FIJAR O NO FIJAR: 1961-1962

Se ha hecho popular en otras partes de Norteamérica, especialmente en el noroeste, dejar instaladas cuerdas fijas en una ruta para evitar tener que vivaquear o para tener una oportunidad frente al mal tiempo. Estas cuerdas forman un cordón umbilical con el hombre, quien, así, puede retirarse en un momento, si las cosas se ponen difíciles. Esto manifiesta la pasión de los americanos por la seguridad y muestra que, en primer lugar, el escalador no debería estar ahí.

YVON CHOUINARD, 1963

Años después de su escalada a la Nose, Warren Harding declaró por escrito que Royal Robbins, Tom Frost y Fitschen, tres de los cuatro que realizaron la segunda ascensión, «desdeñaban» los métodos que había usado en su histórica apertura. Los escaladores no sólo negaron esta acusación, manifestaron además sentir un gran respeto por el logro de Harding. En la época en la que fue realizada la Nose, escalar fijando cuerdas era la única posibilidad, y todo el mundo lo sabía. Probablemente la verdad fue que las escaladas posteriores de Harding, en las que fijaba cuerdas, suscitaron una crítica dura y justificada, lo que indudablemente nubló su fama.

A principios de 1960, ni siquiera Robbins tenía claro el papel de las cuerdas fijas en paredes tan intimidantes como El Cap. Lejos de burlarse de Harding, escogió de hecho esta táctica para abrir la primera sección de su vía a El Cap, la Salathé Wall. Los escaladores habían mirado la extensa zona a la izquierda de la Nose durante años: ya en 1957 Wayne Merry había localizado en ella sistemas de fisuras; también Chuck Pratt había distinguido una vía en potencia. Yvon Chouinard, quien se pasaba el día recorriendo el Valle en busca de líneas, llegó a bautizar toda la pared en honor de su héroe, John Salathé. A principios de septiembre de 1961, Robbins y Frost la observaron y llegaron a la intrépida conclusión de que «ahí aguardaba una ruta magnífica».

Días después, Robbins, Frost y Pratt empezaron a escalar. Robbins pensaba que instalar cuerdas fijas desde abajo hasta arriba acabaría con la esencia de la escalada: la aventura desconocida. Pero la pared era gigantesca, quizá demasiado como para hacerla de un solo ataque. ¿Qué hacer? Quizá si el trío fijara cuerdas por la sección inferior de doscientos metros, desde el suelo hasta una prominente repisa en la base de un relieve gigantesco con forma de corazón, conocido como, claro está, el Heart (corazón), entonces podían reorganizarse en el suelo y llevar provisiones hasta el punto más alto, cortar su cordón umbilical, y continuar hacia la cumbre. «Al querer evitar el cerco a la pared, con cuerdas fijas en todo el recorrido —escribió Robbins—, este plan parecía la mejor combinación entre lo que era posible y nuestro deseo de mantener toda la aventura que pudiéramos en la escalada. Por aventura me refiero esencialmente a lo desconocido».

Este sentimiento, que ni se le pasaba por la cabeza a la mayoría del resto de escaladores del Valle, ahora me parece que ejemplifica una filosofía noble. Donde Harding simplemente quería «divertirse», subiendo constantemente por las cuerdas con comida y vino, sin importarle con quién estuviera o lo competente que fuera, Robbins vio que ascender las grandes paredes con buen estilo podía hacer maravillas para el alma. Para él, la escalada tendía a ser un ejercicio espiritual, pero no imponiéndose a la roca con técnicas de asedio y acoso, sino esforzándose en buscar un significado más profundo. Si ibas a por lo desconocido, quizá descubrieses algo de ti mismo. Puede que Robbins no estuviera persiguiendo estas metas conscientemente, lo que sentía es que someter una pared era un ejercicio de autodesvalorización, ya que, con el tiempo suficiente, cualquiera podía instalar cuerdas por toda una pared. Escribió que las cuerdas fijas y el uso excesivo de buriles «garantizarían la certidumbre, lo cual tiende a disminuir nuestro disfrute en la escalada».

La primera parte de la actividad transcurrió según lo planeado: después de tres días y medio el equipo llegó a la Heart Ledge (repisa corazón), unió seis cuerdas y rápelo hasta el suelo. En esos ciento cincuenta metros habían encontrado algunos tramos lisos en los que instalaron un total de trece buriles.

Tres días después, tras descansar y conseguir más material, el trío subió con los prusik por sus cuerdas hasta la repisa. Después, realizaron la más valiente de las acciones: se quedaron sólo con tres cuerdas y dejaron caer las restantes al vacío. El cordón umbilical se había cortado.

