan pequeña como era posible para que no perdiera el aspecto de elefante.

Bambi se ajustaba más a los atractivos rasgos de un cervatillo real, ya que tenía unas patas patizambas largas y temblorosas, una grupa pequeña y redonda y una cabeza que se movía de repente cuando algo le alertaba, y manifestaba unos solemnes, aunque temblorosos esfuerzos coordinados, por actuar como un ciervo adulto, pero los ojos y las pestañas estaban humanizados, al igual que muchos de sus movimientos y expresiones, explotando, por así decirlo, lo mejor de ambos mundos. Los patos, las ardillas, los conejos, los pájaros, los gatitos, las mofetas, los pececillos rojos y los especímenes que no eran demasiado humanos, como los Siete Enanitos, estaban dotados de irresistibles señales; en cambio, los villanos, las brujas, las malvadas madrastras, los crueles amos de la marioneta y otros personajes similares estaban privados de ellas y se les había dotado de un cabello áspero o greñudo, una nariz larga y huesuda y una cabeza y ojos pequeños. (Los personajes que tenían que ser humanos y atractivos, aunque no infantiles, como Blancanieves, el Príncipe y la Cenicienta y su Príncipe se vieron privados del poder de Disney y mostraban sin duda un aspecto sin personalidad comparados con los otros personajes llenos de señales que despertaban vivas emociones. Si sus adecuadas y atractivas señales, que a su edad se relacionan con las señales sexuales, se hubieran explotado de la misma manera, el Tío Walt podría haber sido llevado, en aquella época, a los tribunales).

El papel materno, el único que puede relacionarse con un bebé durante los primeros meses de vida del niño, es asumido instintivamente por los padres, los niños y cualquier persona que se relacione con el pequeño, aunque sólo sea por un momento. Al bebé no le interesa el sexo o la edad de la persona que lo está atendiendo.

Unos experimentos realizados en una clínica psiquiátrica francesa demostraron la irrelevancia de las características masculinas o femeninas en el papel materno o paterno: las doctoras desempeñaron con éxito para sus pacientes el papel de la figura paterna, y los enfermeros, capacitados para cuidarlos a diario, adoptaron igual de bien el papel de la figura materna. (Esta es la clase de hechos que el intelecto descubre de pronto después de que el hombre los haya estado practicado instintivamente durante varios millones de años).

Para un bebé sólo existe un tipo de relación posible, y en cada uno de nosotros hay una serie de respuestas a sus señales. También cada hombre, mujer o joven posee un conocimiento muy detallado sobre el cuidado del bebé, pese al hecho de que más tarde —no más de varios miles de años— hayamos dejado que el intelecto pruebe sus torpes caprichos en un tema tan importante como este y que se haya entrometido en nuestra capacidad innata de una forma tan caprichosa que ahora nos hayamos olvidado de la existencia de la misma.

En los países avanzados, la madre suele comprar un libro sobre el cuidado del bebé en el momento de conocer que está embarazada. Puede que ahora esté de moda dejar al bebé llorar hasta que ya no pueda más, hasta que se rinda, se duerma de cansancio y se convierta en un buen bebé o tomarlo en brazos cuando la madre lo desee en lugar de hacerlo en aquel momento o, como una reciente escuela de pensamiento enseñaba, dejar al bebé en un vacío emocional, sin ni siquiera tocarle hasta que fuera absolutamente necesario y una vez esto se hiciera, sin mostrarle ningún tipo de expresión, placer, sonrisas ni admiración, sólo una mirada inexpresiva. Las madres jóvenes leen cualquier cosa y lo siguen al pie de la letra, desconfiando de su capacidad innata y de los motivos que tiene el bebé para transmitir unas señales que siguen siendo perfectamente claras. En realidad, los bebés se han convertido en una especie de enemigo que la madre debe vencer. El llanto de un bebé debe ignorarse para mostrarle quién manda, y una premisa básica en la relación es que debe intentarse hacer todo lo posible para obligar al bebé a cumplir los deseos de la madre. Cuando la conducta del bebé da trabajo, hace perder el tiempo o se considera inoportuna, se debe mostrar al pequeño una expresión de disgusto, desaprobación o algún otro signo de retirada de amor. La idea es que satisfacer los deseos de un bebé lo malcriará, y que ir en contra suya servirá para que se vuelva más sumiso o sociable. En realidad, en cualquiera de los casos se obtiene el efecto opuesto.

El periodo inmediato al nacimiento es la etapa más impresionante de la vida fuera del cuerpo materno. Aquello con lo que un bebé se encuentre será lo que él sentirá que la naturaleza de la vida es. Cada impresión recibida después de aquel periodo sólo podrá matizar, en mayor o menor grado, la primera impresión recibida cuando no tenía ninguna información previa sobre el mundo exterior. Sus expectativas son las más inflexibles que jamás tendrá. El cambio que experimenta al abandonar la completa hospitalidad del útero es enorme, pero, como ya hemos visto, llega preparado para dar el gran salto del útero a su lugar: los brazos de su madre.

Pero no está preparado para dar ningún salto mayor de cualquier clase, y menos aún un salto a la nada, a lo sin vida: a una canasta con ropa o a una caja de plástico sin movimiento, sonido, olor o sensación de vida. Es lógico que la violenta separación del continuum madre-hijo, establecido de una manera tan intensa durante la etapa uterina, pueda causar depresión en la madre e intenso sufrimiento en el bebé.

Cada terminación nerviosa bajo la piel recién expuesta del bebé desea intensamente el abrazo esperado; todo su ser, el carácter de todo cuanto él es, le conduce a ser sostenido en brazos. Durante millones de años, los recién nacidos han mantenido un estrecho contacto físico con sus madres en el momento de nacer. Durante las últimas centenas de generaciones, algunos bebés han sido privados de esta importantísima experiencia, pero este hecho no ha disminuido la expectativa de cada nuevo bebé de que se encontrará en su lugar correcto. Cuando nuestros antepasados se movían con las cuatro extremidades y tenían pelo del que colgarse, eran los bebés los que se encargaban de conservar el vínculo madre-hijo. Su supervivencia dependía de él. Pero a medida que fuimos perdiendo el pelo y empezamos a caminar erguidos sobre las extremidades posteriores, con lo cual las manos de la madre quedaron libres, dependió de ella el seguir llevando a su hijo pegado al cuerpo. El hecho de que últimamente en ciertas partes del mundo algunas madres tomen la responsabilidad de mantener un estrecho contacto físico con sus hijos como una cuestión optativa, no altera un ápice la poderosa urgencia de la necesidad del bebé de ser sostenido.

La propia madre ha sido privada de una preciosa parte de la experiencia de la vida que esperaba, y el haber gozado de ella le habría animado a seguir actuando como si fuera la experiencia más gratificante, tanto para ella como para su bebé.

El estado de conciencia de un bebé cambia enormemente durante la etapa de estar en brazos. Al principio es más como otros animales que como un humano adulto. Paso a paso, a medida que su sistema nervioso central se va desarrollando, se convierte cada vez más en un homo sapiens. La experiencia no sólo le impresiona más o menos, sino que también lo hace de distintas formas, a medida que sus facultades aumentan tanto en número como en agudeza. Los componentes de la estructura psicobiológica de un bebé que se forman primero son los que más influirán sobre su forma de ver la vida. Aquello que siente antes de poder pensar determina profundamente en qué clase de cosas pensará cuando tenga la capacidad para hacerlo.

Si antes de poder pensar el bebé se siente seguro, deseado y en casa en medio de la actividad, la opinión que tendrá de las experiencias posteriores será muy distinta en carácter de la de un niño que no se sienta bienvenido ni estimulado por las experiencias que se ha perdido y que esté acostumbrado a vivir en un estado de insatisfacción, aunque las experiencias posteriores de ambos sean idénticas.

Al principio, un bebé sólo nota el mundo que le rodea, no puede razonar. Va familiarizándose con él a través de la asociación. En los primeros mensajes posnatales captados por los sentidos, hay una cualidad absoluta, una total impresión del estado de las cosas, concerniente sólo a las expectativas innatas del bebé y, como es natural, desprovista de cualquier sentido del paso del tiempo. Si el continuum no funcionara de ese modo, el shock que producirían los nuevos acontecimientos a este tierno organismo sería intolerable. Cuando un bebé empieza a tener la capacidad de prestar atención a los acontecimientos del mundo exterior, lo que capta es la diferencia que hay entre lo que siente y lo que se parece a su experiencia anterior. Aprender el mundo a través de la asociación significa que él almacena por completo lo que nunca antes había conocido, sin notar nada sobre ello. Como sólo nota las últimas experiencias similares aunque en parte distintas, primero va conociendo el mundo burdamente y después de una manera cada vez más detallada.

En este sentido, el homo sapiens es único entre los animales. Sus expectativas son encontrar un entorno adecuado, conocerlo cada vez con más precisión y actuar en él con una mayor eficiencia. Otros primates se van adaptando, en diversos grados, a algunas circunstancias a medida que las van encontrando, pero los animales están en su mayoría diseñados —han evolucionado— para comportarse de acuerdo a unos patrones innatos.

Una enorme cría de oso hormiguero que adquirí cuando sólo tenía cuatro creció felizmente en medio de la sociedad humana, y era evidente que nos consideraba osos hormigueros y esperaba que nos comportásemos como tales, brincando y luchando amistosamente con él a la manera típica de estos animales. De mí, que me consideraba su madre, esperaba que me mantuviera en comunicación con él constantemente, aunque a medida que fue creciendo y volviéndose más independiente, fue esperándolo cada vez menos: al principio tenía que llevarlo a cuestas, después debía dejar que me abrazara tan a menudo como lo necesitara y que me lamiera los dedos de los pies frecuentemente; hacerle compañía mientras comía y acudir cuando él me llamaba después de haberse extraviado al olfatear algún rastro en un terreno de pasto. Pero a los perros y caballos los veía como enemigos y no como animales de su misma especie.

En cambio, una lanosa mónita que también adquirí cuando era una cría, al parecer creía ser una persona. Trataba a los perros, incluso a los perros grandes, con condescendencia y era famosa por tomar asiento junto a un grupo de personas sentadas mientras los canes, confundidos por su imperiosa conducta —que habrían perseguido a un gato el doble de grande que ella—, se tendían fielmente a sus pies. La mónita adquirió buenos modales en la mesa y, después de observar durante cerca de un año, aprendió a abrir una puerta encaramándose a una de las jambas y girando luego el pomo hacia la izquierda al tiempo que tiraba de la puerta.

Sus patrones conductuales tenían una mayor proporción de adaptabilidad, de esperar aprender de la experiencia personal, que los del oso hormiguero, cuya conducta estaba dirigida casi por completo por unos mecanismos innatos programados.

El hombre, que es más adaptable aún a su propia experiencia, puede afrontar unas variaciones en su entorno que extinguirían a unas especies menos ingeniosas. Al presentarle un problema, responde con una gran variedad de reacciones. Un mono tiene un margen relativamente pequeño para responder a un estímulo; un oso hormiguero no tiene ninguna elección y, por tanto, al ser como es, es infalible. Un mono puede cometer algunos errores, desde el punto de vista del continuum, pero un hombre recibe, junto a su capacidad para elegir, una gran vulnerabilidad.

Pero junto con la mayor variedad de conductas que tiene para elegir, con el aumento de su falibilidad, también ha evolucionado el sentido del continuum que lo predispone a elegir adecuadamente, para que al recibir la clase de experiencia que necesita para desarrollarse y la clase de entorno en el que poder aplicarla, sus elecciones puedan ser casi tan infalibles como las de un oso hormiguero.

Los niños criados por animales muestran de un modo incluso más revelador si cabe lo importante que es gozar de un entorno adecuado para alcanzar las expectativas de una especie evolucionada.

