Abajo sólo había unas diez personas que sabían que estábamos ahí amiba. Incluso aunque lo lográramos, no habría ninguna multitud aclamándonos, ni saldrían reportajes en los periódicos. Gracias a Dios, la escalada en América todavía no ha llegado a ese lamentable estado.
YVON CHOUINARD, escribiendo sobre la Muir Wall, 1966.
La actividad del Valle se apaciguó un poco después del gran despliegue de energía demostrado por Sacherer, Robbins y otros entre 1963 y 1964. Se sucedió un período de consolidación; los sucesos relatados en este capítulo cubren un espacio de tiempo de unos cinco años. Esto no quiere decir que en este tiempo no se llevaran a cabo escaladas importantes, todo lo contrario. Quizá estos eventos no fueran tan tajantes como los que les precedieron, pero simplemente porque las rutas de principios de los sesenta dieron paso al concepto novedoso de escalada de big wall. Muchas grandes paredes llamaron la atención de los escaladores, al igual que en 1964.
Como un ave fénix, la frase «el último problema» renacía continuamente en la literatura de escalada, normalmente después de la solución de un «problema» previo. Pero este planteamiento dramático era infinito; cuando un problema quedaba resuelto, otro venía a ocupar su lugar. Esto fue especialmente visible en el Valle durante los primeros tiempos: la progresión de los «últimos problemas» desde la Higher Spire a la Chimenea Arrow, a la cara noroeste del Half Dome y a la Nose de El Cap fue abrupta. Ed Cooper continuó la tradición al afirmar que la Dihedral Wall era «la última línea lógica escalable». Pero, por supuesto, al día siguiente del término de esta ruta los escaladores miraron hacia otra parte. ¿Y dónde mejor que la cara sureste de El Cap? Nadie había hecho nunca un intento serio en esta pared casi vertical, la misma de la que Al Macdonald se había enamorado a principios de 1963. ¡Seguro que este muro de seiscientos metros era el último y gran problema! Es cierto, temporalmente lo fue.
La pared, extensa y ligeramente cóncava, se conocía como North American Wall, debido a una gran mancha oscura en el granito (roca sin cuarzo llamada diorita) que tenía una forma bastante parecida a la de nuestro continente. En el otoño de 1963 Robbins y Glen Denny subieron por la NA Wall, tal y como pasó pronto a llamarse, y recorrieron ciento ochenta metros. El siguiente mayo, la pareja, acompañada por Tom Frost, realizó otro ataque en el que, tras hacer tres vivacs, alcanzaron la repisa Big Sur, casi a mitad de pared. Después rapelaron sin dejar cuerdas fijas ya que, tal y como Robbins afirmó cuando informó de esta exploración, «la era de la escalada con cuerdas fijas pertenece al pasado de Yosemite. La nueva era fue inaugurada por Warren Harding en el espolón oeste de El Capitán. Después de esta ascensión histórica, la técnica de cercar las paredes quizá caiga en desuso… ¿Dónde está la gracia de un juego en el que los elementos están cien contra uno a tu favor?».
Robbins quería acabar la NA Wall antes de que otro lo hiciera. Me escribió en agosto de 1964: «Sé que Galen Rowell, molesto por nuestro revés del Half Dome, está planteándose seriamente intentar pararnos en El Cap. Le invito a que lo intente». Pero Robbins no estaba siendo sincero del todo, ya que sabía que Rowell, propietario de un taller en Bay Area, no tenía tiempo suficiente para fijar cuerdas por la pared, y no reunía los requisitos de técnica y habilidad necesarios para realizarla en un solo ataque. Otro posible rival, Ed Cooper, había estado considerando hacerla en solitario, una idea muy adelantada para ese tiempo, pero nunca se llevó a cabo.
A mediados de octubre, Robbins reunió al mejor equipo que había escalado nunca en el Valle, un grupo de calidad tal que el éxito estaba prácticamente asegurado. Robbins, Frost, Pratt y Chouinard, por entonces todos en la mitad o en el final de sus veinte años, llegaron al cénit de sus carreras. Cuatro hombres en una pared semejante, por muy competentes que fueran, planteaban muchos problemas logísticos, pero Robbins ya había meditado todos los detalles. Tenía una idea para la tarea de izar. Durante años, en las rutas de varios días todos habíamos izado nuestros enormes petates de lona escogiendo entre dos métodos, ambos de la edad de piedra. A veces, el que iba de primero subía el petate, de unos veinte kilos, a pulso por unos cuarenta metros; esta técnica era mortal para las manos y la espalda, y sólo funcionaba cuando el que tiraba tenía una repisa o algo para, al menos, poder ponerse de pie y hacer fuerza con las piernas. El otro método también era doloroso: el que iba de segundo simplemente se colgaba el petate de veinte kilos a la cintura, una tortura que agarrotaba las piernas y dejaba las caderas doloridas.
Robbins había sufrido lo mismo o más que cualquiera; en el otoño de 1963, durante la primera exploración seria de la NA Wall, él y Glen Denny probaron una ingeniosa estrategia en la que intervenían dos jumar, la gravedad y la fuerza de las piernas. Al acabar un largo, el que iba de primero instalaba una reunión a prueba de bomba y colocaba en ella una polea, luego cogía el cabo de la cuerda del petate, lo pasaba por la polea y le ponía un jumar con un estribo. Después simplemente ponía un pie en el estribo, a la altura de la pantorrilla, y se ponía de pie en él. Un jumar invertido en la cuerda, al otro lado de la polea, evitaba que el petate se deslizara hacia abajo. Así, después de bajar el primer jumar unos centímetros, repetía el movimiento una y otra vez, izando con ello el petate poco a poco. Se podía tomar un descanso en cualquier momento, así como cambiar de pierna para repartirse el esfuerzo entre las dos. Mientras, el que iba de segundo subía jumareando por la cuerda de escalada, previamente fijada, e iba recuperando los clavos.
Robbins y Denny perfeccionaron la técnica, y Robbins y Frost la usaron en su repetición de la Dihedral Wall de El Cap, en junio de 1964. En esta escalada de cinco días, realizada por una cordada de dos, podrían haber servido los métodos antiguos, pero en la NA Wall era imprescindible la nueva técnica, ya que el cuarteto preveía un ataque continuo de diez días. Las provisiones para cuarenta raciones pesaban unos noventa kilos, la mayor parte de los cuales (sesenta kilos) eran de agua.
Si juntas a los cuatro mejores escaladores de roca del país (y probablemente del mundo) y les pones en una pared vertical y virgen de Yosemite, puede que no tengas muchas anécdotas que contar después. El 31 de octubre, nueve días y medio después de despegar del suelo, el cuarteto completó la escalada en roca más difícil que se hubiera conseguido nunca. El compromiso había sido total, mucho mayor que en la Nose o la Salathé, y la dificultad del pitonaje no tenía precedentes. Totalmente decididos a evitar en lo posible meter expansiones (sólo instalaron treinta y ocho buriles), el equipo ejecutó pasos de artificial inauditos, así como péndulos y travesías bestiales. La diorita, fracturada y sin una estructura íntegra, desmintió la creencia de que Yosemite normalmente tenía la mejor roca del planeta: lajas descompuestas y fisuras extrañas plantearon problemas complejos. Al principio hizo calor y luego se puso tormentoso, pero el equipo estaba preparado para estos contratiempos y fue lidiando con cada uno de ellos en su momento. Sencillamente, otra magnífica escalada. Como era de esperar, Chouinard, quien nunca antes había escalado en El Cap, lo hizo bien; incluso abrió algunos de los largos de artificial más duros.
Robbins me escribió unas semanas después: «La mejor manera de resumir la escalada es decir que presenta al menos una docena de largos que se podrían considerar el largo crucial en cualquier otra ruta. Es la más grande que he hecho, aunque la Salathé Wall es la mejor… A propósito, Cooper no tuvo oportunidad de hacerla en solitario. Habría tenido que meter entre doscientos y trescientos buriles».