La apertura de la Salathé Wall, al haber sido realizada por los mejores escaladores del mundo, suscitó unas cuantas historias. Ningún clavo «pata de estufa», nada de prohibiciones de los guardas, nada de maratones nocturnos instalando expansiones, nada de escaladores sospechosos. Sólo tres expertos moviéndose con profesionalidad por roca vertical, turnándose en abrir los largos y transportando las cargas más arriba cada vez. Cada día encontraban algún tramo difícil, incluyendo 5.9 y A4. En un largo difícil podían tardar unas cinco horas pero, cuando lo acababan, acabado estaba. A continuar un poco más arriba.

Durante los seis días del ataque desde la repisa Heart, del 18 dieciocho al 23 de septiembre, consiguieron escalar los seiscientos metros restantes hasta la cumbre. Se encontraron de todo: fisuras de empotrar, chimeneas, péndulos, pitonaje delicado… cualquier cosa. Un momento álgido fue el péndulo largo y expuesto hacia el intimidante off-width que conducía a la repisa Hollow Flake (laja hueca). Robbins, para entonces experto en péndulos, abrió este largo que resultó ser la llave de la parte central de la vía. Otro relieve destacado fue la Ear (oreja), que se encontraron a mitad de pared. Este agujero, tremendamente expuesto, fue descrito más tarde por Robbins como una «formación espantosa», que recorrieron abriendo un largo «que creaba ansiedad». Un poco más arriba encontraron la repisa para vivaquear más perfecta que habían visto: la cumbre, totalmente lisa, de cuatro por cuatro metros del Cap Spire, un pilar separado de la pared principal por una grieta de casi un metro de ancho.

Lo que más les impresionó a todos fueron dos increíbles secciones conectadas que encontraron cerca ya de la cumbre: un techo con gradas al que llamaron simplemente The Roof (el techo), y la pared desplomada que se elevaba justo por encima, bautizada como The Headwall (el muro). Estas dos formaciones no necesitaban nombres complicados; eran clásicas en su género. El techo sobresalía unos cinco metros, pero las gradas escondían fisuras casi perfectas y Frost las recorrió rápidamente metiendo clavos. Lajas adosadas y fisuras ciegas adornaban la siguiente extensión uniforme y gris, pero los clavos se introdujeron lo suficiente para permitir el progreso hacia arriba. Es difícil describir la exposición. Un objeto que se dejara caer desde aquí, bajaría en picado, libremente, unos ciento veinte metros, antes de rozar la zona casi vertical de abajo. Unos segundos después, chocaría contra la pared dos o tres veces antes de estrellarse en el bosque, a seiscientos metros por debajo.

La última sección que se ha hecho clásica fue el largo de Pratt cerca de la cumbre. A punto de finalizar su último día, lo último que el trío deseaba encontrar era una fisura imposible de proteger. Pero ¿quién mejor que Pratt, el maestro de la escalada en fisuras, para acabar con ella? Robbins no describió los esfuerzos de Pratt sino los del que fue después, Frost: «Tom… recuperó el largo sudando, retorciéndose y alabando las habilidades inauditas de Chuck». ¿Frost retorciéndose? Esto es con seguridad un indicativo de dificultad.

Y así concluyó lo que Robbins pronto llamó «la mejor escalada de la tierra». Nueve días y medio, dos ataques, menos de dos semanas en total. Las cuerdas fijas estuvieron en la pared sólo tres días, y los trece seguros que instalaron en la sección inferior fueron los únicos de toda la ruta. ¿Podría Harding haber hecho esto? Por supuesto que no. ¿Habría sufrido la escalada del Valle si Harding se hubiera pasado un par de años fijando la vía y emplazando incontables seguros? Totalmente. Había llegado el momento de la evolución. Harding creó el concepto de big wall; Robbins lo perfeccionó.

Royal Robbins haciendo un péndulo por encima de la repisa Lunch Ledge, en la vía Salathé Wall. (Foto: Tom Frost).

Mirando hacia arriba al Roof y el Headwall, en la parte superior de la Salathé Wall. (Foto: Tom Frost).

Sería un buen cotilleo decir que Harding respondió a la apertura de la Salathé Wall con su ascenso a la cara oeste de la Leaning Tower, realizada fijando cuerdas sólo tres semanas después. Pero lo cierto es que el imparable Harding había empezado este desplome salvaje, localizado en el lado sur del Valle cerca de la cascada Bridalveil Fall, diez meses antes. La sección inferior de la Tower tiene una inclinación de ciento diez grados y la parte de arriba unos noventa y cinco. Sin duda, la Tower es la pared más desplomada de América. Y es tan lisa como desplomada; apenas una pequeña fisura surca la sección inferior. ¿Por qué escogió Harding este relieve en el que era evidente que iba a necesitar muchas expansiones? «Era una pared que quería escalar desde hacía mucho tiempo», escribió más tarde. Esta respuesta simple y honesta muestra la aproximación de Harding a la escalada: encuentra una buena pared, agarra a algún novato y lleva mucha cuerda y seguros.

