En el nuevo campo nunca veíamos a mi padre. Lo mandaron a otra parte nada más llegar. Sólo conseguía acordarme muy vagamente de ese momento, porque cuando ocurrió todavía estaba medio dormido por efecto de la píldora.
Mi madre y yo dormimos juntos en la litera superior, justamente debajo del techo inclinado de madera del barracón. Las literas estaban mucho más juntas que en Westerbork, y también eran mucho más estrechas. Allí, además, se hallaban superpuestas de cuatro en cuatro. No teníamos sábanas, porque mi madre le había dado las nuestras a mi padre. Dijo que él no había conseguido encontrar su bulto y que las necesitaba más que nosotros. Mi arlequín y mi chupador de trapo habían desaparecido, pero una señora tenía un poco de hilo y mi madre se las ingenió para hacer otro chupador pequeño con un pedazo de tela de forma triangular.
Era un fastidio no poder hablar nunca con mi padre, porque no teníamos modo de saber cómo iba el asunto de nuestro viaje a Palestina. Durante la noche, oí que algunas personas dijeron que nunca iríamos allí. Alguien las reconvino: «Silencio, que aquí hay niños». Yo fingía que no me molestaban con sus charlas. Al cabo de un rato, ya no entendía nada.
En aquel campo comía poco. Mi madre me dijo que tenía que comer más porque si no lo hacía me pondría enfermo. Pero lo que nos daban no me gustaba.
Un día, después de comer, mi madre me llevó al lugar donde estaban las ollas. Eran unos recipientes enormes y grises de hierro. Allí había muchos niños. Mi madre me explicó que tenía que ayudarlos a devolver las ollas a la cocina. Le pregunté si me acompañaría, y respondió que era imposible. Todo lo que debía hacer era coger una olla por un asa y ayudarlos a llevarla, siguiendo a los demás. Después regresaríamos y ella estaría esperándome. No me apetecía nada hacerlo, porque había que cruzar la verja y caminar por la carretera. Por todas partes se veían soldados con fusiles, y quizá luego no nos permitiesen regresar. Pero mi madre dijo que no podía elegir, que todos los niños debían ayudar a llevar las ollas por turnos, que yo todavía no lo había hecho y que era hora de que colaborase. Me eché a llorar y declaré que de veras no quería hacerlo. Ella me acarició la cabeza y me dijo que deseaba realmente que ayudase a llevar las ollas. De lo contrario la gente se enfadaría con ella porque yo me negaba a colaborar. Le prometí que al día siguiente lo haría, pero tampoco eso era posible.
El asa quedaba demasiado alta para mí. Los niños mayores llevarían la olla y bastaría con que yo apoyase la mano. Le dije a mi madre que en ese caso no hacía falta que los acompañase, pero ella repuso que debía demostrarles que, por lo menos, me esforzaba por ayudar.
Mi madre me saludó con la mano y se echó a reír. Tuvimos que esperar un rato delante de la verja. Finalmente se abrió. Los soldados destapaban las ollas una a una y miraban dentro. La nuestra no llevaba tapa, de modo que pasamos enseguida. Caminamos un buen trecho por la carretera. Luego llegamos al barracón de la cocina. Allí dentro hacía un calor tremendo. Cerca de la puerta había un hombre que sólo iba vestido con unos pantalones largos. Nos señaló dónde debíamos dejar las ollas. También nos indicó que las limpiáramos muy bien. Había un alboroto espantoso; los niños hacían sonar las tapas. El hombre preguntó si aún tenían que llegar más niños. Después cerró la puerta, levantó la mano y contó hasta tres. De repente se produjo un silencio absoluto. Todos los niños se inclinaron sobre el borde de las ollas. Los pies de algunos no llegaban al suelo. Sólo se veían sus espaldas y sus piernas. Las cabezas y los brazos habían desaparecido. Yo quería sinceramente ayudarlos, pero no sabía cómo, y el hombre estaba muy ocupado. Me puse muy cerca de nuestra olla e intenté mirar por encima del borde. Los niños que la habían trasladado ya estaban limpiando otra olla. El hombre se acercó a mí. Tenía bigotes y barba negros. Examinó el interior de la olla y luego me miró. Al observar que no la había limpiado, me preguntó si todo iba bien. Asentí con la cabeza, pero me dijo que yo era demasiado pequeño para un recipiente tan profundo. Puso una cacerola boca abajo en el suelo, junto a la olla.