Robbins escribió un extenso relato sobre la NA Wall en el American Alpine Journal, meditando sobre el significado de su logro. No contento con relatar simplemente los detalles prosaicos de una ruta, Robbins se enorgullecía de sus reflexiones filosóficas; en este artículo dejó la puerta abierta a la crítica. Muchos del Campo 4 se morían de risa al leer frases como: «Quizá si aprendemos a enfrentarnos a los peligros de la montaña con ecuanimidad, también podemos aprender a afrontar con espíritu tranquilo al estremecedor espectro de la muerte inevitable». Y: «Si pudiera tan sólo encontrar el sentido para aceptar las duras realidades de nuestra insignificancia y la omnipresencia de la muerte. Pero, ¿dónde encontrar este sentido? De nuevo la búsqueda… y seguimos escalando». Unos años después, con un estilo de escritura más relajado, se llegó a burlar de sí mismo; comenzó un artículo: «A algunos les preocupan los pensamientos de decadencia y muerte. A mí no. Más bien me obsesionan».
Robbins trabajó con esfuerzo para mejorar su escritura, depurando su estilo y desarrollando más talento cada año (hace poco me contó lo siguiente: «Intenté escribir prosa que mereciera la pena, partiendo de buenos maestros, y sin pensar que pudiera tener éxito»). Pero es difícil disculparle ante algunas manifestaciones de su prosa más temprana, y una crítica algo cruel le persiguió durante años. Joe Kelsey, un escritor satírico de la costa este, parodió en una ocasión el relato de la NA Wall, así como otras piezas de Robbins, en «The Oceania Wall», un artículo del Summit. Cuando Robbins y Ed Cooper (aquí llamado Sr. Tonel) tuvieron una pelea absurda en lo alto de una pared, Robbins se cuestionaba el sentido de todo aquello: «Cuando le quité la maza… me di cuenta de que el destino del hombre es filosofar acerca de semejantes trivialidades. Si tan sólo pudiera encontrar el sentido para aceptar la dura realidad de la insignificancia y la omnipresencia del Sr. Tonel. ¿Dónde encontrar este camino tortuoso? De nuevo la búsqueda…».
Tom Frost encabeza un largo de artificial en la parte inferior de la NA Wall. (Foto: Glen Denny).
La ascensión a la NA Wall aparentemente afectó profundamente a los cuatro escaladores; fue como si todas sus trayectorias en el Valle hubieran estado dirigidas a ser coronadas por esta escalada. Frost nunca volvió a protagonizar ninguna apertura destacada y pronto desapareció de la escena, entrando en una colaboración de diez años con Chouinard en el material; también escaló a menudo en el Perú, Himalaya y Alaska; y dedicó más tiempo a su mujer, Dorene, y a su nueva religión, la mormona. Pratt se decantó por las fisuras cortas y difíciles, y no volvió a realizar nunca otra apertura de grado VI, aunque escaló El Cap varías veces más por diferentes rutas. Robbins disminuyó su actividad temporalmente, acometiendo sólo una apertura destacada durante los siguientes cuatro años. También Chouinard desapareció pronto de la escena para montar un negocio propio y probar con la escalada en hielo: sólo hizo una apertura destacable en los restantes años de su carrera en el Valle. Pero esta escalada era una de las grandes y no tardó en ir a por ella, aprovechándose del hecho de que sólo había cinco rutas en las dos grandes paredes de El Cap; sobraba mucho espacio para otra.
La apertura de la Muir Wall, en junio de 1965, a cargo de Chouinard y TM Herbert, fue significativa al menos por tres motivos. El más importante es que fue la primera ruta de El Cap que se acometía sin cuerdas fijas por una cordada de dos. Éste era un movimiento arriesgado ya que suponía que ambos hombres tenían que estar activos quince horas al día, escalando, izando el petate o recuperando los largos. Es cierto que los equipos más numerosos tienen que cargar con más peso, pero también disponen de mucho más descanso. Por ejemplo, en la NA Wall, a veces el progreso de la pareja a la que le tocaba escalar era tan lento que la pareja que izaba no tenía nada que hacer durante todo un día. La escalada de big wall era extremadamente agotadora, con todo aquel trabajo de pitonaje; sentías pinchazos en las manos al final del día y los nudillos raspados te ardían toda la noche. Un día de descanso te ayudaba a recuperarte y a acumular fuerzas para lo siguiente. También el día en que tenía que izar descansabas la mente: ¡deja a los colegas hacer el trabajo duro ese día!
El segundo motivo fue que sentó un precedente para las futuras aperturas de El Cap, ya que fue la primera que cruzaba una ruta ya existente, en este caso la Salathé Wall. Esta ruta serpenteaba por un tercio de la pared sureste (los escaladores habían buscado, y encontrado, la línea que precisara menos expansiones) por lo que, si se querían abrir rutas más directas, era inevitable que se cruzaran con la Salathé, La Muir Wall fue la primera de las decenas de rutas interconectadas que estaban por llegar.
Por último, fue la primera ruta en El Cap que se hacía sin un reconocimiento previo. Simplemente dos hombres subieron por una pared desconocida y llegaron a la cumbre. «Es lo desconocido lo que asusta a los valientes», escribió Chouinard más tarde. Y la Muir Wall era totalmente desconocida (la NA Wall, por ejemplo, se había explorado hasta los ciento ochenta metros antes del ataque final; la mitad del total de buriles se emplazaron en este reconocimiento, un gran ahorro de energía y tiempo).
Aunque había escalado muchas de las vías normales en 1965, Herbert todavía no había desempeñado un papel principal. Durante los seis años que llevaba escalando en el Valle sólo había hecho una apertura destacada: la ruta Chouinard-Herbert en el Sentinel. La razón principal es que prefería las rutas más cortas, especialmente las fisuras difíciles. Por otro lado, había vuelto a la universidad unos años antes y se había casado hacía poco, lo que normalmente significa escalar menos. Básicamente, un escalador de fin de semana, hacia 1965, sólo en raras ocasiones lograba estar en buena forma para lanzarse a por las grandes paredes, aunque era totalmente capaz de ello, como pronto demostró.
Chouinard y Herbert se encordaron al amanecer del 14 de junio de 1965. Durante los primeros días el tiempo fue sofocantemente caluroso, y sus cuarenta y cinco kilos de material parecían noventa. El avance, a menudo, era en diagonal, lo que hacía el trabajo de izar particularmente frustrante. «Hubo más de un intercambio de palabras tensas», comentó Chouinard. Al tercer día, cuando el calor agobiante se transformó en lluvia, la pareja cruzó la Salathé Wall a la altura de las Mammoth Terraces, un lugar familiar para los dos: anteriormente, ambos se habían retirado de la Salathé un poco por encima de este punto.
El cuarto vivac fue un infierno helado y lluvioso. Herbert casi coge una hipotermia, según su compañero, cuando hablaba «casi parecía que deliraba». «Estábamos desmotivados, en ese momento habíamos perdido toda nuestra orientación y coraje. Pero, a pesar de todo, no pensamos en retirarnos».
Chouinard recuerda poco de los siguientes cuatro días. La tormenta pasó, pero los escaladores estaban cansados y congelados. «La escalada artificial pasa a ser libre. Los diedros, aristas, fisuras y salientes parecen fundirse indistintamente en la pared enorme y desplomada. Los largos son interminables…». Antes, en su artículo para el American Alpine Journal de 1966, Chouinard habló sobre John Muir y sus «profundas experiencias místicas». Algunas de éstas, decía, se pueden explicar por la falta de comida. Ahora, en lo alto de la pared, el mismo Chouinard, exhausto y hambriento, empezó a flotar en otro mundo: «Nada parecía extraño en nuestro mundo vertical. Ahora, con los sentidos más despiertos, apreciábamos más todo lo de nuestro alrededor. Cada cristal individual de granito sobresalía en un marcado relieve… Por primera vez me percaté de que había pequeños bichos por toda la pared, tan pequeños que apenas se veían. Mientras estaba asegurando, me quedé mirando uno de ellos durante quince minutos, viéndolo moverse y admirando su color rojo brillante. ¡Cómo puede alguien aburrirse con tantas cosas buenas por ver y sentir! Esta unión con la grandeza que nos rodeaba, esta percepción extremadamente penetrante nos dio un sentimiento de satisfacción que no habíamos sentido en años».
