La finalidad de este libro no es simplemente contar una historia, sino presentar una idea, aunque creo que resultará valioso contar un poco mi historia, una parte del terreno en el que el concepto arraigó. Creo que puede ser útil explicar cómo mis opiniones llegaron a ser tan distintas de las de los americanos del siglo veinte con los que crecí.
Fui a la selva sudamericana sin desear demostrar ninguna teoría, movida por la curiosidad normal que me despertaban los indios y sólo con el vago sentimiento de que podía aprender algo importante. En Florencia, durante mi primer viaje a Europa, dos italianos me invitaron a unirme a una expedición que iba a explorar la región del río Caroni, un afluente del Orinoco, en Venezuela, en busca de diamantes. Fue una invitación de última hora y tenía veinte minutos para decidirme, por lo que volví corriendo al hotel, hice las maletas, salí disparada hacia la estación y salté al tren justo en el momento que iban a cerrar las puertas.
Fue espectacular, aunque aterrador, cuando de pronto vi, una vez en el tren, reflejado en la polvorienta ventana, el compartimento tenuemente iluminado en el que íbamos a viajar lleno de maletas. Entonces comprendí que me estaba dirigiendo a una auténtica selva.
No había tenido tiempo de reflexionar por qué quería ir, pero mi respuesta había sido instantánea y segura. No era que me hubiera parecido irresistible la idea de buscar diamantes, aunque encontrar una fortuna en el lecho de los ríos tropicales sonaba mucho más atractivo que cualquier otro trabajo que se me hubiera ocurrido hacer, sino que fue la palabra selva lo que me resultó mágico, quizás por un incidente que me había ocurrido de niña.
Me sucedió a los ocho años y parece que tuvo una gran importancia para mí. Todavía sigo creyendo que fue una valiosa experiencia, pero como la mayoría de los momentos iluminadores, me permitió entrever un tipo de existencia sin revelarme su construcción o cómo podía conservar la imagen que había contemplado en medio de la agitada vida cotidiana. Lo más decepcionante de todo fue saber que haber contemplado la incomprensible verdad apenas me había ayudado, si es que lo había hecho, a guiar mis pasos en medio de la confusión. La fugaz visión era demasiado frágil como para sobrevivir al tiempo que tardaría en aplicarla. Aunque aquel incidente me empujó a luchar con todas mis motivaciones mundanas, y lo que era más adverso aún, con la fuerza del hábito, quizás valga la pena mencionarlo, porque fue aquella fugaz sensación de bienestar —por falta de una frase más diáfana— la que me empujó a la búsqueda de lo que describe este libro.
Ocurrió en el transcurso de unas colonias de verano, mientras paseaba por los bosques de Maine. Yo iba a la zaga, me había alejado un poco del grupo y cuando apresuré el paso para unirme a él, vi, a través de los árboles, un claro. En el fondo, en uno de los extremos, había un frondoso abeto, y en el centro, cubierto con un brillante y casi luminoso musgo verdino, se erguía un montículo. Los rayos del sol de la tarde caían inclinados a través de las hojas verdinegras del pinar. El pequeño techo de cielo visible era totalmente azul. Aquella imagen era tan completa, tenía en conjunto una fuerza tan intensa, que me hizo parar en seco. Me acerqué al borde del claro y entonces, suavemente, como si me encontrara en un lugar mágico o sagrado, me dirigí al centro, me senté en él y me tumbé después con la mejilla pegada contra el fresco musgo. Es aquí, pensé, y sentí que la ansiedad que había empañado mi vida se desvanecía. Había encontrado, por fin, el lugar donde las cosas eran tal como debían ser. Todo estaba en su lugar: el árbol, la tierra que había debajo, la roca y el musgo. En otoño, aquel claro sería perfecto; en invierno, cubierto de nieve, sería impecable en su aspecto invernal. Después, la primavera llegaría de nuevo y se volvería a desplegar en él un milagro tras otro, cada uno a su propio ritmo: algunos de los elementos que lo componían morirían; otros, brotarían en su primera primavera, pero todos lo harían con la misma y absoluta perfección.
Sentí que había descubierto el centro perdido de las cosas, la clave de la perfección misma, y que debía atesorar aquel conocimiento que de manera tan clara experimentaba en aquel lugar. Por un momento sentí la tentación de llevarme un poco de musgo como recuerdo, pero un maduro pensamiento me impidió hacerlo. Temí que al atesorar un amuleto consistente en un puñado de musgo perdiera el verdadero premio: la percepción que había tenido, que pudiera creer que mi visión perduraría mientras conservara aquel musgo, sólo para descubrir un día que no poseía más que un trozo de vegetación muerta.
Así que no lo cogí, pero me prometí recordar el Claro cada noche antes de acostarme y que nunca me alejaría de su estabilizador poder. Sabía, incluso a los ocho años, que la confusión de valores impuestos por mis padres, los maestros, otros niños, las niñeras, los monitores de las colonias y otras personas no haría más que empeorar a medida que yo creciera. Los años añadirían complicaciones y me llevarían hacia una maraña cada vez más impenetrable de cosas correctas e incorrectas, deseables e indeseables. Ya había visto lo suficiente como para saber que esto ocurriría. Pero si podía conservar el Claro en mi interior, pensé, nunca me extraviaría.
