Viví en el Campo 4 del Valle de Yosemite durante los años sesenta, por la más pura casualidad —a no ser que uno crea en la intervención divina—, cuando un movimiento americano exclusivo de escalada en roca llegó a su pleno apogeo. La edad de oro de la escalada de Yosemite (el cuarto de siglo que abarca desde 1947 a 1971), empezó con la primera ascensión de la chimenea de Lost Arrow, la escalada en roca más difícil realizada hasta entonces. Se produjeron poco después otras escaladas importantes, y fui testigo de sucesos que transcurrieron en el Campo 4 y en las grandes paredes de granito que, pasados los años, adquirieron dimensiones míticas. Los amigos me dicen ahora que di zancadas entre gigantes, aunque por entonces me sentía más un inadaptado, asociado con gente rara.
Las gigantescas paredes del Valle de Yosemite permanecieron prácticamente intactas hasta que la segunda guerra mundial se apagó. El lugar estaba a punto para una transformación: los mejores escaladores del mundo habían realizado docenas de vías buenas, surcando montañas espantosas y paredes verticales de roca. Yosemite guardaba retos incomparables; es fácil comprender por qué sus grandes paredes permanecían vírgenes. El granito no sólo era extraordinariamente monolítico, los —relativamente escasos— sistemas de fisuras salían disparados hacia arriba, y a menudo acababan en medio de ningún sitio. Esto plantea problemas, ya que el Valle ofrece pocas posibilidades de travesías, las cuales se suelen hacer por una vía más accesible. Yosemite también disponía de pocos agarres, las fisuras se llenaban de agua y la técnica de empotrar era el estilo más difícil para escalar en cabeza. El Valle también era conocido por su cálida climatología; incluso en primavera, la temperatura solía sobrepasar los treinta y tres grados. Esto significaba que para una vía de varios días se necesitaría izar mucha agua. Y el agua es pesada.
Semejantes obstáculos presentaban todo un conjunto de problemas con pocos precedentes; obviamente, Yosemite precisaría un nuevo estilo de escalada. Cualquiera que quisiera subirse por una pared grande del Valle tendría que escalar de primero empotrando en fisuras, inventar material especial para fisuras bastante imperfectas e idear un modo de izar grandes cargas por las paredes calientes y casi verticales. Un pequeño grupo de escaladores superó todas estas dificultades en los años cincuenta y sesenta. El resto del mundo montañero observó, impresionado, durante una década; después se unió, y más tarde se dispersó hacia las estupendas paredes de Patagonia y la isla de Baffin, usando las técnicas desarrolladas por los escaladores del Valle.
Los escaladores que llegaron al Valle en los años treinta realizaron algunas rutas muy buenas, especialmente teniendo en cuenta que sólo disponían de clavos blandos, cuerdas de cáñamo y zapatillas blandas. Ellos fueron los verdaderos pioneros de la escalada en Yosemite. De todos modos, fue la generación de la posguerra mundial la que eliminó la palabra imposible del vocabulario americano de escalada en roca. El suizo John Salathé fue el primero en darse cuenta de que la escalada artificial abría un gigantesco abanico de nuevas posibilidades, y con su escalada a la chimenea Arrow demostró que tenía razón. Los años cincuenta se abrieron con la difícil escalada de la cara norte del Sentinel, realizada por Salathé y Allen Steck. Las otras dos grandes escaladas de la década fueron: la cara noroeste del Half Dome y la Nose de El Capitán; sirvieron para probar que eran posibles las paredes más grandes, y los nombres de Royal Robbins y Warren Harding, creadores respectivos de estos dos hitos, serán siempre recordados por su visión de futuro y su valentía. Más tarde se produjo un sorprendente renacimiento de la escalada libre, encabezado por escaladores de talento como Mark Powell, Chuck Pratt, Bob Kamps y Frank Sacherer, quienes ascendieron con soltura por los sistemas de fisuras y las paredes verticales que habían derrotado a escaladores anteriores.
Al ver que el material de entonces no era adecuado para escalar en el Valle, unos cuantos visionarios inventaron algunas herramientas importantes. Salathé fabricó a mano clavos de acero duro; Dick Long y Tom Frost desarrollaron independientemente los clavos de ángulo ancho, conocidos como bong-bong, e Yvon Chouinard apareció con un resistente «clavo de postal», el rurp. Estos tres inventos innovadores permitieron a los escaladores abrirse paso por fisuras que antes parecían impracticables. Robbins ideó una novedosa y espléndida técnica de izar, un avance que permitió realizar escaladas más largas. Por fin, avanzada la edad dorada, Chouinard y Frost desarrollaron una gran variedad de empotradores, esos inventos traídos de Inglaterra a mediados de los sesenta. Las fisuras de Yosemite, ya marcadas por los clavos, conservaban todavía retos mayores.
