Sombra

Casi todos dormían aún en nuestro barracón, pero mi madre estaba de servicio y por eso nos habíamos levantado y vestido muy temprano. Entró Trude. Nos avisó de que mi padre había ingresado otra vez en la enfermería y de que mi madre debía ir a recoger su ropa y llevarle implementos de aseo. Trude disponía de poco tiempo y se fue enseguida. A mi madre la afectó mucho la noticia, sobre todo porque estaba de servicio y le resultaría imposible visitarlo. Me entregó las cosas y dijo que debía ir a verlo cuanto antes para decirle que ella se presentaría más tarde, tan pronto como hubiera terminado su trabajo.

Conocía el camino porque mi padre ya había estado en la enfermería la semana anterior y lo habíamos visitado todos los días. La primera vez no lo reconocí porque le habían afeitado la barba y porque sus ojos eran muy grandes cuando estaba despierto. Pero había dormido mucho en la enfermería. Mi madre dijo que le habían dado el alta sin que estuviese repuesto por completo.

—Así no aguantará mucho tiempo —señaló.

Para mí supuso un motivo de tristeza no poder hablar más con mi padre. Estaba enfermo, pero por lo menos nos vimos todos los días. Al salir de la enfermería, sonreía. No le importaba mucho.

—El médico no tiene la culpa —dijo—. No puede dejarme aquí toda la eternidad.

Yo no lograba entender por qué mi madre se había asustado tanto un momento antes. Al fin y al cabo, era lo que estaba esperando. Me alegraba de verlo otra vez.

Llamé a la puerta del barracón de la enfermería. Alguien abrió y le dije que iba a ver a mi padre y que mi madre iría más tarde, cuando hubiese terminado su servicio.

—¿Cómo te llamas?

Le dije mi nombre.

—Ve rápidamente a buscar a tu madre y dile que venga de inmediato, antes de que sea demasiado tarde.

Le pregunté si mi padre ya se había curado.

—Está a punto de irse, dile a tu madre que venga rápido.

Le dije que en ese caso no me hacía falta recoger su ropa. Pero me pusieron sus zapatos en las manos y me despidieron con prisas.

Frente a la enfermería había un rincón con césped. Los barracones que hacían las veces de dormitorios empezaban un poco más allá. Ya había amanecido y la luz del sol brillaba sobre el césped verde. Eché a andar sobre el césped. Estaba mojado y las gotas de rocío lanzaban destellos. Me detuve y di un puntapié a las briznas de hierba, que a pesar de las gotas que despidieron continuaron igual de mojadas. Metí las manos en los zapatos de mi padre y empecé a andar a gatas sobre el césped. Vistas de cerca las gotas de rocío centelleaban aún más. Su luz se movía continuamente. No conseguía hacer caer aquellas que estaban prendidas a los tallos.

Al llegar al oscuro sendero arenoso que avanzaba entre los barracones-dormitorio, me puse de pie, pero permanecí con los zapatos de mi padre en las manos. El sol lucía en la pared marrón de uno de los barracones, justo hasta debajo del alero del tejado. El sendero y la pared del otro barracón se veían oscuros, casi negros. Caminé a lo largo de la pared negra para evitar el sol. Al final del barracón tuve que hacerme muy delgadito y caminar pegado al muro, y además de lado, bajo el tejado que sobresalía un poco. Si no lo hacía así, quedaría expuesto a la luz. Había pasado ya el lado estrecho y tuve que cruzar hacia el siguiente barracón. Me arrastré de rodillas hacia el lado opuesto, por debajo de los rayos de sol. Después me quedé en la sombra del lado largo del otro barracón, y de repente me encontré de nuevo frente a la enfermería.

Regresé por el mismo camino hasta el lugar por el que había cruzado y caminé a lo largo de la sombra de los lados cortos de los barracones, cruzando siempre a gatas, de uno al siguiente, por debajo de los rayos de sol. Al final del sendero llegué una vez más a la sombra del lado largo de un barracón. Lo bordeé y así continué avanzando, de sombra en sombra.

Al cabo de un rato tuve que cruzar otra vez, pero ya no podía arrastrarme por debajo de la luz del sol, porque éste daba de lleno en el sendero. Había luz en todas partes. Salté a través de los rayos de sol. Entraron en mis ojos. Di un grito y miré alrededor.

Aquellos barracones me eran completamente desconocidos y los números tampoco se correspondían con los nuestros. Se acercó una mujer y le pregunté dónde estaba nuestro barracón. Ella me indicó el camino, pero tuve que parar a otras cinco personas antes de dar con él. Entré. Mi madre había vuelto del servicio. Estaba haciendo nuestra cama. Quiso saber si había llevado a cabo todo lo que me había encargado. Asentí con la cabeza y le di los zapatos de mi padre. Los observó y los puso debajo de la cama. Salí, fui hacia los niños que se hallaban frente a la entrada de nuestro barracón. Cuando estuve cerca de ellos se callaron un momento, pero enseguida continuaron hablando.