Aquella noche, mientras estaba en la cama del campamento, recordé el Claro y, sintiéndome llena de agradecimiento, renové la promesa de conservar mi visión. Durante años, la cualidad de esta no menguó ni un ápice mientras evocaba en mi mente cada noche el montículo, el abeto, la luz y la totalidad que aquel claro emanaba.
Pero con el paso de los años a menudo descubrí que me había olvidado del Claro durante días o semanas. Intenté volver a evocar la sensación de salvación que me había infundido en el pasado, pero mi mundo se había ensanchado. Los valores más sencillos que había recibido en la guardería de niña buena/niña mala se habían ido cubriendo poco a poco con los valores a menudo conflictivos de la cultura que me rodeaba y de mi familia, una mezcla de virtudes y cualidades victorianas con una fuerte inclinación al individualismo, a las opiniones liberales, al talento artístico y, sobre todo, a un gran aprecio por un intelecto brillante y original como el de mi madre.
Cuando tenía quince años descubrí, al sentir un triste vacío en mi interior —ya que no podía recordar qué era lo que añoraba— que había perdido el significado del Claro. Recordaba perfectamente la escena del bosque pero, tal como había temido cuando no quise coger el musgo como recuerdo, su significado se había esfumado. En su lugar, mi imagen mental del Claro se había convertido en un amuleto vacío.
Vivía con mi abuela, y cuando ella murió decidí ir a Europa aunque no hubiera terminado los estudios universitarios. Su muerte me llenó de dolor y me sentía muy confundida, pero como siempre que recurría a mi madre esta acababa hiriéndome, pensé que tenía que hacer un gran esfuerzo para conseguir valerme por mí misma. Nada de lo que se esperaba de mí me atraía: ni ser redactora de una revista de moda, ni hacer una carrera como modelo ni obtener un título universitario.
En el camarote del buque en el que viajaba rumbo a Francia me eché a llorar temiendo haberme jugado todo cuanto me era familiar por la esperanza de alcanzar algo indescriptible. Pero no quería volver.
Pasé un tiempo en París haciendo algunos bosquejos y escribiendo poesía. Me ofrecieron trabajar como modelo para Dior, pero rechacé la oferta. Tenía contactos con la revista francesa Vogue, pero no los usé salvo para participar de vez en cuando en algún desfile de modelos, aunque sin comprometerme a continuar participando en ellos. En aquel país extranjero me encontraba más en casa de lo que nunca me había sentido en Nueva York, mi tierra natal. Tenía la impresión de que iba por buen camino, pero aún no sabía qué era lo que estaba buscando. En el verano fui a Italia, primero a Venecia y, después de visitar un pueblo de la campiña lombarda, a Florencia. Allí conocí a dos jóvenes italianos que me invitaron a unirme a una expedición a Venezuela en busca de diamantes. De nuevo, al igual que cuando me fui de América, estaba asustada por el paso tan audaz que iba a dar, pero ni por un instante me planteé echarme atrás.
Cuando por fin empezó la expedición, después de un sinfín de preparativos y retrasos, nos dedicamos a seguir río arriba las aguas del Carcupi, un pequeño afluente sin explorar del río Caroni. Al cabo de un mes habíamos recorrido un buen trecho del río a pesar de los obstáculos, principalmente los árboles que habían caído atravesados sobre el agua que tuvimos que cortar con hachas y machetes para poder pasar con la canoa o las cataratas y rápidos que tuvimos que salvar transportando cerca de una tonelada de material sólo con la ayuda de dos indios. Cuando finalmente instalamos el campamento base para explorar otros afluentes del mismo río, el agua del riachuelo había disminuido.
Era nuestro primer día de descanso desde que habíamos entrado en el Carcupi. Después de desayunar, el jefe italiano de la expedición y los dos indios se fueron a inspeccionar la situación geológica mientras el segundo italiano se tumbaba agradecido en su hamaca.
Cogí uno de los dos libros que había encontrado entre una pequeña serie de títulos ingleses que vendía una tienda del aeropuerto de Ciudad Bolívar y descubrí un lugar donde sentarme entre las raíces de un gran árbol que se inclinaba sobre el río. Cuando iba por la mitad del primer capítulo, no fantaseaba sino que seguía el relato con una atención normal, caí de pronto con una increíble fuerza en algo: ¡Es esto! ¡El Claro! Volví a sentir la misma emoción que había experimentado de niña. Lo había perdido y ahora en un Claro mucho mayor, la mayor selva de la Tierra, lo había vuelto a encontrar. Los misterios de la vida de la selva, las conductas de sus animales y plantas, sus imponentes tormentas y puestas de sol, sus serpientes, orquídeas y su fascinante virginidad, la dificultad de penetrarla y la generosidad de su belleza, todo hizo que el Claro apareciera incluso con una perfección más activa y honda si cabe. Era la perfección misma a gran escala. Mientras sobrevolábamos la selva, parecía un inmenso océano verde extendiéndose a cada lado hasta fundirse con el horizonte, entretejida con vías fluviales, alzándose sobre enérgicas montañas, ofrecida al cielo sobre las palmas abiertas de los altiplanos. Cada una de sus células vibraba de vida, de perfección: siempre cambiante, intacta y perfecta.