La mayoría de los escaladores tiene algún día en el que todo le sale de forma tan perfecta que nada se interpone entre él y la experiencia que está viviendo: la concentración es tan intensa, tan precisa, que se pasan las horas como si fueran minutos. El sol se mete y uno se queda impactado por la visión, creyéndose que todavía es mediodía. Herbert vivió uno de esos días cerca de la cumbre. «TM normalmente es un escalador bastante conservador —escribió Chouinard—, pero ahí escaló de forma brillante. Atacó el largo más difícil de la vía, una serie de lajas descompuestas y desplomadas, con una confianza total; metió clavos detrás de los gigantescos bloques sueltos que podían romperse en cualquier momento, sin dudar nunca ni cuestionarse su habilidad».
Escasos de comida, agua y buriles, la pareja luchó por llegar a la cumbre. Por fin, al anochecer de su octavo día en la pared, salieron del desplome de la cumbre, tras haber emplazado un total de treinta buriles, todos suyos, excepto cuatro.
La frase de Chouinard sobre la «confianza total» de Herbert también se podía haber dicho de mí mismo, así como de muchos otros escaladores del Valle. Después de la ruta de Pratt y Sacherer, la NA Wall y la Muir Wall, sabíamos que las fisuras de 5.10 se podían escalar y que las grandes paredes se podían domar. Pocas veces habíamos usado la palabra imposible, pero ahora incluso el concepto desapareció. Esto no significa que todos fuéramos a por las fisuras y las grandes paredes con fuerzas renovadas, pero ya no volvimos a tenerle miedo a lo desconocido, al menos al gran desconocido. Los «pequeños enigmas», por supuesto, permanecían: ¿podremos proteger ese off-width de ahí arriba? ¿Estará esa pared realmente lisa, o habrá alguna fisurilla?
Layton Kor ejemplificó esta nueva actitud al final de la primavera y principios del verano de 1965. Atacó docenas de vías, incluyendo, junto a Pratt, la pared de la Higher Spire y las Arches Direct, esas dos increíbles rutas de Robbins que todavía estaban sin repetir. Kor había decidido tratar esas rutas simplemente como vías difíciles comunes, no como mitos terroríficos. También hizo ascensiones de rutas poco repetidas, como la cara norte de la Middle Cathedral Rock, la cara este del Washington Column, y la Leaning Tower. En la cumbre de esta campaña realizó cuatro aperturas. Esta erupción de energía de seis semanas, algo sin precedentes en la historia del Valle, fue su último arranque de semejante calibre. Kor dejó el Valle en julio de 1965 y viajó a Europa, el siguiente febrero, para participar en la ascensión invernal de la Directa al Eiger con un buen amigo suyo: el famoso montañero americano John Harlin. Durante semanas, junto a otros se esforzaron por progresar en la ruta, pero una cuerda fija se cortó y Harlin sufrió una caída mortal. Kor quedó destrozado y, aunque realizó el cuarto ascenso de la Salathé Wall con Galen Rowell en 1967, abandonó la escalada poco después.
Otros merodearon en el Campo 4 aquella primavera y verano. Jim Bridwell escalaba con amigos como Mark Klemens, los hermanos Dave y Phil Bircheff y otros jóvenes que iban siempre juntos, manteniéndose apartados en la zona trasera del campamento. Aunque estos tipos escalaban de forma brillante en ocasiones, pertenecían a una generación más joven, una que nosotros, los «viejos» de alrededor de veinticinco años, encontrábamos vulgar y arrogante, ¡lo mismo que la generación anterior había pensado de nosotros! Dos cartas que recibí en 1965 demuestran este sutil desprecio. Eric Beck se refería vagamente a «Bridwell y sus muchachos». El sosegado Pratt escribió que «Bridwell y sus cachorros» estaban escalando «de vez en cuando». El día de Bridwell llegaría, pero dentro de unos años (más tarde no sólo se convirtió en una leyenda en el Valle, también en un montañero famoso en el mundo entero, protagonizando ascensos comprometidos en Alaska y Sudamérica).
Jeff Foott se había hecho guarda del parque; era extraño verle con uniforme y conduciendo un coche silencioso y en buen estado, tan distinto de los nuestros. Le explicaba las técnicas de la escalada a otros guardas y, de vez en cuando, nos daba filetes que utilizaban de cebo para los osos (por esta época, los guardas capturaban a los osos «malos» en trampas de metal y los transportaban a la zona alta de la sierra).
Joe Faint, Chuck Ostin, Gary Colliver y Chris Jones también fueron caras habituales en el Valle en este período. Faint era un caso aparte en el mundo de la escalada: no había nacido en ningún centro de montaña como Seattle, Boulder o Bay Area sino en el oeste de Virginia. Normalmente escalaba con Pratt, Chouinard, Chris Fredericks o Galen Rowell; apareció por el Valle unos seis años y, cuando no escalaba, pescaba. Un tipo tranquilo y modesto, Faint era buen escalador y experto en la pesca con mosca.
Chuck Ostin fue uno de los escaladores más peculiares que vivió en el Campo 4. Llegaba en un Mercedes blanco (el coche más lujoso de nuestro entorno con diferencia), se quedaba en el Valle un mes y después se esfumaba durante un año y medio. Luego aparecía de pronto un fin de semana con varias chicas jóvenes de la Universidad de Mills, y no se le volvía a ver durante varios meses. Todos pensábamos que trabajaba para la CIA, ya que desaparecía muy a menudo y parecía estar muy bien informado de los acontecimientos en Cuba y otros lugares lejanos. Muy educado, pero también muy distante, Ostin era un enigma: no teníamos ni idea de dónde vivía o qué hacía. Cuando le presionamos, comentó algo de que era ingeniero «allá por el sur». Aunque escalaba bastante bien, no tenía demasiada habilidad natural y su orientación para encontrar las rutas era mínima. Escalar con él siempre era una aventura que normalmente incluía descensos tenebrosos. Una de las primeras rutas de Ostin fue la Steck-Salathé del Sentinel, que hizo en 1961 con Chuck Pratt. Pratt una vez me contó un incidente de esta escalada: «Yo había subido de primero un largo de chimenea fácil, y Ostin venía de segundo subiendo muy despacio. De pronto la cuerda se detuvo completamente; esperé unos cinco minutos y grité unas cuantas veces, pero no pasó nada. No podía verle, así que até la cuerda y me bajé unos cuantos metros para mirar por la chimenea. Allí estaba, unos cinco metros por debajo de mí, empotrado en la chimenea, tomando apuntes en un cuaderno pequeño. ¡Estaba escribiendo una descripción de la ruta centímetro a centímetro!».
Gary Colliver estuvo por allí mucho tiempo, haciendo escaladas clásicas durante unos años y después graduándose en la Nose y la cara oeste del Sentinel, ambas en 1965. Aunque colaboró en la apertura de seis rutas menores, su momento culminante llegó en 1969, cuando escaló la Salathé Wall, la octava repetición, con Jones.
Chris Jones era un expatriado inglés, inteligente e ingenioso. Hizo muchas de las rutas clásicas del Valle, como el Half Dome y el Sentinel; su carrera en el Valle llegó a su cénit en 1969, lo mismo que Colliver, en la Salathé. Jones, fascinado por la historia de la escalada, se dedicó a la escritura, y a mediados de los sesenta publicó Climbing in North America, un trabajo fundamental sobre esta materia.
Jim Bridwell, 1965. (Foto: Glen Denny).