—Súbete encima.
Entonces conseguí mirar por encima del borde. En la pared interior habían quedado pegados muchos restos amarillentos de patatas.
Al cabo de un rato, el hombre anunció que teníamos que regresar. Cuando todos los niños estaban en la puerta, les preguntó:
—Qué, ¿estaba bueno?
—Síiii —gritaron todos.
En ese momento me encontraba cabeza abajo dentro de la olla, de modo que no tuve modo de saber qué era eso tan bueno que les había dado.
Regresamos a la verja. Los soldados nos señalaban con el dedo. Los niños decían que lo hacían para contarnos. Contaron hasta cinco veces. Por fin nos permitieron entrar. Estuve esperando hasta que casi todos los niños se fueron. Miré alrededor en busca de mi madre, pero no la vi por ninguna parte. Me eché a llorar y una niña ya mayor me acompañó hasta nuestro barracón. Mi madre me preguntó qué tal me había ido y le conté lo que había pasado. Le dije que esperaba que el hombre no reparase en que no había limpiado nada a causa de que no alcanzaba el borde de la olla, y que además no me había dado nada para limpiar. Añadí que a los otros niños les había regalado algo, pero que a mí no, tal vez porque se había dado cuenta de que no había limpiado la olla.
Entonces mi madre me gritó:
—¿De modo que no has rebañado la olla y no has comido nada?
Contesté que el hombre no había dicho que tuviésemos que rebañar la olla, sino sólo que debíamos limpiada, y que tampoco ella me había avisado al respecto. Mi madre se enfadó mucho. Primero conmigo y a continuación con el hombre. Me llevó a ver a muchas personas y tuve que repetido todo una vez más, y mi madre volvió a enfadarse mucho hablando con esa gente. Una señora dijo que tendría que esperar una semana y que entonces podría ayudar de nuevo a llevar las ollas. Me preguntó si me había gustado y le dije que sí.
Todos los días, tras la comida, poco después de que las ollas hubieran sido devueltas, se oía un «¡Síiii!» muy fuerte desde el barracón de la cocina, al otro lado. Yo lo escuchaba con otros niños, cerca de la verja. Había oído ese ruido antes, pero sin saber de dónde procedía.
Al cabo de una semana, me dejaron regresar. Cuando entré en la cocina, el hombre me miró.
—Vuelvo ahora mismo para ayudarte —dijo—. Tú ya habías venido antes, ¿no?
Cuando la puerta estuvo cerrada se acercó a mí y me levantó para depositarme en el interior de la olla. Le pregunté si después me sacaría.
—Pues sí, claro.
Era el único niño dentro de aquella olla.
—Rápido, a comer.
Le pregunté con qué. Rebañó un poco de comida con un dedo y se lo llevó a la boca. Le expliqué que mi madre no permitía que me lamiese los dedos.
—Pues yo sí —dijo, alejándose.
No sabía qué hacer. Los demás niños se chupaban los dedos. Estaba a punto de imitarlos cuando el hombre regresó con una cuchara que brillaba como la plata.
Cuando nos avisó de que ya era hora de marcharnos, yo aún no había limpiado del todo la olla. Continué comiendo un poco más, pero me levantó y me puso en el suelo. Me dijo que me quedase con la cuchara, pero que la escondiera muy bien entre la ropa.
Esa vez encontré sin ayuda el camino de regreso a nuestro barracón. Mi madre estaba muy contenta. Le dije que seguramente el hombre de la cocina era un buen boche, como aquel que la había ayudado a llevar su maleta en Ámsterdam. Ella se echó a reír y me dijo que aquel señor no era ningún boche, sino el señor L, a quien yo tenía que conocer, pues era el padre de Marion, la hija de la señora L. Yo, en efecto, conocía a la señora L y a Marion, pero me resultaba increíble que aquel señor fuese el señor L. No se le parecía en absoluto.