Aquel día, llena de alegría, creí que mi búsqueda había terminado, que había alcanzado mi meta: percibir con claridad la pura esencia de las cosas. Era la perfección que había intentado reconocer a través de la confusión de mi niñez y de las conversaciones y razonamientos que solía mantener hasta el amanecer durante la adolescencia con la esperanza de entreverla. Era el Claro que había perdido, encontrado y ahora reconocido, esta vez para siempre. A mi alrededor, sobre mi cabeza, bajo mis pies, todo era perfecto, naciendo, viviendo, muriendo y siendo reemplazado sin que el orden se quebrara en lo más mínimo.
Deslicé amorosamente mis manos sobre las glandes raíces que me sostenían como si se trataran de un sillón y empecé a considerar la idea de vivir en la selva por el resto de mi vida.
Cuando acabamos de explorar el río Carcupi —encontramos algunos diamantes— y regresamos al pequeño colmado de Los Caribes para comprar provisiones, vi en un espejo que había ganado un poco de peso y, por primera vez en mi vida, podía decir que estaba delgada y no esquelética. Me sentí más fuerte, más capaz, con menos miedo que nunca. Estaba progresando en mi amada selva. Aún tenía seis meses para pensar cómo podría quedarme después de que la expedición abandonara el lugar; aún no necesitaba plantearme los problemas prácticos.
Sin embargo, al cabo de los seis meses, estaba dispuesta a irme. Mi estupenda salud se había deteriorado con la malaria, y mi moral estaba socavada por la necesidad de comer carne y verduras frescas. Habría cambiado sin dudarlo un instante uno de los diamantes que tanto nos había costado obtener por un vaso de zumo de naranja. Y estaba más delgada que nunca.
Pero después de permanecer siete meses y medio en la selva, tenía una idea mucho más detallada de su perfección. Había podido ver a los indios tauripán, no sólo a los dos que habíamos contratado sino a clanes y familias enteras en sus propias cabanas, viajando en grupos, cazando, llevando la vida de una especie en su propio habitat, sin que recibieran ninguna ayuda importante del exterior salvo la del machete y el hacha de acero que habían cambiado por las suyas de piedra. Eran las personas más felices que jamás había visto, pero apenas me fijé en ellas. Eran muy distintas a nosotros: tenían un cuerpo más pequeño y menos musculoso; sin embargo, eran capaces de transportar bultos mucho más pesados durante una distancia mucho más larga que el mejor de nosotros. No me planteé demasiado por qué era así. Sus esquemas mentales eran distintos a los nuestros: Para ir a Padacapah, preguntaba uno de nosotros, ¿debemos ir rio arriba en canoa o por tierra?, a lo que un indio respondía: Sí.
Pocas veces veía con claridad que fueran de la misma especie que nosotros, aunque naturalmente si me lo hubieran preguntado habría dicho que sí de inmediato. Todos los niños se portaban muy bien: nunca se peleaban entre sí, nunca eran castigados y siempre obedecían gustosos en el acto. La actitud de desprecio de así son los niños no se utilizaba, aunque nunca me pregunté por qué. En mi mente no dudaba de que la selva fuera perfecta y de que aquello que yo estaba buscando se encontraba en ella, pero la perfección y la viabilidad del ecosistema de la selva, de las plantas, de los animales, de los indios y de todo lo demás no constituyó, como en un principio había supuesto, una respuesta, una solución personal para mí.
De nuevo había algo que no tenía claro. Mi creciente deseo de comer espinacas, beber zumo de naranja y descansar me avergonzaba. Sentía un apasionado y romántico amor y un inmenso respeto por la maravillosa e indiferente selva, y mientras me preparaba para irme, ya estaba pensando en la forma de volver y los medios para hacerlo. La cruda verdad era que yo no había experimentado aquella perfección dentro de mí. Sólo la había visto en el exterior y había logrado reconocerla, aunque de manera muy superficial. De algún modo no había visto lo evidente: que los indios, tan humanos como yo y que también formaban parte de la perfección de la selva, eran el denominador común, el vínculo entre la armonía que me rodeaba y mi deseo de alcanzarla.
