Durante cerca de dos millones de años, el hombre, a pesar de pertenecer a la misma especie animal que nosotros, fue todo un éxito. Había estado evolucionando del estado antropoide al estado humano como un cazador-recolector con un eficiente estilo de vida que de haber continuado en la misma línea le habría permitido celebrar muchos millones de años de existencia. Pero tal como está el mundo, y a juzgar por lo que la mayoría de ecologistas piensan, su oportunidad de sobrevivir incluso un siglo más disminuye cada día con las actividades que lleva a cabo.
Durante el breve periodo de algunos miles de años en el que el hombre se ha ido alejando del estilo de vida al que la evolución lo había adaptado, no sólo ha causado estragos en el orden natural de todo el planeta, sino que además ha logrado destruir el evolucionadísimo sentido común que había guiado su conducta a lo largo de todos aquellos siglos. Gran parte de su sentido común ha sido socavado sólo recientemente a medida que los últimos secretos de nuestra capacidad instintiva han sido arrancados de raíz y sometidos a la perpleja mirada de la ciencia. Cada vez con más frecuencia nuestro sentido innato de lo que es mejor para nosotros es estropeado por el recelo, mientras que el intelecto, que nunca ha conocido demasiado nuestras necesidades reales, decide lo que debemos hacer.
Por ejemplo, no es competencia de la facultad intelectual decidir cómo debe tratarse a un bebé. Mucho antes de convertirnos en algo parecido al homo sapiens, ya teníamos unos instintos exquisitamente precisos, expertos en cada detalle de la crianza de los hijos. Pero hemos conspirado para confundir este antiquísimo conocimiento de un modo tan absoluto que ahora recurrimos a investigadores para que se dediquen plenamente a resolver cómo debemos comportarnos con los hijos, entre nosotros y con nosotros mismos. No es ningún secreto que los expertos no hayan descubierto cómo vivir satisfactoriamente, pero cuanto más fracasan, más intentan llevar los problemas bajo la única influencia de la razón y rechazan lo que la razón no puede comprender o controlar.
Ahora el intelecto es el que realmente nos dicta las órdenes; nuestro sentido de lo que es bueno para nosotros ha sido minado hasta tal punto que apenas somos conscientes de su funcionamiento, y no podemos distinguir un impulso original de otro distorsionado.
Pero creo que todavía es posible detenernos, aunque estemos perdidos y mutilados y encontrar un camino para volver. Al menos podemos conocer la dirección en la que yacen nuestros mejores intereses y dejar de esforzarnos en seguir un camino que lo más probable nos aleje más aún de ellos. La parte consciente de la mente, como buena consejera técnica en la guerra de otro, al ver sus acciones equivocadas, debería intentar mantenerse apartada de los asuntos que no son de su incumbencia y abstenerse de ahondar en un territorio desconocido. Hay, como es natural, un montón de trabajos que nuestra capacidad razonadora puede realizar, y esta no tiene por qué usurpar el que durante tantos millones de años ha estado dirigiendo las infinitamente más refinadas e informadas áreas de la mente llamada instinto. Si estas áreas fueran también conscientes, inutilizarían nuestra cabeza en un instante por la simple razón de que la mente consciente, por naturaleza, sólo puede considerar una cosa a la vez, mientras que el inconsciente puede hacer cualquier cantidad de observaciones, cálculos, síntesis y ejecuciones de manera simultánea y correcta.
En este contexto, correcta es una palabra difícil. No implica que todos estemos de acuerdo en el resultado que pretendemos conseguir con nuestras acciones, ya que nuestras ideas intelectuales acerca de lo que deseamos varían de una persona a otra. Aquí, correcta significa aquello que es adecuado para el antiguo continuum de nuestra especie, ya que se adapta a las tendencias y expectativas con las que hemos evolucionado. Las expectativas, en este sentido, se encuentran tanto en el hombre como en su propio diseño. Sus pulmones no sólo contienen aire sino que puede decirse que son una expectativa de él; sus ojos son una expectativa de los rayos solares de una específica longitud de onda a través de los cuales ve todo lo que le conviene ver en las horas adecuadas para su especie; sus oídos son una expectativa de las vibraciones causadas por los eventos que probablemente más le conciernen, incluyendo las voces de otras personas; y su propia voz es una expectativa de unos oídos que funcionan a su vez de manera similar. La lista es infinita: la piel y el cabello impermeables, una expectativa de la lluvia; el vello en la nariz, una expectativa del polvo; la pigmentación de la piel, una expectativa del sol; el mecanismo de la transpiración, una expectativa del calor; el mecanismo coagulador, una expectativa de los accidentes en la superficie del cuerpo; un sexo, una expectativa del otro sexo; un mecanismo de reflejos, una expectativa de la necesidad de reaccionar rápidamente en una situación de emergencia.