Aunque parezca extraño, la Muir Wall fue la única ruta de grado VI que se abrió en 1965, y no aparecería ninguna otra en los siguientes dos años. Los escaladores dirigían su atención a la liberación de antiguos artificiales, aunque la mayoría eran rutas menores en las que simplemente había que eliminar unos cuantos pasos de artificial. Destacó una brillante excepción, que fue uno de los últimos arranques de Frank Sacherer. Él y Eric Beck recorrieron la Directa del espolón norte de la Middle Cathedral en un día largo, sin ningún paso de artificial. Este logro me sorprendió cuando me enteré, Chouinard y yo habíamos empleado mucho artificial en la apertura hacía sólo tres años. ¿Cómo podía alguien haber eliminado todos los pasos de artificial? La respuesta era simple: Sacherer y Beck eran unos escaladores excelentes, mejores que nosotros, y era obvio que tenían la ventaja de que la vía ya era conocida.
Por esa misma época, Beck y Sacherer realizaron una actividad todavía más sorprendente, que marcó la primera vez que se ascendió en el día un grado VI de Yosemite. Unos días después de volar por la cara oeste del Sentinel en catorce horas, Beck me escribió: «Éste ha sido el golpe más audaz y espectacular que he dado. Cogimos una cuerda, un litro de agua y una lata de frutas en conserva… El primer largo de la fisura Dogleg es bastante duro; el segundo es el más fácil de la ruta. Sacherer lo hizo sin clavos (esta ruta, así como algunas otras de las primeras mencionadas en este libro, fueron más tarde decotadas a un grado V por consenso)».
Otra tendencia que se desarrolló en 1965 atañe a la escalada de fisura de dificultad. Pratt destacó frente a todos los demás en este campo, estableciendo rutas como Entrance Exam, Chingando, Tivilight Zone y el lado izquierdo de la Slack. Todas estas vías contenían tramos difíciles de off-width y todas estaban entre 5.9 y 5.10. Fue el mejor año de Pratt, quien sumó un total de diez aperturas. Chris Fredericks acompañó a Pratt en cuatro de estas rutas; también fue su mejor año: completó once aperturas.
Una de las escaladas más interesantes de mediados de los sesenta fue la primera ascensión de la Snake Dike (zanja sinuosa), en la cara suroeste del Half Dome. El fin de semana del 4 de julio, deseosos de escapar de las multitudes del Valle, Beck, Fredericks y Jim Bridwell caminaron hasta el domo en busca de una ruta en la extensa cara suroeste. Después de todo, la pared estaba bastante tumbada, y el año anterior se había realizado la primera ascensión en libre de la ruta Salathé. Seguramente podrían encontrar otra línea. Para gran sorpresa del trío, descubrieron una escalada fácil que seguía una zanja sinuosa durante cientos de metros. Los escaladores encontraron una sección de 5.7, pero la mayor parte de la escalada era incluso más fácil y consiguieron completarla en sólo medio día. De todos modos, lo que hizo la escalada importante atañe a los buriles. Los escaladores que tienen un buen nivel pueden subir por un 5.6 sin preocuparse mucho por la protección, y esto es justo lo que hizo el trío. La roca prácticamente no tenía fisuras, lo que significaba grandes tiradas entre los seguros. El que iba de primero sólo metía un seguro en los pequeños salientes (la ruta no tiene repisas) en los que montaban las reuniones. Cuando llegaron a la cumbre, los tres tomaron conciencia inmediatamente de que se habían superado. Habían creado una ruta perfecta para principiantes, con una escalada maravillosa y en un lugar excelente. Obviamente se convertiría en una clásica, si no fuera porque no tenía protección y las reuniones eran malas, una perspectiva poco atractiva para alguien que comienza. Por este motivo nadie repitió la ruta en lo que quedaba del verano. Cuando salí del ejército, en noviembre de 1965, oí hablar de esta ruta buena pero sin proteger y les pregunté a los aperturistas si les importaría que subiese y pusiera algún buril en sitios clave. Estuvieron de acuerdo e hice la ruta en 1966 añadiendo cuatro buriles, principalmente en las reuniones. Ésta era sin duda la primera vez que se añadían seguros en una ruta del Valle con el consentimiento expreso de los aperturistas. La Snake Dike se convirtió al momento en una ruta popular, y ahora cuenta ya con miles de repeticiones.
Aunque nadie reflexionó mucho sobre el reequipamiento de la Snake Dike, los buriles seguían siendo motivo de controversia en el Valle. Bob Kamps escribió un artículo corto en el Summit sobre la ética de las expansiones, en el que abogaba por el respeto mutuo: no instalar buriles en una ruta ya hecha y no quitarlos tampoco. Habló de competición y de sustraer los seguros: «Ya no es el seguro lo que se saca. Es la persona que lo puso la que es eliminada».
Unos meses después, Tom Higgins escribió una carta larga y reflexiva a la misma revista. Un joven muy inteligente y con visión de futuro, Higgins planteó la ética sobre el uso de los buriles, así como sobre los beneficios de las guías y las poleas para izar. Habló sobre un anuncio que había aparecido en el Summit hacía poco que prometía «un modo rápido y sencillo para conseguir la máxima aventura». Higgins fue uno de los primeros escaladores que reflexionó en profundidad sobre estos asuntos. Y no era simplemente un crítico de escritorio: ya se contaba entre los mejores escaladores del sur de California, un discípulo de Kamps. Yo había visto por primera vez su nombre en una carta que recibí de Mark Powell: «Higgins es realmente bueno, el único (ahora en Tahquitz) con el potencial para ser un gran escalador de Yosemite… Si mantiene el empuje y no se pierde con las atracciones burguesas, será la primera contribución verdadera del sur de California a la comunidad de escaladores durante años». Efectivamente, más tarde Higgins se convirtió en una figura, aunque sus mejores actividades las realizó en Toulumne Meadows, no en el Valle. Nunca perdió su interés por mantener la escalada pura y todavía hoy sigue cuestionando temas como los taladros eléctricos y la instalación previa de seguros en un rápel.
A finales de 1965, Robbins, ya en su rol de editor de la sección de escalada en roca del Summit, escribió: «Si respetamos la naturaleza constituida de las rutas, y nos mantenemos al margen en cuanto a poner y quitar seguros, habrá numerosas vías para todo tipo de niveles y gustos, y mucha menos amargura». Había muchos que no estaban de acuerdo con esta sentencia o que ni siquiera les interesaban los artículos sobre la ética de las expansiones. Un mes más tarde, después de haber propuesto al Summit escribir un artículo, Helen Kilness, la coeditora de la revista, me respondió que adelante, «pero, por favor, ¡nada de éticas! Me temo que vamos a perder todos nuestros suscriptores si insistimos en eso».
Aunque yo había arrancado buriles en el pasado, ahora me adherí de corazón a la opinión de Robbins de «respetar la naturaleza constituida de las rutas». Cuando Allen Steck, Dick Long y yo realizamos la tercera ascensión de la Salathé Wall en 1966, insistí en que no lleváramos buriles. Tuvimos que afrontar difíciles emplazamientos de clavos, pero subimos. Fue mi acción más valiente y noble como escalador. Otras cordadas posteriores, que no estaban a la altura del reto, profanaron la vía con decenas de buriles innecesarios, una violación vergonzosa de una vía hermosa.
La escalada de big wall llegó temporalmente a su punto culminante con los ascensos de la North America Wall y la Muir Wall: no se realizaron más aperturas en ninguna de las dos paredes principales de El Cap en lo que quedaba de los sesenta. En el otro lado del espectro, el renacimiento de la escalada libre comenzada por Sacherer y Pratt continuó en una proporción menor, aunque también se realizaron excelentes aperturas en libre. Pero la época de las «primeras ascensiones en libre» había acabado: no se ejecutó nada significativo durante el resto de la década. Sobresalieron dos excepciones, que durante unos años fueron las únicas rutas de 5.11 del Valle. Tom Higgins y Chris Jones liberaron la Serenity Crack, en la parte superior de los Arches, en 1967. La ruta normal de la Slack, en la base de El Cap, contenía una fisura corta pero muy explosiva que también se hizo en libre en 1967, por Pat Ament y Larry Dalke, dos magníficos escaladores de Colorado. (Estas dos vías fueron decotadas en la guía de George Meyers de 1976, la primera a un 5.10d y la segunda a un 5.10c. Esta subdivisión de los grados fue ideada por Jim Bridwell a principios de los setenta. La Serenity Crack, de acuerdo con este nuevo sistema de graduación, fue la escalada libre más difícil del Valle realizada durante los sesenta).
