Al día siguiente los niños mayores dejaron que los acompañase porque mi padre estaba muerto y yo había presenciado sus últimos instantes. Ya no era un niño pequeño. Sin embargo, tuve que prometerles que no los delataría y que me enfrentaría a otra prueba. Aún no habían decidido en qué consistiría. Caminamos por el campo. Encontramos a los pequeñitos y me preguntaron si quería jugar con ellos. Les dije que estaba demasiado ocupado y que además ya no era un niño pequeño. Les pregunté si no sabían que mi padre había muerto. Seguimos andando. Me flanqueaban dos chicos mayores. Delante y detrás de nosotros iban más chicos, y también algunas chicas. Yo era ciertamente el más bajo de todos, pero eso se debía a que mi madre era bastante pequeña y mi padre tampoco había sido muy alto. Llegamos al barracón trastero. Uno de los chicos mayores me preguntó si me atrevía a entrar. Agregó que estaba prohibido y que además era peligroso. Quise saber por qué, pero no podía decírmelo. Otro chico apuntó que yo había prometido superar una nueva prueba y que ésa sería la prueba. Tendría que entrar y quedarme dentro hasta que me llamaran. No me importaba hacerlo, afirmé, pero no sabía muy bien qué había en el barracón trastero. Pregunté si ellos habían entrado alguna vez, y contestaron: «Sí, claro». Dije que entraría con la condición de que alguno de ellos me acompañase.
Y si lo que encontraba dentro no me parecía demasiado lúgubre, permanecería sólo hasta que me llamaran. Al principio nadie quiso acompañarme. Señalé que ellos ya lo conocían, de modo que no había razón para que tuviesen miedo. Algunos niños se pusieron a cuchichear entre sí.
Llevábamos largo rato sin movernos, la nieve estaba helándome los pies y el frío ascendía poco a poco por mi cuerpo. Estiré los brazos y me golpeé los costados. Al mismo tiempo empecé a patalear. Uno de los chicos mayores me imitó. Luego dijo:
—De acuerdo, iré contigo.
Los demás niños se apartaron un poco. El chico hizo girar con cautela el tirador de la puerta. Era una puerta de hierro gris y se abrió con dificultad. Dentro estaba muy oscuro. El chico se apretó la nariz con los dedos y me hizo señas. Había un umbral muy alto. Lo salté. Allí todo estaba tan negro que no se veía nada. El chico dejó la puerta entreabierta y me adelantó, rozando la pared con una mano. Abrió una puerta de madera y me indicó que lo siguiese. Su voz sonó muy rara al tener la nariz apretada. En la semipenumbra no logré distinguir más que unas formas blanquecinas en el suelo y amontonadas contra las paredes oscuras. En el centro de la estancia había otro montón con cosas que sobresalían por todos los lados.
Habían entrado más niños. La mayoría se tapaba la nariz con una mano.
—Mira, allí está tu padre —dijo una niña, volviéndose hacia mí—. Ni siquiera lo han cubierto con una sábana.
Entonces vi los muertos. Había bultos envueltos en sábanas. De algunos de ellos sobresalían las extremidades. Vi también cuerpos desnudos. Otros todavía llevaban puestos los pantalones. Los habían arrojado al suelo de manera desordenada, al buen tuntún. Uno de ellos estaba apoyado de espaldas sobre un montón y la cabeza le colgaba hacia atrás. Observé su cara al revés. Tenía unos ojos grandes y oscuros. Estaba muy delgado. Otro yacía con la cabeza apoyada sobre su único brazo extendido. El otro brazo había desaparecido. También había brazos y piernas sueltos. Detrás de mí oí un breve clic. Volví la cabeza y vi que los demás niños habían salido, o que se habían escondido en la oscuridad. La puerta que daba al exterior estaba cerrada. Fijé nuevamente mi atención en los cuerpos. Intenté encontrar a mi padre. Volví la cabeza en todas las direcciones, de lado, al revés, para observar mejor aquellas caras que estaban allí en las posiciones más extrañas. Pero todas se parecían mucho, y además había muy poca luz. Precisamente frente a mí, encima de un montón, haba un bulto envuelto en sábanas. Saltaba a la vista que contenía un cadáver, ¿y si era el de mi padre? Delante del bulto, en el suelo, había otro cuerpo desnudo, boca abajo. Su cabeza aparecía completamente ladeada. ¿Y si se trataba de la de mi padre? Todos eran calvos. No, seguro que mi padre no estaba allí. Probablemente todavía siguiese en la enfermería, aguardando a ser enterrado. Una vez más observé los cadáveres. Presentaban un aspecto grisáceo. A su lado las sábanas sucias parecían blancas. Salí, cerrando a mis espaldas la puerta de madera. Me dirigí hacia la puerta exterior. No tenía pomo para abrirla. La empujé pero no conseguí moverla. De fuera me llegaban los gritos de los niños.
Volví sobre mis pasos y abrí de nuevo la otra puerta. Entré y pasé por encima del primer cadáver. Subí por el montón y miré en el bulto de sábanas que lo coronaban. No vi más que un brazo. Empecé a deshacer el bulto. Oí gritar a los niños que estaban fuera. Saqué el brazo. La mano me recordó la de mi padre. Tiré de la sábana hasta que la cabeza quedó al descubierto. Parecía negra a causa de la barba. Bajé del montón y vi otro cadáver a uno de los lados. Casi no había luz allí. Observé la cara. Los ojos eran negros, las mejillas muy delgadas, la barba corta como la de mi padre. También la nariz se asemejaba a la de éste. Eché un vistazo a las manos. Parecían las de mi padre. Pero el cuerpo era completamente distinto.
