Para mí, mi enemigo es cualquiera que, si le conceden el poder necesario para ello, restringiera la libertad individual, y esto incluye a todos los oficiales, los altos cargos jurídicos; los sargentos del ejército, los comunistas, los católicos y los miembros del Comité de Actividades Antiamericanas. Sé que tengo prejuicios, pero no puedo imaginar otro deporte, aparte de la escalada, que sea una completa y absoluta expresión de individualidad. Y no lo dejaré ni reduciré mi actividad por ningún hombre, mujer, esposa, ni Dios.
CHUCK PRATT, 1965
Los escaladores de Yosemite habían escrito relativamente poco sobre sus actividades, pero esto cambió de forma radical en 1963, gracias en gran parte a Yvon Chouinard. Reclutado en octubre de 1962, tenía mucho tiempo para reflexionar sobre lo que se había desarrollado en el Valle durante los años anteriores. Sabía que poca gente fuera de California sabía lo que estaba pasando en las grandes paredes. Los europeos seguían a lo suyo y, excepto los Vulgarians, los escaladores de la Costa Este, quienes en realidad no eran escaladores de roca sino montañeros, se limitaban a Canadá y al Himalaya. De hecho, Yosemite apenas se había mencionado en el respetado American Alpine Journal (AAJ). La única excepción era un artículo escrito por el estudiante de cálculo técnico Bill Shand, en el número de 1944, en el cual describía con detalle cinco o seis rutas. En general, el Oeste de los Estados Unidos era territorio desconocido para las multitudes, desde Boston a Nueva York. Por ejemplo, en los primeros tres años de la década, de 1960 a 1962, lugares como el Himalaya o el monte McKinley dominaban totalmente la publicación. Sólo seis de los treinta y nueve artículos hablaban del Oeste, y eran más que nada fragmentos históricos como «Nombrando las montañas americanas: Las Cascades». Nadie le prestaba atención a California. En la sección «Escaladas y expediciones», en la parte final de la publicación, Yosemite ocupó un espacio algo mayor. El AAJ había solicitado en 1962 que se escribiera algo sobre lo que estaba pasando en el Valle. Yo les envié varias notas desordenadas; una de ellas era la primera mención escrita a la escalada de la Salathé Wall, un relato escueto, de cuatro líneas.
El American Alpine Club (AAC) también tendía a ignorar a los escaladores jóvenes; por entonces era realmente un verdadero «entramado de viejos» de la Ivy League[5]. Dick Leonard, la figura principal de los inicios de la escalada en el Valle, se percató de esta realidad mucho antes que la mayoría de la gente. En 1972 escribió: «¡Dimití del AAC dos veces! Fue porque sentía que el club no estaba dispuesto a que se integraran los escaladores jóvenes ni a trabajar de manera efectiva con ellos».
No todos los jefes del AAC tenían tan poca visión de futuro. Ad Carter, el editor del AAJ y un destacado montañero de los años treinta, entró en contacto con Chouinard después de ver un artículo que había escrito para un suplemento dominical. Le pidió un artículo pero, según me dijo Carter hace poco, «Chouinard me escribió contestando que lo último que quería en el mundo era contribuir en una publicación de viejos». Pero el presidente del AAC, Carl Fuller, no aceptaba un no como respuesta; voló a California para hablar con los escaladores locales. «Carl se los metió en el bolsillo, y ya no volví a tener problemas para que escribieran sobre las magníficas actividades que estaban llevando a cabo».
Chouinard, ya convencido, escribió cuatro artículos sobre el Valle para el número de 1963, incluyendo una visión general suya. En diciembre de 1962 me escribió en privado desde el Redstone Arsenal, en Alabama: «Por fin he acabado mi artículo; tiene cinco mil palabras y es totalmente subjetivo e intencionado… También he mandado quince fotos de las mejores que he podido conseguir. Los europeos van a alucinar con esto».
La escalada moderna en Yosemite, el artículo más original e influyente de Chouinard, apareció el primero y comenzaba de forma arriesgada: «La escalada de Yosemite es la menos conocida y comprendida, y sin embargo, actualmente es una de las escuelas más importantes de escalada en roca del mundo. Su filosofía, material y técnica se han desarrollado de manera independiente respecto al resto del mundo de la escalada».
Elocuente e informativo, el reportaje de Chouinard cubría todos los aspectos posibles de la escalada de Yosemite, incluyendo la seguridad, el tiempo y las técnicas de artificial. Se extendía en las éticas y fue el primero que escribió sobre lo que los escaladores del Valle entendían por escalada libre: «Significa que no se emplea ningún tipo de ayuda artificial para progresar…». Se estaba refiriendo a la costumbre continental (no británica) de colgarse de los pitones o pisarlos y seguir llamándolo libre; los escaladores alpinos pensaban que sólo era escalada artificial cuando uno se ponía de pie en los estribos. En otras palabras, si por ejemplo un escalador francés se colgaba de un mosquetón en un paso duro, seguiría llamando la escalada libre. Semejante ambigüedad condujo inmediatamente a problemas con el sistema de graduación; ya que era en realidad una cuestión ética, como Chouinard argumentó: «Libre debería aplicarse únicamente cuando se usan sólo agarres naturales para la progresión. Si metes un dedo un rato en un mosquetón es lo mismo que si pones un estribo en un clavo: es escalada artificial».
Después de explayarse en las virtudes de la escalada en el Valle, en seis páginas, Chouinard, quizá temiendo haberse excedido, fue a lo personal: «He aborrecido siempre el calor sofocante, las fisuras llenas de barro, los árboles plagados de pestilentes hormigas, los matojos que cubren las paredes, la suciedad y el ruido del Campo 4 y, lo peor de todo, la multitud de turistas…». Después sentenció: «Si a veces odio el lugar, probablemente es porque también lo quiero. Es un amor extraño y pasional, el que siento por este Valle. Más que simplemente una zona de escalada, es un modo de vida».
Junto al relato de Chouinard había otros tres artículos sobre Yosemite: Ad Carter estaba haciendo grandes esfuerzos para dar amplia cobertura al Valle. El primero era también obra de Chouinard, un relato de su apertura, junto con TM Herbert, en el Sentinel. Después iban dos artículos de El Cap: el excelente relato de Robbins de la Salathé Wall, en el que describía tanto la apertura como el primer ascenso continuo, y la historia de Ed Cooper sobre la primera ascensión a la Dihedral Wall. Veintiocho fotos, la mayoría de escaladores de pie en sus estribos, acompañaban los cuatro artículos.
Todos los relatos estaban bien escritos y eran informativos; mostraban la esencia de las paredes del Valle. Nosotros, los residentes del Campo 4, estábamos muy contentos con este número: por fin Yosemite aparecía en el mapa, y ahora teníamos un espacio en el que escribir. Me acuerdo de que les enseñé la publicación a mis padres para demostrarles que lo que estaba haciendo tenía repercusión social: estaba participando en el renacimiento de la escalada en América. Mi padre, quien me había iniciado en la escalada y sabía algo sobre el tema, resplandeció de orgullo, aunque quería que volviera a la universidad. Mi madre simplemente se preguntaba por qué no volvía a las clases.
Un dato curioso: los tres relatos de escalada acababan de una forma similar. En realidad, siempre es difícil terminar una historia de escalada: es como si hubiera que decir algo sobre el sentido de todo. Chouinard se sintió dichoso en la cumbre del Sentinel: «[…] feliz por haber sido libre durante unas horas y feliz de llevar un poco de esa libertad de vuelta con nosotros». Robbins replicó: «Nos sentíamos espiritualmente muy ricos cuando bajábamos por el camino…». Cooper acabó su relato con «fue el mejor día de nuestras vidas».
