Sopa

Mi madre me despertó. Estaba oscuro. Si queríamos ir a Palestina debíamos estar frente a la verja antes de dos minutos para coger el tren. La gente salió corriendo del barracón. Me calcé los zapatos y me puse el abrigo encima del pijama. Mi madre amontonó sobre un trapo nuestras ropas, junto con otras cosas que tenía siempre a punto. Ató el trapo y apretó el nudo por el camino. Cuando salimos, aún había personas en el barracón, pero la oscuridad era tal que no conseguí distinguir si quedaban muchas.

La verja estaba abierta y delante de nosotros vimos a quienes ya habían salido. Los seguimos. Hacía frío.

El tren estaba repleto y su interior en penumbras. La gente nos ayudó a subir. En los vagones había bancos para sentarse. Le pregunté a mi madre por qué aquel tren no había dado tumbos al ponerse en marcha. Respondió que no lo sabía y me dijo que durmiese.

Desperté y oí hablar a la gente, pero también había pausas de silencio. Ya era de día. Abrí los ojos y al otro lado de la ventana vi nubes de muchas formas. Se recortaban muy blancas contra el cielo azul.

Me incorporé. Fuera, la hierba permanecía inmóvil. Señalé a mi madre que el tren se había parado.

—Vaya —dijo—, ¿por fin te has cansado de dormir?

Me contó que el tren estaba detenido desde hacía más de un día.

—¿No te has dado cuenta? —me preguntó.

Negué con la cabeza y observé a quienes estaban sentados a mi lado y frente a mí, en los bancos. Algunos dormían.

—Debes dar las gracias a la señora P —agregó mi madre señalando a una mujer que estaba junto a mí—. Tuvo la amabilidad de permitir que apoyaras las piernas en su regazo.

Miré a la aludida y le di las gracias en voz baja.

—¡Cuánto has dormido! —exclamó—. A tu madre se le ha anquilosado el brazo. Ahora, por lo menos, podremos estirar las piernas un rato.

Yo estaba sentado en las rodillas de mi madre. Me aparté un poco de la señora P para permitirle ponerse de pie. Sin embargo, continuó sentada. Mi madre me preguntó si podía levantarse un ratito. Me dejó en el suelo, pero siguió sosteniéndome. Cuando se hubo levantado, me hizo sentar en su sitio. Avanzó por entre las piernas hacia el pasillo central. Allí se agarró al respaldo de un banco y permaneció de pie. De vez en cuando daba unos pasos o movía alternativamente los brazos de arriba abajo. Le pregunté si sentía frío.

—Tengo las piernas heladas —contestó—, pero sobre todo entumecidas por haberme pasado tanto tiempo sentada.

Miré hacia fuera, la hierba, las nubes, el cielo. Luego miré otra vez a mi madre. Pregunté si aún debíamos viajar mucho antes de llegar a Palestina. Los que estaban sentados delante me echaron una mirada y luego miraron a mi madre.

—No lo sé —respondió—. No sabemos dónde estamos.

Iba a preguntarle si mi padre tampoco lo sabía, pero de repente recordé que había muerto. Transformé la frase de manera que ella no se diese cuenta de que lo había olvidado y le pregunté por qué se había parado el tren.

Respondió que no tenía ni idea. Una mujer dijo que quizá tuviésemos que volver. Pregunté a mi madre si ya estábamos lejos de Bergen-Belsen.

—Creo que muy lejos —contestó—, pero en realidad no lo sabemos, porque el tren ha cambiado muchas veces de dirección; durante todo un día fue hacia el este, luego estuvo horas parado y después siguió muchos días hacia el norte.

La miré a la cara y le dije que nosotros habíamos subido al tren la noche anterior. Mi madre se acercó. Me indicó que me levantase y me sentó otra vez en su regazo. Me quedé con la cara vuelta hacia ella, mientras sentía sus brazos rodeándome la espalda. Observé su boca.