Los años finales de la década, por tanto, fueron más que nada un período de consolidación, un lugar para que los «peregrinos de la vertical», tal y como Robbins llamó a los escaladores del Campo 4, repitieran las grandes paredes «normales». Estas paredes parecían menos temibles después de que un equipo de un nivel inferior conseguía subirlas. Me acuerdo bien de que en 1966, después de que Steck, Long y yo subiéramos la Salathé Wall, en la que pasamos cinco días y medio realizando el primer ascenso «sin Robbins», el sentimiento de alivio en el Campo 4 entre gente como Beck, Jones y Colliver fue casi palpable. Éramos buenos escaladores, pero claramente no superhombres. Si nosotros podíamos hacerlo, muchos otros también. Y lo hicieron. Las grandes paredes tuvieron mucho tráfico entre 1966 y 1969: por ejemplo, la Nose se realizó diecisiete veces en estas cuatro temporadas; la cara norte del Sentinel, dieciséis, y diez su cara oeste; y la Salathé Wall, ocho.
Los pioneros de principios de los sesenta (Robbins, Pratt, Frost, Chouinard, Sacherer y Kor) todavía visitaban el Valle y llevaban a cabo muchas escaladas. Sin embargo, su lista de aperturas concluyó radicalmente: a finales de 1966, los seis ya habían hecho el ochenta y tres por ciento de sus primeras ascensiones (una sorprendente cifra de ciento setenta y uno, muchas de ellas, claro está, con otro compañero).
Estos escaladores no se fueron a sus casas a descansar, eso seguro, pero sólo Pratt y Robbins permanecieron realmente activos. Pratt realizó varias rutas más de El Cap y escaló su vía favorita, la Steck-Salathé, la asombrosa cantidad de nueve veces durante su carrera. Robbins empezó a encargarse de la tienda de pintura de su suegro en el pueblo de Modesto del Central Valley y por tanto disponía de menos tiempo para escalar. De todos modos, en junio de 1967, sacó tiempo para realizar otra vía en El Cap.
La cara oeste de El Cap era, como dijo Robbins, la «hermana menor» del monolito; las dos paredes principales, la cara suroeste y la sureste, se llevaban toda la atención y la gloria. Escondida tras la esquina desde la pared suroeste, y por tanto ignorada desde los clásicos puntos de observación del Valle, la cara oeste aparentemente no tiene relieve ni es demasiado vertical. Uso aparentemente con un poco de vergüenza, puesto que, en realidad, nunca me he fijado en ella, ni siquiera le he puesto la mano encima. Pocos lo han hecho. Robbins pensó que debería echar un vistazo y, cuando lo hizo, pensó que había visto una ruta que le gustaba. Subió con TM Herbert y pasó cuatro días (y unas cuantas horas de su quinto día) errando hacia delante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, y a través de la amplia placa. Fue una escalada emocionante y de aventura, culminada con un solo buril. «La recomendamos —escribió Robbins—, y esperamos que otros la disfruten tanto como lo hemos hecho nosotros».
Otros vinieron a ocupar el lugar de los escaladores más famosos, y entre estos recién llegados se encontraba el inigualable equipo de Jim Madsen y Kim Schmitz, de diecinueve años. Llegaron en 1966, procedentes del Noroeste del Pacífico, y enseguida desmintieron la idea que teníamos muchos de que los escaladores del norte eran mucho mejores en nieve que en roca. Madsen, estudiante de ingeniería y jugador de fútbol en la Universidad de Washington, nos recordó instantáneamente a Layton Kor; era alto, musculoso, y estaba constantemente en movimiento. También escalaba igual de bien y se movía casi más rápido que el escalador de Colorado, si es que eso era posible. Schmitz, más bajo y corpulento, era un tipo guapo y de ojos azules que lucía una sonrisa pantagruélica. Ambos jóvenes eran fuertes y ambiciosos; en septiembre de 1966 realizaron su primera gran ruta del Valle juntos, el tercer ascenso de la Mozart Wall, la vía de Robbins y Frost en el Sentinel. La pareja cautivó nuestra atención la siguiente primavera (junio de 1967), cuando «corrieron» por la Nose y la hicieron en tres días, un tiempo admirable para dos escaladores relativamente inexpertos en grandes paredes.
Ni Madsen ni Schmitz llevaron a cabo aperturas significativas; dos rutas verticales en el Washington Column, difíciles y poco atractivas, resultaron ser sus mejores esfuerzos en este campo. Sin embargo, se sentían bien repitiendo las rutas de El Cap muy rápido. El logro más espléndido que realizaron juntos fue, en la primavera de 1968, cuando recorrieron la Dihedral Wall en dos días y medio, una marca que dejó a los habituales del Campo 4 sin habla. Robbins escribió que «la actitud frente a El Capitán nunca será la misma». Madsen, disparado ese año, incluso agotó a Schmitz. Realizó la quinta ascensión de la Salathé Wall con Loyd Price, otro recién llegado que trabajaba a tiempo completo en el Valle y quien, en agosto, se convirtió en la primera persona que escaló la Nose dos veces, cuando la repitió con el escalador de Colorado, Mike Covington, alcanzando la cumbre al comienzo de la tarde de su tercer día, otro récord de velocidad.
Muchas de estas ascensiones a El Cap, así como alguna otra, no eran tan rápidas como sus autores proclamaban. Robbins lo planteó sin rodeos: «La mayoría de estos ascensos incluyen fijar dos o tres largos el día anterior de empezar la escalada propiamente dicha, lo que provoca interrogantes en cuanto al estilo y, por extensión, la franqueza de los autores. En primer lugar, es más fácil repartir veinte horas de escalada en tres días que en dos. Y, por otro lado, algunos escaladores son extremadamente liberales en su interpretación de medio día: hay una tendencia a aplicarlo hasta las cinco o las seis de la tarde». Por tanto, nunca sabremos con precisión los horarios verdaderos de estos logros, en cualquier caso excelentes.
Madsen era un tipo impulsivo, nada dado a la reflexión y la calma. Esto resultó ser fatal. A mediados de octubre de 1968 durante una gran tormenta que azotó el Valle, Chuck Pratt y Chris Fredericks, en lo alto de la Dihedral Wall, se acurrucaron en una grieta profunda, invisible desde el suelo, a esperar a que se calmara el tiempo. Madsen, temiendo que la pareja estuviera inmovilizada por la hipotermia, organizó un rescate en cuanto aclaró. Además de él, Schmitz, Price y varios guardas fueron subidos en helicóptero hasta la cumbre de El Cap. Madsen rápelo desde el borde con veinte kilos de cuerdas y material suplementario. Los que se quedaron arriba apenas oyeron un grito angustiado: «¡Mierda!». Después silencio. Madsen se precipitó setecientos cincuenta metros hacia su muerte. Había hecho un nudo al final de la cuerda, pensando que se quedaría atascado en los mosquetones que le servían de freno al descender y le aguantaría mientras instalaba el siguiente rápel. Pero el nudo era demasiado pequeño y se deslizó entre los mosquetones.
Pratt y Fredericks, helados, pero no inmóviles, continuaron su ascenso, tras haber escuchado un zumbido, poco después de que saliera el sol. Pronto descubrieron señales de que había caído un mamífero, chocando contra la pared; esperaban que fuera un ciervo, pero cuando descubrieron cristales rotos de gafas en una repisa se dieron cuenta de lo peor. Sólo cuando llegaron al borde supieron que su amigo Madsen había muerto intentando ayudarles. Fue un día muy triste. Robbins escribió después: «Si Madsen hubiera vivido y escalado, sin duda habría escrito un capítulo importante de la historia del montañismo americano, y probablemente del mundo».