La afirmación de Chouinard de que la escalada del Valle era «un modo de vida» fue juzgada por todos como una verdad absoluta. Hacia 1963 gente como Robbins, Chouinard, Pratt, Beck o yo mismo, habíamos vivido en el Valle durante meses seguidos. Sentíamos que realmente pertenecíamos al Valle; era nuestro hogar espiritual. Lejos de las ciudades y la responsabilidad, vivíamos de una manera sencilla, sintiéndonos en paz con nosotros mismos y con el mundo. Pensábamos que la escalada nos hacía mejores personas, y quizá fuese cierto. Humillados con frecuencia por las paredes, teníamos que mirarnos muy dentro y descubrir por qué habíamos fallado. Aprendimos a afrontar el miedo y, años después, todos coincidimos en que encarar el peligro en las paredes y luchar para mantener la calma, nos ayudó a salir de situaciones difíciles en la vida. Adquirimos confianza, nos sentíamos bien con nosotros mismos. En resumen, la escalada era buena para el alma, una influencia tranquilizadora para nuestra naturaleza imprudente. Es cierto, era un modo de vida.
Steve Roper (izquierda) y Eric Beck, hacia 1969. (Foto: Glen Denny).
El período de la primavera de 1963 fue el peor que recordábamos todos; pasábamos días enteros sentados en la Sala, sin conseguir ponernos en forma nunca y maldiciendo a los dioses. Layton Kor se paseaba de un lado a otro todo el rato; sentía que ése iba a ser su gran año. Tenía tantas ganas de abrir una vía en El Cap que era lo único de lo que se podía hablar con él. Chouinard y yo, a principios de 1961, habíamos visto una vía en potencia por el espolón oeste, en el extremo izquierdo de la cara suroeste. Logramos subir un largo, pero después, intimidados por las dimensiones de la pared que quedaba por arriba, nos retiramos. Kor agarró a Beck un día de abril de 1963 y juntos subieron por allí unos cuantos largos más, dejando cuerdas fijas a causa del mal tiempo. Si mirábamos atrás, ésta iba a ser una ruta en la que no haría falta fijar cuerdas, y por tanto se daría un paso más en la evolución de la escalada en el Valle. Si algún otro hubiera fijado cuerdas, nos habría indignado, pero Kor dijo que era necesario, y nosotros le creímos. Durante varias semanas, Kor y Beck fueron ampliando su línea de cuerdas fijas, entre tormenta y tormenta, hasta alcanzar los ciento ochenta metros. Beck, un tipo tímido y por entonces no demasiado experto, nunca había estado en una gran pared de verdad. Casi no podía dormir; un día a finales de abril ya no lo pudo soportar más. «Roper —me dijo, con su cara habitualmente flaca y ahora cadavérica a causa de la preocupación—, quiero retirarme. Tengo miedo. No sé qué hacer».
Vi mi oportunidad y le sugerí sutilmente que yo podría ocupar su puesto. Beck se lo pensó unos minutos, dándose cuenta de que sus posibilidades de alcanzar la gloria se desvanecerían para siempre si abandonaba. Después le tocó a él ser astuto: «¿Y qué me darás si te dejo ir?».
Jugamos al gato y al ratón un rato hasta llegar a un acuerdo: «Te doy diez dólares —le dije—, y un bong, del tamaño que quieras». Cerramos el trato. Kor apenas pestañeó cuando le informé de que yo era su nuevo compañero. En realidad no le importaba con quién ir; simplemente quería llegar a la cumbre.
Esa noche, cuando Beck por fin dormía como un bendito, diez horas seguidas, me tocó a mí soportar a los demonios. La pared gigante, vertical y desconocida, dominaba cada pensamiento en mi mente; me recreé en todos los modos posibles de morir. Vi cuerdas rasgadas colgando e imaginé una caída larga, arrancando los seguros uno tras otro y con dirección a unas lajas afiladas. El amanecer llegó demasiado pronto, y de repente me encontré subiendo desde la base de la pared, mientras el emocionado Kor silbaba Bolero una y otra vez.
Trabajamos en la vía dos o tres veces durante la siguiente semana, extendiendo las cuerdas hasta los trescientos cincuenta metros. El pitido del despertador a las cinco de la mañana era traumático. La oscuridad era un infierno, la claridad era aceptable y la salida del sol, una alegría, el momento en el que mis miedos empezaban a evaporarse. El 15 de mayo, muy temprano, Kor y yo cortamos nuestro cordón umbilical y pasamos los tres días siguientes abriéndonos paso hasta la cima. Si hubiera escrito algún artículo, supongo que lo habría acabado con «fue el mejor momento de mi vida». La ruta, la cuarta de El Cap, marcaba la sexta vez que se escalaba el monolito. Nadie nos felicitó cuando nos desencordamos: ésta era la primera vez que se había concluido una apertura en El Cap sin alboroto en la cumbre. Nos deleitamos con el silencio de la fría mañana de primavera, con los picos de la High Sierra tan cerca que creíamos poder tocarlos.
En la primavera de 1963 aparecieron dos innovaciones, en cuanto al material de escalada, así como una importante controversia. Una de las novedades fue relativamente poco importante: procedente de Europa, apareció en el mercado una cuerda con camisa, fabricada con una fibra sintética de nailon llamada perlon, que se impuso en menos de un año. Las cuerdas con camisa, que llevan una funda de un tejido más fuerte que cubre un núcleo interior, se habían inventado a mediados de los cincuenta, pero casi no se habían usado en los Estados Unidos (el legendario escalador de la costa este, Hans Kraus, le había dado una a Chouinard en 1957). Este tipo de cuerda tenía múltiples ventajas frente a la tradicional cuerda de nailon trenzada: era más fuerte, se rizaba menos y no se estiraba cuando se le añadía carga, lo cual hacía los péndulos y otras maniobras de cuerda más fáciles (en realidad, el perlon sí que se estiraba, pero de manera suave y sólo cuando se le aplicaba mucha fuerza). Además, la funda podía resistir algún daño menor sin que se perjudicara el «alma» de la cuerda.
Aunque el perlon era asombroso, no transformó la escalada en Yosemite como lo hizo el jumar. Inventado en los cincuenta por dos suizos (Jusi y Marti, y de aquí la composición del nombre) para ser utilizado en espeleología, el puño, como se le llamó enseguida, llegó al Valle a principios de mayo. Diseñado para sustituir al nudo de prusik, el aparato cumplía las expectativas a la perfección. Una leva móvil con unos pequeños dientes de metal aprisionaba la cuerda con fuerza cuando te ponías de pie en el estribo, previamente conectado al invento. Luego, cuando sacabas el peso, se podía deslizar hacia arriba por la cuerda simplemente subiéndolo sin esfuerzo. El «puño» del sistema ofrecía además un estupendo agarre. Ahora se podía subir por una cuerda unas cinco veces más rápido que con un nudo de prusik, sin los inconvenientes de que se atascaran los nudos o te rasparas los nudillos.
Uno podría preguntarse por qué eran necesarios los jumar, dado que la escalada con cuerdas fijas estaba desvalorizada. En una escalada de varios días, los escaladores solían fijar una o dos cuerdas por encima de la repisa de vivac para disponer de toda la luz del día antes de irse a dormir. Por este motivo, por las mañanas tenían que ascender unas cuantas decenas de metros hasta su punto más alto. Con los jumar, esta faena era trivial. Además, eran muy adecuados para otra técnica, una maniobra ideada por Robbins para ahorrar trabajo. En un largo de artificial, el que iba de segundo, responsable de sacar los clavos, tenía que colgarse de la cinta de un clavo para sacar el anterior; lo cual, a veces, significaba tener que estirarse de forma incómoda y casi boca abajo. También obligaba al asegurador, en la reunión de arriba, a estar siempre atento, soltando o recogiendo cuerda. La nueva técnica funcionaba de maravilla. El que iba en cabeza, al acabar un largo simplemente ataba la cuerda con la que había escalado a la reunión, dejándola fija, y se relajaba, mientras el segundo conectaba los dos jumar a la cuerda y ascendía por ella, con la posibilidad de pararse cómodamente a la altura precisa para sacar cada clavo. Como los jumar se podían sacar de la cuerda con facilidad (lo que no ocurría con los nudos prusik), en el caso de que la cuerda hiciera alguna incómoda travesía, simplemente había que jumarear hasta el clavo en cuestión, sacar uno de los jumar de la cuerda, volverlo a meter pasado el clavo y repetir la operación con el otro jumar. Mientras, arriba, el primero estaba libre para izar la carga, colocar el material o extasiarse con las vistas.