De los numerosos casos registrados, quizás el más documentado sea el de la historia de Amala y su hermana Kamala, que fueron criadas por unos lobos en la selva de la India. Cuando las encontraron, las llevaron a un orfanato, donde un reverendo y la señora Singh intentaron educarlas para que pudieran integrarse en la sociedad humana. La mayor parte de los concienzudos esfuerzos de Singh fracasaron o apenas tuvieron éxito. Las niñas eran muy desdichadas y permanecían tumbadas desnudas en la postura típica de los lobos en un rincón de sus habitaciones. Por la noche se volvían activas y aullaban para atraer la atención de su antigua manada. Después de un largo periodo de entrenamiento, Kamala aprendió a andar erguida, pero sólo podía correr si lo hacía sobre sus cuatro extremidades. Durante algún tiempo no quisieron vestirse ni ingerir comida cocinada, y preferían comer carne cruda y carroña. Kamala aprendió cincuenta palabras antes de morir a los quince años. Se calculó que en aquella época debía de tener una edad mental de tres años y medio según los modelos humanos.

La capacidad que tienen los niños que se han criado entre animales de adaptarse a unas condiciones inadecuadas es mucho mayor que la capacidad de cualquier animal para adaptarse al estilo de vida de los humanos. Pero la muerte prematura de la mayoría de estos niños, el sufrimiento padecido después de haberlos capturado y su incapacidad para superponer la cultura humana a la cultura animal establecida y desarrollada demuestra también la profundidad con la que la cultura, una vez aprendida, se convierte en parte de la naturaleza del individuo humano. La expectativa de participar en una cultura es producto de nuestra evolución, y las costumbres adquiridas por medio de esta expectativa, al asimilarse, son un componente tan integral de nuestra personalidad como lo es el modo de actuar innato de otras especies. Los niños que han crecido en la selva, al ser humanos y haber sido influidos mucho más por su propia experiencia que cualquier otro animal, han aprendido tan a fondo la conducta de otro animal que han demostrado sufrir un estrés mucho mayor como respuesta al cambio de su entorno que cualquier otro animal, al haberse reforzado más la conducta que el de cualquier otro animal con unos patrones conductuales innatos, no influenciables.

La baja edad mental de Kamala es un factor que no significa nada si se observa solo, pero al verlo como una parte del continuum de una criatura nacida humana y criada como lobo, puede muy bien representar el buen uso de la mente en esas circunstancias. Algunas de las habilidades de Kamala eran prodigiosas: su agilidad como cuadrúpedo, su sentido del olfato —era capaz de oler carne a unos 70 metros de distancia—, su visión nocturna, la velocidad con la que corría y su adaptabilidad a los cambios de temperatura. Su criterio para cazar y su sentido de la dirección deben de haber sido extraordinarios para permitirle sobrevivir como un lobo. En resumen, su continuum le fue sumamente útil. Ella desarrolló de su potencial aquello que necesitaba para su estilo de vida. El hecho de que Kamala no pudiera desaprender su desarrollo y reemplazarlo por otro totalmente nuevo es insignificante, ya que no hay ninguna razón por la que ningún ser necesite adaptarse a una exigencia tan improbable. Ni tampoco podría esperarse de un humano adulto que se adaptara con éxito a vivir como otro animal cuando su conducta ya había sido condicionada por la sociedad humana.

Desde el principio, el aprendizaje es selectivo, siempre es relevante para aquello que uno conoce subjetivamente sobre la vida que va a llevar. El proceso asociativo asegura que así sea. El receptor psicobiológico, al igual que una radio ajustada sólo para recibir unas longitudes de onda seleccionadas por medio de un receptor capaz de recibir muchas otras longitudes de onda, empieza con un inmenso potencial y pronto se va ajustando a los alcances requeridos. Para la mayor parte de estilos de vida de los humanos, el alcance ideal de la visión se limita a la luz diurna, a un determinado grado de visión nocturna y a la gama de colores que hay entre el rojo y el púrpura. Los objetos demasiado pequeños o lejanos se eliminan de nuestras percepciones, y de todos los objetos que entran en nuestro campo de visión, sólo podemos ver con claridad una cantidad limitada. A una distancia media, que sirve para ver lo que ocurre en todos los lados, la visión es muy buena. Pero cuando se acerca algo o alguien que nos interesa, la visión periférica se vuelve imprecisa hasta que el objeto está cerca. La distancia media deja de ser el punto de mira, y la atención se dirige entonces con más eficacia al objeto cercano para afrontarlo sin distracciones. Si todo cuanto hay alrededor de aquel objeto se siguiera viendo con la misma precisión, la carga que tendrían que soportar los sentidos sería mayor e impediría al cerebro, que debe concentrarse en un único objeto o en un aspecto de este, funcionar con la máxima eficacia. Dependiendo de la cultura a la que pertenezcamos, seleccionaremos un alcance de visión que esté dentro, como es natural, de los límites de su naturaleza evolucionada.

Se sabe que los niños criados por lobos poseen una extraordinaria visión nocturna. Los yecuanas pueden distinguir la forma de un pajarito en un sombreado muro de vegetación, mientras que cualquiera de nosotros sólo vería hojas incluso después de habernos señalado el lugar donde el pajarito se había posado. También pueden divisar un pez nadando por las espumosas aguas de un rápido; en cambio, nuestros ojos, por más que lo intentaran, serían incapaces de vislumbrarlo.

La audición también es selectiva, se limita a oír aquello que nuestra cultura nos dice que es importante y elimina el resto. El mecanismo auditivo en sí mismo puede oír mucho más de lo que solemos captar. Todos los indios sudamericanos que he conocido, acostumbrados a escuchar tanto por cautela como por diversión los sonidos de una selva que podría ocultarlos aunque estuvieran a menos de un metro de distancia, pueden también oír una lancha de motor o un avión mucho antes que cualquiera de nosotros.

Su agudeza auditiva es la adecuada para sus necesidades. La nuestra nos sirve para nuestros fines y elimina lo que en nuestra vida sería, más a menudo que de lo contrario, un sonido inútil. En nuestra cultura no hay nada que pudiera estorbarnos más que, por ejemplo, ser despertados por un gruñido lanzado a una distancia de 180 metros.

Para evitar que la mente se inunde de sensaciones no seleccionadas, el mismo sistema nervioso actúa como selector. La atención puesta en los sonidos puede activarse o desactivarse, no a voluntad sino según el condicionamiento del mecanismo selector. Aunque el aparato auditivo no pueda desconectarse, el consciente nunca llega a oír algunos sonidos audibles que siguen siendo subliminales desde que nacemos hasta que morimos. En una demostración clásica hecha por los hipnotizadores del mundo del espectáculo se ordena al sujeto hipnotizado que repita lo que se está susurrando a una distancia que parece imposible de oír. El hipnotizador sustituye la agudeza auditiva normal del sujeto por la que él ha elegido. Consigue hacer creer al público que le ha aumentando la capacidad auditiva cuando en realidad lo que está haciendo es detener la selección de los sonidos para establecer una nueva agudeza auditiva.

Los poderes llamados paranormales o mágicos suelen ser los que el sistema nervioso no ha seleccionado —a instancia del continuum— como adecuados para formar parte de la gama de nuestras facultades. Pueden cultivarse por medio de disciplinas que vencen el proceso normal de eliminación o aparecer bajo coacción, como en el caso de un chico de diez años cuyo hermano había quedado atrapado bajo un árbol derribado. Aterrado, levantó el árbol que estaba sobre el cuerpo de su hermano antes de ir a pedir ayuda. Más tarde se descubrió que para mover el árbol que aquel niño, en el extraordinario estado emocional en que se hallaba, había levantado solo, se precisaron una docena de hombres. Hay muchas historias de este tipo. Los poderes que describen se liberan sólo en circunstancias especiales.

Unas interesantes excepciones que rompen la regla son los individuos cuyos mecanismos selectores se han dañado de algún modo, ya sea temporal o permanentemente, y se han vuelto clarividentes. No pretendo conocer cómo funciona esto, pero algunos de ellos tienen la capacidad de ver agua o metales que están bajo tierra. Otros pueden ver auras alrededor de la gente. Peter Hurkos, el famoso clarividente americano, adquirió esta facultad después de golpearse la cabeza al caer por una escalera. Dos amigas mías me contaron en secreto su horrible capacidad para ver el futuro mientras estaban a punto de tener un ataque de nervios. Me contaron las historias por separado y las jóvenes no se conocían, pero ambas fueron hospitalizadas pocos días después de sus episodios de clarividencia, los cuales no volvieron a ocurrir. Los límites normales de la capacidad humana suelen romperse cuando se vive una situación que produce una emoción extrema. En los accidentes, cuando la víctima afronta de improviso la inminencia de su propia muerte, pide ayuda, en su impotencia, a su madre o a cualquier otra persona que desempeñe el papel de una figura materna para ella. Con frecuencia, la madre o la figura materna recibe el mensaje a pesar de la distancia. La situación se da con la suficiente frecuencia como para que la mayoría de nosotros hayamos conocido u oído algún caso.

La premonición actúa a la inversa: un acontecimiento incognoscible que amenaza con acarrear unas terribles consecuencias puede revelarse en la conciencia de alguien que esté tranquilo, ya sea mientras esté dormido o despierto. Muchas premoniciones se desoyen y con frecuencia no llegan a reconocerse a causa de las prohibiciones de creer en semejantes cosas. Una vaga frase como tenía la sensación de que no debía haber ido es usualmente el único reconocimiento de una premonición que fue anulada por otras presiones.

No tengo ni la menor idea de cómo pueden percibirse unos acontecimientos que al parecer aún no han ocurrido ni de qué modo pueden existir antes de suceder. Pero los eventos pasados y presentes que se conocen sin recurrir a los sentidos son mecánicamente igual de misteriosos. Y muchos otros medios de comunicación, como las señales transmitidas por unas recién descubiertas sustancias químicas que suscitan una determinada conducta en los animales e indican a las aves migratorias la dirección que deben seguir, nos resultan igualmente incomprensibles.

La conciencia no es lo que cree ser ni tampoco tiene acceso a los secretos programados por el continuum; la conciencia ha evolucionado para estar al servicio del continuum. Un objetivo importantísimo de la filosofía del continnum debe de ser hacer que el intelecto sea un sirviente competente en vez de un amo incompetente. El intelecto, si se usa correctamente, puede ser un elemento invaluable. Los intelectos humanos, al percibir, clasificar y comprender las relaciones y características de los animales, los vegetales, los minerales y los acontecimientos con los que se van encontrando, pueden crear, almacenar y transmitirse unos a otros una inmensa cantidad de información que hará que el entorno sea útil de una manera mucho más inclusiva y flexible de lo que cualquier otro animal podría lograr, lo que disminuye la vulnerabilidad del hombre a las vicisitudes de aquel entorno. Como en su actuación con relación a los elementos que le rodean dispone de más opciones, es más estable en la posición que mantiene entre ellos.

Cuando el equilibrio natural es perfecto, el intelecto puede proteger al continuum a medida que va tomando conciencia de los dictados del sentido del continuum y actúa adecuadamente de acuerdo a ellos. La razón, los juicios basados en la experiencia personal y en la experiencia transmitida por los demás, y la capacidad de sintetizar los pensamientos y los recuerdos en una infinidad de combinaciones útiles a través de la inducción y la deducción hace que pueda servir aún más si cabe a los mejores intereses de los individuos y de la especie.

Un intelecto que esté en armonía con un sentido del continuum plenamente desarrollado y que funcione a la perfección, al dedicarse, por ejemplo, con tesón a la tarea de conocer cada aspecto de la flora, puede por lo visto almacenar cantidades prodigiosas de información. Los informes de los observadores de muchas culturas primitivas coinciden en que cada hombre, mujer y niño de cualquier sociedad tiene en su cabeza un catálogo detalladísimo de los nombres y las características de cientos o miles de plantas.

E. Smith-Bowen[2], uno de estos observadores, al hablar de una tribu africana y del enorme conocimiento sobre flora que compartían todos los miembros, dijo: Ninguno de ellos llegó a creer que yo fuera incapaz de conocer tantas plantas corno ellos, aunque quisiera.

