El arlequín

Tú sabes muy bien quedarte con los ojos cerrados —me dijo mi madre—, así que ciérralos con fuerza. Te llevaré en brazos y los abrirás cuando te lo diga. ¿De acuerdo?

Cerré los ojos. A través de los párpados cerrados podía ver la luz encendida de mi cuarto, desde donde oía a mi padre.

—¿Ya podemos entrar? —preguntó mi madre.

Me levantó en sus brazos. Por un instante miré para ver lo que ocurría.

—No, tesoro mío, déjalos cerrados, me lo prometiste.

Me llevó a través de la casa. Y como mis ojos querían abrirse, me los tapé con la mano para impedírselo. Me di cuenta de que llegábamos a donde estaba mi padre.

—Ya puedes abrirlos.

En ese preciso instante mi padre y mi madre entonaron el Cumpleaños Feliz. Mi padre y mi madre me besaron en las mejillas y les devolví los besitos. Mi padre me cogió de los brazos de mi madre, que me miraba. Vi el reflejo de la lámpara en sus ojos oscuros. Sentí en mi mejilla la mejilla áspera de mi padre y el cosquilleo de sus pelos. Él tenía el pelo negro. El cabello de mi madre era rojo. Llevábamos puestos nuestros batines. El de mi padre era marrón claro. El de mi madre y el mío eran azul claro. Sobre la mesa había varios objetos de colores.

—¿No quieres abrir tus regalitos?

Miré a mi padre. Los colores de la mesa se reflejaban en sus ojos. Le di un beso en la nariz. Eso le hizo reír.

—¿No quieres ver tus regalitos más de cerca?

Fue a dejarme en el suelo, pero me encontraba muy bien en sus brazos. Continué aferrado a él, con un brazo alrededor de su cuello.

—Todo esto es para ti.

Mi madre me hizo una seña con la cabeza, me indicó la mesa y me dio un beso. Cogió de la mesa un pequeño paquete rojo, empezó a abrirlo y me preguntó si quería ayudarla. Mientras sostenía el paquete, intenté con una mano quitar el papel. Se desgarró.

—No importa, no es más que el envoltorio.

Mi padre me dejó en el suelo. Con las dos manos quité el papel. Apareció un muñeco plano, de madera y con cuerdecillas. Su cuerpo era marrón, rojo y amarillo. Su cara reía. Mi madre cogió una de las cuerdecillas y la levantó.

—Tira de aquí.

Con una mano me agarré al batín de mi padre y con la otra di un tirón a la cuerdecilla. Mi madre me ayudaba y el muñeco abría y cerraba sus pequeños brazos y piernas cuando yo tiraba de aquella cuerdecilla y la soltaba.

—Colgaremos el arlequín encima de tu cama. Aquí lo tienes, tesoro mío, cógelo con las dos manos.

Lo cogí y me divertí mucho con mi muñeco. Mi padre rodeaba los hombros de mi madre con un brazo, y todos juntos mirábamos bailar al pequeño arlequín. Me reía mucho cada vez que separaba las piernecillas. Ellos también reían.

—Hay muchos más regalitos. Mira.

Yo contemplaba el arlequín que sostenía en las manos.

—Tiene demasiadas cosas a la vez, es mejor dárselas más tarde —dijo mi padre.

Me cogió por la cintura con sus grandes manos y volé por los aires, riendo con ganas. Entonces me subió sobre sus hombros; se inclinaba mucho cuando pasábamos por debajo de los dinteles, y ¡paf!, me dejó caer sobre la enorme cama que compartía con mi madre. Me metí debajo de las mantas azul claro. Mi padre y mi madre tomaron el té en la cama. Mi pequeño arlequín nos hizo reír mucho.

Luego me dieron los demás regalitos.