De pronto, alguien me cogió y tiró de mí.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué quieres, morirte? Es muy peligroso permanecer aquí. Ven, llevamos horas gritándote que salgas.
Expliqué que estaba buscando a mi padre y que de todos modos no había conseguido abrir la puerta.
—Tu padre no está aquí —dijo el chico.
Me condujo fuera, cerró la puerta de golpe y me indicó que me marchase a toda prisa.
Un poco más lejos nos reunimos con los demás niños.
—A tu padre ni siquiera lo han envuelto con una sábana —dijo una de las niñas.
Repliqué que sí, que estaba envuelto con una sábana, que lo había visto con mis propios ojos. Ella insistió en que también lo había visto con sus propios ojos y en que no era cierto. El chico que me había hecho salir comentó que mi padre no se encontraba allí, pero cuando los otros gritaron «¡Uuuuuh!» y en tono burlón lo acusaron de haberse asustado, respondió que sólo lo había dicho porque yo aún era demasiado pequeño. Objeté que yo ya era mayor, que sabía muy bien que mi padre estaba allí dentro, que lo había visto envuelto con una sábana y que se lo enseñaría a quien quisiera. Pero nadie quiso.
—Si sabes todo eso tan bien —intervino la niña—, dinos qué hacen con los cadáveres.
Contesté que también sabía eso, pero que no lo contaría porque ya había hecho lo que tenía que hacer y había superado mi prueba. Y si ella quería realmente saberlo, se lo contaría a condición de que me acompañase dentro. Pero no quiso, y los demás niños le gritaron «¡Uuuuuh!».
Después seguimos nuestro camino y los mayores permitieron que me quedase con ellos.
Aquella noche mi madre me preguntó qué había hecho durante el día. Le dije que había acompañado a los niños mayores. Me preguntó si me lo habían permitido sin más y contesté que antes había tenido que pasar una prueba. Había estado en el barracón trastero. Quiso saber qué barracón era ése. Respondí que ella lo sabía muy bien, que sabía perfectamente que en ese barracón estaban todos los muertos, y que sabía también que habían arrojado en él a mi padre junto con los demás cadáveres. Añadí que aunque había contado a los niños que lo habían envuelto con una sábana, en realidad no era así. Y dije gritando que seguramente ella se había vuelto loca por dejar que lo arrojasen allí dentro sin una sábana, que ni siquiera me había avisado cuando lo habían sacado de la enfermería, que por lo menos deberían haber permitido que me despidiese de él, que me parecía una maldad por su parte, y que era culpa suya si él estaba allí, tan desnudo, junto con todos aquellos cadáveres.
Mi madre repitió muchas veces «no» y «no es cierto», pero yo, sin escucharla, le espeté que lo había visto todo con mis propios ojos y, por lo tanto, no hacía falta que me mintiese. Me eché a llorar desconsoladamente.
Ella dijo que aquel barracón no se llamaba trastero, sino carnero, pero eso no me importaba en absoluto. Agregó que llevaban allí los cuerpos de los muertos porque necesitaban las camas de la enfermería para otros enfermos. Y que cada día iban hombres para recoger los cuerpos y enterrarlos algo más lejos, en el bosque. Pero que por casualidad aquel día no habían ido. También me dijo que, aunque era seguro que mi padre estaba envuelto con una sábana, probablemente no lo hubiese visto porque todas las sábanas parecen iguales y, además, después de él habían muerto otras muchas personas, con las que fueron formando un montón. Él debía de estar debajo de todo.
Mi madre me apretó contra su cuerpo, me acarició y me besó. Después también se echó a llorar y me dijo que a ella tampoco le agradaba todo aquello.
Más tarde me preguntó quién me había indicado que entrase en aquel barracón. Respondí que uno de los chicos me había sacado de allí advirtiéndome de que se trataba de un lugar muy peligroso. Mi madre preguntó si había tocado algo y contesté que había estado buscando a mi padre. Me llevó con ella. Echó desinfectante en una palangana con agua y me lavó de la cabeza a los pies. Apestaba. Me dijo que no volviese a hacer nunca más una cosa parecida. Me preguntó otra vez quién me había mandado entrar en el carnero. Dije que ya no era un niño pequeño, que les había prometido no volver a delatados y que no se lo contaría. Entonces exigió que le dijese quién era el chico que me había sacado de allí. Lo único que sabía era que se llamaba Jaap. Me llevó con ella. Jaap le dio los nombres de los otros. Mi madre contó lo ocurrido a otras madres. Le preguntaron si me había desinfectado bien. Se fueron de inmediato para desinfectar a sus propios hijos. Todas estaban muy enfadadas por el hecho de que cualquiera pudiese abrir la puerta del carnero. Era una vergüenza, y había que poner un candado lo antes posible.
Al día siguiente todos los niños apestaban a desinfectante. Uno de ellos propuso entrar otra vez en el trastero. Le expliqué que aquel barracón no se llamaba trastero sino carnero, que seguramente estaría cerrado y que de todos modos ya se habrían llevado los cadáveres.
Nos dirigimos allí. Ya no había pomo en la puerta.