Tía Lisa

Trude se había enterado de que el señor Paul y su esposa se habían ofrecido a ocuparse de mí. Los visitamos varias veces. La mujer del señor Paul me pidió que la llamara «tía Lisa» en lugar de «señora G».

No era mi tía, ni mucho menos.

Trude dijo que tenía que salir de viaje y que yo me quedaría en casa de la señora G. Respondí que prefería no ir. Me llevó de todos modos.

Trude regresó de su viaje. Vino a tomar el té.

—Bueno, y ¿qué tal te va? —le preguntó la señora G.

—Regular, regular.

La señora G le contó que yo había vuelto al colegio, que ya la llamaba tía Lisa y que comía muy poco.

Trude y la señora G estaban en la sala. Permanecían inmóviles en sus sillas, cada una con una taza de té en la mano. Yo estaba de pie, en el pasillo, sobre las tablas de color ocre. Todas las puertas se encontraban cerradas menos la de la sala. El pasillo estaba oscuro y frío. Trude y la señora G. miraban hacia fuera. No se movían. No hablaban. Contuve la respiración y agucé el oído para comprobar si todavía respiraban.

Trude dijo que el que yo comiera poco no importaba tanto, pues eso ya se arreglaría. En el campo tampoco había comido mucho.

—Si no come lo suficiente, morirá —repuso la señora G—. Ha de comer más.

Trude dijo que no podía hacer nada para solucionado. Tuvo que marcharse. Yo me eché a llorar.

Durante la cena no probé bocado. Me mandaron a mi habitación con el plato. Al cabo de un rato se presentó tía Lisa. Intentó meterme la cuchara en la boca. Me preguntó por qué me negaba a comer. Contesté que no tenía hambre y que había demasiada comida. Ella insistió en que comiese.

—Tienes casi ocho años, ya no eres un niño pequeño.

Tomé una cucharada y a punto estuve de vomitar. Le dije que en la habitación hacía mucho calor. Tía Lisa me atrajo suavemente hacia sí y me preguntó por qué había llorado tanto aquella tarde. Me acercó otra cucharada a los labios. Aparté la cabeza. Dejó la cuchara sobre la mesa, cogió con suavidad mi cabeza entre las manos y dijo al tiempo que asentía:

—Pero has de comer algo. Si no lo haces, morirás. Y no nos gustaría perderte.

Me dio un beso en los labios.

Empecé a patalear. Cogí el plato y lo arrojé al suelo. Lo pisoteé y me puse a llorar y a gritar:

—¡Me has besado en la boca! ¡Ahora me moriré! Mi madre me lo dijo.

La boca se me llenó de vómito. Sentí que me ahogaba. Devolví a chorros sobre el suelo, salpicando las piernas de tía Lisa.

—Mira lo que has hecho —dijo—. Límpialo. Ya no eres un niño.

Me dio un trapo. Empecé a limpiar.

A mis padres adoptivos

que tuvieron que

aguantarme tantas cosas.

Ámsterdam,

19 de noviembre de 1977,

a las 19.00 horas