El jumar sólo tenía un inconveniente: costaba diez dólares, unas treinta veces más que el trozo de cinta para hacer un nudo prusik; y hacían falta dos. Veinte dólares equivalían a dos semanas en el Valle; pero, aún así, todos los buenos escaladores no tardaron en tener un par. Con este increíble invento, las paredes de Yosemite se encogieron un poquito.
La gran controversia de 1963 concernía al sistema de graduación. A pesar de sus muchos defectos, el sistema decimal ya se había asentado en el Valle para entonces. De hecho, incluso se extendió al este, hacia Colorado, los Shawangunks y muchas otras zonas. Pero Leigh Ortenburger, un matemático de la zona de la bahía y el autor de la guía de los Tetons, acababa de inventarse un sistema más lógico, el National Climbing Classification System (Sistema de Clasificación Nacional de la Escalada), o NCCS. Escribió multitud de cartas a escaladores representativos de todo el país y publicó artículos en el Summit, intentando que se aceptara su sistema teórico, nunca probado. Fue persuasivo; muchos escaladores vacilaron. Robbins, por ejemplo, escribió a Orrin Bonney, autor de la guía del Wind River Range de Wyoming, el 23 de febrero: «Creo que sería mejor seguir fiel al sistema decimal… el plan de Ortenburger está chocando con una oposición considerable aquí en California». Pero tres semanas después le escribió una carta al editor del Summit: «Creo que todas las guías americanas deberían adoptar e incorporar el plan de Ortenburger».
Ortenburger era consciente de que había afrontado una batalla muy difícil: «Lo que caracteriza a los escaladores es su independencia —escribió en una carta—, motivo por el cual quizá mi propuesta tendrá una aceptación más negativa que positiva». Montañero, no escalador de roca, Ortenburger casi no había escalado en el Valle, y muchos de los habitantes del Campo 4 no estábamos conformes con su idea. Yo, precisamente, estaba acabando la guía del Valle, totalmente comprometida con el sistema decimal. Otros dos autores de guías, Bonney y Art Gran (quienes habían escrito sobre los Shawangunks) se unieron a mí para luchar contra el infiel, y en ese año los tres sacamos nuestros libros usando el sistema decimal.
Como una especie de compromiso, Gran, Bonney y yo mencionamos en nuestros libros la existencia del NCCS, pero el sistema pronto cayó en la oscuridad, excepto en los Tetons, donde permaneció unos años, debido a su inclusión en la guía de Ortenburger de 1965. Dave Brower, director ejecutivo del Sierra Club y editor tanto de la guía de Ortenburger como de la mía, se vio en medio de una encrucijada. Después de que el comité ejecutivo del Club tomara la decisión, el 9 de junio de 1963, de que se conservara el sistema decimal para mi guía y el NCCS para la de Ortenburger, Brower tenía la última palabra. En el número de junio de 1963 del Sierra Club Bulletin, después de una larga discusión sobre la materia, escribió: «Estamos seguros de que habrá muchos que sientan lo que sintió el afamado John Salathé, cuando murmuró: “¡Porrr qui no podemos escalarrr y ya está!”».
Mientras esta polémica continuaba candente en varios puntos del país, diez o quince escaladores se paseaban sin cesar de un lado a otro de la Sala Yosemite, esperando a que amainaran las constantes tormentas. El 9 de mayo el inquieto Robbins salió; nadie sabía adónde. Liz Burkner, su novia, comentó que tenía que resolver unos asuntos en algún sitio, pero nos pareció extraño que no la hubiese llevado con él. Sólo al cuarto día de su ausencia nos reveló la verdad: estaba ya acabando la vía de Harding, de 1961, en la Leaning Tower, sin repetir desde la primera ascensión. La tormenta rugía, pero apenas se sentía bajo aquel gigantesco desplome, el pedazo de roca más seco del Valle. Robbins había ascendido con trabajo y paciencia, reemplazando las decenas de buriles que había retirado Harding. Se puede argumentar que escalar en solitario una ruta eminentemente de artificial, empleando las técnicas de autoaseguramiento adecuadas, no es una tarea difícil. Pero la escalada en solitario todavía vivía su infancia en 1963; nadie en el país había realizado nunca una gran pared en solitario. Robbins pasó tres noches en la vía, mientras el viento aullaba y las nubes se iban dispersando. Además de la aventura de la escalada en sí, estaba el hecho de que era imposible retirarse; la pared desplomaba demasiado como para rapelar. Sin cordón umbilical que le conectase con el suelo, como el que habían tenido Harding y su equipo, el compromiso era total: Robbins protagonizó la mejor actividad de 1963.
Robbins no era el único que estaba lanzado esa primavera; también Kor estaba motivado. Él, Denny y yo escalamos la Nose en tres días y medio a finales de mayo, un tiempo récord que nadie había soñado, ni siquiera nosotros. Esta escalada, al igual que muchas otras realizadas por los escaladores que vivían en el Campo 4, no tuvo nada destacable, aunque con un metro ochenta de altura, yo era por primera vez el más bajo del equipo. ¡Cómo tuve que estirarme para alcanzar los clavos! Lo único significativo de esta actividad está relacionado con un buril. Cuando estaba escalando de primero la Boot Flake, vi un buril en mitad del largo, en la pared principal. Tenía una chapa «moderna», que yo sabía que no pertenecía a Harding; imaginé que Robbins la había puesto en la segunda ascensión. No parecía que la ancha fisura en la que estaba metiendo clavos fuera a abrirse, así que no utilicé el buril. Le dije a Kor que lo quitara a la subida, lo cual hizo. Años después, le recordé bromeando a Robbins su «transgresión», la cual él había olvidado hacía mucho tiempo. Pero yo sí que la recordaba, ya que fue la única vez que había superado al maestro. «¿Cómo pude hacerlo? —exclamó—. Ahora me acuerdo: tenía miedo de que se cayese toda la laja. ¡Qué acto tan vergonzoso! Me pregunto cuántos otros habrá».
Sólo cinco días después de que bajáramos de la Nose, mientras yo me relajaba tumbado en la pradera del río Merced, Kor y Denny salieron a por lo que se convertiría en una agotadora ruta en la cara norte del Sentinel, una actividad para la que necesitaron dos vivacs.
A mediados de junio, Robbins logró otra buena apertura con Dick McCracken, pero la escalada quedó en un segundo plano debido al nacimiento de otra polémica. Ed Cooper, animado por su éxito en El Cap, el noviembre anterior, había vuelto para intentar una ruta directa por la pared del Half Dome, cuya sección central no había tocado nadie todavía. El compañero en esta aventura fue el recién llegado Galen Rowell, a quien yo conocía bien, ya que habíamos ido juntos al colegio en Berkeley desde niños. Coleccionista de minerales y aficionado a las caminatas desde mediados de los cincuenta, Rowell demostró un talento innato como escalador de roca. Fuerte como un toro, atacaba las fisuras como un toro enloquecido —atacar es la palabra correcta—; aunque fanfarroneaba, gemía y se retorcía, casi siempre conseguía subir. Rowell, con un ego enfermizo algunas veces, también podía ser insufrible. Mike Borghoff, siempre sensible, escaló una vez el Yosemite Point Buttress con Rowell, y me contó por carta su impresión acerca de su compañero: «Aparte de su exhibicionismo desvergonzado y flagrante, es bastante decente y muy honesto, por no mencionar sus virtudes como escalador».