Con esto no quiero decir que los salvajes sean más inteligentes que nosotros de manera innata, pero creo que el potencial natural de la mente puede dañarse con las presiones de una personalidad distorsionada. Un miembro realizado de una sociedad que espera que él lo sea posee un intelecto capaz de memorizar una increíble cantidad de información y retenerla para su uso. Incluso entre las personas del mundo civilizado se puede considerar que los analfabetos, que no esperan asumir la mayor parte de la responsabilidad de almacenar información para dejarla escrita en los libros como nosotros hacemos, tienen una memoria sumamente desarrollada, pero podrían haberla desarrollado más aún si estuvieran totalmente en paz con ellos mismos y con el mundo.

El condicionamiento de la mente de un bebé es el principal factor determinante del carácter de los alcances seleccionados para usar en su vida. El bebé espera ser guiado a través de sus experiencias y recibir una gran cantidad y variedad de señales. Espera, además, que las experiencias que le guían tengan una relevancia directa y utilizable en las situaciones con las que se encontrará más tarde en la vida.

Cuando sus experiencias posteriores no tienen el mismo carácter que las experiencias que le condicionaron, tiende a influenciarlas para que adquieran aquel carácter, para mejor o para peor. Si está acostumbrado a estar solo, arreglará su vida inconscientemente para aseguiarse un nivel similar de soledad. Su tendencia a la estabilidad se opondrá a los intentos por parte suya o de las circunstancias a hacer que esté mucho más o mucho menos solo que de costumbre.

Incluso tenderá a mantener un nivel habitual de ansiedad, ya que la repentina pérdida de cualquier cosa sobre la que preocuparse puede causar en él una ansiedad muchísimo más profunda e infinitamente más aguda. Para alguien cuyo habitat natural está al borde del desastre, un paso agigantado hacia la seguridad le resulta tan intolerable como el cumplimiento de aquello que más teme. Está en juego la tendencia a mantener lo que debió de haber sido el nivel más alto de bienestar establecido en la primera infancia.

Nuestros estabilizadores innatos se oponen a los cambios radicales que afectan a nuestra propia medida del éxito o el fracaso, de la felicidad o la infelicidad y a los cambios en general que afectan a nuestras asociaciones establecidas, y a menudo nos descubrimos enfrentándonos a ellos con nuestra voluntad. La voluntad raras veces tiene algún efecto sobre la fuerza del hábito. Pero a veces son los acontecimientos exteriores los que imponen los cambios. Los estabilizadores equilibran entonces las situaciones que no pueden asimilarse tal como son. Las distracciones, como los agotadores pero familiares problemas, pueden mitigar un éxito o un fracaso intolerables.

Para poder adaptarse bien a un cambio irreversible después de haber intentado por todos los medios sin conseguirlo recuperar el statu quo, uno debe a menudo retirarse del combate, poner el punto muerto y volver a orientarse hacia las nuevas circunstancias que la vida le ha dictado, lo cual requiere a veces una enfermedad o un accidente que inmovilice a la víctima el tiempo suficiente para que pueda descansar y reordenar sus fuerzas para adaptarse a las nuevas necesidades. La tendencia a estabilizar también usa el cuerpo para recuperar el equilibrio al permitirle enfermar cuando existe la necesidad emocional de ser cuidado y una madre potencial disponible. Cuando un breve descanso sea suficiente, la tendencia a estabilizar pondrá fuera de juego con un resfriado a una persona que se haya alejado demasiado del grado de bienestar con el que se siente a gusto o que se haya visto obligada a cambiar su conducta habitual hasta un punto que le resulte insostenible.

Algunos seres humanos necesitan, para que la vida les resulte tolerable, estar en un estado físico grave con gran frecuencia —son proclives a los accidentes—; otros, para sobrevivir, necesitan estar siempre enfermos a causa de su necesidad de ser cuidados, de distraerse o de ser castigados, sea cual sea el caso. Y otros necesitan desarrollar un estado de fragilidad para obligar a su familia a relacionarse con ellos y en realidad sólo enferman cuando los miembros de la misma los tratan demasiado bien o demasiado mal.

Entre mis conocidos, el caso más extremo de usar la enfermedad para recuperar la estabilidad haya sido el de una mujer en la que lo que la perturbaba era una carga casi insoportable de culpabilidad.

Desconozco, y probablemente ella también, la naturaleza del trato que mi amiga recibió en la primera infancia y la incontrovertida evidencia que hizo creer a su mente de bebé que ella era mala, pero su hermano gemelo, que debió de haber compartido su tormento, se suicidó a los veintiún años. Mi amiga, al tener que soportar el peso adicional de la culpabilidad, aunque fuera irracional, que acompaña de manera inevitable a la muerte del hermano de una persona con carencias afectivas, doblado quizás por la relación más estrecha que mantienen los gemelos, se dedicó a buscar castigos adecuados para equilibrar su situación hasta el punto de poder vivir con aquella carga. El mecanismo estabilizador de su maltrecho continuum, adquiriendo su método y pormenores de la cultura de mi amiga, tenía que reducir el peligro de que ella tuviera una vida próspera. ¡Antes tendría que pasar por encima del cadáver de su hermano!, por así decirlo. Su condicionamiento, la culpabilidad arrastrada desde su primera infancia, reprimida al principio y más tarde obligada dolorosamente a salir con el suicidio de su hermano, no podía tolerar que ella tuviera la mínima buena suerte.

Al cabo de algunos años tuvo dos hijos ilegítimos: uno, de un hombre de otra raza, y el otro, de un desconocido. Aceptó varios trabajos que eran humillantes para su clase social, contrajo una poliomielitis que la obligó a estar en una silla de ruedas el resto de su vida, y mientras estaba hospitalizada se contagió de una tuberculosis que le destruyó un pulmón y le dañó seriamente el otro; se tiñó el cabello de un rojo púrpura muy poco favorecedor que estropeaba de un modo increíble su persistente belleza y se fue a vivir con un artista fracasado que tenía muchos más años que ella.

La última vez que hablé con mi amiga me contó con su habitual alegría que, tras una fiesta, mientras limpiaba la casa, se había caído de la silla de ruedas y se había roto una de las piernas paralizadas.

Nunca era negativa ni se quejaba, y a medida que las desgracias le iban ocurriendo una detrás de otra, se veía cada vez más contenta y liberada de su carga interior. En una ocasión le pregunté si era cierto o si sólo eran imaginaciones mías que se sentía más feliz desde que estaba paralizada. Me respondió en el acto que nunca se había sentido tan feliz en toda su vida.

Me vienen a la cabeza media docena de casos del estilo: hombres que se dejaron crecer la barba o se hicieron alguna cicatriz para disfrazar el atractivo físico que hacía que la vida les fuera incómodamente fácil y que las mujeres les amaran de un modo que era incompatible con los sentimientos que tenían de no permitirse ser amados.

Hay hombres y mujeres que sólo se sienten atraídos por las personas que nunca se interesarán por ellos.

La causa de cualquier tipo de fracaso no se encuentra en la falta de habilidad o de suerte, ni en la competencia, sino en la tendencia del sujeto a mantener la condición en la que ha aprendido a sentirse a gusto.

Cuando un bebé se forma una impresión de la relación que mantiene con todo aquello que le rodea, está construyendo el marco de la creencia que se convertirá en su hogar para el resto de su vida, el cual le servirá de referencia, así como para evaluar y equilibrarlo todo. Sus mecanismos estabilizadores intentarán mantenerlo. Un bebé privado de la experiencia necesaria que le habría dado la base para que su potencial innato floreciera plenamente, quizás no llegará nunca a experimentar ni por un solo momento aquella sensación de incondicional bienestar tan natural en los bebés durante el 99*99% de su historia. Las carencias se mantendrán indiscriminadamente como parte de su desarrollo, según el grado de sufrimiento que le hayan producido el desasosiego y las limitaciones padecidas en la primera infancia. Las fuerzas instintivas no razonan sino que suponen, guiadas por el enorme peso de la experiencia adquirida con el obrar de la naturaleza, que lo mejor para el individuo es estabilizarlo de acuerdo con su experiencia inicial.

El que este tipo de ayuda pueda convertirse en una trampa cruel, en una cadena perpetua en una prisión portátil, es una eventualidad tan remota para el proceso evolutivo, tan reciente en la historia del reino animal, que en nuestra naturaleza hay pocos recursos para aliviar el dolor. Pero existen algunos: las neurosis y las demencias, que aparecen para proteger al que ha tenido grandes carencias afectivas de la dolorosa carga de una realidad insostenible. La insensibilidad que hace llevadero un dolor insoportable. Y la muerte, que libera normalmente al adulto o anciano que seguía sintiendo la intensa necesidad infantil de una figura materna, cuando la persona que desempeñaba aquel papel para él desaparece al morir, al huir con la secretaria o por cualquier otra razón, dejando a aquel individuo dependiente sin ninguna esperanza de encontrar un nuevo apoyo e incapaz de vivir con el vacío tanto interior como exterior que ha dejado la desaparición del ser querido.

Para alguien que haya tenido una primera infancia enriquecedora y que puede, por tanto, enriquecerse con la vida que lleva, la muerte de la pareja con la que ha estado viviendo mucho tiempo no equivale a perderlo todo. Su yo no es un recipiente vacío que dependa de otra persona para vivir o estar motivado, sino que su yo adulto llorará la muerte del ser querido y después volverá a reunir fuerzas para adaptarse al cambio, quizás durante un periodo de retiro.

En las culturas desarrolladas y en muchas del mundo civilizado, existen rituales para ayudar en el proceso del duelo —plañimientos comunitarios, ceremonias, reuniones—; en especial, cuando en la cultura no hay un procedimiento preciso para la nueva vida del sobreviviente ni tampoco viene dictado por las necesidades de los hijos o de otras personas que dependan de él, suele haber un plazo de tiempo para reestructurar la vida que la sociedad apoya. El vestirse de luto con prendas negras o blancas o algunos otros signos de estar fuera de juego —fuera de los colores de la vida— indica que el espíritu está en una crisálida y pide al mismo tiempo el reconocimiento y la tolerancia de la sociedad.

El hecho de que el intelecto de los individuos del mundo civilizado se haya aprovechado de la situación y haya reducido el funcionamiento de esas costumbres de sus formas evolucionadas en unas grotescas exageraciones que no tienen nada que ver con la necesidad real o las haya eliminado por completo no altera la integridad ni la saludable cualidad de sus orígenes. Ni tampoco los estabilizadores del continuum dejan de intentar satisfacer la necesidad de los miembros de culturas que tienen unos remedios inadecuados o inexistentes para mitigar el dolor. En cuanto a todas las otras necesidades paralelas, crea un refugio, a menudo bajo la forma de una enfermedad o accidente, en caso de no presentarse una ocasión mejor para un periodo de rehabilitación.

El grado de dolor que causa un cambio en el entorno de una persona depende, como es natural, del grado en que ella haya sido capaz de desarrollar su potencial innato de recuperación, y la medida en que se recupere dependerá también de él.

¿Cómo podemos aprender lo que significa un bebé continuum y un bebé no-continuurrii? Podemos empezar a hacerlo observando a personas como los yecuanas y volviendo a contemplar con más atención a los miembros de nuestras culturas. El mundo de los bebés que viven en la Edad de Piedra y mantienen un constante contacto físico con alguien y el mundo de los bebés de las culturas del mundo civilizado son tan diferentes como el día y la noche.