Llegó Trude. Buscaba a mi madre, y le indiqué que la encontraría en el barracón. Entró corriendo y reapareció al cabo de un instante. Me preguntó por qué no había avisado a mi madre de que fuese de inmediato a la enfermería. Contesté que lo había olvidado. Mi madre salió y quiso saber por qué no le había dado el recado. Respondí que ella estaba de servicio, que me había perdido y que, además, lo había olvidado. Me dijo que debía marcharse y que la esperara cerca del barracón. No sabía cuándo volvería. Le dije que quería acompañarla, pero repuso que era imposible, que mi padre probablemente muriese y que no estaba bien que los niños pequeños presenciasen escenas semejantes. Repliqué que yo ya no era un niño pequeño, que se trataba de mi padre, que desde luego no veía nada de malo en estar presente cuando él muriese, y que todos los niños que conocía también habían presenciado la muerte de sus padres. «¿Qué niños?», preguntó mi madre, y señalé a uno de los chicos, pero éste dijo que su padre todavía estaba vivo. Por suerte, otro niño afirmó que a él le habían permitido estar presente y una niña dijo lo mismo. Eran hermanos, pero no mencioné este hecho. Entonces mi madre añadió:

—Muy bien, pero sólo el tiempo justo. Después tendrás que marcharte.

Se lo prometí. Fuimos corriendo hacia la enfermería. Me adelanté para indicarle el camino más corto, pero ella quiso seguir el que ya conocía, para no perderse.

El médico abrió la puerta de la enfermería.

—¡Ah, por fin está aquí! —exclamó—. Tiene suerte de haber llegado a tiempo.

Le hice notar a mi madre que mi padre aún vivía. El médico señaló una cama al fondo del barracón y se marchó a otra parte. Mi madre se acercó al lecho de mi padre. Estaba durmiendo. Le puso la mano en la frente y murmuró su nombre, muy cerca de la oreja. Pero él continuó durmiendo. El médico se acercó a nosotros.

—Si por lo menos hubiera llegado antes —dijo mi madre entre lágrimas—, habría tenido ocasión de hablarle.

El médico le preguntó por qué se había retrasado tanto, y ella contestó que yo no le había avisado. El médico explicó que Trude había ido muy de madrugada para decírselo y que, de todos modos, habría importado muy poco, porque habían ingresado a mi padre tal como estaba en ese momento y se había pasado todo el tiempo durmiendo, de manera que no habría podido decirle nada. Aun así le alegraba que mi madre hubiese llegado a tiempo.

Con un movimiento de la cabeza me señaló y preguntó a mi madre:

—¿Lo sabe…?

Ella respondió que yo sabía que mi padre quizá muriese y que quería estar presente cuando llegase el momento, al igual que otros niños en circunstancias similares, según estos mismos me habían confesado. Dije que eso no era del todo cierto y que, sencillamente, deseaba estar al lado de mi padre y también de mi madre, porque él me había dicho que debía cuidarla bien.

Nos quedamos de pie junto a la cama. Al cabo de un rato mi madre abandonó por un momento la estancia. Mientras se encontraba fuera, mi padre soltó un suspiro. Salí corriendo a buscarla, pero cuando estuvimos de regreso él dormía otra vez tranquilamente.

Mi madre procedió a tomarle el pulso. Mi padre se volvió de lado. Ella susurró su nombre y le dijo que nos encontrábamos junto a su lecho. Intenté explicarle que le resultaba imposible entender sus palabras, pero ella replicó que me equivocaba.

El médico vino hacia nosotros y mi madre fue a su encuentro. Se pusieron a hablar al pie de la cama. Ella quería que le pusieran una inyección a mi padre para curarlo, pero el médico le explicó que no serviría de nada y que, además, no tenía inyecciones. Mi madre dijo que sabía que todavía le quedaban y que daría lo que fuese para que le aplicara una a mi padre. El médico respondió que era absurdo ponerle una única inyección, pues necesitaba muchas más, y que no disponía de bastantes. Además, en ese caso mi padre tendría que volver a trabajar al cabo de un par de días, sólo para que lo ingresaran de nuevo más temprano que tarde, suponiendo que consiguiera sobrevivir. Por el momento al menos dormía tranquilamente y sin darse cuenta de nada. Quedaban muy pocas inyecciones y era mejor guardadas para otros enfermos que tenían dificultades para dormir, sufrían mucho o aún les faltaba para morirse. De este modo hablaron y hablaron sin parar.