¿Cómo las fuerzas que lo han ensamblado saben de antemano lo que el ser humano necesitará? El secreto es la experiencia. La cadena de experiencia que prepara a un ser humano para su existencia en la Tierra se inicia con la aventura de la primera unidad unicelular de materia viva. Lo que esta unidad experimentó con la temperatura, la composición de su entorno, el alimento disponible para estimular sus actividades, los cambios climáticos y los encuentros con otros objetos o miembros de su propia especie lo transmitió a sus descendientes. A partir de esta información, transmitida a través de unos medios que aún siguen siendo en gran parte misteriosos para la ciencia, fueron apareciendo unos lentos, lentísimos cambios hasta que después de una inconcebible cantidad de tiempo, produjo una variedad de formas que podían sobrevivir y reproducirse al enfrentarse al entorno de distintas maneras.
Como siempre sucede cuando un sistema se diversifica y se vuelve más complejo, adaptándose con más precisión a una variedad más amplia de circunstancias, el efecto fue una mayor estabilidad. La vida misma corría menos peligro de extinguirse con las catástrofes naturales. En tal caso, aunque una forma de vida fuera exterminada, había muchas otras que seguirían y seguirían complicándose, diversificándose, adaptándose y estabilizándose. (Parece razonablemente seguro suponer que una buena cantidad de primeras formas de vida debieron extinguirse antes de que alguna otra lograra sobrevivir, quizás millones de años después de la última, y que esta se diversificó a tiempo para evitar extinguirse con algún intolerable incidente causado por los elementos de la naturaleza).
Al mismo tiempo, el principio estabilizador actuaba en cada forma de vida y en cada parte de cada forma de vida, tomando su información del legado de experiencia de aquella, de sus contactos de cualquier tipo y equipando a sus descendientes de unas formas incluso más complejas si cabe para que afrontaran con más eficacia esas experiencias. Por tanto, el diseño de cada ser era un reflejo de la experiencia que esperaba encontrar. La experiencia que podía tolerar estaba definida por las circunstancias a las que sus antecedentes se habían adaptado.
Si los seres que habían ido evolucionando se habían criado en un clima que nunca sobrepasaba los 49 grados durante más de algunas horas ni descendía de los 7 grados, la forma de vida actual podía hacer lo mismo; pero si este ataque era excesivamente largo para los límites de su tolerancia, la forma de vida actual no podría soportar más de lo que sus antepasados eran capaces de aguantar. Las reservas para los casos de emergencia se habrían agotado, y si la situación no mejoraba, aquel ser o aquella especie habría muerto. Si uno desea saber lo que es correcto para cualquier especie, debe conocer las expectativas inherentes a ella.
¿Qué es lo que sabemos sobre las expectativas inherentes al hombre? Sabemos bastante bien lo que consigue y nos suelen decir lo que quiere o debería querer, según el sistema actual de valores. Pero aquello que su historia evolutiva le ha condicionado a esperar como último espécimen en su antigua línea de herencia es, irónicamente, uno de los misterios más oscuros. El intelecto ha tomado el mando decidiendo qué es lo mejor e insiste en su soberanía imponiendo sus modas y suposiciones. Por consiguiente, lo que en el pasado fue la confiada expectativa del hombre de un trato y un entorno adecuados, está ahora tan frustrada que un individuo suele considerarse afortunado si no es una persona sin hogar o si no le duele nada. Pero aunque diga Estoy bien, en su interior tiene la sensación de estar perdido, de añorar algo que no sabe nombrar, una sensación de estar descentrado, de faltarle algo. Si se le pregunta directamente si es así, raras veces lo negará.
Para descubrir el preciso carácter de sus evolucionadas expectativas, no tiene, pues, sentido observar el ejemplo del mundo civilizado, el último modelo.
Observar a las otras especies puede ser útil, aunque también engañoso. Por lo que respecta al nivel del desarrollo, las comparaciones con otros animales pueden ser válidas, como en el caso de las necesidades más antiguas, profundas y fundamentales anteriores a nuestra forma antropoide, como la necesidad de aire para respirar, surgida hace cientos de millones de años y compartida por muchos de nuestros compañeros del mundo animal. Pero estudiar sujetos humanos que no hayan abandonado el continuum de una conducta y un entorno adecuados es evidentemente más útil. Aunque lográsemos identificar algunas de aquellas expectativas nuestras que son menos patentes que el aire que necesitamos respirar, siempre quedaría una mayor cantidad de expectativas más sutiles por definir antes de poder siquiera recurrir a un ordenador para que nos ayudase a percibir alguna pequeña fracción del conocimiento instintivo que tenemos de ellas. Es esencial estar constantemente atentos a las oportunidades que tenemos para recuperar nuestra capacidad innata de elegir aquello que es adecuado. El torpe intelecto con el que debemos ahora intentar reconocerlo podría entonces ocuparse de otras tareas para las cuales está más capacitado.
Las expectativas con las que afrontamos la vida están relacionadas de un modo inextricable con las tendencias (por ejemplo, a lactar, a evitar un daño físico, a gatear, a explorar, a imitar). A medida que vamos experimentando el trato y las circunstancias esperadas, la colección de tendencias que hay en nosotros interactúan con ello, de nuevo como la experiencia de nuestros antepasados la han preparado para hacer. Y cuando las expectativas no se ven cumplidas, las tendencias correctivas o compensatorias se esfuerzan por restablecer la estabilidad.