Otros accidentes enturbiaron los últimos años de los sesenta. Un experto escalador del Club Alpino de Stanford llamado Ernie Milburn estaba rapelando en una ruta, en el Glacier Point Apron, en junio de 1968, cuando la cinta de la reunión, desgastada por sucesivos tirones de la cuerda al recuperarla y debilitada por la acción del sol, simplemente se rompió. Cayó ciento ochenta metros. Las cuatro muertes del Valle ocurridas en los sesenta (Irving, Jim Baldwin, Ernie Milburn y Jim Madsen) se produjeron rapelando, en teoría la maniobra más segura y sencilla de la escalada (un escalador supersticioso haría bien en evitar rapelar los días diecinueve y veinte del mes; tres de las cuatro muertes ocurrieron en esas fechas).
Otros cinco accidentes de mediados y finales de los sesenta no tuvieron un desenlace tan trágico. Un escalador de Berkeley llamado Pete Spoecker se rompió la pierna en lo alto de la Steck-Salathé y tuvo que ser evacuado. El rescate, el 24 de junio de 1965, fue el más grande llevado a cabo en el Valle, y ayudó a solventar algunos de los antiguos conflictos entre escaladores y guardas. Cuatro escaladores (Glen Denny, John Evans, Jeff Foott y Chris Fredericks) desempeñaron un papel importante en la organización del rescate. Parecía que los vagos del Campo 4 por fin servían para algo; desde entonces y en adelante los escaladores desarrollaron un papel importante en los rescates técnicos.
Los otros cuatro accidentes también fueron graves. Eric Beck se dislocó el hombro a mitad de una vía por la cara sur del Monte Watkins; él y su compañero, Dick Erb, afrontaron una retirada épica, totalmente solos, con un descenso por una ruta desplomada y diagonal. «El peor día de mi vida», nos confesó Beck después. Tom Gerughty, en un intento a la Nose, estaba limpiando un largo en travesía cuando ambos jumar, de algún modo, se le desengancharon de la cuerda. Por suerte, había hecho un nudo en el cabo de la cuerda que le detuvo, tras caer treinta metros; al intentar detenerse, se quemó gravemente las manos con la cuerda. Jim Stanton, uno de los «chicos» de Bridwell, sufrió una caída de cincuenta metros en la Higher Cathedral Rock, en la que sacó dos clavos de protección pero, al no chocar contra nada, escapó con una rodilla rota solamente. Recuerdo que no escaló mucho después de aquello, de todos modos. Jim McCarthy, el conocido escalador del Este, se rompió el brazo en la Nose, a ciento ochenta metros del suelo, cuando se le salió un clavo de artificial. McCarthy, que no quería pasarse al introducir los clavos en la fisura (un pecado capital en el Valle), había instalado con delicadeza otros diez clavos de progresión artificial antes de su accidente. Nueve se salieron en el curso de sus treinta metros de caída.
Kim Schmitz, 1967. (Foto: Steve Roper).
Jim Madsen, 1967. (Foto: Steve Roper).
Otra cordada destacada después de la de Madsen y Schmitz era la de Don Lauria y Dennis Hennek, escaladores del sur de California curtidos en las rutas de Tahquitz. Aunque esta pareja no era ni por asomo tan rápida como la de Madsen y Schmitz, también funcionaba bien en las grandes paredes; su primera gran escalada juntos fue la tercera repetición de la Dihedral Wall durante cinco días de septiembre de 1967. Además de ser un buen escalador de roca, Lauria demostró ser uno de los escritores más ingeniosos de la época. Describió la Dihedral como una ruta que incluía «escalada dura, emplazamientos de clavos difíciles, reuniones colgadas, petateo pesado, vivacs en hamacas, nudillos raspados, pies entumecidos, calambres, tos, sol torturante, nubes que amenazan, falta de agua constante, rurps y ganchos; todos los ingredientes para una gran aventura de Yosemite».
Coincidí por primera vez con Lauria en el campamento que hay debajo de la vertiente este del Half Dome en junio de 1966; al día siguiente él y la nueva estrella de Tahquitz, Mike Cohen, iban a hacer la normal de la cara noroeste, mientras Pratt y yo íbamos a intentar la directa de la misma cara, todavía sin repetir. Lauria escribió un artículo con tono humorístico en el Summit, en el que relató, entre muchas otras anécdotas, una conversación al amanecer. Denominándonos a Pratt y a mí Mutt y Jeff respectivamente, quizá para que no nos sintiéramos avergonzados al aparecer en el artículo, escribió: «Me sorprendió cuando Mutt se asomó por su saco de dormir, y con el tono afectado de la viuda de un noble, pronunció las palabras que cualquier escalador desearía poder pronunciar cada fin de semana: “Jeff —dijo—, no deberíamos sentirnos obligados a escalar hoy”. Ambos se retorcieron con una risa histérica». Pratt y yo, desde nuestros sacos calientes, les deseamos suerte a Lauria y a Cohen cuando partieron. Todavía estábamos absorbiendo el sol en nuestros sacos cuando volvieron al cabo de unas pocas horas, tras retirarse después del primer largo.
Lauria más tarde subió la ruta del Half Dome; era un escalador obstinado. Y un año después, él y Hennek hicieron la segunda ascensión de la North America Wall en cinco días.
Hennek y Lauria no siempre escalaban juntos. Hennek y Chouinard hicieron la décima ascensión de la Nose en 1967; dos años después Hennek realizó la tercera ascensión de la Muir Wall con Pratt. Así, en un período de veinticuatro meses subió a El Cap cuatro veces. Lauria también tuvo un flirteo con El Cap: en quince meses lo escaló tres veces.
Ninguno de los dos, al igual que ocurría con Madsen y Schmitz, realizó aperturas destacadas en el Valle, una posible señal de que el Valle estaba temporalmente «desgastado». Las líneas más obvias de las grandes paredes ya se habían ascendido y para recorrer las paredes lisas de sus lados parecía que haría falta una gran cantidad de buriles. Nadie tenía ganas todavía de ponerse a taladrar una línea de aspecto tortuoso.
Un buen escalador del sur de California llamado Ken Boche esquivó este dilema al evitar las grandes paredes en favor del Glacier Point Apron, donde abrió ocho rutas, casi todas de 5.9 y de las de canto muy pequeño. Con sólo cincuenta grados de inclinación, la Apron es un océano de granito sin relieve en el que uno puede vagar casi a voluntad. La escalada en este lugar precisa de varias habilidades, las cuales personalmente yo nunca he poseído. El primer requisito para tener éxito en una primera ascensión es visualizar la ruta en el mar de granito; una línea que tenga algún tipo de final definido, que suele ser una pequeña repisa. El plan: empezar en cualquier punto por debajo de esta repisa, y acabar en ella. En el medio, moverse. El que escala en cabeza ha de mantener la calma cuando el último seguro se le queda muy abajo, considerando racionalmente que ni siquiera una caída grande importará demasiado, de tan pulida como está la placa. Las habilidades para encontrar la ruta son cruciales. Los primeros diez metros pueden verse claramente, pero luego ¿qué? ¿Continuará esta sucesión de agarres? ¿Se podrá hacer una travesía hacia esa laja? ¿Dónde estará el siguiente saliente para descansar? Por último, hay que tener paciencia: los buriles suelen ser el único modo de protegerse, y no es fácil instalarlos cuando estás con calambres en los pies sobre un pequeño saliente romo.
Boche era un maestro de este tipo de escalada de canto pequeño, al igual que Bill Amborn, Jeff Foott, Joe McKeown, Bob Kamps y Tom Higgins. La delicadeza y el valor son las cualidades útiles para escalar en Apron. Se necesita un equilibrio excepcional, dedos de los pies y tobillos fuertes y voluntad para adentrarse en territorio desconocido. El que escala de primero sabe instintivamente si tiene que poner el pie plano contra la roca, en posición de adherencia, o si debe ponerlo de canto en micro regletas o cristalitos. La escalada del Apron fue en realidad una actividad específica durante los sesenta, tan lejos de las grandes paredes y de la escalada en fisura como la luna.