—Pero ¿no sabes que estamos en este tren desde hace casi dos semanas? ¿No sabes que el tren iba parando continuamente y que luego proseguía hacia delante o volvía hacia atrás? ¿No te acuerdas de que despertaste varias veces? Hiciste pipí en el orinal, ¿recuerdas? Y me dijiste que tenías mucha hambre. ¿No te acuerdas de todo eso? ¿Has olvidado que te ayudé a quitarte el abrigo porque hacía mucho calor, después de estar todo el día parados al sol? Luego tuviste otra vez frío y quisiste echarte el abrigo por encima del pijama. ¿No te acuerdas de eso?

Mientras la oía hablar comprendí que se molestaría mucho si le decía que lo había olvidado. Le acaricié la mejilla con la mano y le dije que tal vez había soñado todo aquello, pero que no me importaba, porque en aquel momento estábamos juntos en el tren.

La mujer que me había permitido poner las piernas en su regazo se incorporó un poco y empezó a decir algo. Mi madre me dejó por un momento y la tocó ligeramente con la mano. Entonces la mujer se calló y se echó otra vez hacia atrás. Mi madre me apretó todavía más contra su cuerpo y me acarició la cabeza.

—Otra vez empieza a crecerte el pelo —dijo—. Hicieron bien al pelarte al cero, ya no tienes piojos.

De nuevo procedió a contarme todas las cosas que yo había soñado, repitiendo continuamente que tenía que recordarlas. Comprendí que todo aquello le desagradaba mucho.

La mayor parte de lo que decía lo había contado ya un par de veces. Pero luego añadió:

—¿Ya no te acuerdas de que quise dejarte sólo un momento para ir al lavabo, y que tú no querías que me fuese, y te echaste a llorar?

Eso no me lo había contado antes. Entonces le dije que de repente me acordaba.

—¿Y de que tenías hambre?

Contesté que también empezaba a acordarme de eso, pero que había dormido tanto que de todas formas no conseguía recordarlo con mucha claridad. Mi madre me aseguró que podía comprenderlo muy bien.

—¿Ves cómo aún te acuerdas? —dijo, y me estrechó entre sus brazos.

Después permitió que me levantase para caminar un poco por el pasillo central, pero de modo que ella pudiese verme. Resultaba difícil caminar por el pasillo, porque en todas partes había gente tumbada o sentada.

Miré a través de la ventanilla. El tren se había detenido muy cerca de los árboles. Alguien subía lentamente entre éstos por el terraplén, alejándose de los vagones. Señalé con el dedo hacia fuera y miré a mi madre. Ella también estaba observando a aquel hombre. La gente dijo: «Se escapa». «Podemos salir». «Ese hombre debe de haberse vuelto loco». «Lo matarán a tiros».

Por el terraplén subía más gente y hasta nosotros llegaba el ruido de gritos y portazos. «¡La puerta está abierta!», exclamó alguien. Todos se habían levantado y ya no conseguí ver nada. Mi madre me llamó. La oí acercarse. Me empujaron hacia ella, que me cogió por el brazo y tiró de mí. Se sentó de nuevo y me acomodé a su lado, en el banco. Algunas personas continuaban sentadas en su sitio, pero la mayoría había bajado del vagón. Pregunté si nosotros podíamos bajar también. Mi madre respondió que no nos estaba permitido. Le dije que tenía muchas ganas de bajar y que, además, todo el mundo lo hacía. Ella permaneció inmóvil un rato, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el tabique. Por fin se levantó lentamente y me indicó que me quedase sentado allí hasta que volviese. Se acercó a la puerta y oí que hablaba con la gente que estaba fuera. Regresó al cabo de un momento. Dijo que podía bajar con Trude, pero con la condición de que hiciese exactamente lo que ella me dijera. Se lo prometí y Trude me ayudó a descender. Me sostuvo y salté sobre la gravilla desde el estribo más bajo. Mi madre volvió a entrar en el vagón.

Subimos un pequeño trecho por la maleza. Me volví hacia el tren y saludé a mi madre agitando el brazo. Detrás de las ventanillas aún se veía gente, pero la mayoría había bajado. Trude me cogió de la mano y me dijo que tenía que caminar un poco más deprisa. Le pregunté qué íbamos a hacer.