Cooper y Rowell formaban el equipo perfecto, por un motivo: ambos eran jóvenes lanzados, decididos a triunfar a toda costa (más tarde, ambos triunfaron espectacularmente en el mundo de la fotografía). Lo que les faltaba, sin embargo, era el conocimiento de las costumbres que se usaban en Yosemite: al ser escaladores de fin de semana, como lo había sido Al Macdonald en 1963, no eran conscientes de que los tiempos estaban cambiando.
Cooper y Rowell llevaron muchas cuerdas hasta al base de la pared, escalaron unos pocos largos, pusieron cinco expansiones y después bajaron; un comportamiento típico en esos días, en el que las aperturas incluían varios fracasos antes del éxito. Instalaron las cuerdas fijas, y unos días después hicieron otro intento bastante infructuoso, dejando de nuevo cuerdas fijas que colgaban hasta el suelo.
Robbins había localizado una vía directa por aquella pared un tiempo antes, y se le ocurrió proponerle a Kor que fueran allí y superaran las cuerdas de Cooper y Rowell. Kor dudó, ya que sentía que esa táctica no sería muy ética, dado que otras personas habían puesto sus objetivos en esa línea. Robbins, entonces, se dirigió a McCracken, un buen y tranquilo escalador que fue mi compañero de cordada hace tres años. McCracken no tenía ningún escrúpulo, y estaba de acuerdo con el sentimiento que Robbins expresó luego en un artículo sobre la escalada: «Las cuerdas fijas fuerzan a una escalada chapucera, ya que la ausencia de un límite de tiempo acaba con todo incentivo para escalar bien». Años después, Robbins me dijo que «la idea de que las cuerdas fijas señalan propiedad es errónea. Cualquiera puede poner un par de cuerdas en alguna línea codiciada y después reclamarla como suya».
Sin tocar las cuerdas fijas, la pareja llegó al punto más alto alcanzado por Cooper. Después, durante tres días y medio, con alguna tormenta, ascendieron por la pared, de seiscientos metros, instalando un total de doscientos noventa y cinco clavos. Esta ruta, Direct Northwest Face (directa de la cara noroeste) se caracterizó por un pitonaje difícil: en un largo pusieron seis rurps, un knife blade e hicieron cinco pasos de «gancho». Este último invento era un pequeño gancho de metal que el que iba escalando de primero ponía en una pequeña laja o un agujerito, y después rezaba para que se mantuviera en su sitio, mientras se ponía de pie en el estribo que llevaba conectado. Gracias a su excelente técnica artificial, la cordada sólo tuvo que instalar diez expansiones. Cooper y Rowell indudablemente habrían tendido que poner decenas de ellos y habrían pasado semanas en la vía. Pero el incidente no gustó a mucha gente, ya que supuso el primer «robo» de una ruta en el Valle.
Lo siguiente que Cooper atacó fue la gran pared situada a la derecha de la cascada Upper Yosemite Fall, alistando a Glen Denny y a Jim Baldwin como compañeros. Cuando estos dos escaladores descubrieron que Cooper había contactado con los medios de comunicación, abandonaron el proyecto. Cooper entonces agarró a un escalador del Noroeste, Eric Bjornstad, y juntos lograron subir dos largos. No les gustó el aspecto que tenía la pared por arriba, así que se retiraron sin dejar cuerdas fijas. Cooper, disgustado por los sucesos de junio de 1963, no tardó en marcharse del Valle, y abandonó para siempre su compromiso con la escalada.
Robbins y McCracken, sólo una semana después de bajar del Half Dome, se fueron a por la ruta de la Upper Yosemite Fall, que pronto sería conocida como la Misty Wall (pared brumosa). La cascada, de casi cuarenta y cinco metros de altura y abastecida por el deshielo, caía muy cerca, y el viento de vez en cuando salpicaba a los escaladores con agua helada. Al mediodía de su tercera jornada llegaron al borde de la cascada. Robbins, siempre preguntándose por el «sentido de la vida», planteó una cuestión en el artículo que escribió para el American Alpine Journal: «¿Qué significado tiene nuestra pequeña aventura?». Y él mismo se respondía: «Ninguno. Conscientes de esto, lo tomamos por lo que fue: una experiencia estimulante que despertó nuestras mentes y espíritus al deseo de vivir y a una percepción más profunda de la belleza».
Robbins y Kor dejaron el Valle para irse a Colorado, donde hicieron el Diamond, en Longs Peak, por una ruta abierta tres años antes por Dave Rearick y Bob Kamps. Días después realizaron su propia apertura, justo a la derecha de la primera ruta de la pared. Luego se dirigieron hacia la zona noroeste de Canadá donde, con McCracken y el excelente escalador del Este, Jim McCarthy, realizaron una excelente apertura por la cara sureste del remoto Monte Proboscis. Así, en un intervalo de unos sesenta días, Kor había escalado, además de otras rutas secundarias, El Cap dos veces, la pared del Sentinel una, el Diamond dos veces y una magnífica pared de Canadá. ¡No está mal para dos meses! Durante este mismo período, Robbins había escalado en solitario la Tower, había abierto dos rutas en el Valle y otras tres fuera del estado. McCarthy, en el artículo que escribió sobre el Proboscis, calificó a Robbins de «uno de los mejores escaladores técnicos de América». Y dijo que Kor era «uno de los escaladores más sorprendentes de cualquier parte». Se quedó corto en sus valoraciones.
Durante 1963 se crearon también varias decenas de rutas menores, las cuales podrían clasificarse en dos categorías: rutas cortas y verticales, y vías remotas. En la primera categoría, los especialistas de artificial difícil o de escalada pura de fisura abrieron muchas rutas en las placas de la base de El Cap. Los especialistas del Glacier Point Apron también destacaron, un tema del que hablaré más tarde.
El máximo exponente de las «escaladas remotas» era un tipo de Berkeley llamado Les Wilson y apodado Man Mountain (hombre montaña), por su físico de leñador. Escalador de fin de semana y sin una técnica brillante, sentía pasión por las aventuras nunca intentadas. Él y sus compañeros, con Max Heinritz, Andrzej Ehrenfeutch y Leif Patterson entre los más habituales, salían largas temporadas en busca de chimeneas escondidas o canales verticales, normalmente en la zona inexplorada de Ribbon Fall, al oeste del El Cap. Ninguna de estas paredes era comparable al Sentinel o al Half Dome; realizaban sólo primeras ascensiones, evitando las rutas clásicas. Se les veía poco por el Campo 4, ya que normalmente estaban vivaqueando en algún remoto agujero. El Hombre Montaña y su corte no eran escaladores rápidos; cuanto más tiempo estuvieran en una vía, más disfrutaban. Wilson acumuló una sorprendente cifra de catorce rutas nuevas durante cuatro años a principios de los sesenta, siete de ellas sólo en 1962. Heinritz, un alemán, y Ehrenfeutch, un polaco, fueron los primeros escaladores extranjeros que lograron aperturas destacadas en el Valle (aunque se debería precisar la calificación de extranjeros: estos dos hombres vivían en Estados Unidos y habían escalado muy poco o nada en sus países natales. Yosemite era su escuela. Más tarde acudieron importantes escaladores europeos al Valle, a quienes se les podría considerar realmente los primeros visitantes extranjeros).
Jeff Foott protagonizó una de las aperturas más originales de 1963: el Patio Pinnacle. En agosto, había localizado una pequeña repisa, un pináculo de Yosemite, en la extensa pared de Glacier Point Apron, y así me relató su aventura: «Sabía que nadie había hecho una apertura en solitario en el Valle, y me pareció que era algo que faltaba por hacer. La reciente ascensión en solitario de Robbins a la Tower me había impresionado. Así que cogí unos cuantos buriles, me até mis zillertals (un calzado blando austríaco que era el favorito de muchos), escalé una chimenea de aproximación y, después, despegué por esas placas lisas de adherencia. Instalé un sistema de autoaseguramiento con un jumar y un nudo prusik, así que supuse que no era demasiado peligroso. Puse unos cinco buriles como protección y unos cuantos clavos en alguna pequeña laja. Tardé casi todo el día. Le había dicho a un par de amigas adónde iba y que fueran a buscarme si no volvía al anochecer».