Un bebé continuum desde el momento en que nace está siempre en contacto con el cuerpo de alguien. Antes de que el cordón umbilical se desprenda, la vida del bebé ya está llena de acción. La mayor parte del tiempo está durmiendo, pero incluso mientras duerme se acostumbra a las voces de su familia, a los sonidos de las actividades que esta lleva a cabo, a los topetazos, los zarándeos y los movimientos imprevistos, a las detenciones inesperadas, a los alzamientos y a las presiones que siente en diversas partes del cuerpo mientras su cuidadora lo cambia de postura para poder trabajar mejor o estar más cómoda, a los ritmos del día y de la noche, a los cambios de textura y temperatura de la piel de la madre, y a la segura y correcta sensación de ser sostenido por un cuerpo vivo. Sólo sentiría su apremiante necesidad de estar ahí si lo apartaran de ese lugar. La inequívoca expectativa de encontrarse en estas circunstancias y el hecho de experimentar precisamente estas circunstancias y no otras, mantiene el continuum de su especie. Como se siente bien, casi nunca ha de expresar alguna necesidad llorando o hacer otra cosa que no sea mamar cuando el impulso surge y disfrutar colmándolo, y gozar igualmente del impulso de defecar y del placer que ello le produce. Aparte de eso, se dedica a aprender en qué consiste la condición de ser.

Durante la etapa de estar en brazos, la época entre el nacimiento y el periodo en que empieza voluntariamente a gatear, el bebé recibe unas experiencias y con ellas va satisfaciendo sus expectativas innatas, pasando gradualmente a nuevas expectativas o deseos y satisfaciéndolos luego. Mientras está despierto, se mueve muy poco y en general se mantiene en un estado relajado y pasivo. Sus músculos tienen un buen tono; el pequeño no presenta el aspecto de una muñeca de trapo como cuando duerme, pero usa sólo la mínima actividad muscular necesaria para fijarse en los acontecimientos que le interesan en cada etapa y para comer y defecar. También tiene la tarea, adquirida muy pronto, aunque no inmediatamente después de nacer, de equilibrar la cabeza y el cuerpo (para prestar atención, comer y defecar) en una infinita variedad de posturas dependiendo de las acciones y posiciones de quien lo sostenga.

Puede estar tendido en el regazo manteniendo sólo un contacto ocasional con unos brazos y unas manos que están ocupados en algo que hay por encima de él, como remando una canoa, cosiendo o preparando la comida. Luego puede sentir de pronto el regazo que lo inclina hacia el suelo mientras una mano lo agarra por la cintura. El regazo desaparece y una mano se cierra sobre su cuerpo para levantarlo en medio del aire y ponerlo en contacto con el tronco del cuerpo del que lo sostiene, luego la mano lo suelta y es sujetado por un codo que lo inmoviliza contra una de las caderas y el tórax antes de que el que lo sostiene se agache para recoger algo con la mano que le queda libre, inclinándolo momentáneamente hacia el suelo para después ponerse a caminar, correr y andar de nuevo, meneándolo arriba y abajo con distintos ritmos y zarandeándolo de diversas formas. Después, es posible que sea pasado a otra persona y que sienta que pierde contacto con la primera para sentir la nueva temperatura, textura, olor y sonido de la otra, una más huesuda quizás, o con la voz aflautada de un niño o la resonante de un hombre. O puede que un brazo lo vuelva a alzar y lo sumerja en el agua fría, que lo salpique y acaricie, y después lo frote con el canto de la mano hasta que el agua deja de deslizarse por su cuerpo. Luego puede que su húmeda piel entre en contacto con su lugar, la cadera, que ahora también está húmeda, hasta que la zona de contacto genera un mayor calor mientras que las áreas expuestas al aire se enfrían. Después puede sentir el calor del sol o el frescor adicional de una brisa. O ambas cosas mientras es llevado bajo el sol a través de un sombreado camino que transcurre por la selva. Cuando está casi seco, puede quedar empapado por un aguacero y más tarde volver a sentirse a gusto en un cambio radical, al pasar del frío y la humedad a un refugio y una hoguera situados en la parte más exterior de su cuerpo y que le calienta aquel lado mucho más rápidamente que el otro, que está en contacto con el cuerpo de su compañero.

Si se celebra una fiesta mientras duerme, será zarandeado de una forma bastante violenta mientras su madre salta y golpea el suelo con los pies al ritmo de la música. Mientras duerme durante el día, le ocurren unas aventuras parecidas. Por la noche, su madre duerme junto a él, en contacto con su piel, como siempre, mientras ella respira y se mueve, e incluso algunas veces ronca un poco. La madre se despierta a menudo por la noche para avivar el fuego, manteniendo a su bebé pegado al cuerpo mientras se levanta de la hamaca y se agacha, entonces él es apretujado entre los muslos y las costillas de su madre mientras esta echa más leña al fuego. Si se despierta con hambre en medio de la noche y no encuentra el pecho materno, lo expresa con un suave gruñido; entonces ella se lo ofrecerá y el bebé volverá a sentirse a gusto, sin ni siquiera haber forzado lo más mínimo los límites de su continuum. Su vida, llena de acción, concuerda con las vidas que sus millones de antecesores han llevado y satisface las expectativas de su naturaleza.

En esta etapa hace muy pocas cosas, pero tiene una gran cantidad de experiencias a través de las aventuras vividas en brazos de una persona ocupada. A medida que sus necesidades van cambiando, cuando las anteriores han sido satisfechas y está psicológicamente desarrollado y preparado para las siguientes, lo expresa según sus impulsos innatos, y las señales que envía son interpretadas correctamente por los correspondientes mecanismos innatos de quienes lo contemplan. Cuando el bebé sonríe y gorjea, esto les provoca placer y les impulsa a imitar los deliciosos sonidos que el pequeño emite durante tanto tiempo y tan a menudo como les es posible. Identifican rápidamente el estímulo correcto y, animados por la gratificante respuesta del bebé, lo repiten. Más tarde, a medida que el nivel de placer y de excitación va disminuyendo con cada repetición, las señales y respuestas del bebé empujan al patrón conductual de quien lo contempla a cambiar para que vuelva a provocar un elevado grado de placer en el pequeño.

Los juegos consistentes en acercarse y apartarse son ejemplos de ello. Pueden iniciarse besando cariñosamente el rostro o el cuerpo del bebé. El sonríe y gorjea. El niño recibe otro beso. El bebé emite más señales de placer y ánimo. El tono de su alegre voz y el brillo de sus ojos no indican que desee tranquilidad, silencio ni consuelo, ni tampoco comer o ser cambiado de posición, sino que desea excitación. Instintivamente, su cómplice le acaricia el pecho con la nariz y cuando este acto tiene éxito, crea enseguida señales más alegres si cabe al emitir un vibrante b-b-b-b-b-b con los labios rozando la piel del pequeño.

El bebé, anticipándose a su propia reacción, empieza ahora a gorjear y a dar chillidos excitado mientras la placentera boca se acerca.

El hombre, la mujer o el niño a quien pertenece la boca descubre que los gratificantes sonidos del bebé pueden aumentar al jugar con él, es decir, al retrasar el acercamiento de la boca el tiempo justo para conseguir el máximo efecto: sin esperar demasiado para que el bebé siga atento y sin hacerlo enseguida para obtener la máxima respuesta inducida por la espera.

El siguiente paso en el juego consiste en sostener al bebé con los brazos extendidos y después acercarlo al cuerpo o hasta una posición segura. El contraste entre la zona periférica y la zona segura, la relación entre alejarlo y acercarlo sin que le ocurra nada, el triunfo de haber abandonado la zona segura y haber pasado la prueba con éxito es el inicio de la progresión de los eventos y de la maduración psicobiológica que le conducirá a graduarse con la máxima competencia de la etapa en la que ha mantenido un continuo contacto físico con la madre, con lo que estará ansioso por experimentar las siguientes aventuras de la antiquísima agenda.

Cuando el bebé prueba y domina la postura de ser sostenido con los brazos extendidos, el siguiente paso es lanzarlo al aire mientras las manos que lo agarran lo sueltan un poco cuando está en el punto más alto. Cuando el bebé muestra que está listo para algo más atrevido, es lanzado en el aire y atrapado. Al bebé se le permite ser lanzado más lejos y caer desde mayor altura a medida que su confianza va creciendo y la frontera en la que daba señales de tener miedo retrocede y el radio de su confianza aumenta.

Los bebés también aprenden de sus compañeros juegos que ponen a prueba las mismas cualidades en el contexto de los distintos sentidos. La tranquilizadora visión de la figura materna o de un familiar desaparece y reaparece de manera progresiva, igual que en los juegos de esconderse y reaparecer para hacer reír al bebé. El bebé es sorprendido con sonidos que van aumentando gradualmente de frecuencia y volumen como, por ejemplo, con un «¡Bu!» seguido por la tranquilizadora noticia de que sólo se trata de mamá o quienquiera que sea y que no tiene por qué asustarse. Los juguetes, como las cajas de sorpresa, transfíeren el estímulo que causa sorpresa al mundo exterior y ponen a prueba mayores grados de resistencia. Puede haber juegos que sigan este modelo, pero son iniciados por un adulto. Los yecuanas se aprovechan de la predisposición del bebé a este tipo de actuación y, manteniendo sus reglas y respetando las señales del pequeño de que se siga adelante, lo van sumergiendo en aguas cada vez más desafiantes. Desde el momento en que nace recibirá su rutinario baño diario, pero cada bebé es sumergido también en ríos impetuosos, primero sólo los pies, después las piernas y luego el cuerpo entero. Paulatinamente va entrando en contacto con corrientes cada vez más rápidas y es sumergido en rápidos y cataratas, y el tiempo que está en el agua también se va alargando a medida que la respuesta del bebé revela una creciente confianza. Un bebé yecuana, antes de poder andar o incluso pensar, ya está aprendiendo a ser un experto en juzgar la fuerza, la dirección y la profundidad del agua a simple vista. Los miembros de su pueblo se cuentan entre los mejores piragüistas de aguas rápidas del mundo.

Los sentidos reciben una enorme cantidad y variedad de eventos y objetos con los que practicar, refinar sus funciones y coordinar sus mensajes con el cerebro.

Las primeras experiencias proceden predominantemente del cuerpo de una madre ocupada. Los movimientos de los desplazamientos son básicos para adoptar el ritmo de una vida activa. El ritmo se vuelve una característica de la vida en el mundo y siempre se relaciona con el bienestar que el yo experimenta, ya que se aprende estando en contacto con el cuerpo de la madre.

Si un bebé es sostenido la mayor parte del tiempo por alguien que sólo está sentado e inmóvil, esta experiencia no le servirá para aprender la cualidad de la vida y la acción, aunque esto impida que el pequeño experimente sentimientos negativos de abandono, aislamiento y gran parte del peor tormento: el deseo insatisfecho. El hecho de que los bebés animan activamente a que alguien los entretenga con algo excitante indica que esperan y necesitan la acción para desarrollarse. Una madre sentada quieta condicionará a un bebé a pensar que la vida es aburrida y lenta, él se sentirá inquieto y manifestará con frecuencia reacciones incitadoras para fomentar más estimulación. Se pondrá a botar de arriba a abajo para mostrar lo que quiere o agitará los bracitos para iniciar un ritmo más rápido en las acciones de la madre. De igual modo, si ella insiste en tratar al bebé como si fuera frágil, le estará sugiriendo que lo es. Pero si lo maneja de una forma natural y con una cierta brusquedad, el bebé pensará que es fuerte y adaptable a una gran variedad de circunstancias y se sentirá a gusto en ellas. Sentirse frágil no sólo es desagradable sino que también afecta a la eficacia del desarrollo del niño y más tarde a la del adulto.

Las imágenes, sonidos, olores, texturas y sabores proceden principalmente del cuerpo que lo protege, y más tarde, al desarrollar el bebé facultades más complejas, incluirá una variedad más amplia de acontecimientos y de objetos. El pequeño hace asociaciones. La oscuridad de la cabana está siempre presente cuando esta huele a comida y casi siempre cuando huele a humo de leña. La luz brilla durante los baños y en la mayor parte de los bamboleantes paseos. La temperatura de un ambiente oscuro es en general más agradable que la del iluminadio espacio del exterior, donde hace un calor infernal o una fría temperatura con viento y lluvia; pero cualquier cambio resulta grato, y las variaciones son esperadas, ya que en la experiencia del bebé siempre ha habido variedad. Como la condición básica de estar en contacto con el cuerpo de la madre ha sido satisfecha, el bebé está libre para ser estimulado y enriquecerse con todo lo que capta. Un bebé pegado al cuerpo de su cuidadora apenas nota unos sucesos que asustarían a un adulto desprevenido: figuras surgiendo de pronto sobre sus ojos, copas de árboles girando sobre su cabeza, objetos apagándose o iluminándose sin avisar… Al pequeño no le asustan los rayos ni los truenos, los perros ladrando, el ensordecedor rugido de las cataratas, los árboles partiéndose, las hogueras ardiendo ni la sorpresa de quedar empapado con la lluvia o con el agua del río. En cambio, dadas las condiciones en la que su especie ha evolucionado, el silencio o una prolongada falta de cambio en los estímulos sensoriales sí que le alarman.