—Pasearemos un poco y buscaremos algo —respondió.

Quise saber por qué no nos acompañaba mi madre.

—Déjala tranquila en el tren —contestó—, ya le llevaremos alguna cosa.

Caminamos a lo largo de los vagones, junto a los cuales había gente tumbada y sentada. Otros habían entrado en el bosque y contemplaban la escena bajo los árboles. Trude me hizo cruzar la vía entre dos vagones y por debajo del enganche. Le pregunté qué pasaría si el tren se ponía en marcha, pero repuso que continuaría inmóvil hasta que no hubieran puesto una locomotora. Miré y comprobé que en ninguno de los dos extremos del tren había una locomotora.

Caminamos por el prado. A aquel lado del tren había mucha menos gente.

Al cabo de un rato Trude me dijo que habíamos llegado cerca del agua. Vi a varias personas con la cara y las manos mojadas, pero no descubrí dónde estaba el agua. Trude se agachó a mi lado, acercó su cabeza a la mía, señaló con un dedo y dijo:

—Mira, allí, entre las ortigas, allí está.

Entonces la vi. Había un sendero que la gente recorría continuamente para llegar a ella, pero Trude pisoteó las ortigas y abrió una senda nueva para nosotros. Sacó una botella que llevaba consigo envuelta en un trapo, la llenó de agua y la puso sobre la hierba. Después se lavó la cara y las manos y me indicó que siguiese su ejemplo. Me lavé las manos pero sin mojarme la cara. Trude humedeció una punta del trapo y me limpió las mejillas y la frente. Luego empezó a recoger ortigas.

—Ayúdame un poco —me pidió—, así acabaremos antes.

Me pinché. Ella me enseñó a coger las ortigas por la parte baja del tallo, sin pincharme. No lo conseguí. Me envolvió la mano con el trapo. Jugamos a ver quién recogía más. Gané yo, porque tenía la mano envuelta en el trapo. Después, Trude envolvió las ortigas con éste y se puso el pequeño fardo bajo el brazo. Yo llevé la botella con mucho cuidado.

Otra vez nos arrastramos por debajo del tren y la gente nos preguntó dónde habíamos encontrado el agua y las ortigas.

—Por allá —respondió Trude—, un poco más lejos.

Regresamos al vagón donde estaba mi madre.

Mi madre dijo que se alegraba de que hubiésemos vuelto. Trude le preguntó si tenía una olla, pero era evidente que no teníamos ninguna. Trude y yo bajamos de nuevo. Nos dirigimos a otro vagón, donde alguien había encendido un fuego.

Preguntó si le permitían utilizado. Nos dijeron que sí. Al lado había una especie de cacerola. Trude la pidió prestada, a lo que también accedieron, y quiso saber qué había contenido.

—Lo mismo —contestó un hombre.

Trude llenó la cacerola con agua y la sostuvo encima del fuego todo el tiempo que le fue posible. Cuando se calentaba demasiado, retrocedía un poco o se la cambiaba de mano. El agua empezó a hervir. Puso la cacerola en el suelo y echó las ortigas dentro. Después la puso otra vez en el fuego. De vez en cuando, añadía algunas ortigas. Luego llevamos la sopa a mi madre. Tomó un poco y dijo que era una sopa de verduras muy rica. Yo también tomé un poco, pero a mí no me gustaron las ortigas. Trude y mi madre vaciaron la cacerola. Después Trude envolvió las ortigas que sobraban en el trapo y puso el bulto sobre la rejilla del equipaje, encima del sitio que ocupaba mi madre.

Dejó la botella de agua en el suelo, al lado de mi madre. Fuimos a devolver la cacerola y nos quedamos un rato sentados junto al fuego.

—Se está mucho mejor aquí que en ese apestoso tren —comentó Trude.

De repente oí disparos. La gente comenzó a gritar y salió del bosque corriendo en dirección al tren. Urgí a Trude a subir al vagón, pero dijo:

—Tranquilo, subiremos luego, no hay ninguna prisa.

