Un palmo de narices

Acompañé otra vez a los demás niños a llevar las ollas y luego volvimos al campo. En esa ocasión no regresé directamente a donde estaba mi madre, sino que me quedé a dar unas vueltas con un grupo de niños. Paseamos lentamente junto a las alambradas, en dirección a los barracones. Brillaba el sol y tenía calor. Algunos niños ya mayores que caminaban delante hablaban en voz muy baja. De repente se detuvieron. Les pregunté qué pasaba. Me dijeron que no debía mirar, pero que un pez gordo se acercaba por el camino. Miré y vi un soldado con ropa verde que pasaba con un gran perro marrón. El perro se parecía al lobo de Caperucita Roja, pero el boche lo llevaba sujeto con una cadena. Los niños me repitieron que no debía mirarlo y de inmediato se pusieron de espaldas al camino para que yo no pudiese ver nada.

—¿Tienes lengua? —me preguntó una niña ya mayor.

Algunos niños se alejaron corriendo. Asentí con la cabeza.

—Déjame verla —agregó—, no te creo.

Miré hacia los otros. Un chico se acercó a mí y me agarró.

—Vamos, enséñala.

Abrí la boca y saqué la lengua. Otros niños se pusieron a salvo corriendo. Un chico mayor que estaba frente a mí se puso al lado. Cerré la boca. Algunos niños hicieron «¡Uuuuuuh!».

—¿A que no te atreves a sacarle la lengua a aquel boche? —me desafió una niña.

La miré y saqué la lengua.

—No —dijo—, a nosotros no, hazlo de forma que él lo vea bien. Y además debes hacerle un palmo de narices.

Repuse que no sabía qué significaba hacer un palmo de narices, y algunos niños se echaron a reír. El chico que estaba frente a mí abrió los dedos, apoyó el pulgar en la punta de la nariz y el dedo meñique en el pulgar de la otra mano. Les dije que yo también sabía hacer eso, pero que ignoraba que se llamase hacer un palmo de narices. La niña volvió a preguntarme si me atrevía a hacérselo al boche. Asentí con la cabeza. Los niños se pusieron a salvo.

Me acerqué a la verja. Las alambradas, cubiertas de orín marrón, estaban muy apretadas, de modo que era prácticamente imposible ver a través de ellas. Desde luego, ni siquiera había espacio para que metiese la mano. Retrocedí un paso. Al otro lado de la verja crecían malezas de color verde. Detrás estaba el camino gris. El boche caminaba por el lado contrario con el perro lobo. Abrí los dedos, puse el pulgar de una mano contra el meñique de la otra y coloqué las dos manos delante de la nariz. Me resultó difícil mantener las manos bien derechas. A continuación saqué la lengua y grité «¡Uuuuuuuh!» como solían hacer los niños. Alguien me cogió por el brazo y tiró de mí. Era una niña. Dijo que estaba loco y que tenía que dejar de hacer aquello de inmediato. Los demás chiquillos estaban mirando desde lejos. La niña me apartó las manos de la nariz y me hizo dar media vuelta. Volví la cabeza y saqué otra vez la lengua. La niña me pegó una bofetada y me empujó violentamente lejos de la verja. Los demás niños se fueron corriendo cuando nos acercamos. Me dejé empujar y mientras tanto fui sacando la lengua a cuantos nos encontramos por el camino. Con la mano que tenía libre les hice, además, un palmo de narices. Poco más tarde llegamos a nuestro barracón. La niña me obligó a entrar y me llevó hacia donde estaba mi madre. Le contó lo que había hecho. «¿Qué?», dijo mi madre, y me propinó un bofetón muy fuerte. Me zumbaron los oídos y la mejilla me ardió, pero no lloré. Le conté lo del boche con el perro lobo y le expliqué que los otros niños no se habían atrevido a sacarle la lengua, que habían pensado que yo tampoco me atrevería, que la niña estaba allí cuando me habían desafiado a hacerlo por ellos, y que me habían prometido que en tal caso tendría derecho a jugar con los niños mayores.