Cuando el bebé llora durante unos momentos por alguna razón mientras un grupo de adultos está conversando, la madre le susurra algo en el oído para distraerle. Si esto no funciona, se lo lleva a otra parte hasta que el pequeño se tranquiliza. No le impone su voluntad, sino que se va con él sin manifestar la menor señal de juzgarle o estar molesta por su comportamiento. Cuando babea encima suyo, ella apenas lo nota. Si le limpia la boca con el dorso de la mano lo hace medio distraída, igual que cuando ella se arregla. Cuando el bebé empieza a hacer pipí o defecar, ella se echa a reír y, como raras veces está sola, sus compañeras también, y luego aparta al bebé de su cuerpo lo más rápidamente posible hasta que él termina. El ver lo rápido que puede apartarlo se convierte en una especie de juego, y cuando se lleva la peor parte, se ríe a carcajadas. Después limpia enseguida el suelo sucio con agua y recoge los excrementos en el acto con hojas. Vomitar o escupir, un acto cotidiano en la vida de nuestros bebés, es tan inusual que en todos los años que viví con los indios sólo recuerdo haberlo visto en una ocasión, y aquel bebé tenía mucha fiebre.

Aunque parezca mentira, la idea de que la naturaleza ha creado una especie que sufre de indigestión cada vez que ingiere la leche de su madre no ha sido puesta en duda por los expertos del mundo civilizado. Cuando el bebé eructa, se recomienda darle palmaditas en la espalda mientras se le sostiene contra el hombro para ayudarle a sacar el aire que ha tragado. Entonces el niño suele vomitar en el hombro. Nuestros bebés, estresados como están, no es de extrañar que estén crónicamente enfermos. Estar tenso, patalear, doblar y flexionar el cuerpo y chillar son síntomas de la misma turbación constante y profunda. Los bebés yecuanas, después de comer, no necesitan ningún tratamiento especial, al igual que las crías de los otros animales. Quizás en parte se deba al hecho de que a estos pequeños se les da el pecho durante el día y la noche con mucha más frecuencia que a los bebés del mundo civilizado. Pero lo más probable es que la respuesta se encuentre en nuestro permanente estado de estrés, ya que incluso cuando los bebés yecuanas son cuidados por niños la mayor parte del día y de la noche y no pueden recurrir a sus madres cuando lo desean, no muestran signo alguno de padecer cólicos[3].

Más tarde, cuando tiene lugar la educación doméstica, si el pequeño ensucia el suelo de la cabana es echado de ella. Pero en ese momento ya está tan acostumbrado a sentirse y a ser considerado adecuado o bueno, que sus impulsos sociales, a medida que se van desarrollando, están en armonía con los de los miembros de su tribu. Cuando uno de sus actos es rechazado, el niño no siente que sea él sino su acto el que es condenado, y siente el deseo de cooperar. No tiene ningún impulso de defenderse de nadie ni de ver en realidad la situación desde ningún otro punto de vista que no sea el de los miembros de su tribu, ya que estos son sus verdaderos aliados, como ha podido comprobar.

Y aunque resulte una terrible ironía, esto es lo que significa ser un animal social, lo cual saca a relucir el tema de las experiencias de los bebés no-continuum de las culturas contemporáneas occidentales.

La criatura es la misma. Aunque nosotros tengamos una historia reciente muy distinta, nuestra historia evolutiva —los millones de años de formación que han producido el animal del ser humano— es común tanto a los yecuanas como a nosotros. Los varios miles de años de alejamiento del continuum que han experimentado las personas del mundo civilizado no son importantes en el tiempo de la evolución. En un periodo tan corto no puede haber tenido lugar ninguna evolución importante o perceptible. Así, tanto los bebés que han seguido el continuum y tienen unos predecesores que no han padecido carencias experienciales, como los bebés cuyos nacimientos pueden haber sido inducidos para que los obstetras aburguesados fueran a jugar la partida de golf que habían concertado, tienen las mismas expectativas.

Como ya se ha visto, los bebés de la especie humana están tan preparados para la labor de nacer como cualquier animal de otra especie. La experiencia del nacimiento forma parte de nuestro repertorio de capacidades de adaptación procedentes del hecho de haber evolucionado de acuerdo a las experiencias de nuestros predecesores, las cuales se remontan a la aparición de los mamíferos e incluso a una época anterior que exigía la misma capacidad de adaptación. Los acontecimientos esperados son aquellos que siguen el precedente formativo. En cambio, los acontecimientos inesperados carecen de mecanismos estabilizadores creados a través de la evolución para poder asimilarlos. También existe el peligro de que los acontecimientos inesperados en el nacimiento no sólo acompañen sino que reemplacen a aquellos que son esperados y necesarios para unas determinadas líneas de desarrollo. En la naturaleza se desaprovechan muy pocas cosas. La esencia del sistema evolucionado es la relación económica que hay entre cada uno de sus aspectos, que funciona a la vez como causa y efecto en el proceso de desarrollo.

Todo ello significa que la falta de cualquier detalle establecido de la experiencia le costará al individuo un cierto grado de bienestar, quizás un grado tan sutil que no puede percibirse o que sea tan normal haberlo perdido que ya no lo reconozcamos como una pérdida. Las investigaciones ya han demostrado, como se verá más tarde, que la falta de la experiencia de gatear sobre las manos y rodillas tiene unos efectos perjudiciales en las capacidades verbales que se desarrollan en una etapa posterior. También podría ser igual de sorprendente el hecho de que el no haber sido sostenido en distintas posiciones, el no haber quedado empapado por la lluvia durante una mínima cantidad de tiempo o el no haber experimentado el paso natural del día a la noche durante la primera infancia, fuera el causante más tarde de la incapacidad de andar con pie firme, de la poca resistencia a los cambios de temperatura o de la tendencia a marearse con facilidad. Con respecto a andar con pie firme, algún investigador podría intentar aislar algún factor de la experiencia de los bebés mohawk que no hubiera ocurrido en la nuestra, que explicara su falta de vértigo y también los distintos grados en que nosotros lo padecemos. (Tampoco los yecuanas, sanemas y quizás ninguna de las tribus de indios sudamericanos tienen vértigo, pero los mohawks tienen ahora muchas otras experiencias que han aprendido de nosotros, y las que son distintas a las nuestras pueden ser más fáciles de tamizar para buscar el factor en cuestión).

El principio del continuum, al aplicarse al fenómeno de los traumas natales de los sujetos del mundo civilizado, sugiere que las causas que han contribuido a ellos podrían ser el uso del instrumental de acero, las brillantes luces, los guantes de goma, el olor de los antisépticos y los anestésicos y las fuertes voces o el sonido de la maquinaria sanitaria. Lo que experimenta un bebé en un nacimiento sin traumas deben de ser aquellas y solamente aquellas que corresponden a las antiguas expectativas del bebé y a las antiguas expectativas de su madre. Muchas culturas buenas y sensatas dejan que la madre dé a luz sin recibir ninguna ayuda, en cambio otras culturas igual de sensatas recomiendan que haya alguien a su lado para ayudarla. Pero en ambos casos el bebé mantiene un estrecho contacto con el cuerpo de la madre desde el momento en que sale del útero. Cuando el bebé ha empezado a respirar por sí mismo y descansa tranquilamente sobre su madre, después de que ella lo haya estado acariciando hasta que él se ha calmado y de que el cordón umbilical haya sido cortado al dejar de latir, al pequeño se le da el pecho enseguida para después poder lavarlo, pesarlo, examinarlo o hacerle cualquier otra cosa. En este preciso momento, tan pronto como el nacimiento ha finalizado y la madre y el bebé se encuentran por primera vez como individuos separados, es cuando el trascendental acontecimiento de la imprimación debe de tener lugar. Es de sobras conocido que muchas crías de animales experimentan el aprendizaje de reconocer a la madre en el momento de nacer. Las crías de oca tan pronto salen del cascarón reconocen como su madre al primer objeto cercano que ven moviéndose. De hecho, tendría que haber sido su madre, pero aunque sólo sea un juguete mecánico o Konrad Lorenz, sienten el impulso, a causa de su naturaleza evolucionada, de seguirlo por todas partes. Su vida depende de la imprimación, del aprendizaje de reconocer a la madre, ya que esta no podría ponerse a seguir a todas sus crías de golpe y estas no podrían satisfacer sus propias necesidades sin ella. En nuestra especie, a diferencia de la mayoría de otras especies, es la madre la que es objeto de la imprimación y reconoce a su bebé, porque un bebé humano es demasiado desvalido como para seguir a nadie o hacer cualquier otra cosa, a fin de mantener un contacto con su madre, que no sea enviarle señales si ella no satisface sus expectativas.

Este impulso fundamental de la imprimación está tan arraigado en la madre humana que tiene prioridad sobre cualquier otro deseo que ella pueda tener; por más cansada, hambrienta, sedienta que esté o por cualquier otra cosa que sienta, ella desea ante todo alimentar y tranquilizar a este absoluto desconocido cuyo aspecto no es demasiado bonito. Si no fuera así, no habríamos sobrevivido todos esos cientos de miles de generaciones. La imprimación o vínculo afectivo, preparado en la secuencia de acontecimientos desencadenados hormonalmente durante el parto, debe de tener lugar en aquel preciso momento o si no será demasiado tarde; como una madre prehistórica no podría haber permanecido indiferente a un recién nacido ni siquiera por unos minutos, el poderoso impulso ha de ser inmediato. En el continuum de los eventos, la imprimación constituye un requisito esencial para la fluida sucesión de estímulos y respuestas que aparecerán más tarde a medida que la madre y el bebé empiecen a vivir juntos.

Pero ¿qué ocurre si la imprimación no puede tener lugar, si el bebé es retirado cuando la madre siente el deseo de acariciarlo, de ponerlo junto a su pecho, en sus brazos o sobre su corazón o si está demasiado drogada como para experimentar plenamente el vínculo afectivo que se forma en aquel momento? Parece ser que el estímulo de la imprimación, si no se satisface con el esperado encuentro con el bebé, produce un estado de profunda tristeza. En los siglos formativos de los partos humanos, cuando no había ningún objeto que despertara la ternura de la madre era porque el bebé había nacido muerto. La respuesta psicobiológica era la de llorar la pérdida de un ser querido. Cuando el momento se pierde, el estímulo no recibe ninguna respuesta y las fuerzas del continuum suponen que no hay ningún bebé y que el impulso de la imprimación debe anularse.

Así, cuando en un hospital moderno se hace nacer a un bebé horas o incluso minutos después de que la madre haya entrado en un estado fisiológico de llorar la muerte de un ser querido, el resultado suele ser que ella se siente culpable de no haber tenido instintos maternales o de no haber sentido un profundo amor por su bebé (ver pág. 169), y además sufre la clásica tragedia del mundo civilizado llamada una normal depresión posparto… precisamente cuando la naturaleza la había preparado exquisitamente para uno de los acontecimientos emocionales más profundos e influyentes de su vida.

En esta etapa, una loba fiel al continuum de los lobos habría sido una madre más idónea para un bebé humano que la madre biológica del pequeño, la cual yace en la cama a un palmo de distancia de él. La madre loba sería tangible, en cambio la madre humana resulta tan lejana como una marciana.