No obstante, mi mente, cegada por la cultura de mi civilización, sí se iluminó un poco: por ejemplo, descubrió algo relacionado con el concepto del trabajo. Habíamos cambiado nuestra canoa de aluminio que se nos había quedado un poco pequeña por una piragua mucho mayor. En esta embarcación tallada de un solo árbol habían viajado en una ocasión diecisiete indios con nosotros. A pesar de todo el equipaje que ellos habían añadido al nuestro y de todas las personas que había a bordo, la gran canoa seguía estando medio vacía. Transportarla, esta vez con sólo cuatro o cinco indios como ayuda, a lo largo de un trayecto de casi un kilómetro cubierto de cantos rodados que discurría junto a una gran cascada, era deprimente de contemplar. Para arrastrarla tuvimos que colocar debajo de la misma diversos troncos atravesados para que rodara sobre ellos y avanzara lentamente bajo un sol abrasador, resbalando inevitablemente dentro de las grietas que había entre las piedras cada vez que la canoa se giraba sin que pudiéramos evitarlo y rasguñándonos las espinillas, los tobillos o cualquier otra parte del cuerpo al caer sobre el granito. Antes ya lo habíamos hecho con la canoa pequeña, y los dos italianos y yo, sabiendo lo que nos esperaba, habíamos pasado varios días imaginando con horror el duro trabajo y el sufrimiento que representaba. El mismo día que llegamos a las cataratas del Arepuchi ya estábamos preparados para sufrir, y empezamos a arrastrar, con expresión de disgusto y odio, la canoa sobre las rocas.
Cuando se inclinaba hacia uno de los lados, la maldita piragua era tan pesada que en varias ocasiones alguno de nosotros quedó atrapado entre la embarcación y las ardientes rocas hasta que los demás consiguieron sacarlo de allí. Después de recorrer un cuarto del camino, los tobillos nos sangraban. En parte para escaparme, aunque fuera un minuto, salté a una roca elevada para fotografiar la escena. Desde mi estratégico punto y con mi momentáneo descanso, descubrí un hecho interesantísimo. Ante mí tenía a varios hombres ocupados en una sola tarea. Dos de ellos, italianos, estaban tensos, tenían el ceño fruncido, se enojaban por cualquier cosa y renegaban constantemente en la forma típica de los toscanos. El resto, los indios, se lo estaban pasando en grande. Se reían de la inmanejable canoa convirtiendo aquella lucha en un juego. Cada vez que el grupo se detenía para descansar un poco, ellos se relajaban, se reían de sus propios arañazos; se divirtieron mucho cuando la canoa, al tambalearse hacia delante, aprisionó debajo a uno de ellos y después a otro. Cuando el indio que había quedado con la espalda desnuda presionada contra el abrasador granito pudo volver a respirar, fue el que se rio más fuerte disfrutando del alivio que sentía.
Todos hacíamos el mismo trabajo, todos experimentábamos tensión y dolor. Unos y otros nos encontrábamos en la misma situación, la única diferencia era que nuestra cultura nos había condicionado a creer que esta combinación de circunstancias se encontraba a un nivel muy bajo en la escala del bienestar e ignorábamos que pudiéramos afrontar la situación de otro modo. En cambio, los indios, aunque tampoco sabían que podían afrontar la situación de otra forma, estaban muy alegres, y este estado de ánimo se revelaba en la camaradería que reinaba entre ellos. Y en los días anteriores, como es natural, tampoco se habían amargado la vida esperando la llegada de esta situación. Para ellos, cada vez que la canoa avanzaba era una pequeña victoria. Después de sacar algunas fotografías y volver a unirme al equipo, decidí optar por la elección civilizada y disfruté de veras del resto del porteo. Incluso soporté los arañazos y las magulladuras con una increíble facilidad al no darles más importancia de la que tenían: la de pequeñas heridas que se curarían pronto y que no tenían por qué suscitar ninguna reacción emocional desagradable como cólera, autocompasión o resentimiento, ni ninguna angustia por las muchas otras que tendría cuando acabásemos de transportar la canoa. Al contrario, me descubrí apreciando lo increíble que era mi cuerpo al curarse por sí solo sin que tuviera que darle instrucciones ni decidir nada.
Pero de pronto la sensación de independencia que me embargaba volvió a ser presa de la tiranía del hábito, del gran peso del condicionamiento cultural que sólo podía contrarrestar siendo constantemente consciente de él. Pero no me esforcé lo suficiente, y cuando la expedición tocó a su fin, me fui sin haber aprovechado demasiado aquel descubrimiento.
Más tarde obtendría otra pista sobre la naturaleza humana y el trabajo.
Había dos familias indias que vivían en una cabana desde la que se veía una preciosa playa blanca, una laguna rodeada de una masa rocosa en forma de media luna, y al fondo se desplomaban las cataratas del Caroni y el Arepuchi. El padre de una de las familia se llamaba Pepe, y el otro, César. Fue Pepe el que me contó la historia.
Parece ser que César había sido adoptado de pequeño por una familia venezolana y se había ido a vivir con ella a un pueblecito. Lo mandaron al colegio, aprendió a leer y escribir y se crio como un venezolano más. Al llegar a la adultez decidió ir, como tantos otros hombres de los pueblos guianeses, a la parte alta del río Caroni para intentar encontrar diamantes. Mientras estaba trabajando con un grupo de venezolanos, Mundo, el jefe de los tauripanes de Guayparu, lo reconoció.
—¿No habías ido a vivir con José Grande? —le preguntó Mundo.
