Me dejaron dormir sobre el banco hasta que me desperté solo. Ya era otra vez de día. El tren seguía parado entre el bosque y el prado. A través de la ventanilla vi el lugar donde habíamos preparado la sopa. Me volví hacia mi madre y quise preguntarle si era la mañana siguiente a la noche en que me había quedado dormido. Dormía. Trude, que estaba sentada a su lado, me dijo que se sentía muy cansada y que no debía molestarla. Me senté en el banco. Quedaba bastante sitio libre. Había mucha menos gente en nuestro vagón. Le pregunté a Trude dónde se habían metido los demás. Respondió que algunos se habían ido a recorrer el tren y que otros habían ingresado en el vagón que hacía las veces de enfermería. Me puse delante de la ventanilla y miré hacia el prado. Oí pasos sobre la gravilla, pero no vi nada.
El ruido se acercaba. Apreté la nariz contra el cristal para mirar mejor. Por la derecha, vi que se acercaban soldados marchando en columna, y detrás de ellos muchos más, y más. Le grité a Trude que llegaban soldados. Repuso que ya lo sabía. Grité que era muy peligroso, que había muchísimos. Se levantó y miró por la ventanilla.
—No —murmuró—. No —repitió.
Le dije que lo viera con sus propios ojos. De pronto oímos gritos procedentes de los otros vagones. Trude cogió a mi madre y la sacudió. Más gente miró hacia fuera. Pasó la primera fila de soldados. Miraban al frente. Llevaban los fusiles colgados del hombro. Al andar extendían las piernas muy rectas delante de ellos. Mi madre volvió la cara hacia el tabique y exclamó:
—¡Déjame, por favor!
Trude se echó a llorar.
—¿Lo ves? —preguntó—. ¿Lo ves? Son los rusos, ya somos libres, se acabó.
Me apretó contra su cuerpo. Más gente gritó entonces que eran los rusos y que habíamos sido liberados. Yo también me eché a llorar. Le dije a Trude que no era cierto y que se trataba de soldados como los del campo o aquel que el día anterior nos había obligado con malos modos a subir al tren.
—Son los rusos, somos libres —repitió Trude.
Otra vez sacudió a mi madre, que la miró a la cara, después miró por la ventanilla y me abrazó.
—Gracias a Dios —musitó.
Dijo también que se sentía muy mal y que probablemente tuviera que ingresar pronto en el vagón-enfermería, porque de lo contrario nuestra salud también corría peligro. Añadió que yo debía permanecer junto a Trude y pidió a ésta que me cuidase bien. Trude se lo prometió, pero le dijo a mi madre que era preferible que permaneciese en nuestro vagón hasta que nos permitiesen abandonar el tren, pues no le parecía conveniente ni necesario que ingresara en el vagón-enfermería.
Repetí que los soldados eran como los de antes y que todo el mundo se había vuelto loco. Trude me señaló la diferencia entre los boches y los rusos. Se evidenciaba en sus gorras, en sus caras y en sus botas, pero yo no encontraba ninguna diferencia. Poco después pasó otra columna de soldados. Trude me indicó que aquéllos no llevaban fusiles ni cascos en la cabeza. A su lado iban otros soldados con fusiles y gorras. Ésos eran los rusos. Los demás eran boches que habían caído prisioneros. Seguí mirando. De vez en cuando llamaba a Trude para preguntarle si el soldado que le señalaba era un ruso o un boche. Al cabo de dos o tres veces, ya conseguí distinguirlos.
Los rusos se llevaron a todos los boches. La vía férrea estaba cubierta de ellos. Le pregunté a Trude si los rusos iban a fusilados. Contestó que no lo creía, pero que no le importaría que lo hiciesen. Otro niño se puso delante de mi ventanilla. Había cogido una rama de árbol y la manejaba como si se tratara de un fusil. Disparó contra los boches. Le pedí que me dejara disparar también. No me dejó, pero Trude partió la rama por la mitad y así los dos pudimos matar a tiros a los boches prisioneros. De vez en cuando rozábamos a un ruso, pero era por accidente.
Había mucho ruido en el tren. Se oían gritos y llantos y los disparos de los niños. Trude me preguntó por qué no quería disparar más. Le dije que de todas formas no morían de verdad. Después me senté junto a mi madre y le acaricié la mano. Estaba durmiendo.
Desde el lugar donde estaba veía pasar las cabezas de los soldados. Para entonces ya conocía la diferencia entre los rusos y los boches.
Todavía había mucho ruido en el vagón. Y empezó a hacer mucho calor. El sol daba de lleno en el tren desde la mañana. No se podían bajar las ventanillas y las puertas aún estaban cerradas con llave. Ya no pasaban tantos soldados, y casi siempre eran sólo rusos.
Se oyó el silbido de una locomotora. Al cabo de un rato notamos un golpe y después nos pusimos en marcha. La gente dio gritos de alegría.
Nos detuvimos en una pequeña estación. Trude me preguntó si podía leer el nombre. Leí la palabra «Trobitz». Dijo que tenía que recordar muy bien ese nombre.
Bajamos del tren.
Pusieron a mi madre en una carreta y la llevaron a un hospital.
Yo acompañé a Trude. Tuvimos que hacer cola durante un ratito, pero no fue muy largo. Después caminamos con otra gente y algunos soldados rusos por entre las casas de Trobitz. Llegamos a una gran casa blanca. Los rusos hicieron abrir las puertas. Después obligaron a salir a los que estaban dentro y nos dejaron entrar a nosotros. Trude, yo y otra mujer, Eva, nos instalamos en el desván, porque éramos quienes podíamos subir mejor por la escalera. Había una cama grande en la que cabíamos los tres cómodamente. Eva salió un momento y volvió con sábanas, toallas y jabón. Trude me lavó con agua y jabón de los pies a la cabeza mientras ella también se lavaba. Después tuve que ir a dormir. Ya se había hecho otra vez de noche. Trude dijo que permanecería sentada a mi lado hasta que el sueño me venciese. Luego bajaría un momento y quizá saliera, pero en ese caso Eva se quedaría abajo.
Las sábanas eran lisas y blancas, y estaban bien planchadas. Sobre ellas había una manta azul claro. La cama era grande, así que no había peligro de que me cayese al suelo. Y además era muy suave y calentita. Mi cabeza se hundía en la almohada. Trude corrió la cortina. Dejó encendida la lamparilla de noche.
Se oían pasos y risas procedentes de abajo.
Trude se sentó en la cama. Le pedí que me pusiese la mano sobre la cabeza. Mi madre lo hacía siempre para que me durmiese antes.
Ella apoyó una mano sobre mi cabeza y murmuró:
—Nuestra primera noche en libertad. Duerme a pierna suelta.