El tipo de calzado también jugaba un papel fundamental en la escalada de Apron. La mayoría de los escaladores de principios de los sesenta usaban las zillertals o bien las similares kronhofers, ambas zapatillas blandas, de fabricación europea, cómodas pero demasiado flexibles para ponerse de pie en regletas pequeñas. Hacia 1965 muchos de los escaladores del Valle llevaban spiders, un calzado mucho más duro que era bueno para cantear y ponerse de pie en los estribos, pero no tan bueno para la adherencia. Robbins contribuyó en el diseño de un calzado todavía más rígido a finales de 1967; este «zapato de ante azul» fabricado en Francia, era excelente para fisuras, escalada artificial y canteo pero, de nuevo, no tan bueno para adherencia. Por fin, hacia la misma época, apareció en escena un calzado más polivalente. Hecho en Francia, pero con un diseño original de un inglés llamado Ellis Brigham, las zapatillas de escalada EB eran las primeras que tenían una suela blanda, toda una revolución para los escaladores de adherencia. Al igual que las RR, como se conocía el calzado de Robbins, las EB tenían unas bandas de goma a los lados y en el talón, lo que hacía los empotramientos en las fisuras algo más fáciles, ya que los lados del pie se adherían de algún modo a la fisura. El modelo EB rápidamente ganó popularidad y se convirtió prácticamente en el único calzado usado durante los años setenta.
Don Lauria, 1968. (Foto: Royal Robbins. Colección Ascent).
Dennis Hennek, 1968. (Foto: Glen Denny).
Cuando las noticias sobre las asombrosas escaladas y técnicas del Valle empezaron a expandirse alrededor del planeta, los extranjeros comenzaron a acudir a Yosemite. El primero que escaló una vía difícil de Yosemite fue el conocido escalador catalán José Manuel Anglada, quien, junto a Robbins y Herbert, realizó el espolón este de El Cap en 1964 (Anglada, al ver a Robbins y a Herbert engullendo a grandes mordiscos un salami barato durante la escalada, se mostró contrariado. «Sois unos verdaderos bárbaros», les dijo).
Los británicos no tardaron mucho en llegar. Dos escoceses, Jock Lang y Eric Rayson, se convirtieron en los primeros escaladores no americanos en ascender una ruta de grado VI del Valle, al realizar la cara noroeste del Half Dome con el americano Dave Dornan en 1965. Robbins, tras escuchar noticias de este acontecimiento, escribió a principios de 1966: «No pasará mucho tiempo antes de que los extranjeros estén escalando El Cap». (El espolón este de El Cap, que realizó en 1964 Anglada, nunca se consideró una verdadera vía de El Cap, ya que está situada bastante lejos del borde de la pared principal). Efectivamente, no tardaron: los guías de Chamonix André Gaunt y Jacques Dupont habían impartido clases de esquí en Yosemite durante el invierno de 1965 y 1966 y, en abril, llegaron con la idea de hacer la Nose. Nos reímos a sus espaldas, ya que no habían triunfado precisamente en el Valle durante su breve fase de entrenamiento, antes de la ruta. Pero subestimamos su entusiasmo y su arrojo: realizaron la quinta ascensión en una escalada relativamente lenta, de seis días, soportando tormentas en la mitad de la pared y sed al final.
Robbins visitó Gran Bretaña en mayo de 1966 y conoció a buenos escaladores por allí, destacando a Joe Brown y Tom Patey. Me escribió un mes después que «la escalada en roca es un deporte casi individual en Inglaterra, en cierto modo como los toros». Invitó a todos los escaladores a conocer Yosemite, y al siguiente otoño llegaron unos cuantos. En octubre, Mike Kosterlitz escaló una de las «rutas de prueba del Valle», la cara oeste del Sentinel. Poco después se presentó en el Campo 4 una leyenda inglesa. Don Whillans (igual que Brown) era admirado desde lejos por los escaladores del Campo 4 desde principios de los sesenta; era el mejor británico en las paredes, autor de varias rutas difíciles en su arenisca local y en los Alpes. Bajo, con mal genio y brusco, Whillans bebía, fumaba, festejaba y escalaba, más o menos en ese orden. Pero en octubre dejó de lado sus hábitos decadentes el tiempo suficiente para escalar la cara noroeste del Half Dome con Jim Bridwell y otros dos camaradas ingleses. Conocido sobre todo por su faceta de especialista en fisuras, cuando le mostramos varios ejemplares clave del Valle cumplió sobradamente nuestras expectativas: no encontró dificultad alguna para subirse por la Crack of Doom y la Steck-Salathé. Pratt escribió una nota corta sobre la visita del británico para el American Alpine Journal de 1967: «Las técnicas de escalada necesarias en Yosemite no plantearon ningún problema al británico, cuyo talento y versatilidad le sitúan en la cumbre del deporte».
Después de la visita de Whillans, Pratt le dijo a Robbins: «La era de la supremacía de los escaladores de Yosemite ha acabado». Y, de hecho, los escaladores extranjeros, principalmente de las islas británicas, acudieron en bandada los siguientes años. Dave Bathgate e Ian Howell escalaron la pared del Half Dome poco después de la ascensión de Whillans y Bridwell, completando por tanto la primera ascensión totalmente extranjera. Mike Burke (quien más tarde falleció cerca de la cumbre del Everest) escaló la Nose con Rob Wood en junio de 1968, llevándose con ello un buen trofeo: la primera ascensión totalmente británica a una ruta del El Cap.
Otro escalador inglés, quien más tarde se convertiría en un destacado escritor, visitó el Valle en agosto de 1968. Ed Drummond, un tipo muy seguro de sí mismo, había escrito a Robbins contándole sus grandiosos planes para el Valle, los cuales incluían la North America Wall, todavía sin repetir. Robbins replicó: «El exceso de autoconfianza que muestran tus cartas roza la audacia, y genera en mí irritación». Drummond fue humillado por El Cap, pero consiguió subir por la chimenea Lost Arrow, con dificultad. Escribió más tarde, con un toque gráfico: «Mis rodillas, sangrientas e hinchadas, maduradas durante la noche, estallaron como cerezas rojas en mis sucias piernas desnudas».
Como colofón de la década, el escalador escocés más famoso de entonces, Dougal Haston, realizó la cuarta ascensión de la cara sur del Monte Watkins con el americano Rick Sylvester, en la primavera de 1969.
Los canadienses también se mostraron activos a finales de los sesenta. Neil Bennet y Gordon Smaill escalaron la Nose en junio de 1969, realizando el primer ascenso totalmente canadiense. Unos meses después, Smaill, con el escalador de Seattle Al Givler, realizó la Salathé Wall. «Nos maravilló la escalada libre que presenta —escribió Smaill más tarde—: adherencia, movimientos de búlder, empotramientos y chimeneas, pero todo ahí arriba».
Según la escalada se iba haciendo más y más popular, nuestros pensamientos de vez en cuando se dirigían a sacar dinero de nuestro deporte. La mayoría de los escaladores de los sesenta rechazaban la publicidad y lo comercial, aunque, hipócritamente, a veces se sentían tentados por el «dinero fácil». El Sierra Club una vez me pidió por correo que guiara a Joyce Dunsheath, un conocido montañero británico, por el Toulumne Peak. Tuve una visión de mi aristocrático patrón ofreciéndome un billete de cien dólares, aunque no habíamos acordado nada con anterioridad, ya que ambos éramos demasiado educados para discutir sobre algo tan burdo como el dinero. Al final de un largo, largo día, Dunsheath me llevó a la cafetería rústica de Tuolomne y me dijo «Steve: ha sido maravilloso; déjame que te invite a una hamburguesa». Aquélla, según descubrí luego, fue toda mi retribución.