—Según cuenta la historia, José Grande me crio —dijo César.
—Pero has vuelto con tu gente. Entonces eres un tauripán —dijo Mundo.
Con lo cual César, después de reflexionar mucho sobre ello, decidió que prefina vivir como un indio y no como un venezolano, y se mudó a Arepuchi, donde vivía Pepe.
Durante cinco años, César vivió con la familia de Pepe, se casó con una bonita mujer tauripán y fue padre de una niña. Como a César no le gustaba trabajar, él, su mujer y su hija se alimentaban de la plantación de Pepe. César estaba encantado de descubrir que Pepe no esperaba que él cultivara su propio huerto o que le ayudara siquiera en el suyo. Pepe disfrutaba trabajando, y como a César no le gustaba trabajar, el arreglo les fue bien a los dos.
A la mujer de César le gustaba ayudar a las otras mujeres y niñas a cortar y preparar la mandioca para comer, pero a César lo único que le atraía era cazar tapires y de vez en cuando alguna otra pieza. Al cabo de un par de años, empezó a gustarle la pesca y añadía los peces que atrapaba a los de Pepe y sus dos hijos, a quienes siempre les había gustado pescar y habían estado alimentando a la familia de César con una actitud tan generosa como si hubiera sido su propia familia.
César, después de cinco años de vivir a su aire, sintió que nadie le presionaba para que colaborara en el proyecto y pudo disfrutar del trabajo de una manera tan libre como Pepe o cualquier otro indio.
Pepe nos dijo que en Arepuchi todo el mundo estaba contento viendo que César se sentía cada vez más descontento e irritable. Él quería cultivar un huerto, dijo Pepe riendo, ¡pero ni él mismo lo sabía! Para Pepe era muy cómico que alguien no supiera que deseaba trabajar.
Aquellas curiosas indicaciones acerca de que los que vivimos en el mundo civilizado estábamos trabajando condicionados por unas serias falsas ideas sobre la naturaleza del hombre a mí no me sugirieron, en aquella época, ningún principio general sobre el tema. Pero aunque yo no me formara ninguna idea de lo que deseaba conocer o ni siquiera supiera con claridad que estaba buscando algo, al menos reconocí que había encontrado un camino que merecía la pena seguir. Todo ello hizo que deseara recorrerlo durante varios años.
La Segunda expedición, que se dirigía a una región que se encontraba a seis semanas de camino de las zonas fronterizas de la Venezuela de habla hispana, la dirigió otro italiano, un profesor que tenía la convicción de que una chica no tenía nada que hacer en la selva. Sin embargo, uno de mis antiguos compañeros logró que me aceptara a regañadientes y pude seguir mi camino hacia el mundo de la Edad de Piedra de las tribus yecuanas y sanemas, protegidas del contacto exterior gracias a la llamada impenetrable selva tropical y que residían en la parte alta de la cuenca del río Caura, cerca de la frontera brasileña.
La fuerte personalidad de los hombres, mujeres y niños era incluso más patente en aquel lugar porque allí, a diferencia de lo que les había ocurrido a los tauripanes, nunca nadie había necesitado mostrar un rostro inexpresivo para defenderse de las curiosas miradas de los desconocidos. Pero en aquellas lejanas tierras extranjeras no caí en la cuenta de que gran parte de la cualidad irreal que emanaba aquel pueblo se debía a la ausencia de infelicidad, factor que había estado muy presente en todas las sociedades con las que yo estaba familiarizada. Debí tener la vaga sensación de que detrás de los árboles, escondido en alguna parte, el fantasma de Cecil B. de Mille dirigía la acción que se estaba desarrollando con la clásica y superficial visión hollywoodiana del mundo de los salvajes. Para ellos, las normas de la conducta humana carecían de sentido.
Durante tres semanas, periodo en el cual mis compañeros me dijeron que se habían visto obligados a detenerse a causa de un gran grupo de pigmeos que los habían retenido como si fueran mascotas, estuve viviendo con los yecuanas. En aquel breve tiempo desaprendí muchas más suposiciones con las que me había criado que durante toda la primera expedición. Y empecé a ver el valor que tenía el proceso del desaprendizaje. En las entrelazadas capas de mis prejuicios también lograron penetrar varias contribuciones relacionadas con ver el tema del trabajo desde otro punto de vista.
Una de ellas fue que en el vocabulario yecuana, al parecer, no existía la palabra trabajo. Tenían la palabra tarabaho que usaban para referirse a los intercambios que realizaban con los que no eran indios, que, aparte de nosotros, conocían casi únicamente de oídas. Este vocablo procedía de la palabra castellana trabajo pronunciada con una ligera incorrección, y se refería de una manera bastante exacta a lo que los conquistadores y sus sucesores entendían por ello. Caí en la cuenta de que era la única palabra derivada del castellano que yo había aprendido de ellos. Al parecer, en la lengua yecuana no había ningún concepto de trabajo similar al nuestro. Tenía distintas palabras para referirse a cada una de las actividades que pudiera incluir, pero no un vocablo genérico.