En los nidos de las maternidades de la civilización occidental hay muy pocas posibilidades de recibir el consuelo de una mamá loba. El recién nacido, cuya piel está pidiendo a gritos volver a sentir aquella carne suave, cálida y viva con la que estaba en contacto, es envuelto en una tela seca e inerte. Es colocado en una caja y dejado ahí, por más que llore, en un limbo donde no hay el menor movimiento (por primera vez en toda la experiencia de su cuerpo, en los siglos de evolución o en la eternidad vivida en el útero). Los únicos sonidos que puede oír son los gemidos de otras víctimas que están sufriendo el mismo indescriptible tormento. Puede que los sonidos no signifiquen nada para él. El bebé no cesa de llorar; sus pulmones, que no están acostumbrados al aire, se sobreesfuerzan con la desesperación que hay en su corazón. No acude nadie. Confiando en la perfección de la vida, como debe hacer por naturaleza, efectúa el único acto que puede hacer, llorar. Hasta que, después de haber pasado un tiempo que para él es una eternidad, se duerme agotado.

Más tarde se despierta en el vago terror que le produce el silencio, la inmovilidad. Se echa a llorar. Todo su cuerpo, desde la cabeza hasta la punta de los pies, está embargado por un ardiente anhelo y deseo, por una intolerable impaciencia. Respira con dificultad y chilla hasta sentir que su palpitante cabeza está a punto de estallar. Llora hasta que el pecho y la garganta le duelen. Ya no puede soportar más el dolor y sus sollozos se van apagando hasta calmarse. Ahora se pone a escuchar. Abre las manos y las vuelve a cerrar apretando los puños. Mueve la cabeza de un lado a otro. Nada parece ayudarle. El sufrimiento es insoportable. Se echa de nuevo a llorar, pero supone demasiado esfuerzo para su dolorida garganta y al cabo de poco vuelve a callarse. Tensa su atormentado y anhelante cuerpo y siente un poco de consuelo. Agita las manos y patalea con los pies. Se detiene, sufriendo, incapaz de pensar o de tener esperanzas. Se pone a escuchar. De nuevo cae dormido.

Al despertar se hace pipí en los pañales y el suceso le distrae de su tormento. Pero el agradable acto de orinar y la cálida, húmeda y fluida sensación que siente en la parte inferior de su cuerpo desaparecen rápidamente. El calor se inmoviliza ahora y se vuelve frío y pegajoso. El pequeño patalea, tensa el cuerpo. Hora a lágrima viva. Desesperado a causa del intenso deseo de contacto que le acucia, rodeado de un entorno inerte, húmedo e incómodo, expresa llorando desconsoladamente su infelicidad hasta que se tranquiliza con su solitario sueño.

De pronto, alguien lo levanta; vuelve a creer que va a obtener aquello que tanto desea. Le sacan el pañal. Se siente aliviado. Unas manos vivas le tocan la piel. Levantándole los pies, le envuelven el bajo vientre con otro paño seco y sin vida. Al cabo de un momento es como si las manos y el pañal húmedo no hubieran existido nunca. No hay ningún recuerdo consciente, ninguna chispa de esperanza. Se encuentra en medio de un vacío insoportable, eterno, inmóvil y silencioso, lleno de un intenso, intensísimo deseo de vital contacto. Su continuum intenta utilizar las medidas de emergencia de que dispone, pero todas están concebidas para unir los breves espacios de tiempo en los que permanecerá sin recibir el trato correcto o para pedir consuelo a alguien (que se supone) que desea dárselo. Su continuum no tiene ninguna solución para una situación tan extrema. Esta supera su vasta experiencia. La naturaleza del bebé, aunque el pequeño sólo haga algunas horas que respire, ha llegado a tal punto de desorientación que la situación supera a la fuerza salvadora de su poderoso continuum. La experiencia vivida en el útero ha sido la que probablemente más se acercará de todas al estado de bienestar que, de acuerdo a sus expectativas innatas, tendría que experimentar durante toda su vida. Su naturaleza se basa en la suposición de que su madre se está comportando correctamente y de que las motivaciones que la impulsan y las consiguientes acciones se beneficiarán sin duda unas a otras.

Alguien llega y lo levanta deliciosamente en medio del aire. Vuelve a la vida. Lo llevan de una manera demasiado delicada para su gusto, pero al menos experimenta algún movimiento. Después se encuentra en su lugar. Todo el sufrimiento que ha padecido ahora ya no existe. Descansa en unos brazos que lo envuelven y, aunque su piel al entrar en contacto con la ropa de la madre no le envíe ningún mensaje de encontrar consuelo ni sienta el contacto de una piel viva, sus manos y su boca le comunican que se sienten bien. El positivo placer que produce la vida, el estado normal para el continuum, es casi completo. El sabor y la textura del pecho materno están presentes, la cálida leche fluye a su hambrienta boca, oye los latidos de un corazón que debería haber sido su vínculo, el sonido que le confirma la continuidad de la existencia vivida en el útero; las formas moviéndose anuncian con claridad que hay vida. El sonido de la voz también es correcto. Sólo hay algo que falta en la ropa y en el olor que percibe (la madre se ha puesto colonia). El bebé succiona la leche y cuando está lleno y con las mejillas sonrosadas, se queda dormido.

Al despertar, se encuentra en un infierno. No tiene ningún recuerdo, esperanza ni pensamiento de la visita que le ha hecho su madre que pueda tranquilizarle en este inhóspito purgatorio. Las horas, los días y las noches van transcurriendo. El bebé se echa a llorar, queda agotado, cae dormido. Se despierta y se hace pipí en el pañal. Ahora este acto ya no le resulta agradable. El efímero placer que le producen sus aliviadas tripas se torna en un dolor cada vez más punzante cuando la orina caliente y acida entra en contacto con su irritada piel. Chilla; sus cansados pulmones necesitan gritar para no sentir el doloroso escozor. Llora hasta que el dolor y el llanto lo agotan, hasta caer dormido.

En este hospital, que es de lo más normal, las ocupadas enfermeras cambian los pañales de los recién nacidos a unas determinadas horas, tanto si están secos como si hace poco o mucho que están húmedos, y mandan a los bebés a sus casas totalmente escaldados para que los cuide alguien que tenga tiempo para ello.

El bebé, cuando se traslada al hogar de su madre (sin duda no puede decirse que sea el hogar del pequeño), ya conoce a fondo cómo es la vida. A un nivel preconsciente que determinará todas sus impresiones posteriores, al igual que las determina ahora, sabe que la vida es insoportablemente solitaria, que no responde a sus señales y que está llena de sufrimiento.

Pero aún no se ha rendido. Su fuerza vital intentará siempre recuperar el equilibrio mientras haya vida en él.

El hogar en el que se encuentra sólo se diferencia de la unidad de neonatología de la maternidad en que ahora no tiene la piel irritada. Durante las horas en las que el bebé está despierto, anhela, ansia el contacto físico y espera interminablemente que el silencioso vacío sea reemplazado por la situación correcta. Durante algunos minutos al día su intenso deseo cesa momentáneamente, y la terrible necesidad de su piel de ser tocada, sostenida y movida es satisfecha. Su madre es la persona que, después de habérselo pensado mucho, ha decidido dejarle acceder a su pecho. Ella lo quiere con una ternura que nunca antes había sentido. Al principio, a la madre le resulta difícil dejar a su hijo en la cuna después de haberle dado el pecho, sobre todo porque él se echa a llorar desconsoladamente. Pero está convencida de que debe hacerlo, ya que su madre le ha dicho (y ella debe saberlo) que si ahora le hace caso lo malcriará, y más tarde su hijo le causará problemas. Ella desea hacerlo todo correctamente; por unos momentos siente que la pequeña vida que sostiene entre sus brazos es más importante que cualquier otra cosa en el mundo.

Suspira y deja suavemente a su hijo en la cuna, decorada con patitos amarillos a juego con la habitación. Ha puesto mucho esfuerzo para decorarla con unas cortinas suaves y sedosas, una alfombra en forma de un enorme oso panda, un tocador blanco, una bañera y un vestidor equipado con polvos de talco, aceite, jabón, champú y un cepillo, todo fabricado y envasado con colores especiales para bebés. La pared está decorada con imágenes de crías de animales vestidas como personas; los cajones de la cómoda, llenos de camisitas, peleles, patucos, gorritos, mitones y pañales. Sobre la cómoda, colocados de lado en un cautivador ángulo, hay un corderito de peluche y un jarrón con flores recién cortadas, ya que a su madre también le «encantan» las flores.

Ella le estira la camisita y lo arropa con una sábana bordada y una manta decorada con las iniciales del pequeño. Las contempla llena de satisfacción. Ella y su marido no han reparado en gastos para decorar la habitación de su bebé a la perfección, aunque no hayan podido comprar aún los muebles que han elegido para el resto de la casa. Se inclina para besarle la sedosa mejilla y se dirige hacia la puerta mientras el primer agonizante chillido hace estremecer el cuerpo del bebé.

Cierra con suavidad la puerta de la habitación. Le ha declarado la guerra. Su voluntad debe imponerse a la de su hijo. A través de la puerta oye un sonido parecido a alguien que es torturado. El sentido de su continuum lo reconoce como tal. La naturaleza no envía unas señales claras de que alguien está siendo torturado a no ser que sea este el caso. La tortura es precisamente tan seria como suena.

La madre duda, su corazón desea volver con su hijo, pero se resiste y se aleja. Acaba de cambiar y alimentar a su bebé. Como está segura de que no necesita realmente nada, lo deja llorar hasta que el pequeño se queda agotado.

Él se despierta y se echa a llorar de nuevo. Su madre entreabre la puerta para asegurarse de que el pequeño está bien. Después vuelve a cerrarla con suavidad para que su hijo no piense que va a recibir la atención que está pidiendo. Después se apresura a volver a la cocina para reanudar lo que estaba haciendo y deja la puerta abierta para poder oír a su hijo por si le ocurriera algo.

El llanto del bebé se va transformando en temblorosos gemidos. Al no recibir ninguna respuesta, la fuerza del móvil de la señal se pierde en la confusión de un estéril vacío al que el consuelo tendría que haber llegado hace mucho tiempo. El bebé mira a su alrededor. Más allá de las barras de la cuna hay una pared. La luz es tenue. No puede darse la vuelta. Sólo ve los barrotes, inmóviles, y la pared. Oye los sonidos sin sentido de un mundo lejano. Cerca no hay ningún sonido. Contempla la pared hasta que los ojos se le cierran. Al volver a abrirlos, los barrotes y la pared siguen exactamente en el mismo lugar que antes con la única diferencia de que ahora la luz es más tenue.

Entre la eternidad que pasa contemplando los barrotes y la pared pasa otra eternidad mirando los barrotes de ambos lados, así como el lejano techo. A lo lejos, a un lado, observa formas estáticas que siempre están ahí.

Hay momentos en los que siente algún movimiento y algo cubriéndole los oídos, un sonido apagado y un montón de ropa sobre él. Cuando esto ocurre, puede ver desde el interior la esquina blanca de plástico del cochecito y a veces, cuando está boca arriba, el cielo, el interior de la capota del cochecito y, de vez en cuando, grandes bloques de casas deslizándose a lo lejos. Ve también las lejanas copas de los árboles que tampoco tienen nada que ver con él, y a veces personas mirándole que hablan normalmente entre ellas o en ocasiones con él.

Más a menudo, estas personas agitan un objeto que hace ruido frente a él y el bebé siente, al estar tan cerca, que se encuentra cerca de la vida y alarga la mano y agita los brazos deseando encontrarse en su lugar. Cuando le acercan el sonajero a la mano, lo coge y se lo mete en la boca. Pero no recibe la sensación que estaba esperando. Agita las manos y el sonajero vuela por los aires. Una persona se lo vuelve a traer. Como desea que esta prometedora figura regrese, se dedica a arrojar el sonajero o cualquier otro objeto que tenga a mano mientras el truco funcione. Cuando ya no se lo devuelven más, se dedica a mirar el vacío cielo y la capota del cochecito.