Mi madre preguntó a la niña si era cierto, y cuando ésta respondió que sí, añadió que seguramente recibiría una buena paliza por ello, pero que de todos modos se alegraba de que me hubiese detenido y me hubiera llevado a donde estaba ella.

Cuando la niña se hubo marchado, mi madre se echó a llorar.

—¿Sabes lo que has hecho? —dijo—. ¿Acaso quieres que nos maten, que nos maten a todos? ¿Por qué lo hiciste? Prométeme que no volverás a hacerlo nunca más.

Respondí que no podía prometérselo y que el boche no había visto nada: cuando se lo hice ya había pasado y no se volvió ni una sola vez. Mi madre me dijo en tono de desesperación que seguramente me había vuelto loco y que había tenido mucha suerte de que el soldado no se hubiese vuelto, porque en ese caso seguramente me habría soltado el perro y a ella la habría hecho fusilar. Y añadió que eso aún podía ocurrir, porque quizás otro soldado me hubiese visto.

Contesté que no había ningún otro boche cerca de nosotros.

—¿Y los centinelas? —chilló mi madre.

Yo no sabía a qué clase de centinelas se refería. Se levantó y me empujó hacia fuera. Allí había otras muchas madres.

—Ahora debes escucharme muy bien —me pidió—. Voy a señalarte algo sin utilizar el dedo. Y tú tampoco debes señalar con el dedo, ni mirar demasiado tiempo hacia ese lado. Tienes que hacer exactamente lo que te digo. Mira por encima de mi hombro. ¿Ves aquella torre de vigilancia?

No vi más que barracones y detrás, cerca de la verja, unos cuantos postes altos, y así se lo dije.

—Y esos postes —apuntó mi madre—, ¿qué hay encima de esos postes?

Miré un poco más hacia arriba y vi una especie de cabaña de madera. También se lo dije.

—Esa cabaña es la torre del vigilante. Hay torres iguales a ésa por todas partes. ¿No lo sabías?

Respondí que lo ignoraba, pero que los postes estaban fuera de las alambradas, de modo que no formaban parte de nuestro campo.

—Ahora vamos a dar una vuelta juntos —propuso mi madre—, así verás otra torre de vigilancia. Y en la torre verás un soldado. Está de guardia y lo ve absolutamente todo. Pero no debes mirarlo demasiado tiempo, tienes que seguir andando lentamente, sin pararte.

Hice lo que me indicó y vi otra torre de vigilancia y, en ella, un soldado.

—¿No te lo decía yo?

Asentí con la cabeza.

—Él puede verte —añadió mi madre—, estés donde estés. Y si no es él, habrá otro que lo haga. Esperemos que ninguno de ellos te haya visto sacar la lengua.

Me dejó allí y se reunió con las demás madres. Entonces había también muchos niños cerca de nuestro barracón. Las madres discutían sobre cuál de ellos merecía mayor castigo. También hablaron de mí. Pero mi madre argumentó que yo había sacado la lengua únicamente porque los niños mayores me habían incitado a hacerlo.

Yo estaba mirando hacia la primera torre de vigilancia. De pronto vi un soldado también allí. Tenía un fusil apoyado en el borde. Dio muy lentamente una vuelta al mirador, hasta quedar de cara a mí, apuntándome con su fusil. Permaneció inmóvil en esa posición. Me miró. Oí un estampido. Las mujeres y los niños chillaron. Mi madre surgió a mi lado; me cogió de la mano y me arrastró hacia el interior del barracón. Me puse a llorar.

Mi madre me consoló. Me dijo que el centinela sólo había disparado porque había mucha gente reunida, lo cual estaba prohibido.

—No suelen disparar directamente contra las personas; primero disparan al aire para avisar.

Al día siguiente encontré otra vez a los niños mayores. Sin embargo, no me dejaron jugar con ellos.

—Le contaste a tu madre que te obligamos a sacar la lengua al centinela —me reprocharon.

Repliqué que yo no le había contado eso, pero la niña a la que habrían podido preguntárselo no estaba allí. Me explicaron que había enfermado, o algo por el estilo.