Si no distinguían el trabajo de las otras formas de emplear el tiempo, no era de extrañar que se comportaran de una manera tan irracional —como entonces a mí me parecía— en cuanto al hecho de ir a buscar agua. Las mujeres dejaban el calor del fuego varias veces al día y, llevando dos o tres pequeñas calabazas cada vez, descendían una parte de la montaña, bajaban por la pendiente de un precipicio que era muy resbaladiza cuando estaba húmeda, llenaban las calabazas en un riachuelo y volvían a subir la ladera para regresar a la aldea. Toda la operación les tomaba unos veinte minutos. Muchas de ellas llevaban tanto a sus bebés como las calabazas a cuestas.
Cuando descendí con ellas la primera vez, me sorpendió que tuvieran que ir tan lejos para ir a buscar algo tan básico que necesitaban constantemente. Me resultaba incomprensible que no hubieran elegido vivir en un lugar donde el agua fuera más accesible. La última parte del trayecto que discurría por las orillas del riachuelo me producía mucha ansiedad porque debía caminar con cuidado para no despeñarme. Es cierto que los yecuanas poseen un mejor sentido del equilibrio y, al igual que los indios norteamericanos, no sufren de vértigo, pero el hecho fue que ni ellas ni yo nos caímos nunca, y que sólo a mí me molestaba tener que andar con tanto cuidado. Ellas también avanzaban con mucha precaución, pero no fruncían el ceño como yo ante esta dificultad. Seguían avanzando cotilleando o bromeando bajito, por la llanura o la ladera, ya que normalmente iban en grupos de dos, tres o más mujeres, y siempre reinaba un ambiente festivo.
Una vez al día, cada mujer dejaba las calabazas y la ropa —un pequeño cache-sexe parecido a un delantal que cubría el bajo vientre y las cuentas que les adornaban los tobillos, las rodillas, la cintura, la parte superior de los brazos, el cuello y las orejas— en la orilla y se bañaban con sus bebés. Siempre que participaban muchas mujeres y niños en el baño, este adquiría una cualidad romana de voluptuosidad. Cada movimiento indicaba un goce sensual, y los bebés eran manejados como objetos tan maravillosos que sus propietarias no podían evitar mostrar una expresión de falsa modestia por el placer y el orgullo que sentían. Descendían la montaña con el mismo distinguido y casi petulante estilo, y el último trecho peligroso que quedaba para llegar al riachuelo lo recorrían con el elegante paso de una Miss Mundo que se dirige a recoger su corona. Todas las mujeres y niñas yecuanas que vi se movían con la misma gracilidad, aunque la distinta personalidad de cada una hacía que las manifestaciones de sus atractivos fueran muy variadas.
Después de reflexionar, me resultó difícil pensar en otra manera mejor de usar el tiempo para ir a buscar agua, al menos desde el punto de vista del bienestar. Por otro lado, si hubiera juzgado la situación basándome en el progreso —o en sus sirvientes: la velocidad, la eficacia y la novedad—, aquel paseo para ir a buscar agua habría sido, sin duda, una estupidez. Pero la experiencia que yo había tenido de la ingenuidad de este pueblo era tal que no me cabía la menor duda de que si les hubiera pedido que inventaran un sistema para que yo no tuviera que ir hasta el riachuelo para buscar agua, habrían construido una tubería con cañas de bambú o una polea para ayudarme a evitar el resbaladizo trayecto o me habrían construido una cabana cerca del riachuelo. Pero ellos no tenían ningún motivo para progresar ni la necesidad de hacerlo, no había nada que les empujara a cambiar su estilo de vida.
Que yo considerara una imposición tener que coordinar mis movimientos a la perfección o que me molestara, desde un punto de vista sin analizar, el tiempo empleado en satisfacer una necesidad, era una asignación arbitraria de valores que su cultura no compartía.
Otro descubrimiento sobre el trabajo me llegó más como una experiencia que como una observación. Anchu, jefe de la aldea de los yecuanas, adquirió la costumbre de orientarme, a la menor oportunidad que se le presentaba, para que yo me comportara con más alegría. Yo acababa de cambiar un adorno de cristal por siete cañas de azúcar y estaba también en el proceso de asimilar una lección, que mencionaré más tarde, sobre una técnica de trueque entre unas personas cuyas buenas relaciones son más importantes que sus negocios. La mujer de Anchu regresó a su cabana situada en un aislado paraje, y Anchu, un sanema que parecía ser su mayordomo, y yo, teníamos que subir dos montañas para llegar hasta la aldea que se encontraba en la cima de una tercera montaña. Las siete cañas de azúcar permanecían en el suelo, donde su mujer las había dejado. Anchu indicó a dos magníficos sanemas que cogieran tres cañas, y él se colocó tres más sobre el hombro, dejando una en el suelo. Yo esperaba que los hombres cargaran con todas, y cuando Anchu señaló con el dedo la última caña de azúcar y dijo Amaadeh [Tú], por un instante me molestó la idea de que me ordenara cargar con algo al subir la empinada ladera cuando había dos corpulentos hombres que podían hacerlo; pero justo a tiempo recordé que Anchu, tarde o temprano, acababa sabiendo qué era lo mejor.