Este período de veinticinco años, con sus actividades, que cortan el aliento, y las innovaciones radicales en cuanto al material, fue uno de los períodos más significativos de la historia de la escalada americana. Se ha escrito poco sobre él, aunque son famosos algunos episodios y fragmentos de relatos. Yo decidí contar la historia completa; este libro es a la vez la historia de los inicios de la escalada en el Valle y una reminiscencia personal. Tuve la suerte de conocer a muchos de los veteranos a mediados de los cincuenta, cuando empecé a escalar en roca en Berkeley, California, siendo todavía un adolescente. Me enseñaron mucho; grabarme las técnicas de seguridad en el cerebro probablemente me salvó la vida muchas veces en los años siguientes. Más tarde, conocí a casi todos los protagonistas de la edad dorada y escalé con ellos. Tengo mucha suerte por haber podido relacionarme con tanta gente interesante y de talento: pocos escaladores pueden decir que han aprendido a rapelar con Dave Brower, a empotrar en un off-width con Chuck Pratt y a utilizar técnicas de empotramientos de manos de Royal Robbins.
Me he concentrado principalmente en la década de los sesenta, al ser en estos años en los que se consolidó la escalada del Valle como un fenómeno de renombre mundial. En aquel tiempo el Campo 4 experimentó un cambio impresionante. La media docena de escaladores vagos (desdeñados por la mayoría de los turistas y los que no eran escaladores) que había hecho del Campo 4 su hogar, se multiplicó por diez en 1970: la escalada en roca se convirtió en una actividad respetable, incluso un creciente número de visitantes del parque pagaba para realizarla.
El lector que espere un relato detallado de cada escalada realizada en el Valle desde 1933 hasta 1971 se llevará una decepción. Durante ese período, varios cientos de escaladas diferentes dieron un resultado de quinientas siete vías (incluyendo las primeras ascensiones en libre), pero la mayoría de estas ascensiones añadió poco a la evolución de la escalada que se estaba produciendo en el Valle. Me he concentrado en esas rutas destacadas que son recordadas, incluso hoy en día, por su audacia o innovación. Tampoco me extiendo demasiado en los actores secundarios de la escalada del Valle, aunque ellos disfrutaron cada paso tanto como las grandes estrellas. Sólo unos cuantos hombres (las mujeres todavía no habían dejado su huella, aunque luego lo harían) forzaron los límites de lo posible, y ésta es su historia.
Me centro en las escaladas más significativas, los escaladores más visionarios, los avances de la técnica que llegaron más lejos, las controversias más punzantes y las anécdotas más relevantes. Mis elecciones son subjetivas, por supuesto. Con escaladas significativas normalmente me refiero, aunque no siempre, a primeras ascensiones de alguna de las grandes paredes o sistemas de fisuras difíciles; escaladas que por su audacia elevaron el listón. Con escaladores visionarios me refiero a aquéllos que vieron que las grandes paredes podían ser escaladas sin usar cuerdas fijas, con pocos buriles, con un estilo más eficaz o quizá con un nuevo tipo de material. Gente como ésa, y era muy poca, meditó largo y tendido sobre la escalada en roca y después actuó conforme a sus ideas. Al relatar las diferentes controversias y mostrar el modo en el que reaccionaron los escaladores, espero evocar el espíritu festivo del momento, cuando hablar sobre escalada iba justo después de las cosas más importantes de la vida. Al relatar anécdotas, normalmente ajenas a la escalada, pretendo descubrir algo de las personalidades de esta gente fascinante. Para no desviarme del tema de la escalada en Yosemite, de todos modos, incluyo sólo unos cuantos detalles de la vida «de fuera» de los participantes. Aunque una gran parte de nuestra existencia gira en torno a las actividades al aire libre, no somos exclusivamente escaladores de roca de Yosemite, tal y como este libro puede inducir a creer. Teníamos trabajo durante el invierno, novias o mujeres y amigos que no eran escaladores. Acudíamos a conciertos y a partidos de deporte. Hacíamos autostop y montábamos en trenes de carga; visitábamos las magníficas torres de arenisca del sudoeste; escalábamos cumbres altas en los Tetons; esquiábamos y acampábamos en la High Sierra.
No podíamos mantenernos de este modo para siempre, y a principios de los setenta los «ratones de las paredes» más famosos del Campo 4 (Pratt, Chouinard, Frost y Robbins) ya habían abandonado las escaladas comprometidas y se habían pasado a otras actividades. Cierro mi relato en 1971, un momento en el que la escalada en el Valle estaba experimentando una gran convulsión. La escalada a El Capitán de 1970, conocida como la Dawn Wall, suscitó una corriente de sentimientos enfermizos, como demostró la «eliminación» parcial de la ruta unos meses después. Mantenerse en la línea para hacer las vías normales no parecía aportar tampoco demasiada diversión: la escalada se estaba convirtiendo en una actividad corriente. La relativa soledad del Campo 4 había dado paso a las masificadas condiciones del Sunnyside, el famoso camping. Así pues, en mi opinión, los primeros años de la década de los setenta señalaron el final de una era especial de la escalada en el Valle.