Este continuum humano puede definirse como la secuencia de experiencias que corresponde a las expectativas y tendencias de nuestra especie en un entorno consecuente con aquello en lo que esas expectativas y tendencias se formaron. Incluye que las otras personas que forman parte de aquel entorno se comporten y nos traten adecuadamente.
El continuum de un ser es completo, aunque forma parte del continuum de su familia, el cual a su vez forma parte del continuum de su clan, comunidad y especie, al igual que el continuum de la especie humana forma parte del continuum de la vida. Cada continuum tiene sus propias expectativas y tendencias, las cuales surgen de un precedente largo y formativo. Incluso el continuum que incluye a cada ser vivo espera, de su experiencia de ello, una adecuada variedad de factores en el entorno inorgánico.
En cada forma de vida, la tendencia a evolucionar no es casual sino que fomenta sus propios intereses. Va dirigida a alcanzar una mayor estabilidad, es decir, una mayor diversidad, complejidad y, por tanto, adaptabilidad. No tiene nada que ver con lo que nosotros llamamos progreso. En realidad, la resistencia al cambio, que no está en absoluto en conflicto con la tendencia a evolucionar, es una fuerza indispensable para mantener la estabilidad de cualquier sistema.
Sólo podemos intentar adivinar qué fue lo que interrumpió nuestra resistencia innata al cambio hace algunos miles de años. Lo importante es comprender la importancia que tiene la evolución frente al cambio (sin evolucionar). Son propósitos diametralmente opuestos, ya que la evolución crea a través de la diversificación, que se adapta con más precisión aún que antes a nuestras necesidades, y el cambio destruye al introducir una conducta o una situación que no tienen en cuenta toda la variedad de factores relacionados con servir a nuestros mejores intereses. Todo cuanto el cambio puede hacer es reemplazar una pieza de una conducta bien integrada por otra que no lo sea; sustituye aquello que es complejo y adaptado por lo más simple y menos adaptado. Como resultado, el cambio afecta al equilibrio de todos los factores de dentro y fuera del sistema que están intrínsecamente relacionados.
La evolución crea estabilidad; el cambio, vulnerabilidad.
Los sistemas sociales también siguen estas reglas. Una cultura evolucionada, un estilo de vida para un grupo de gente que satisfaga sus expectativas sociales, puede ser cualquier cultura con una infinita variedad de estructuras. Las características superficiales de estas estructuras son de lo más variadas, pero sus principios básicos apenas se diferencian, y en ciertos aspectos fundamentales, son totalmente idénticos. Serán resistentes al cambio, ya que habrán ido evolucionando con el paso del tiempo como cualquier sistema estable de la naturaleza, de lo que se deduce que cuanto menos obstaculice el intelecto al instinto en la formación de patrones conductuales, menos rígida necesitará ser la estructura en la superficie (acerca de los detalles sobre la conducta, los rituales, los requisitos para ser aceptado) y más inflexible será en su núcleo (en la actitud hacia uno mismo y hacia los derechos de los demás, en la sensibilidad a las señales del instinto que favorecen la supervivencia, en la salud, en el placer, en un equilibrio de las clases de actividad, en un impulso hacia la conservación de la especie, en la economización en el uso de la flora y fauna del entorno, etc.). Es decir, cuanto más dependa una cultura del intelecto para decidir la política y las normas que reinarán en ella, más restricciones se deberán imponer en los individuos que la componen para que las mantengan.
No hay ninguna diferencia esencial entre una conducta puramente instintiva, con sus expectativas y tendencias, y nuestras expectativas igual de instintivas de vivir en una cultura adecuada en la que podamos desarrollar nuestras tendencias y satisfacer nuestras expectativas: en primer lugar, las de recibir un trato preciso en la primera infancia y, más tarde, las de ir experimentando gradualmente una clase de trato (más flexible), unas situaciones y una serie de condiciones que permitan que la adaptación pueda, desee y sea capaz de llevarse a cabo.
El papel de una cultura en la vida humana es tan legítimo como el de un lenguaje. Ambos se inician con la expectativa y la tendencia de encontrar la satisfacción en el entorno. La conducta social de un niño se desarrolla entre las influencias esperadas y los ejemplos dados por la sociedad en la que vive. Sus instintos innatos también lo empujan a hacer aquello que él percibe que los demás esperan de él; sus compañeros humanos le hacen saber lo que esperan de él, según la cultura a la que pertenezca. Aprender es un proceso de satisfacción de expectativas de cierta clase de información, la cual va adquiriendo un creciente y definido orden de complejidad, al igual que los patrones lingüísticos.
Aquello que es adecuado para los modelos de nuestras expectativas, mantenido por el sentido del continuum de cada ser —fomentado por el placer y conservado por una repugnancia natural que aumenta a medida que uno se acerca a los límites de lo que es adecuado—, es la base de un sistema cultural viable de lo que es adecuado y lo que es inadecuado. Las particularidades del sistema pueden de nuevo variar de infinitas formas mientras estas se mantengan dentro de los parámetros esenciales. Hay un montón de espacio para las diferencias, sean de orden individual o tribal, sin que sea necesario sobrepasar esos límites.