Después de tres largos complicados de escalada libre (que estuvieron graduados de 5.9 muchos años, aunque ahora se consideran 5.8), finalmente llegó a su meta: la pequeña repisa y cumbre. Le dolían horriblemente los dedos, rígidos de la escalada, las maniobras con la cuerda y de hacer agujeros y, cuando se puso a taladrar los agujeros para montar el rápel, se le agarrotaron. La faena le llevó una hora; tenía que bajar los brazos y sacudirlos después de dar algunos golpes de maza. «Robbins repitió la vía unos meses después —recuerda Foott—. Yo casi no le conocía pero, un día, cuando entré en la cafetería, dejó de comer su hamburguesa y se acercó a estrecharme la mano. “¿Qué te entró para que hicieras el Patio en solitario?”, me preguntó. No supe qué responderle».
La mayoría de los escaladores, naturalmente, ni escalaban en solitario ni abrían vías. Las rutas normales fueron muy frecuentadas en 1963: la pared del Half Dome se escaló cuatro veces; el espolón norte directo de la Middle Cathedral se convirtió en una clásica y se repitió dos veces; la vía Chouinard-Herbert del Sentinel vio a tres cordadas. El Yosemite Point Buttress, en el undécimo aniversario de su primera ascensión, había tenido unas cuarenta repeticiones.
Cualquiera podría preguntarse con toda razón cómo seguíamos la pista de estas repeticiones. La respuesta es fácil: todos los escaladores del Campo 4 nos conocíamos entre nosotros, y la información se transmitía a diario. Por lo que respecta a los escaladores de fin de semana, invariablemente se quedaban dos semanas en el Campo 4, antes de ir a por las grandes paredes, así que también nos enterábamos de sus actividades. Aunque la mayor parte de esta información se transmitía oralmente, yo guardaba un riguroso diario en esos años, en el que anotaba mis propias escaladas y las más importantes de los demás. Robbins recopiló todas las actividades destacadas en un número de Summit, después de convertirse en el editor de esta revista de escalada, a finales de 1964. Los registros en las cajas de metal que había en algunas agujas o repisas proporcionaban una fuente de información fiable; recuerdo de adolescente haberme sentido muy satisfecho, al realizar la ascensión número noventa y seis de la Higher Spire en 1958; aquél era un gran número, seguro, y además estaba por debajo de los cien, la cifra mágica.
Galen Rowell, hacia 1965. (Foto: Glen Denny).
Charlie Raymond sube de primero Moby Dick, una fisura de 5.9 en la base de El Capitán. (Foto: Glen Denny).
Jeff Foott, 1967. (Foto: Steve Roper).
El ejército, al final, me atrapó; cinco días después de que asesinaran a John Kennedy (noticia que escuché por primera vez en la Sala, en mi último día en Yosemite, de donde me ausentaría dos años), me encontré montado en un autobús rumbo a mi entrenamiento básico. No me sentía totalmente desgraciado ante la perspectiva de dejar el Valle por varios motivos: el primero era que noviembre marcaba la fecha habitual de marcharse a alguna otra parte para iniciar la temporada laboral. Además, me estaba cansando un poco del estilo de vida, aunque no lo llamáramos así por entonces. Me parecía que no me conducía a ninguna parte. Había llegado el momento de un cambio. Recuerdo que pensaba que si realmente amaba la escalada, volvería a los queridos confines del Valle cuando pasaran estos dos años, y nunca volvería a marcharme. Pero si encontraba alguna otra cosa mejor en la que emplear mi tiempo, no volvería. Era un verdadero punto de inflexión en mi vida, y lo viví bien.
Durante los dos años siguientes recibí más correspondencia de la que había recibido y recibiré nunca. Les había suplicado a mis amigos que me mantuvieran informado de los acontecimientos del Valle, y lo hicieron, sobre todo Beck y Robbins. Las noticias, aunque eran bien recibidas, me causaban inquietud, mientras malgastaba mi tiempo en Georgia y Vietnam. Esos cabrones estaban escalando sin mí, ¡nunca les alcanzaría!
1964 empezó bien. Robbins, en buena forma, pasó la mayor parte de la primavera en El Cap. Después de hacer un intento por un muro, a la derecha de la Nose (una historia que relataré más adelante), Robbins ascendió dos vías de El Cap en tres semanas; ambas eran segundas ascensiones, y ambas fueron primeros ascensos continuos. Durante la primera semana de junio, escaló, junto con Frost, la Dihedral Wall en cinco días, un tiempo excelente para una segunda ascensión en semejante pared. Robbins me escribió sobre esta actividad dos meses después: «Hay mucho pitonaje difícil, pero no es una ruta disfrutona… tampoco es bonita. En resumen, no tiene nada recomendable, excepto la dificultad pura. De ésta hay bastante». La pareja tuvo una experiencia no muy agradable en la parte inferior de la ruta, y Robbins culpó a Ed Cooper, el jefe de la primera ascensión: «Ese cabrón de Cooper había quitado los tornillos de casi todos los primeros treinta y cinco seguros. Habíamos oído que había quitado la mayoría de las chapas de la ruta, pero fue bastante sorprendente encontrarnos con que también se había llevado los tomillos, ¡y nosotros sólo habíamos llevado seis! Es extraño que Cooper rellenara una página del American Alpine Journal con “datos interesantes” y que se le olvidara informar de este detalle fundamental». Robbins volvió a cuestionar la integridad de Cooper en el American Alpine Journal de 1965: «Sacamos trece buriles, pero aparte de éstos usamos otros ochenta y siete que había, lo que indica que había un total de cien en vez de los setenta y cinco u ochenta y cinco que marcaba el artículo de Cooper».
Una semana después de terminar la Dihedral Wall, Robbins agarró a Chuck Pratt y, después de dos fracasos, corrieron por el espolón oeste de El Cap en tres días y medio. Robbins poseyó El Cap esa primavera: en el espacio de treinta y un días vivaqueó diez noches en el monolito, en tres vías distintas.
El resto de mis amigos también escalaba pero con menos éxito, y a veces con consecuencias graves. Después de hacer varias rutas buenas como calentamiento, Eric Beck y Tom Frost salieron, el 14 de mayo, a por la directa del espolón norte de la Middle Cathedral. Beck empezó a meter clavos, lleno de orgullo, en una laja expanding a cinco largos del suelo y unos doce metros por encima de Frost. Pero, al salirse un pitón, voló sacando el único clavo que tenía por debajo. Me describió su vuelo, de veinticuatro metros, en una carta, unos días después: «Al parecer, golpeé el anclaje de Frost en la caída y tiré la mochila. Cuando la vi, cayendo a mi lado, pensé que había arrancado el anclaje de Tom, el cual era un clavo delgado tipo knife blade que sabía que no era muy bueno». Imaginándose que ambos estaban cayendo hacia la pedrera, Beck se dio por muerto pero, de repente, se detuvo. Frost, sosteniéndose con los pies, se las arregló de alguna manera para parar la caída. Beck tenía el brazo roto, pero con la ayuda de Frost consiguió llegar al suelo unas horas después.
Cuando se acercaba ya el final de la primavera, se produjo otro accidente con peores consecuencias. Mi buen amigo Jim Baldwin había acudido al Valle para pasar su tercera temporada. El 19 de junio, junto al tenaz escalador del Medio Oeste, John Evans, se dirigió a la cara este del Washington Column. Baldwin se sentía inseguro, tal y como quedó registrado en una anotación del diario de Evans del día 18: «Baldwin no está muy convencido de poder hacer un grado VI, pero al final ha aceptado empezar mañana al mediodía».