Me puse la caña sobre el hombro, y mientras Anchu me esperaba para que yo fuera a la cabeza, empecé a subir la primera ladera. La carga de miedo que había acumulado mientras bajaba la montaña pensando en el largo camino de vuelta y que se había afianzado mientras almorzaba con Anchu y con el tiempo que había pasado en la plantación de azúcar, se había agravado ahora con la noticia de que además debía cargar con una pesada caña. Mis primeros pasos se vieron ensombrecidos con el pensamiento del estrés que siempre me causaba caminar por la selva, especialmente cuando tenía que subir una colina y cargar con algo que me impedía tener las manos libres.
Pero de pronto todo aquel peso extra que sentía se evaporó. Anchu no dio la menor señal de que yo debiera caminar más deprisa, de que mi prestigio se viera comprometido si yo andaba con un ritmo agradable, de que me estuviera juzgando por mi rendimiento o de que el tiempo que estábamos pasando mientras regresábamos fuera en ningún modo menos deseable que el tiempo que pasaríamos cuando hubiéramos llegado.
En cambio, cuando había realizado el mismo ejercicio con mis compañeros blancos, el elemento de las prisas siempre había estado presente, al igual que la inquietud que me producía tener que mantener el ritmo de los hombres para salvar el honor del sexo débil y la indiscutible suposición de que la ocasión era desagradable porque ponía a prueba la resistencia física y la determinación moral de uno. Pero en esta ocasión, la conducta tan distinta de Anchu y de los sanemas eliminó estos elementos y me dejó sólo con la realidad de estar andando por la selva con una caña de azúcar sobre el hombro. Había desaparecido cualquier sentimiento de competitividad y el estrés físico que me producía el forzar el cuerpo para demostrar satisfactoriamente su fortaleza; además, ya no necesitaba hacer gala de mi inquebrantable fuerza de voluntad ante el martirio.
Un nuevo placer se añadió entonces a mi libertad: tomé conciencia de que no estaba llevando sólo una caña de azúcar, sino parte de una carga compartida entre tres compañeros. Había oído hablar del espíritu de equipo hasta que sólo llegó a significar para mí fingir en la escuela y en las colonias de verano. La posición de uno siempre corría peligro. Uno siempre se sentía amenazado, observado y juzgado. El simple asunto de colaborar en una tarea con un compañero se perdía en una maraña de competitividad; nunca había tenido la oportunidad de surgir el primordial sentimiento de placer de unir las fuerzas de uno con las de los demás.
Me sorprendió la velocidad y facilidad con la que yo estaba caminando. Normalmente, empapada de sudor y llegando hasta el límite de mis fuerzas, no habría avanzado tan deprisa. Quizás estaba captando fugazmente el secreto de los indios que ganaban a nuestros corpulentos y bien alimentados hombres a pesar de poseer en general una menor fuerza muscular. Los indios economizaban sus fuerzas usándolas sólo en el trabajo, sin gastarlas en las tensiones vinculadas a él.
Me acordé de la sorpresa que me habían causado los tauripanes en la primera expedición cuando, llevando cada uno unos treinta y cinco kilos a sus espaldas y cruzando cuidadosamente un puente consistente en un estrecho tronco que había sido derribado para poder cruzar el río, uno de ellos se acordó de una anécdota graciosa, se detuvo en medio del tronco, se giró, contó la historia a sus compañeros que iban detrás de él, y después se volvió a poner en marcha mientras él y sus amigos se echaban a reír con aquella musicalidad que les caracterizaba. Como nunca se me había ocurrido que los tauripanes no sufriesen como nosotros en aquellas circunstancias, sus risas me produjeron una extraña sensación; me pareció casi que estaban locos. (En realidad se parecía mucho a la costumbre que tenían de contar una broma en medio de la noche, cuando todo el mundo estaba durmiendo. Aunque algunos de ellos roncaran ruidosamente, todos se despertaban en el acto, se echaban a reír y al cabo de unos segundos ya estaban durmiendo y roncando de nuevo. No tenían la sensación de que ser despertados fuera más desagradable que estar durmiendo, y cuando esto ocurría, estaban totalmente despiertos, al igual que en aquellas ocasiones en las que todos los indios oían al mismo tiempo una lejana manada de peligrosos pécaris aunque estuvieran durmiendo, mientras que yo, que estaba despierta escuchando los sonidos de la selva que nos rodeaba, no había oído nada). Como la mayoría de viajeros, había observado su inusual conducta sin comprenderla y nunca había intentado salvar la distancia que había entre su manera de expresar la naturaleza humana y la nuestra.
Pero en aquella segunda expedición empecé a aficionarme a las nuevas ideas que me venían a la cabeza sobre unos temas que hasta entonces no me había cuestionado, como: El progreso es bueno. El hombre debe vivir siguiendo unas leyes, Un niño pertenece a sus padres. El ocio es más agradable que el trabajo.
