Íbamos en un camión. La parte delantera de la caja estaba llena de trastos: maletas, bolsas, trapos, mantas.
Trude se había agenciado una especie de petate de marinero. Yo estaba sentado encima y miraba hacia atrás, más allá de la gente que iba sentada en la caja. A lo largo de los laterales habían puesto bancos, en uno de los cuales se había sentado Trude. Gritó que debía abrocharme bien el abrigo. Había puesto unos bultos blandos a mi alrededor para protegerme del viento. Alguien gritó:
—¡Todavía faltan cien kilómetros!
Una mujer se dirigió gateando hacia la cabina del camión y golpeó el techo con los puños. Apareció una cabeza por la ventanilla. Un canadiense se encaramó a la caja. Rodeó el hombro de la mujer con un brazo y acercó la oreja a la boca de ésta. Asintieron y negaron con la cabeza. Dijeron fast y slow y okay. El canadiense repartió cigarrillos y chocolate y regresó a la cabina, pasando por encima del borde de la caja. No me gustaba el chocolate. El motor rugía con más fuerza aún. La mujer volvió a golpear la cabina. Los árboles desfilaban cada vez más rápido.
—Todavía faltan sesenta kilómetros.
Sentí ganas de orinar. Grité a Trude que tenía mucha prisa. Se lo repetí tres veces. Ella se arrastró hacia mí. Me preguntó si quería hacerlo por encima del borde de la caja. Respondí que no. Trude me dijo que en ese caso no me quedaba más remedio que aguantarme. Contesté que ya no podía. Entonces me dijo que me lo hiciera en los pantalones. Me eché a llorar y repliqué que mi madre nunca lo hubiese consentido. Trude dijo que en ese caso estaba permitido, y que mi madre seguramente habría dicho lo mismo. No la creí. Me indicó que lo hiciese por encima del borde. Le pedí que me quitase el pesado paquete que tenía encima de las rodillas. Se disponía a hacerlo, cuando le dije que ya era demasiado tarde. Entonces lo dejó.
Poco a poco, mis pantalones se volvieron calientes y húmedos. Solté un suspiro, empecé a tiritar y dejé de contenerme. Por un instante todo quedó sumido en el silencio. Cesaron el viento, el ruido del motor y los gritos. Vi el bulto blando sobre mis rodillas. Sentí que mis piernas y mi vientre se calentaban y mojaban lentamente. Deseé que todo mi cuerpo se volviera igual de cálido y húmedo.
—Todavía faltan cuarenta kilómetros.
Tenía frío. Algunas personas empezaron a cantar. La gente se inclinaba todo lo que podía por encima de los bordes laterales del camión.
—¿Alcanzas a leerlo?
—Sólo faltan dieciséis kilómetros; llegaremos pronto.
Muchos se echaron a llorar y se abrazaron.
—Ahora ya no puede pasarnos nada. Ya hemos llegado.
—No hay que alegrarse antes de hora —advirtió un hombre.
—Catorce kilómetros, sólo catorce kilómetros.
Oímos gritos de alegría procedentes de los otros camiones. Primero, de los que nos adelantaban. Luego, de los que iban detrás del nuestro.
Aminoramos la marcha.
—Ámsterdam, seis kilómetros.
—Ya veo las casas.
—Yo también.
De repente, todos cayeron al suelo. El camión había acelerado de repente. El canadiense asomó la cabeza por la ventanilla de la cabina.
—Okay? —preguntó entre risas.
Los que habían caído gritaron, divertidos y enfadados a un tiempo: Okay!, y continuaron sentados.
—Ya hemos llegado, estamos en casa.
—Hemos vuelto.
—¡Viva Mokum!
Todos se abrazaron y felicitaron. A mí también me felicitaron. Dieron vueltas arrastrándose en el camión que traqueteaba, cayeron y volvieron a levantarse.
Antes de que el camión se detuviera, algunas personas habían trepado ya por encima de los bordes de la caja. Se arrojaron al suelo y besaron los adoquines. Lloraban.
Trude me llevó al interior de un edificio. En una sala grande había colchones de paja cubiertos con mantas.
Me lavó de arriba abajo con jabón y me dio ropa nueva. Después celebramos una fiesta. Y, por el momento, no me mandaron a dormir.
Más tarde, Trude me metió en la cama. Dijo que volvía a la fiesta. Me pareció muy bien.
—Que tengas felices sueños. ¡Tu primera noche de regreso en Mokum!
Me besó y se fue. Cuando llegó a la puerta me saludó con la mano, riéndose.
El dormitorio estaba sumido en el silencio. Desde la sala donde se celebraba la fiesta me llegaban la música, los cantos y los gritos alegres de la gente.