Justo después de encordarse aquel día, Baldwin exclamó: «¡Me gustaría tanto poder sacar algo de motivación para esta vía!». Más arriba, cuando estaba escalando de primero, en artificial por una fisura, golpeando un clavo «con la fuerza de un demonio», miró abajo, hacia su compañero, y le dijo: «¿Me odiarías para el resto de mi vida si abandono?». Evans le preguntó cuál era el problema, y Baldwin contestó: «No es más que esa muñeca, que me tiene trastornado». Baldwin continuó avanzando lentamente, pero cuando fue descendiendo la noche, también lo hicieron los dos hombres, con la intención de dormir en el bosque y volver a subir a la mañana siguiente. Pero a Baldwin, por algún motivo, se le deslizó el cabo de la cuerda del descensor y cayó en picado decenas de metros hasta la pedrera.
Que un escalador con tanta experiencia pudiera morir de un modo tan frívolo fue impactante; que una persona tan sociable y con tanta viveza se perdiera para siempre fue devastador. Baldwin se había sentido infeliz en los meses que precedieron a su muerte; su futuro parecía arruinado. Su gran pasión de 1963, una mujer segura de sí misma llamada Hope, quien yo mismo le había presentado, se había casado con otro hombre; pensaba que Baldwin nunca conseguiría la estabilidad necesaria para ser un buen padre para su joven hija. Tenía razón, y Baldwin lo sabía. A finales de 1963, Baldwin se había enamorado desesperadamente de otra mujer, Helen, la Muñeca. Pero ésta le ignoraba continuamente, trayendo amantes a su cama, incluso cuando él estaba en el sofá del cuarto de estar contiguo, con los ojos como platos. Me escribió dos meses antes de su muerte: «Me siento miserable, perdido, derrotado… Te escribiré cuando esto se solucione, ahora estoy demasiado confuso».
Siempre me preguntaré si los problemas personales le agobiaban tanto que no fue capaz ni de concentrarse en tareas rutinarias como rapelar. Hasta hace poco no me enteré del severo reclutamiento a que fue sometido para ir a escalar aquella fatídica tarde. Me impresionó leer los detalles íntimos de esas horas finales, así como el hecho de que Evans había llevado a la ruta el diario que yo estaba sosteniendo en mis manos, con las anillas quebradas y torcidas. Había acompañado a Baldwin en su caída, dentro del petate.
Aunque estaba aturdido por el accidente, Evans tenía un compromiso que mantener dentro de unos pocos días: él, Chuck Pratt, Allen Steck y Dick Long habían acordado intentar la pared vertiginosa, y nunca escalada, que había justo a la derecha de la cascada Ribbon Fall. Que Evans lograra completar esta ruta demuestra la solidez de su carácter, así como la generalizada «actitud de macho»: la muerte de un compañero no era suficiente para apartar a uno de subir a una pared grande y desconocida, tan sólo cinco días después.
Aunque la escalada de tres días del Ribbon East Portal, finalizada el 27 de junio por Evans, Pratt, Steck y Long, no supuso un paso gigantesco en la evolución de la escalada en el Valle, es interesante por varios motivos. Primero, marcó la primera vez que alguien de la nueva generación (Pratt) había realizado una ruta difícil con una persona de una generación anterior (Steck). En 1964 Steck llevaba inactivo casi once años. Con treinta y ocho años, inquieto, algo aburrido de su trabajo en la tienda Ski Hut, y con su hijo más pequeño con siete años ya cumplidos, Steck sintió que era el momento de volver a la acción.
La escalada de Ribbon también provocó el lanzamiento de un escritor ingenioso: Pratt. Su primera obra importante, un relato extenso sobre la escalada en el American Alpine Journal de 1965 fue brillante. Mientras el estilo de Chouinard era dramático y profético, y el de Robbins era sombrío y filosófico, Pratt tomó una dirección totalmente nueva: el humor absurdo. Por primera vez, un escritor mostró que las grandes escaladas pueden ser divertidas; al menos, vistas en retrospectiva. Empezó el relato con una descripción de los cuatro escaladores, inusualmente extensa para una narración de una primera ascensión; Pratt declaró: «Esperamos tener éxito por el mero peso de los números…», continuó diciendo: «Cada uno se había hecho ya famoso por su capacidad para vivir en las paredes de granito como una rata». Y siguió: «Para poder mostrar satisfacción, tras la superación de los obstáculos, hicimos la ascensión lo más difícil posible. Empezamos a tirar piedras a nuestra cuerda de nailon nueva; tras varios intentos, Evans logró dar en el blanco y cortó la cuerda…». En la misma línea, hablaba del día de cumbre: «El único problema que encontramos el último día fue Long, que intentó varias veces alcanzar a sus compañeros, tirándoles piedras desde arriba».
El equipo pasó tres días en esta pared, casi vertical, de cuatrocientos cincuenta metros y, aparentemente, se lo pasó bien durante todo el recorrido. Aunque, en un momento dado, Pratt sufrió un ataque de angustia repentino; un incidente que luego nos contó Steck: «De repente, Pratt anunció con un énfasis excesivo, dirigido hacia todos: “Podría escalar un millón de años y todavía no sabría por qué lo hago… ¿Por qué?… ¿Por qué?”, gritaba, dando puñetazos en la pared. “¿Por qué estoy aquí?”».
El concepto primera ascensión en libre había estado presente durante mucho tiempo. En 1941, por ejemplo, Dick Leonard había mencionado una escalada de la Higher Spire: «Tres escaladores eliminaron los pasos de ayuda artificial en la travesía de cuerda por la chimenea… Eso supone un logro magnífico que deja sólo tres metros de escalada artificial». La escalada artificial siempre se había considerado el último recurso, usado sólo cuando no había agarres en la roca. La escalada libre era la de verdad. En las veinte temporadas que habían transcurrido entre la primera ascensión en libre de Yosemite (en 1944, cuando Chuck Wilts y Spencer Austin consiguieron liberar la Higher Spire), y en 1963, sólo se habían liberado veintidós rutas de artificial. Pero 1964 marca un asombroso renacimiento de primeras ascensiones en libre: en sólo tres o cuatro meses se lograron doce. Once de ellas fueron protagonizadas por Frank Sacherer, mi compañero de mi gran resbalón por el hielo en 1961 y de la cara norte del Sentinel ese mismo año.
El verano de Sacherer todavía se recuerda como uno de los períodos más brillantes de la historia del Valle. Con talento y valiente, este escalador de veintidós años se propuso a conciencia eliminar el artificial de rutas ya establecidas. No escogía rutas que tuviesen uno o dos puntos de artificial; normalmente se decantaba por vías de grado IV o V que tenían decenas de puntos de artificial. Su meta no era simplemente llegar a la cumbre: quería alcanzarla sin usar artificial. Sacherer elaboró un listado personal de las rutas principales que quería liberar, y se lo mostró en una ocasión a Tom Higgins. Esto fue un fallo, ya que Higgins agarró a Kamps y juntos liberaron una de las rutas de la lista, la Powell-Reed de la Middle Cathedral Rock, una que Sacherer codiciaba especialmente. ¡Ésta fue la única primera ascensión en libre no realizada por él!
La cantidad de primeras ascensiones en libre de Sacherer de ese verano es asombrosa. Aquí muestro un recuento parcial. La Salathé-Nelson de la cara suroeste del Half Dome, con Bob Kamps y Andy Lichtman. La Chimenea Arrow hasta el collado, un logro increíble que realizó con Pratt (eliminaron decenas de puntos de artificial). El espolón este de El Cap con Wally Reed, una vía que yo mismo había hecho recientemente con catorce puntos de artificial. El impresionante espolón norte de la Higher Cathedral Rock, con Jeff Dossier. El espolón norte de la Middle Cathedral, con Jim Bridwell. El lado derecho de la espantosa placa Hourglass, realizada con Tom Gerughty. El off-width de cerca de la cumbre del Reed Pinnacle, por el lado izquierdo, con Dick Erb y Larry Marshik. Bridalveil East, con John Morton. En la mayoría de estas rutas Sacherer iba de primero en los largos difíciles, aquéllos en los que había que eliminar los pasos de artificial (dos excepciones: Kamps y Pratt estaban en el mismo nivel que Sacherer, por lo que se turnaban para ir de primeros; estos tres pueden ser considerados los mejores escaladores de libre de la edad dorada).