A algunos se nos ocurrió que podríamos obtener una comida gratis o unos cuantos dólares mostrando diapositivas o películas mientras viajábamos. Mi primer y último esfuerzo en este ámbito tuvo lugar en 1967. Al volver de un viaje al desierto, un amigo nos pidió a Pratt y a mí que enseñáramos diapositivas y películas a dos clubes de escalada de Utah. La oferta de Pratt fue doble: algunas diapositivas de la primera ascensión de North America Wall y una película de la cara oeste del Sentinel, filmada la mayoría por Tom Frost. Yo ofrecí una película casera, adornada con momentos dramáticos, rodada en la Salathé Wall por Steck, Long y yo mismo en 1966. Estas dos películas eran las mejores filmaciones de escalada en roca de América, sobre todo porque eran las únicas que existían. Mi diario recoge las siguientes observaciones acerca de aquel 14 de abril de 1967: «Pruebo a poner las películas. Los gilipollas me dan un proyector estropeado. Pratt pone la suya, se lleva catorce dólares. Deprimido». Al día siguiente nos fuimos a Salt Lake City: «Seminario en la asociación Utah Student Union. Nos llevamos catorce dólares cada uno. Ponemos diapositivas de NA Wall y mostramos nuestro “material sofisticado”. Volvemos a poner las películas en Student Union. ¡Nos llevamos dieciséis dólares cada uno!». Poco después escapamos al Valle.
Es difícil clasificar algunas de las actividades importantes realizadas en la última mitad de los sesenta, ya que no son ni aperturas ni las típicas escaladas de aquella época. En mayo de 1966, Jeff Foott y yo conseguimos escalar la normal de la cara noroeste del Half Dome sin vivac, la jornada más larga de mi vida. Desde el primer resplandor del día hasta el último destello, subimos con esfuerzo los veinticuatro largos, poniendo y quitando clavos unas doscientas cincuenta veces. Al poco, Eric Beck también se llevó otra primera del Half Dome: en julio pasó dos días y medio solo en esta misma ruta.
Uno de los incidentes más dramáticos de aquella época también tuvo lugar en el Half Dome, en la «desconocida» parte trasera, la cara sur. Warren Harding había estado relativamente tranquilo los últimos cuatro años; su única escalada importante después de la del monte Watkins había sido una apertura por la cara exterior de la Lost Arrow desde su base. Una buena actividad realizada con un excelente estilo, en junio de 1968, junto a Pat Callis. Galen Rowell tampoco había realizado ninguna apertura en los años anteriores; se había dedicado, al igual que muchos otros, a repetir algunos de los difíciles problemas de fisura por los cuales el Valle era tan famoso. Harding tenía localizada una ruta en potencia en la enorme y redondeada cara sur del Half Dome y, en otoño de 1968, convenció a Rowell para ir a probarla. Esta ruta resultó bastante polémica; en opinión de muchos escaladores, significó que el patrón de Harding volvió a decaer. Como era habitual, la palabra buril entra en la historia. «Decidimos —escribió Rowell más tarde— que era posible abrir una ruta metiendo expansiones en el veinticinco por ciento del recorrido solamente». Esta cifra ambiciosa nos sorprendió: la Salathé Wall, por ejemplo, llevaba sólo un dos por ciento de expansiones. Si esta proporción del veinticinco por ciento era aceptada, podría dar lugar a la proliferación de planes para abrir rutas en El Cap, por ejemplo. De todos modos, sentíamos que la escalada no tenía reglas. Harding era un renegado y no había mucho más que decir, o hacer. Por suerte, tenía pocos imitadores.
A principios de noviembre de 1968, cuando Harding y Rowell eran dos sedientos en la mitad de la pared, se levantó una tormenta gigantesca que cubrió la pared de nieve. La retirada era imposible y los dos escaladores no tardaron en coger una hipotermia. Después de dos días y noches de sufrimiento, la pareja, desesperada, pidió ayuda por radio. Cuando Harding y Rowell se estaban preparando para su séptima noche en la pared, un helicóptero depositó un equipo de rescate en la cumbre, y Robbins rápelo doscientos metros por la pared, en la oscuridad, hasta llegar a los dos hombres, congelados. Hacia medianoche los tres habían jumareado ya hasta la cumbre y estaban acurrucados en sus sacos de dormir, calientes, dando tragos de brandy a la luz de la luna. Dos años más tarde Harding y Rowell volvieron, una historia que continuará en el siguiente capítulo.
La mejor actividad —que no era primera ascensión— de la segunda mitad de los sesenta corresponde a Robbins. Su ascensión en solitario, durante nueve días y medio, de la Muir Wall de El Cap (la segunda ascensión absoluta), en abril de 1968, dejó atónita a la comunidad mundial de escaladores: el único logro comparable en el mundo del alpinismo había sido una apertura en solitario de seis días en el Petit Dru de los Alpes realizada por Walter Bonatti, en agosto de 1955.
¿Por qué Robbins se enfrentó a esta dura prueba? Intentó responder esta cuestión en un artículo que escribió para el American Alpine Journal: «¿Por qué esta tontería del solitario? Bueno, simplemente eso: una tontería en solitario. Nada más que otra forma de demostrar algo. Una especie de onanismo espiritual. La cuestión en una escalada en solitario es que es toda tuya. No estás obligado a compartirla. Está desnuda. Cruda. La manifestación más absoluta del egoísmo de la escalada… No sé por qué escalo en solitario, pero siento que tiene mucho que ver con el ego, y con demostrar algo». Después habló de su «incansable demonio interior»: «Siempre quiere más, más, más. Nunca tiene suficiente. Es insaciable, glotón, siempre codiciando más de esa carne peculiar de la que se alimenta».
Día tras día Robbins avanzó con la más tediosa y aburrida de todas las modalidades de la escalada, la escalada en artificial y en solitario. Después de abrir un largo, rapelaba por la cuerda auxiliar hasta el comienzo del mismo para volver a subirlo limpiándolo. Tras sacar los clavos tenía que ponerse a izar el petate, el cual para entonces estaba colgando del cabo de la cuerda de rápel. «Empecé a odiar la escalada —escribió más tarde—. Aquí estoy, y ¿qué estoy haciendo?». Al sexto o séptimo día sintió pánico cuando pensó que podía haberse salido de la vía. Sólo se había llevado tres buriles; no eran suficientes, si tenía que avanzar por terreno virgen. «Entonces grité a la roca insensata, al vacío, a Chouinard y a Herbert. Irracionalmente, sentí que me habían traicionado. Me puse a buscar cabezas de turco pero tampoco mi ego se salvó; me castigué por ser un idiota de remate». Podemos imaginarnos su alivio cuando finalmente llegó a un buril instalado por los aperturistas.
Hablando consigo mismo, cantando con locura, fue avanzado día a día, odiando y aborreciendo El Cap. Cerca ya de la cumbre puso un rurp que sólo se introdujo unos seis milímetros. «Subirse en ese clavo —escribió— requería una cantidad monstruosa de voluntad, muy parecida a la disciplina necesaria para mantener la boca cerrada cuando estás subido en un coche, con un conductor en quien no tienes ninguna confianza y que está conduciendo demasiado rápido en una sinuosa carretera de montaña». Después de subirse a este pequeño cacharro, tuvo problemas par encontrar un lugar en el que poner algo, y cuando finalmente metió un clavo y se subió a él, se salió. Increíblemente, el rurp le aguantó. Pero estaba tan desgastado psicológicamente que tuvo que instalar un buril, una de las dos veces en su carrera que lo hizo fuera de una apertura (la primera había sido en la Nose, en 1960, tal y como ya se ha relatado).
Al final de la mañana de su décimo día llegó a la cumbre, donde le felicitó su mujer, Liz, quien había subido caminando por la parte trasera. Robbins había escalado El Cap ocho veces, por siete rutas diferentes, realizando la primera o la segunda ascensión de las siete: un récord destacable que nunca fue igualado.