Las expediciones Tres y Cuatro, bajo mi propia dirección, una de cuatro meses de duración, y la otra, de nueve, me llevaron a la misma región, y el proceso continuó. Mis diarios reflejaban que la técnica del desaprendizaje estaba convirtiéndose en algo muy natural para mí, pero aún no me había cuestionado las premisas más amplias en las que mi propia cultura basaba su visión de la condición humana, como la de que la infelicidad es una parte legítima de la experiencia, al igual que la felicidad, y que es necesaria para poder valorar la felicidad, o que es más ventajoso ser joven que viejo. Para volver a analizar estas cuestiones tuve que curiosear indiscretamente durante mucho tiempo.
Al final del cuarto viaje volví a Nueva York con la cabeza llena de todo aquello que había visto y con un punto de vista tan despojado de suposiciones que el efecto fue como si, después de seguir un camino largo y difícil, no hubiera llegado a nada. Consideré mis observaciones como las piezas separadas de un rompecabezas, sintiéndome reacia a unirlas, acostumbrada como estaba ahora a diseccionar cualquier cosa que pareciera sospechosa, como un grupo de patrones conductuales que representaban un principio de la naturaleza humana.
Sólo cuando un editor me pidió que escribiera un artículo para que desarrollara una frase mía que había aparecido citada en el New York Times[1] empecé a invertir el proceso de disección y a percibir, poco a poco, el orden que subyacía no sólo en mis observaciones de Sudamérica sino también en los desnudos fragmentos en los que yo había roto mi experiencia de la vida del mundo civilizado.
En aquella época aún no tenía ninguna teoría, pero a medida que seguía observando mi entorno sin pestañear, vi por primera vez algunas de las distorsiones de las personalidades que me rodeaban y empecé a comprender también algunas de las fuerzas distorsionantes. Al cabo de aproximadamente un año reconocí también los orígenes evolutivos de las expectativas humanas y las tendencias que empezaban a explicar el elevado estado de bienestar de mis amigos salvajes comparado con el de las personas del mundo civilizado.
Antes de exponer estas ideas en un libro pensé que era mejor hacer una quinta expedición. Quería volver a observar a los yecuanas, esta vez con las nuevas ideas que me había formado, para ver si mis observaciones, obtenidas al mirar hacia atrás y ver un conjunto de pruebas, podían aumentarse útilmente mediante un deliberado estudio.
La pista de aterrizaje que habíamos despejado en la segunda expedición y usado en la tercera y cuarta, se había convertido durante un tiempo en la sede de una misión y en una estación meteorológica, pero ahora ambas habían sido abandonadas. Los yecuanas, a pesar de que algunos habían adquirido camisas y pantalones, seguían por suerte siendo los mismos, y sus vecinos sanemas, aunque las enfermedades los hubieran exterminado casi por completo, seguían manteniendo con firmeza su antiguo y probado estilo de vida. Ambas tribus estaban dispuestas a trabajar o hacer trueques para recibir regalos del exterior, pero no querían comerciar con ninguna parte de sus opiniones, tradiciones o estilo de vida. Algunas escopetas y linternas crearon en sus poseedores un moderado deseo de pólvora, balas, cápsulas fulminantes y pilas, pero no el suficiente como para obligarlos a hacer cualquier trabajo que no les gustara ni a seguir una tarea cuando les empezaba a parecer tediosa.
Algunos detalles que habían escapado a una casual observación, como si los niños estaban o no presentes durante el acto sexual de sus padres, los obtuve haciendo preguntas, al igual que otros detalles, como la cosmovisión, mitología, actividades chamánicas, etc. de la tribu, todo lo cual tenía importancia para una cultura como la suya que encajaba tan bien con la naturaleza humana.
Pero principalmente la expedición Cinco sirvió para convencerme de que las interpretaciones que yo hacía de su comportamiento, construidas a partir de los recuerdos que guardaba, se veían apoyadas por la realidad. De hecho, lo que en el pasado habían sido las incomprensibles acciones de los indios de ambas tribus, al verlas bajo la luz de los principios del continuum, no sólo se podían comprender sino a menudo prever.
En mi búsqueda por encontrar excepciones que pudieran indicar que había fallos en mi razonamiento, descubrí que estas confirmaban la regla sistemáticamente, como en el caso de un bebé que se chupaba el dedo, tensaba el cuerpo y gritaba como un bebé del mundo civilizado pero que no suponía ningún misterio, porque poco después de nacer los misioneros lo habían llevado a un hospital de Caracas donde había estado ingresado durante ocho meses hasta que su enfermedad había remitido y había podido volver con su familia.
El doctor Robert Coles, psiquiatra infantil y escritor, me contó que una fundación americana lo había llamado para que evaluara mis ideas, y que le habían invitado en calidad de experto en este campo pero que el campo, por desgracia, aún no existía y que ni él ni nadie podía considerarse un experto en él. El concepto del continuum debe evaluarse, por tanto, según sus propios méritos, a medida que logre o no llegar hasta aquellos sentidos y facultades semienterrados en cada persona y que se propone describir y restablecer.