Al observar esta lista, resulta evidente que los compañeros de Sacherer cambiaban constantemente. Puede ser que esta circunstancia fuera una coincidencia; después de todo, los escaladores iban y venían, pero parece más probable que la personalidad de Sacherer tuviera algo que ver. Tendía a la arrogancia y a la imprudencia. Todos predijimos que moriría antes de los cuarenta, y bromeábamos, tratando de adivinar quién estaría con él con su última caída. Layton Kor me escribió a finales de 1964: «Todavía me da miedo escalar con él». Chouinard también estaba preocupado: «Siempre escala con peligro de caerse, sin hacer más esfuerzo que el imprescindible para progresar, y sin molestarse en parar para meter una protección… Aparentemente, sus aseguradores estaban tan asustados que eran incapaces de usar una cámara. ¡No he sido capaz de encontrar una sola fotografía suya escalando de primero!».
El temperamento de Sacherer era famoso. En la parte superior de la vía Bridalveil East a John Morton se le cayó un pitón. «Frank se puso lívido —me contó Morton años después—. Durante unos momentos casi no pudo contenerse. Enseguida se calmó, pero no se le pasó del todo hasta que no me puse a buscarlo por la base cuando bajamos. Por suerte, había memorizado el lugar exacto en el que había aterrizado y se lo recogí a Frank enseguida». Sacherer también despreciaba a los impuntuales; varios domingos se marchó del Campo 4 solo en su coche, exactamente a las cinco de la tarde, la hora acordada para emprender el viaje de vuelta a San Francisco. A los pasajeros, a quienes había dejado tirados, no les hacía mucha gracia esta actitud, aunque tuvieran ellos la culpa por haber rebasado la hora límite.
Sacherer también irradiaba intensidad, pero su intensidad no se manifestaba con una sonrisa, como ocurría con Robbins o Kor; la suya era otro tipo de intensidad. Si reía, su cara se contraía completamente en cuestión de segundos. También era intenso en la universidad. Hace poco, su mujer me contó un incidente ocurrido en la Universidad de San Francisco, una escuela de jesuítas en la que hizo la carrera (la cual acabó como primero de la clase). Sacherer, de familia estrictamente católica, empezó a tener dudas en la universidad. Durante un examen final de Teología, enumeró las cinco pruebas de la existencia de Dios, según Santo Tomás de Aquino, pero, después, procedió a refutarlas según las leyes de la física. Obtuvo una C en el final y una B en el curso; fue la única asignatura en la que no tuvo una A.
A veces Sacherer era inaguantable; su mujer me dijo que «era famoso por su impaciencia y sus arranques de mal genio». Yo puedo dar fe de esto. Un día de otoño de 1962, Sacherer me sugirió que hiciéramos la Crack of Doom, la excelente fisura abierta por Pratt el año anterior. Todo el mundo, excepto Sacherer, le tenía respeto a esta vía, ni siquiera Robbins o Kor la habían hecho todavía. Estuve de acuerdo con la propuesta de que él escalara de primero el largo 5.10 de la cumbre, y allá fuimos. Subió el primer largo, corto pero duro, de manera brillante. En el segundo, totalmente desplomado y por una chimenea bastante abierta, de repente me vi a dieciocho metros por encima de Sacherer. Cometí el error de mirar hacia abajo, hacia la cuerda que colgaba libremente hasta mi compañero, y me di cuenta de que, si me resbalaba, me caería treinta y seis metros en picado hacia la pedrera. Inmediatamente empecé a destrepar, muerto de miedo. Mi amigo, el mismo con el que yo había sido tan paciente cuando había empezado a escalar en Berkeley, sólo dos años antes, me gritó:
—¿Pero qué coño estás haciendo?
—No puedo hacerlo —le comuniqué—, me bajo.
—¡Sigue subiendo, cobardica! —me chilló.
Le ignoré, mi temor a la muerte se sobreponía a mi temor a Sacherer. Caí rodando casi sin control por las oscuras profundidades de la estrecha chimenea; llegué a la repisa de la reunión temblando y con el culo ardiendo por aquel descenso tan rápido. Me bajé los pantalones y retorcí el cuello para ver el alcance de la abrasión. Sacherer me miró en silencio, como si yo fuera un gusano.
—Descansa un rato y luego vuelve a subir —me dijo al final, con voz monótona.
—Que te den por culo, Frank —gruñí—. ¡Hazlo tú!
No quiso subir, murmurando algo de reservarse para el 5.10 de arriba, así que rapelamos hasta el suelo. En el coche, de vuelta al Campo 4, Sacherer habló de cualquier cosa, como si no hubiera pasado nada. Después, cuando estábamos llegando a la entrada, su rostro se tensó:
—Diles que fue tu culpa.
—Por supuesto —respondí—, lo fue.
Un grupo de personas rodeó el coche de Sacherer cuando aparcamos, deseosas de saber si la famosa Crack of Doom había sido conquistada. Sacherer me lanzó una mirada significativa y yo lo confesé todo. Después de mi humillación (bastante pequeña, en realidad, ya que simplemente les había dicho a todos que es que no quería morir justo ese día), Sacherer me ofreció una cocacola.
Extremadamente delgado, Sacherer no parecía capaz de hacer las fisuras que hizo en 1964 y 1965, pero una técnica maravillosa y una despreocupación absoluta por la caída reemplazaban perfectamente su falta de fuerza en los brazos. Aunque parezca extraño, no era especialmente bueno en las vías tumbadas. Robbins una vez me dijo que Sacherer, después de renegar de la «simple escalada de adherencia» se había caído siete veces en una ruta de 5.9 de adherencia de Goodrich Pinnacle, en Glacier Point Apron.
En cinco temporadas, Sacherer realizó treinta y tres aperturas o primeras ascensiones en libre, lo que le convirtió en el tercer aperturista más prolífico del período que se recoge en este libro, después de Pratt y Robbins, quienes pasaron el triple de tiempo en el Valle (como curiosidad, menciono los cinco máximos aperturistas hasta 1970: Pratt, con cuarenta y cuatro; Robbins, con treinta y siete; Sacherer, con treinta y tres; Harding, con treinta; y Kamps, con veintiocho. Pratt y Harding realizaron unas cuantas aperturas más después de 1970).
Sacherer es por derecho propio una leyenda en la escalada de Yosemite, una figura enigmática que se mantuvo en primera línea durante un período breve; no escribió nada, escaló poco en el Oeste, y luego se sumió en la oscuridad. Hacia 1966 Sacherer se casó con Jan Baker, una buena escaladora de Colorado a quien había conocido en el Valle. Poco después obtuvo su doctorado en Física Teórica de las partículas, y desapareció de nuestras vidas, tan fascinado con la física como antes lo había estado con la escalada. Consiguió un trabajo de físico en el CERN, el centro de energía nuclear, cerca de Ginebra, se separó de Jan y empezó a escalar en hielo, algo que le había dicho a su mujer que nunca haría. El treinta de agosto de 1978, con treinta y ocho años, él y su compañero sufrieron una caída mortal cerca de la cumbre, cubierta de nubes, de las Grandes Jorasses. Puedo imaginarme a Sacherer levantando el puño hacia su compañero, o hacia Dios, o hacia los rayos, en sus últimos momentos.
Frank Sacherer, 1965. (Foto: Glen Denny).
Aparecieron varias caras nuevas en el Valle, en 1964. El famoso escalador francés Lionel Terray llegó el 23 de junio; sólo se quedó unos pocos días, pero los suficientes como para apreciar las cualidades del Valle. Allen Steck, que tuvo la suerte de escalar con él, me escribió sobre su experiencia: «He escuchado que le impresionó mucho El Capitán. Escaló la vía de los Arches Terraces con Leo LeBon y Robbins, y después la normal de los Arches con LeBon y conmigo. Se había lesionado el brazo en Alaska y no podía bloquear con él, pero se movía por el Valle sin dificultad, y escaló de primero un poco en los Arches. Como muchos novatos de la adherencia, no se sentía seguro en este terreno». Terray nunca volvió al Valle a mejorar su técnica de adherencia; se murió al año siguiente en Francia, a causa de una caída, a los cuarenta y cuatro años.