Miré a lo largo del tren. Todavía quedaba gente fuera, pero la mayoría ya había subido. A continuación miré hacia el otro lado. Allí ya no había nadie. Delante de la puerta de nuestro vagón esperaban muchas personas, algunas con el pie puesto en el estribo. Un momento después subió la última. Entonces vi un soldado. Llevaba el fusil bajo el brazo, disparó y siguió su camino. No había nadie detrás de él. Se acercó. Me agarré a Trude y tiré de su falda. Insistí en que debíamos subir al tren, porque de lo contrario el soldado dispararía contra nosotros. Se levantó con parsimonia, me cogió de la mano y avanzó lentamente hacia la entrada del vagón donde estaba mi madre. Dijo que no había ninguna prisa, pero que si yo tenía miedo podía subir.

Nos detuvimos delante de la entrada. Trude miró al soldado. Estaba muy cerca de nosotros. Tiré de la mano de Trude porque necesitaba su ayuda para subir al estribo. El soldado permaneció inmóvil cerca de nosotros. Trude lo miró a la cara. Él también la miró a la cara. Yo me quedé mirando el agujero negro del fusil. Oía decir a Trude que no tenía prisa. «Subid», ordenó él. Trude dijo que era muy fácil asustar a la gente con un fusil. Bastaba verme a mí. Y preguntó qué sentido tenía subir al tren, si ni siquiera le habían puesto la locomotora.

—Procure subir al tren antes de que vuelva —dijo el soldado—. Esta noche las puertas se cierran con llave.

Se alejó. El fusil dio una vuelta alrededor de nosotros. Oí un disparo. Intenté subir al estribo, pero me caí.

—¿Te divierte hacer eso, cobarde? —gritó Trude.

El soldado se echó a reír. Delante de él la gente se apretujaba para subir al tren. El soldado volvió la cabeza, levantó el fusil en dirección al bosque y disparó. Volvió a reírse.

—El muy idiota —masculló Trude.

Le gritó a mi madre que todo iba bien, que continuaríamos fuera todavía un poco más, y luego me ayudó a levantarme.

Nos sentamos debajo de un árbol y desde allí contemplamos el tren y el prado. El sol se ponía, llenando de colores el cielo.

El soldado volvió y se detuvo a nuestra altura. Llevaba el fusil echado al hombro y el pulgar pasado por la correa.

—Ahora tenéis que subir al tren —dijo.

Nos levantamos y nos dirigimos hacia la puerta del vagón. Trude se detuvo. Miró al soldado a la cara y le preguntó:

—¿Dónde estamos? ¿Qué va a pasar ahora?

—No me permiten deciros dónde estáis —respondió él, mirándola a su vez—, pero se acabó.

Trude me apretaba con tanta fuerza la mano que me hacía daño. Levanté la mirada hacia su rostro. Entonces me levantó y me puso en el tren. A continuación, subió. Antes de cerrar la puerta, se volvió hacia el soldado y le dijo:

—Asqueroso embustero.

Él cerró la puerta con llave y se alejó lentamente.

Trude me pidió que no contase nada de aquel incidente. Mi madre quiso saber qué había pasado y Trude contestó que el soldado sólo pretendía asustar a la gente. Pero no mencionó el altercado.

Cuando empezó a oscurecer, me enviaron a dormir. Mi madre explicó que no podía tenerme en su regazo, porque necesitaba levantarse con frecuencia para ir al lavabo. Dejaron que me acostase en la rejilla, encima del otro banco. Era difícil subir a ella. Una vez acostado tuve miedo de caer al suelo cuando me volviese de lado mientras dormía. Mi madre se puso de acuerdo con los demás para que me acomodase sobre el banco. Todos dormirían sobre el banco por turnos. Ella me cedió el suyo.

No lograba conciliar el sueño y dejaron que me levantase otra vez. Estaba oscuro. De vez en cuando volaban aviones por encima de nosotros. A lo lejos se oían disparos. Por lo demás, sólo percibía la respiración de los que dormían.

Cuando el banco volvió a quedar libre, seguía sin tener sueño. Pero al turno siguiente ya estaba muy cansado. Y no se veía nada a causa de la oscuridad. Por eso me eché a dormir.