Ha venido el limpiador de cristales. —Mi madre me despertó suavemente de la siesta—. ¿Vienes a verlo?
Me incorporé y le rodeé el cuello con los brazos. Me levantó y me llevó hasta la sala grande. La estufa estaba encendida y la lámpara también. Había música.
Me instalé confortablemente en el sofá, frente a la librería. El limpiador de cristales me saludó con la mano a través de la ventana. Yo también lo saludé. Mi madre me dio una taza llena de leche caliente. Fuera estaba oscuro. El limpiador de cristales iba vestido de blanco. Con la esponja mojaba los cristales. Frotaba de arriba abajo, de izquierda a derecha, y otra vez hacia la izquierda. De vez en cuando rascaba con la uña. Después repetía la operación con otra esponja que sumergía en otro cubo. Aplastaba la esponja mojada contra la ventana. Sinuosos chorros de agua descendían por el cristal. Con el limpiacristales negro quitaba casi toda el agua: izquierda, derecha, izquierda, derecha, trazando amplias curvas. Del cubo blanco cogía la gamuza, la escurría y la plegaba. Izquierda, derecha, igual que con el limpiacristales, pero entonces no se movía con tanta suavidad. Yo oía los chirridos en el cristal. Mi madre levanto la mirada de la tabla de planchar. Subió el volumen de la música.
—¿Te gusta esta música?
Asentí con la cabeza. Ella empezó a cantar.
—Fue Mozart quien la compuso. Así se llamaba, Mozart.
Recuérdalo bien. —Puso la plancha derecha sobre la tabla y cogió otra prenda del montón—. ¿Quieres ayudarme a humedecerla? —me preguntó.
Bebí otro sorbo de leche caliente. Después fui hacia ella. Mi madre sumergió mi mano en el agua tibia y roció la tela del vestido con unas cuantas gotas. El limpiador de cristales apretó los labios y con la cabeza hizo una señal de aprobación. Se colocó en el borde del alféizar, desplazó la escalera y procedió a mojar la otra ventana. Mi madre enrolló el vestido. Sumergí otra vez la mano en el agua, rocié otros vestidos y los enrollé. Después me rocié el cabello.
Fui hacia mi cuarto, subí a la cama y cogí el arlequín. Lo hice bailar para el limpiador de cristales. Aplaudió. Después bajó de la escalera.
Mi madre me acogió en su regazo. Me cepilló suavemente el cabello, una parte hacia la izquierda, otra hacia la derecha.
—Fíjate en lo guapo que eres, qué rizos tan bonitos. —Ladeó un poco la cabeza, me contempló e hice lo propio—. Mírate en el espejo.
Miré hacia la ventana y vi nuestro reflejo, los dos sentados. Mi madre tenía la cara muy cerca de la mía. También se veían claramente la lámpara y la funda blanca de la tabla de planchar.