Evidentemente, hubo escaladores posteriores que protagonizaron actividades asombrosas, alguna de las cuales se menciona en el epílogo de este libro. Las grandes paredes se realizaron en libre y muy rápido; las técnicas de escalada en fisura, inventadas por Pratt y Sacherer, se perfeccionaron, hasta un punto en el que se podía empotrar incluso en las fisuras que recorrían los techos. La historia de estas generaciones posteriores, aquéllas que habitaron el campamento del Sunnyside en los setenta y los ochenta, debe ser contada, y pronto lo será, estoy seguro.
La escalada en el Valle durante los años sesenta fue una experiencia intensa, pocos se quedaron mucho tiempo. Aunque un grupo reducido de escaladores, en el cual me incluyo, pasaron unas diez primaveras, diez veranos y diez otoños en el Valle, muchos otros se marcharon después de pasar sólo unos pocos años. Éste es un problema peliagudo, a la hora de relatar la historia de la escalada, incluso para el que estuvo allí: a veces es imposible recordar quién estaba presente en una situación determinada. Cuando utilizo las palabras nosotros y nuestro, me estoy refiriendo normalmente a un grupo variable de escaladores que iba y venía al Campo 4.
Al escribir sobre escaladas documentadas y temas controvertidos que se recuerdan bien, intento siempre firmar las opiniones o culpar a aquéllos directamente responsables. Los escaladores del Campo 4 tenían visiones diametralmente opuestas sobre algunos temas; uno de los principales propósitos de este libro es sentar a las bases sobre las que se llevaron a cabo las grandes escaladas. No me avergüenzo de la postura de los «Cristianos del Valle», como llamó Warren Harding a aquéllos que intentaron implantar una ética para contener la proliferación de cuerdas fijas y buriles. Algunos, como Harding, pensaban que los escaladores no deberían obedecer semejantes «reglas». Otros, como Robbins, pensaban que los escaladores deberían ponerse de acuerdo para delegar más en sus habilidades y fuerza personal. Él pensaba que si sometíamos las grandes paredes a la tecnología se perdería el espíritu de aventura de la escalada. Ambos hombres, por supuesto, fueron gigantes en la escalada del Valle, y nosotros necesitábamos a ambos: en primer lugar, Harding demostró que las grandes paredes eran posibles; Robbins demostró lo bien que podían hacer esas paredes.
A veces me pregunto cómo un grupo de jóvenes nada ortodoxos, la mayoría con veintipocos años, llegó a pasar tanto tiempo en el Valle durante los años sesenta. Lo primero es que todos amábamos el aire libre, así como el placer mental que ofrece la escalada. Cuando los músculos trabajan bien, cuando un problema potencialmente peligroso es resuelto de una forma calmada y reflexiva, cuando una comida, tranquilamente sentado, bajo el sol, en una estrecha repisa, en lo alto de una pared, suena infinitamente mejor que estar tumbado en una playa de Waikiki, entonces uno conoce el Nirvana. La escalada suele ser un disfrute, y si en este libro no enfatizo este aspecto lo suficiente es porque me he concentrado en las escaladas más serias, aquellas en las que el miedo es palpable y la diversión, extraña. Por cada escalada grande que afrontábamos, desafiando lo desconocido (a veces deseando estar en cualquier otro lugar, quizá en una playa de Waikiki), realizamos docenas de vías placenteras que nos ofrecían el disfrute puro de los movimientos.
Y además de todo esto, ¿por qué pasamos tanto tiempo en el Valle? Quizá la palabra clave es rebelión. Muchos creíamos, en los años cincuenta y sesenta, que el mundo (y especialmente nuestro país) había perdido su rumbo. Veíamos materialismo y conformismo, durante los años de Eisenhower. Por otra parte, John Kennedy había dado esperanzas a los jóvenes, pero los acontecimientos de Dallas hicieron que la juventud desesperara. Vietnam nos llevó hacia un sentimiento nacional de falta de voluntad. Eran tiempos difíciles para sentirse orgulloso de nuestro país. Quizá nos mantuvimos cerca de las paredes porque no queríamos dejarnos llevar por la corriente de la sociedad. Nosotros, ratas de pared del Valle, de los sesenta, éramos más que nada como gotas cayendo veloces a ningún lugar. Los intelectuales poblaron el campamento (así como una cantidad igual de pseudointelectuales). Éramos amigos serenos aunque enérgicos, incluso tempestuosos a veces.
Sólo unos pocos de nuestro grupo podrían ser llamados realmente neuróticos, pero no hay duda de que, en general, estábamos socialmente aparte. «¿Quién ha estado alguna vez en un baile?», preguntó alguien una noche en un fuego de campamento. Una docena de escaladores (en buena forma, no especialmente feos, la mayoría jóvenes y vírgenes) meditó la pregunta. Al final, uno admitió: «Yo fui una vez a una fiesta del instituto, pero no bailé». Estos mismos excéntricos rebeldes, de todos modos, eran los mejores escaladores de roca del mundo. Espero evocar su espíritu y su época.