Hubo más escaladores que tampoco se quedaron mucho tiempo, y no regresaron, pero no porque vinieran de lejos ni porque se mataran. Tom Cochrane fue uno de estos tipos; nos reímos mucho a sus expensas. Hizo unas cuantas vías difíciles en 1964, pero vendió todo su material y abandonó por completo la escaldada después de una humillación sufrida en octubre, en el Sentinel. Frost, Robbins, Pratt y Chouinard querían hacer una película sobre la ruta Chouinard-Frost de la cara oeste, y habían dejado instaladas cuerdas fijas en varias secciones de la ruta para que el proyecto fuera más rápido. Cochrane, creyéndose que toda la ruta tenía cuerdas fijas, empezó a rapelar por la pared, simplemente para verla más de cerca. Para su gran sorpresa y disgusto llegó a un punto en el que se le acabaron las cuerdas. No había llevado jumar ni ninguna cinta para subir por la cuerda, así que tuvo que vivaquear allí mismo y ponerse a gritar pidiendo ayuda. A la mañana siguiente el equipo de la película le rescató. Cochrane escribió en el registro de la cumbre: «Me siento pequeño esta mañana».
Otro recién llegado se quedó por allí algo más de tiempo. Oí hablar de este tipo por primera vez en una carta de Beck: «Un artista amigo de Pratt me ha hecho un dibujo excelente de una chica repanchigada de forma indolente en la escayola de mi brazo. El tipo es Sheridan Anderson, un brillante borrachuzo de San Bernardino, sin ningún talento en particular para la escalada». Con estas dos frases, Beck capturó al hombre perfectamente. Sheridan bebía cantidades masivas de cerveza, escalaba muy poco y era un excelente dibujante. Al momento captó el lado jocoso de la escalada y pronto empezó a publicar cómics humorísticos. Sus comienzos fueron grandiosos: en la portada del Summit de octubre de 1964 aparecieron cinco dibujos suyos, uno de ellos mostraba dos escaladores de pie, encima de un montón de cráneos al pie de una ruta. «¡Mira, parece que aquí hay algún paso con truco!», dice uno de los personajes, mirando a la espantosa pared de arriba. Más tarde, Sheridan hizo un calendario para los lectores del Summit colocando los meses por orden alfabético. Durante muchos años, este curioso personaje fue un habitual en las primaveras del Campo 4, y sus dibujos satíricos, en los que a menudo salía caricaturizado un serio Robbins con una capa tipo Supermán, hacían las delicias de los escaladores.
Sheridan nos salía con extrañas ocurrencias de vez en cuando. Por ejemplo, en agosto de 1965 decidió celebrar, por encima de todo, el primer centenario de la ascensión al Cervino, haciendo una fiesta en el Campo 4. Los guardas tuvieron que dar por concluida la fiesta después de unas cuantas horas ante las quejas de los turistas, pero antes de que el grupo se dispersara, Sheridan hizo a los mismos guardas firmar una postal de gran tamaño, cuya parte trasera estaba decorada con numerosas viñetas. Al día siguiente envió la postal al alcalde de Zermatt, quien debió de sorprenderse mucho con semejante muestra emotiva que llegaba desde el Nuevo Mundo.
Sheridan abandonó el escenario de la escalada a principios de los setenta, trabajó como dibujante de carteles en San Francisco durante muchos años, y después se trasladó a Oregón, donde perfeccionó su ya espléndida habilidad para la pesca con mosca. Por desgracia, en 1984, casi veinte después de entrar por primera vez en el Campo 4, Sheridan murió, víctima de los abusos y el poco cuidado que había tenido durante toda su vida. Sólo tenía cuarenta y ocho años.
Chuck Pratt (izquierda) y Sheridan Anderson, hacia 1971. (Foto: Jim Stuart. Colección Ascent).
Uno puede pensarse que sólo Robbins, Pratt y unos cuantos de fuera habitaban el Campo 4 en esta primavera de 1964. Denny se marchó a los Andes y Frost a Europa. Kor estaba trabajando en Boulder de albañil. Sacherer, ocupado con sus estudios, sólo escalaba de vez en cuando, los fines de semana. Pratt, quien salió del servicio militar casi al mismo tiempo que yo entré (apenas le vi en cuatro años), se había tomado su retorno con calma, algo normal, dada su personalidad tranquila. Chouinard, libre de sus obligaciones militares en junio, volvió al Valle receloso, preguntándose en qué forma estaría. Harding llevaba varios años tranquilo, trabajando en Sacramento y, aparentemente, sin mostrar interés por la escalada.
Un día de julio, Harding apareció con una foto de una gran pared virgen, una que Pratt no reconoció a primera vista. La cara sur del Monte Watkins, de seiscientos metros de altura, aguardaba escondida en el cañón Tenaya, invisible desde los miradores convencionales. Harding rápidamente le propuso a Pratt ir a intentarlo y unos días después la pareja acorraló al anhelante Chouinard en el Campo 4.
La escalada, de cinco días, del Watkins fue importante por varias razones. Tres de las «ratas de pared» más famosas del Valle de los sesenta (Robbins les llamaba «el gran triunvirato de pequeños hombres de Yosemite»), escalaron juntos en esta única ocasión. Además, el trío no usó cuerdas fijas. Robbins, más tarde, calificó la escalada de símbolo de la nueva época: el fin definitivo de la escalada con cuerdas fijas de Yosemite. Finalmente, Pratt escribió un artículo memorable para el American Alpine Journal de 1965. Empleando el típico humor y los eufemismos prattonianos, creó un verdadero clásico, lleno de sabiduría, drama, elocuencia y humor. Un pasaje, por ejemplo, describía el momento en el que el trío dejó su coche en el lago Mirror para comenzar la larga aproximación. Dos mujeres curiosas les preguntaron «si era verdad que los escaladores de Yosemite se frotaban las manos contra el granito para conseguir adherirse por las paredes verticales. Les aseguramos que el absurdo ritual era cierto. Entonces, en el momento perfecto, Harding sacó una botella de vino y seis latas de cerveza del coche, explicando que ésa era nuestra ración para cuatro días».
El vino y la cerveza, por supuesto, se los bebieron en unas pocas horas; el agua se reservaría para la escalada. Pero ésta empezó a agotarse unos cuantos días después: «No estábamos preparados para el calor intenso y agobiante —escribió Pratt—. Esos montañeros que se quejan de Yosemite, tendrían un buen entrenamiento en una ruta larga del Valle, en mitad del verano. El frío y el viento helado no son las únicas manifestaciones del tiempo adverso».
Los dos últimos días de la escalada se convirtieron en una prueba de sed y fatiga. Racionando el agua, los escaladores se esforzaron al máximo para llegar a la cumbre. La deshidratación era obvia: Pratt pudo sacarse el anillo que tenía atascado en el dedo desde el instituto, y Chouinard fue capaz de bajarse los pantalones sin desabrochárselos. Harding, quien, según Pratt, era «la representación clásica de Satán», ahora «adoptó una apariencia todavía más siniestra y demacrada». Al quinto día, el heroico Harding, a quien le tocaba izar la carga en la última sección, repartió toda el agua que quedaba entre los otros dos, que se turnaban en la escalada. Justo antes de anochecer del 22 de julio de 1964, Chouinard salió a la cumbre: la prueba había concluido. Una gran escalada hecha por un gran equipo merecía un gran artículo, y Pratt no nos decepcionó. Su Cara sur del Monte Watkins todavía se considera una de las mejores historias del Valle.
Escalador en granito rugoso, Rixon’s Pinnacle. (Foto: Steve Roper).