Cuando llora en el cochecito, a veces es recompensado con signos de vida. Su madre mueve el cochecito porque ha aprendido que esto tiende a hacerle callar. Su intenso deseo de movimiento y experiencias, todo aquello que sus antepasadados tuvieron en sus primeros meses de vida, se calma un poco cuando su madre mueve el cochecito, lo cual de una manera muy pobre le ofrece al menos alguna experiencia. Como no asocia las voces que oye a su alrededor con nada que le ocurra a él, tienen muy poco valor porque no anuncian que vayan a colmar sus expectativas. Sin embargo, son más gratificantes que el silencio que reinaba en la maternidad. El cociente de la experiencia de su continuum está casi a cero; su principal experiencia real es la del deseo.

Su madre lo pesa con regularidad y se siente orgullosa del progreso de su hijo.

Las únicas experiencias útiles corresponden a los pocos minutos al día que le permiten estar en brazos y algunas otras pequeñas experiencias vividas de manera irregular que le sirven para sus otras necesidades y que se van agregando a sus cuotas. Mientras el bebé está en el regazo de su cuidadora, puede acercarse corriendo un niño gritando y añadir la emoción de crear un poco de acción a su alrededor mientras el bebé se siente seguro. El pequeño oye el agradable zumbido del motor del automóvil mientras es zarandeado plácidamente en el regazo de su madre cuando el tráfico se detiene y cuando vuelve a circular. Oye ladridos de perros y otros ruidos repentinos. Aunque algunos no perturben al bebé mientras está en el cochecito, otros en cambio le asustarían si no estuviera en brazos.

Los objetos a su alcance sirven para imitar aquello que al niño le está faltando. La tradición dicta que los juguetes consuelan a los bebés que están sufriendo, pero de algún modo lo hacen sin reconocer el sufrimiento de los mismos.

En primer lugar, está el osito o cualquier otro muñeco suave similar que sirve para dormir. Está concebido para dar al bebé la sensación de tener un constante compañero. El intenso cariño que a veces un niño acaba sintiendo por él se considera un encantador capricho infantil en vez de verse como la manifestación de una grave carencia afectiva que le ha llevado a aferrarse a un objeto inanimado en su necesidad de encontrar un compañero que no le abandone. Los cochecitos con juguetes que suenan y las cunas que se balancean son otra pobre imitación. Pero el movimiento sustituye de una manera tan pobre y tosca el movimiento que un niño experimenta mientras su madre lo transporta, que satisface muy poco el intenso deseo del solitario bebé. A parte de ser inadecuado, suele también ser infrecuente. Están también los juguetes que se cuelgan en las cunas y los cochecitos que suenan, tintinean o repiquetean cuando el bebé los toca. La habitación del bebé se suele adornar con móviles de vivos colores, un nuevo objeto que el pequeño puede contemplar aparte de las paredes. Los móviles atraen su atención, pero sólo se cambian de vez en cuando y no llegan a llenar la necesidad que tiene el niño para su desarrollo de disfrutar de una variada experiencia visual y auditiva.

A pesar de su escasez, los objetos que se mueven, balancean, suenan, tintinean y que poseen vivos colores no se desperdician. El continuum, que siempre está esperando satisfacer sus expectativas, acepta cualquier porción o fracción de ellas que pueda recibir. Aunque esta experiencia llegue por rachas y con poca frecuencia, y no esté combinada como la experiencia de un bebé continuum (cuando la madre lo lleva encima, las imágenes, sonidos, movimientos, olores y sabores que el niño capta actúan sobre sus expectantes sentidos en un patrón armonioso al igual que ocurrió con nuestros antepasados comunes), y aunque algunas experiencias se repitan con relativa frecuencia y otras no lleguen a ocurrir, esto no impide que el bebé las acepte como un material adecuado. La fluida continuidad de la experiencia, que se manifiesta en el tiempo de modo horizontal y vertical, engaña a nuestros sentidos apareciendo como una única operación. Pero puede verse que cada componente actúa por separado, para que cualquier siguiente necesidad de una línea de desarrollo en concreto pueda ser reconocida y, si es suficientemente satisfecha, dar paso a la siguiente necesidad de esa línea. Se puede demostrar que los detalles de la conducta que parecen mantener una relación de causa y efecto están motivados independientemente.

Este hecho puede verse con más claridad quizás en la satisfacción de las necesidades conductuales de otros animales cuyas expresiones no son inhibidas por la necesidad de dar una explicación racional por hacer aquello que se sienten impulsados a hacer.

Una mona capuchina que traje de mi primera expedición se dedicaba a comer su plátano (pelado y entregado por mí) como si le gustara mucho, y, después, con una expresión de no hacer nada en particular, envolvía lo que le quedaba en una servilleta de papel como si no fuera consciente de lo que sus manos estaban haciendo. Luego caminaba alrededor de la zona adoptando la postura de un casual paseante, descubría de pronto el misterioso paquete y, mostrando una creciente excitación, rompía el papel para descubrir lo que guardaba. ¡Y quién lo iba a decir! ¡Dentro había un plátano medio comido! ¡Cáspita! Pero entonces la farsa perdía fuerza. Como había acabado de comer, no podía abalanzarse sobre su presa. Entonces volvía a envolver el preocupante plátano con los pedacitos de la servilleta rota y empezaba de nuevo la actuación. Me convenció de que su impulso, su necesidad de buscar y abrir objetos que contuvieran comida, como pieles de frutas y cascaras de frutos secos, era algo totalmente distinto e independiente de su impulso de comer. Yo había eliminado, con toda la buena intención del mundo, el acto de cazar y descascarillar de la secuencia que la naturaleza había siempre exigido a sus antepasados en evolución (y que hubiera satisfecho sus expectativas experienciales). Pensé que le estaba haciendo un favor. Pero en aquella época yo no comprendía el continuum. La mona siguió primero su primer impulso y después ingirió la comida. A medida que aquel impulso disminuía al sentirse saciada, el siguiente impulso más fuerte empezó a destacar. Ella deseaba cazar. Pero las condiciones no eran propicias para ello, ya que el plátano estaba pelado y era visible. Su solución fue crear el escenario y salir a cazar. Mientras deshacía el paquete no fingía estar excitada. Estoy segura de que su frecuencia cardíaca había aumentado y que mostraba todas las indicaciones fisiológicas de estar esperando realmente algo, aunque el supuesto objetivo de aquella expectativa, el comer, ya hubiera sido alcanzado. Al igual que cada componente de la experiencia del continuum es causa, efecto y objetivo al mismo tiempo, el verdadero propósito de la conducta de cazar era satisfacer la necesidad de la propia experiencia de cazar.

El objetivo de la vida es la vida misma; el objetivo del bienestar es fomentar una conducta que produzca sensación de bienestar. El objetivo de la procreación es crear procreadores. El efecto circular, en vez de ser tan inútil que resulta decepcionante, es el mejor y el único de todos los efectos posibles. El que nuestra naturaleza se complete a sí misma es lo que hace que sea buena, aunque buena sea un término relativo. Con relación al potencial humano, es la mejor de todas las alternativas posibles.

Hay numerosos ejemplos humanos de conductas que satisfacen sus propias necesidades en una secuencia que excluye cualquier otro propósito. Con más frecuencia que de lo contrario, son unas necesidades de la experiencia del continuum que se han excluido de la secuencia original a causa de un patrón cultural, por orden del intelecto, porque representan una pérdida de tiempo o debido a la incompetencia o a la maldad. Más adelante trataré a fondo algunas de estas expresiones, pero un ejemplo muy parecido al de la mona es el fenómeno de cazar no para comer sino como deporte. Los hombres que pueden pagárselo, gastan los restos de sus impulsos de hacer actividades manuales en los campos de golf, en el taller que se han montado en casa o en el deporte de la vela; los menos afortunados se contentan cuidando el jardín, iniciando proyectos de bricolaje, construyendo objetos en miniatura y cocinando por afición. Las mujeres, normalmente las que no han podido ni siquiera ser amas de casa, los gastan en tapicería, bordado, flores, té o colaborando en un montón de pequeños trabajos benéficos en hospitales con una dotación insuficiente de personal, en organizaciones que recogen ropa usada o en comedores benéficos.

El bebé va almacenando cada experiencia positiva que va adquiriendo, por pequeña que sea, independientemente de su secuencia o de lo incompleta que sea. Sin embargo, al final del proceso de acumular experiencias, ha de poseer la mínima cantidad requerida de cualquier experiencia para poder usarla como base para la siguiente serie de experiencias. Si no ha alcanzado la cantidad necesaria, las experiencias de la siguiente etapa, aunque ocurran mil veces, no contribuirán a la maduración del individuo.

Mientras va almacenando cualquier vestigio de experiencia, el bebé privado de estar en contacto con el cuerpo de su madre desarrolla también una conducta compensadora para aliviar su tortura. Patalea con toda su fuerza para mitigar el hormigueo de su ansiosa piel, agita los bracitos, mueve la cabeza de un lado a otro para embotar sus sentidos y agarrota el cuerpo y dobla la espalda tensándola lo máximo posible para no sentirla. Descubre que el pulgar le produce un cierto placer porque calma un poco el incesante deseo de su boca. Pero en realidad se lo chupa pocas veces, porque al alimentarlo lo suficiente como para satisfacer su apetito, sólo necesita chuparse el dedo cuando desea comer antes de la hora fijada. Normalmente se limita a meterse el dedo en la boca para aplacar el insoportable vacío, la eterna soledad y el sentimiento de que el centro de todo se encuentra en otro lugar.

Su madre lo consulta con su propia madre y su progenitora le cuenta la repetida historia de que chuparse el dedo puede estropear la posición de los futuros dientes. Preocupada por el bienestar de su hijo, le cubre los dedos con un producto disuasorio de sabor amargo y cuando el bebé, movido por su imperiosa necesidad, sigue chupándose un pulgar, ella le ata las muñecas a los barrotes de la cuna. Pero más tarde descubre que al girar su hijo con tanta frecuencia los brazos para intentar desatarlos, ha retorcido los nudos y ahora estos han empezado a restringirle la circulación de una de las manos y pronto le ocurrirá lo mismo con la otra. La batalla sigue hasta que la madre le comenta el problema al dentista. Este le asegura que su madre le ha aconsejado mal, y deja que el bebé disfrute de su pequeño consuelo. Al cabo de poco, el niño aprende a sonreír y gorjear cuando alguien se acerca lo bastante como para ser señalado. Si esa persona no lo coge en brazos pero le presta algún tipo de atención apreciable, el bebé sonríe y chilla para obtener más atención. Si es cogido en brazos, la misión de sonreír es alcanzada y vuelve a hacerlo sólo para alentar otra nueva conducta agradable en su compañero, como que le divierta con algún sonido, le cosquillee en la barriguita, le haga botar sobre una rodilla o juegue a pellizcarle la nariz.

Como cuando la madre se acerca a su hijo este le sonríe para animarla a hacerle algo nuevo, ella está convencida de que es la querida mamá de un bebé feliz. La amarga tortura que el pequeño vive el resto del tiempo en el que está despierto no le crea ningún sentimiento negativo hacia su madre, al contrario, hace que se sienta más desesperado por estar con ella.

Con la maduración del bebé y de sus facultades cognitivas, el pequeño aprende a reconocer que su madre se comporta de una manera distinta cuando tiene que cambiarle los pañales. Ella lanza un claro sonido de disgusto. Gira la cabeza hacia un lado mostrando que no le gusta limpiarle ni hacer que él se sienta cómodo. Mueve las manos bruscamente e intenta tocar su piel lo menos posible. Lo mira con frialdad y no le sonríe. A medida que el bebé va interpretando esta actitud con más agudeza, el placer que siente cuando su madre le cambia el pañal, lo limpia, toca y calma temporalmente la piel que siempre tiene un poco irritada, empieza a mezclarse con una sensación de desconcierto que es la precursora de un sentimiento de miedo o culpa.