Yo estaba de pie junto a mi padre. Su cabeza sobresalía de la manta y yacía de costado con la cara vuelta hacia mí. Otra vez le había crecido un poco la barba en las mejillas y el mentón. Nuestros rostros estaban muy cerca el uno del otro. Ladeé la cabeza, de modo que vi su cara bien recta. En efecto, se trataba de mi padre. Reconocí sus párpados cerrados, su nariz, su boca y sus orejas. Sus mejillas estaban hundidas pero todavía parecían las mejillas de mi padre, las mismas que había visto por las mañanas temprano, antes de que se levantase. Era mi padre, que me hacía cabalgar sobre sus rodillas. Sin embargo, no me atrevía a acercarme demasiado a su rostro, porque estaba enfermo. Agucé el oído a fin de percibir su respiración, pero era tan silenciosa y mi madre y el médico hacían tanto ruido hablando que no conseguía oír nada. No obstante, sí observé que la manta se movía un poco.

De repente mi padre se volvió boca arriba. Tragó saliva. Soltó un suspiro profundo y abrió los ojos. Su mirada reflejaba asombro. Según el médico lo habían ingresado mientras aún dormía, de modo que era normal que no comprendiese dónde se encontraba. Abrió la boca como si se dispusiera a preguntarlo, y entonces ocurrió algo raro: ya no pudo volver a cerrarla. Quería hablar, se oía muy claramente su respiración, pero no le salía ni una palabra.

Di media vuelta y fui a los pies de la cama. El médico se encontraba de espaldas a mí, hablando con mi madre. Lo empujé a un lado y tiré de la falda de ella, para que me prestara atención. Le grité que mi padre no conseguía cerrar la boca ni articular sonido, y que tenía que ayudado.

El médico se volvió y dijo:

—Ya está.

Mi madre se echó a llorar y se acercó a mi padre. Puso sus manos sobre sus mejillas y le dio un beso en la frente. Le advertí que eso era peligroso, pero me indicó que me marchara, como habíamos convenido que haría en cuanto todo acabase. El médico se acercó y pasó la mano por la cara de mi padre. Pregunté por qué lo hacía y mi madre me explicó que era para cerrarle los ojos. Observé los ojos de mi padre. Estaban cerrados.

—Ahora tienes que salir, como me prometiste —dijo mi madre.

Asentí y me separé de la cama.

Mi padre, al volverse, había apartado la sábana blanca con una mano, que había quedado al descubierto. Mi madre y el médico estaban cerca de su cabeza. Avancé lentamente a lo largo de la cama y deslicé mi mano sobre la sábana y la mancha de la chaqueta del pijama, hasta llegar a su mano. Estaba fría. Puse mi mano sobre la suya. El médico y mi madre se habían vuelto de espaldas. Rápidamente, deposité un beso en la mano de mi padre. A continuación salí corriendo de la enfermería. Apenas estuve fuera me limpié los labios con el brazo. Me senté en la escalerilla de la puerta y esperé.

Estuve aguardando mucho rato. Tenía frío. Llegó Trude y me preguntó qué hacía allí, con aquel aire tan helado. Respondí que me habían permitido estar presente cuando murió mi padre, pero que les había prometido que luego me iría, y que por eso estaba fuera. Trude me llevó al interior y le dijo a mi madre que me había encontrado expuesto al frío y que corría el riesgo de enfermar. Le preguntó si acaso había perdido el juicio. Mi madre repuso que yo tendría que haber vuelto al barracón. Repliqué que ella no me había dicho nada de eso.

Mi padre estaba cubierto por una sábana. Quería enseñárselo a Trude, pero no me dejaron. Después tuve que esperar largo rato en el extremo opuesto de la estancia, y no me permitieron mirar lo que hacían.

Fuimos a nuestro barracón. Ya había oscurecido y casi todos dormían. Algunas personas susurraron algo a mi madre, que contestó también en voz baja. Una vez en la cama me puse a llorar. Mi madre me preguntó si lloraba porque había muerto mi padre. Contesté que sí, pero también porque tenía mucho miedo de morirme. Ella me dijo que no corría peligro de morir y que con el cuento de que iba a enfermar, Trude sólo había querido asustarme. Repuse que no era eso, sino que había besado la mano de mi padre y que seguramente me moriría por haberlo hecho, y que ella se moriría también, porque también había besado la frente de mi padre, que era aún peor. Mi madre me apretó contra su cuerpo y me besó y me dijo que ese beso en la mano de mi padre no me haría morir y que tampoco me pondría enfermo por eso, y que lo mismo valía para ella. Le dije que ella misma me había indicado que no besase a nadie en el campo, porque era demasiado peligroso. Me besó otra vez y añadió:

—Pues nosotros también nos besamos de vez en cuando. Eso no importa tanto, porque somos de la misma familia. Sin embargo, nunca debes besar a un extraño, ni tampoco debes dejar que un extraño te bese. Y de ninguna manera debes besar a nadie en la boca, porque eso sí que es peligroso. Pero seguro que no vamos a caer enfermos por dar un besito en la mano o en la frente a papá.

Estaba muy cansado. Me tendí debajo de la manta y mi madre se quedó conmigo.