Transbordador

Mi madre me abrochó el capote y me cubrió la cabeza con la capucha. Sacó mis manos a través de las aberturas laterales y me puso los mitones. Me dio un beso y cogí la mano de mi padre.

Descendimos juntos por la escalera de piedra del zaguán y salimos a la calle.

Recorrimos la calle por el lado más corto, a través de la nieve, cruzamos la estrecha franja de terreno y llegamos al embarcadero del pequeño transbordador, junto al río Amstel. Soplaba un fuerte viento y las olas chapoteaban contra la madera oscura.

El transbordador estaba en la otra orilla. Yo tiritaba de frío. Mi padre extendía los brazos y los golpeaba contra su cuerpo. Al mismo tiempo empezó a patalear rápidamente. Imité sus gestos. Él me dio la mano y de esa forma los dos estuvimos pataleando hasta que el transbordador amarró y subimos a bordo.

—¡Eh, tú! —me dijo el barquero—. ¿Aún quieres conducir una barca?

Asentí con la cabeza. Los tres nos dirigimos hacia la cabina del timonel. El barquero subió la escalera.

—¡Vamos! —gritó desde arriba—. ¿Subes o no? Tenemos que salir.

Consulté a mi padre con la mirada. Mi padre dijo al barquero que tal vez no fuese posible. La cabina era muy pequeña. ¿Y si alguien se daba cuenta?

—¡Qué va! No hay nadie más en la barca.

Mi padre me llevó hasta lo alto de la escalera. La puerta se abrió y entré. Mi padre ya no cabía. A través de la ventanita de la puerta vi su cabeza descender lentamente. Miré al barquero. Me levantó y me mantuvo con la cara a la altura de la ventanilla. Al pie de la escalera estaba mi padre, que me saludó con la mano. Me reí. El barquero me dejó en el suelo.

—Salimos.

Hizo girar toda clase de cosas y tiró de una cadena. Me asustó el silbido. Frente a mí tenía una gran rueda de timón con un asidero.

—Tú serás el timonel —anunció—. Si lo haces girar en este sentido iremos hacia allí, y si gira en este otro sentido iremos hacia el otro lado.

Había tanto alboroto que casi no le entendía. Todo vibraba y tintineaba, y el motor hacía un terrible ruido. Nos balanceábamos, y por eso supe que ya habíamos dejado atrás la orilla. El barquero cogió mis manos y las puso sobre la rueda. Yo miraba alrededor.

—¡Ah, claro, no puedes ver nada! —exclamó.

Me levantó con una sola mano. No resultaba nada agradable que a uno lo levantasen de aquella manera. Abajo estaba mi padre, mirando el agua. El viento agitaba sus cabellos delante de su cara. Nos hallábamos en medio del agua. Podía ver las olas. Cogí la rueda del timón y la hice girar.

—Fíjate en lo que haces —me advirtió el barquero—, ahora navegamos en la dirección equivocada.

Observé que ya no íbamos hacia la otra orilla, sino río arriba.

—¡Atrás, atrás, capitán! —gritó entre risas.

Hice girar la rueda del timón con todas mis fuerzas en sentido inverso y empezamos a navegar otra vez en la dirección correcta. El barquero me puso en el suelo y soltó una carcajada.

—¡Menudo batelero estás hecho!

Cogí la rueda y quise hacerla girar de nuevo, pero esta vez no se movió.

—Ahora déjalo, vamos a atracar —dijo. Hizo girar la rueda rápidamente. Yo lo contemplaba, pero ya no me levantó.

Cuando el transbordador se detuvo por completo, me llevó consigo a la cubierta.

Mi padre sacó un cigarro del bolsillo interior del abrigo.

—Ve al barquero y dale este cigarro, por haberte dejado manejar el timón.

Yo estaba mirando a mi padre. El viento agitaba mi pequeño capote en todas las direcciones. Había manchas negras en la tela amarilla.

—Mira eso —dijo mi padre—. Bueno, eso es lo que suele ocurrir cuando conduces un barco.

Le di el cigarro al barquero.

—Muchas gracias. ¿Volverás?

Cuando bajamos a tierra, le dijo a mi padre:

—El chico lo ha hecho muy bien. Y ya sabe hablar correctamente el holandés.

—Ha nacido aquí —repuso mi padre—. Nos esmeramos en hablar en holandés con él.

—¡Qué pronto habéis vuelto! —dijo mi madre cuando entramos.

—Le permitieron conducir el pequeño transbordador, y luego ya no quiso pasear.

—¿Se mostró contento el barquero con el cigarro?

—Sí, le gustó mucho el detalle —contestó mi padre—. Es un hombre simpático. ¡Ojalá todos fueran como él!

Dijo también que mi pequeño capote se había manchado de grasa y fue a la cocina a limpiado.

Mi madre cogió mis manos entre las suyas. Las mías estaban frías, las suyas cálidas. Sentí que me hormigueaban los dedos.