El miedo a desagradar a su madre va creciendo con la cognición y la cantidad de acciones suyas que le molestan cada vez es mayor, entre las que se incluyen tirarle del pelo, derramar la comida, babear sobre su ropa (y, misteriosamente, si lo hace sobre determinadas prendas su madre se disgusta más que con otras), meterle los dedos en la boca, tirarle del collar, arrojar el sonajero o el osito fuera del cochecito o tirar sin querer una taza de té al patear.

Al bebé le cuesta relacionar la mayoría de estos actos con la reacción que le muestra su madre. No se ha dado cuenta de que la taza se ha caído ni comprende por qué cuando le tira del collar ella lo trata de pronto como si fuera odioso. Tampoco sabe que le está manchando la ropa al babear y sólo se da cuenta levemente de que al volcar el bol de avena para llamar la atención, provoca la reacción equivocada. Pero siente que esto es mejor que no recibir ninguna atención y decide tirarlo de un golpe del aparato en el que ahora está atrapado mientras le dan de comer. Cuando la madre intenta darle la comida con una cuchara, agita los bracitos y la golpea chillando para intentar convertir aquel momento en una situación más satisfactoria. Desea experimentar la sensación de bienestar que debería encontrar en alguna parte de los ingredientes: la presencia de su madre, la comida y él. Pero a pesar de sus señales, no la recibe. En su lugar, cambia la atención que ella le estaba prestando por un tipo de rechazo que, con el paso del tiempo, le resultará más fácil de interpretar, a diferencia de todas las eternidades pasadas que no supo entender en las que no cuidaron de él. La falta de atención y el intenso deseo que sintió se han convertido ya en unas cualidades fundamentales de la vida. Nunca conoció nada más. La única realidad que existe para él es que no cesa de desear algo y que los demás se lo niegan, no le responden o se oponen a ello. Aunque esta situación pueda continuar durante toda su vida, es posible que no la note por la simple razón de que no puede concebir ningún otro tipo de relación entre uno mismo y los demás.

Las experiencias de la etapa de estar en brazos que se ha perdido, el consiguiente espacio vacío que ha quedado en su vida que debería estar ocupado por sus sentimientos de confianza y su indescriptible estado de alienación condicionarán e influirán en todo aquello en lo que él se irá convirtiendo a medida que vaya creciendo al borde del abismo en el que podría haber florecido un rico sentido del yo. Pero es necesario comprender que en su primera infancia no hay ningún mecanismo que pueda tener en cuenta a una madre inadecuada con un continuum que no funciona, a una madre que no responde a las señales de su bebé y que no ha sido preparada para satisfacer las expectativas de su hijo sino para ir en contra de ellas. Más tarde, a medida que su intelecto se va desarrollando, él puede comprender que los intereses de su madre y los suyos están enfrentados, y mientras va creciendo posiblemente se esfuerce por comportarse de manera independiente para salvarse. Pero en el fondo nunca podrá llegar a creer del todo que su madre no lo ame incondicionalmente, sólo porque él existe, aunque pregone a los cuatro vientos que quien mejor lo sabe es él. Toda la evidencia que le demuestra lo contrario, toda la comprensión intelectual que él tiene de los hechos, todas sus protestas y el rechazo que siente hacia su madre y los actos de rebelión contra ella basados en las evidencias de la postura adversa que su madre adopta hacia él no pueden liberarle de su innata suposición de que ella lo ama, de que de algún modo debe amarlo a pesar de todo. El odio hacia una madre —o hacia una figura materna— es la expresión de haber perdido la batalla para liberarse de esa idea.

Poder ser cada vez más independiente y madurar emocionalmente procede en gran parte de la relación que se ha mantenido durante la etapa de estar en brazos en todos sus aspectos. Por tanto, uno sólo puede independizarse de su madre a través de ella, por medio del papel correcto que esta desempeña, brindándole la experiencia de la etapa de estar en brazos y permitiéndole que se gradúe plenamente en ella. Pero es imposible liberarse de una madre no-continuum. La necesidad de estar con ella sigue. Uno sólo puede debatirse en el anzuelo, como el ateo que agita el puño ante el trono de Dios en los cielos gritando ¡No creo en ti!, y lanza blasfemias que sólo vale la pena pronunciar porque toman el nombre de Dios en vano.

La Organización Mundial de la Salud encargó al doctor John Bowlby, de la Tavistock Clinic de Londres, un informe sobre el destino de los niños sin hogar en su tierra natal con relación al estado de salud mental que presentaban[4]. Los sujetos investigados eran los casos más extremos de cada país que habían sido privados del amor de una madre, y había miles de casos. La información reunida por sus colaboradores cubría muchos años y situaciones: niños que habían vivido en instituciones desde la primera infancia o en hogares de acogida; niños desatendidos por sus padres; bebés y niños que habían estado en hospitales durante unos meses o años críticos para su temprano desarrollo; niños evacuados por la guerra y víctimas de cualquier tipo de circunstancia que no habían podido mantener ni siquiera el exiguo grado de contacto con la madre conocido como normal.

En el estudio se eliminó todo cuanto no fuera la causa de una carencia afectiva por falta de cuidados maternos sólo después de haber examinado minuciosamente las evidencias. Las descripciones y estadísticas del informe revelaron una imagen horrenda de torturas personales que iba mucho más allá de lo que la mente humana es capaz de concebir y narraba la vacía vida que sigue a esas privaciones, el carácter frío de la mayoría de quienes habían sufrido grandes carencias afectivas, de aquellos que habían perdido para siempre la capacidad de cogerle cariño a algo, es decir, de conocer el valor de la vida misma. Describe los tormentos de los que siguen luchando por obtener la medida de amor que les pertenece por derecho natural, mintiendo, robando, atacando brutalmente o aferrándose con la intensidad de una sanguijuela a una figura materna, volviendo a una conducta infantil con la esperanza de que por fin lo traten como al bebé que sigue viviendo en su interior sediento de recibir la experiencia que no ha tenido. Contiene la perpetuación de esas personas desesperadas que al tener hijos a los que no pueden amar los crían de tal forma que estos se vuelven como ellos, autodestructivos, antisociales, incapaces de dar, destinados a estar hambrientos para siempre.

Para cualquiera que dude de ello, constituyen unas detalladas e irrefutables evidencias, ejemplos y pruebas de que la experiencia de la primera infancia tiene una importancia capital en la personalidad humana. La extrema naturaleza de estos casos no es más que una lupa a través de la cual podemos ver con más claridad las carencias afectivas y los efectos que conllevan del más amplio, variado y sutil campo del que se compone la normalidad. Estas carencias «normales» están en la actualidad tan enredadas con el tejido de nuestra cultura que apenas se perciben, salvo cuando llegan al extremo de manifestarse a nuestra costa y ponernos en peligro (a través de la violencia, la locura y el crimen, por ejemplo) e incluso entonces se las considera sin apenas entenderlas.

Desde que el intelecto, con el montón de teorías de las que alardea, se encargó de cuidar de los bebés, las vicisitudes que estos han experimentado han sido numerosas y terribles. Las razones para cambiar o modificar radicalmente la forma de cuidarlos nunca se han parecido demasiado a las «razones» del continuum, y cuando se han dirigido hacia la dirección correcta, pero sin mantener una relación con el principio del continuum, han sido incompletas e inútiles. Una de estas teorías se puso en práctica en la unidad de neonatología de una maternidad americana, donde a alguien se le ocurrió transmitir por un altavoz los latidos del corazón a unos bebés que habían sufrido sus primeras tormentas de carencias experienciales. El efecto de esta pequeña contribución fue tan tranquilizador y mejoró tanto la salud de los bebés que el experimento interesó al mundo entero.

Un especialista en el cuidado de bebés prematuros realizó otro experimento similar de manera independiente. Demostró que al mantener las incubadoras en movimiento con una máquina, el desarrollo de los pequeñines mejoraba notablemente. En ambas situaciones, los bebés ganaron peso con más rapidez y lloraron menos.

Harry Harlow efectuó unos experimentos espectaculares que demostraron la importancia que tenían los mimos y abrazos de una madre mona para el desarrollo psicológico de sus crías[5].

Jane Van Lawick-Goodall[6], en lo que debe de ser sin duda una de las mayores ironías de todos los tiempos, descubrió más ejemplos inspiradores sobre el cuidado de los bebés en sus amigos chimpancés, cuya conducta, aunque sea otra especie, se parece más a la del continuum humano que la de los seres humanos actuales. Al hablar sobre la aplicación de su ejemplo en su propio hijo, escribe: No lo dejé solo llorando en la cuna. Iba a todas partes con nosotros y aunque su entorno solía cambiar, la relación que mantenía con sus padres siguió siendo estable. Más tarde dice que su hijo, con cuatro años, es obediente, está muy alerta y lleno de vida, se mezcla con los adultos tan bien como con los otros niños, es bastante valiente y amable con los demás. Pero quizás su frase más importante sea: Además, al contrario de lo que nos habían pronosticado muchos amigos nuestros, es muy independiente. Sin embargo, al desconocer los principios subyacentes, ella aísla después su fragmento de verdad de futuros descubrimientos al decir: Pero, por supuesto, lo habría sido de todas maneras aunque lo hubiéramos criado de otro modo muy distinto.

Se podría realizar una esclarecedora investigación sobre la influencia que tuvo el que la Reina Victoria aceptara el cochecito (haciendo que se usara comúnmente) sobre el carácter de las siguientes generaciones y el efecto que ejerció en la vida de las familias occidentales. ¡El invento del cochecito tendría que haber corrido la misma suerte que el parque que vi inventar un día en un pueblo yecuana!

Cuando me fijé en lo que Tududu estaba construyendo ya estaba casi terminado. Se componía de unas ramitas colocadas verticalmente que se habían atado con lianas a un marco cuadrado superior y a otro de inferior, era como la versión de una tira cómica de un parque prehistórico. Tududu había trabajado mucho para construirlo, y al cortar la punta de la última rama que sobresalía parecía estar orgulloso de sí mismo. Buscó a Cananasinyuwana, su hijo, que hacía una semana había empezado a caminar. En cuanto Tududu divisó al pequeño lo alzó y lo metió triunfalmente dentro de su nuevo invento. Cananasinyuwana se mantuvo de pie en el centro desconcertado durante unos segundos, después se dirigió a uno de los lados, se giró, y comprendió que estaba atrapado. Al cabo de unos instantes lanzaba gritando un mensaje de estar aterrado, un sonido que pocas veces se oía en los niños de su sociedad. Era inconfundible. El parque era un error inadecuado para los bebés humanos. El sentido del continuum de Tududu, tan fuerte como el de cualquier yecuana, no dudó ni un momento en interpretar los chillidos de su hijo. Lo sacó del parque y dejó que fuera corriendo a lanzarse sobre su madre durante los minutos que necesitó para contrarrestrar el shock que había sufrido antes de estar listo para volver a jugar. Tududu aceptó el fracaso de su experimento sin ponerlo en duda: después de echar una última mirada a su obra, cogió un hacha y la hizo añicos, y como la madera que había usado era verde, sus esfuerzos matutinos ni siquiera le sirvieron para reunir una pila de leña para el fuego. Sin duda este no sería el primero ni el último invento de un yecuana, pero su sentido del continuum nunca permitiría que un error tan evidente durara demasiado. Si nuestro sentido del continuum no hubiera sido de un modo tan primario una fuerza en la conducta humana para nuestros dos millones de años de estabilidad, no habría sido capaz de contener los peligros inherentes a nuestro intelecto tan desarrollado. Que últimamente haya perdido la fuerza hasta el punto de que la inestabilidad, o el progreso, nos parecen el destino más glorioso que jamás hayamos tenido no altera un ápice el hecho de que el sentido del continuum sea intrínseco a nuestra propia humanidad. Nosotros hemos evolucionado para ser un Tududu destruyendo el parque, es lo que habríamos seguido siendo si nuestro sentido no se hubiera nublado, si no hubiera sido engañado por aquello que lo desbarató, dejándonos hasta tal punto en la peligrosa ignorancia de las manos del intelecto.