El último día de 1960, Al Macdonald y Les Wilson, dos jóvenes escaladores de Berkeley, acompañaron a Harding en su primer intento; pretendían pasar tres días en la pared. Harding, el «experto» de Yosemite, atrajo a aquellos dos principiantes hacia aquel monstruo de doscientos metros gracias al poder de su fama. ¿Qué aprendiz podría resistirse? Cuando Harding estaba abriendo el primer largo, una laja suelta se desprendió y le golpeó en la cabeza.

—¡Mi cuello! —se quejó Harding—. ¡Creo que me lo he roto!

—¿Puedes mover la cabeza? —le gritó Macdonald.

—Sí, hacia todos los lados. Y también veo bastante bien: doble de todo.

Harding consiguió bajar por sí mismo y el equipo se retiró, dejando una cuerda colgando del punto más alto, a unos veinte metros. Pasaron casi seis meses antes de que Harding y Macdonald volvieran. Con la ayuda de Glen Denny, quien había aprendido mucho desde que hizo de sherpa en el Washington Column, y George Whitmore, el tranquilo porteador de la Nose, Harding, que pretendía abrir el ochenta por ciento de la vía, pasó una semana instalando seguros y clavos.

En junio las temperaturas se dispararon. Los días pasaban como en una nube. Llegaron las multitudes de la televisión: se estaba desarrollando una epopeya. Macdonald pasó uno de sus días libres en el aparcamiento de Bridalveil Fall, escuchando cómo los turistas se explicaban unos a otros lo que estaba pasando exactamente en la pared de ahí arriba. «Algunos —escribió más tarde— creen, en realidad, que nos ponemos de pie en la base, tiramos la cuerda hacia arriba y que, después de que la cuerda se quede pegada milagrosamente a la roca por sí sola, subimos por ella a pulso».

Cada noche, el equipo bajaba a dormir al suelo del Valle o a vivaquear en algún lugar cercano del bosque. El progreso era lento por una buena razón: la pared prácticamente no tenía fisuras. Emplazaban seguro tras seguro y, de vez en cuando, Harding ordenaba a sus compañeros que quitaran los tornillos y las chapas. Con el único propósito de ahorrar los buriles para más arriba, esto fue sencillamente un acto de impertinencia. Robbins instalaba seguros para los futuros escaladores; Harding algunas veces los instalaba para un solo uso, una tendencia que se hizo evidente en sus futuras escaladas. Fritos por los cuarenta grados de temperatura, los escaladores se retiraron temporalmente al séptimo día, tras haber alcanzado la Ahwahnee Ledge, a unos ciento treinta metros del suelo. Habían instalado muchas expansiones, así como muchos clavos delicados. Harding, como era habitual en él, había realizado una excelente tarea de pitonaje.

En octubre, cuando el equipo, ahora compuesto por Harding, Denny y Macdonald, volvió a la Tower para continuar su vía, la Salathé Wall acababa de ser terminada. Los tres admiraban esta actividad y eran conscientes de que ellos no estaban en el mismo nivel que Robbins y su grupo. Harding estaba igual de dispuesto a alabar las habilidades de otro que a declararse a sí mismo un torpe incompetente.

El trío pasó toda una semana en la pared, vivaqueando en Ahwahnee Ledge todas las noches, excepto la última, que pasaron justo debajo de la cumbre. Por fin, el 13 de octubre, los escaladores salieron a la cima; la ruta les había llevado un total de dieciocho días. Habían instalado ciento once seguros, así como cuerdas fijas por todo el recorrido.

A muchos de los que contemplábamos el espectáculo desde el suelo, no nos gustaba lo que estaba pasando. La escalada de la Salathé Wall nos mostró lo que era posible; el ataque a la Tower nos parecía ya demasiado anticuado. Encontrar una pared lisa y pasar unos años creando una línea de seguros desde abajo hasta arriba: ¿eso era el futuro? Estábamos molestos con Harding, el máximo exponente de este estilo. De todos modos, mirando ahora al pasado es difícil imaginar que en 1961 la Tower se pudiera haber hecho de otra forma. Se tarda mucho tiempo en meter seguros, y la pared desploma tanto que es imposible rapelar por ella; se tenía que descender por la cuerda con los prusik, igual que si fueras hacia arriba, pero al revés. Habría sido absurdo intentar recuperar las cuerdas todas las veces que el equipo se retiraba después de trabajar en la vía por arriba. Y, con todo el trabajo de taladro que hacía falta, habría sido imposible recorrer toda la vía en un solo ataque. Entonces, ¿se debería haber comenzado alguna vez esa ruta, considerando que la mitad era una progresión sobre buriles? Quizá no, pero ocurrió.

La ruta se hizo muy popular a mediados de los sesenta (después de que Robbins instalara los seguros y las chapas que faltaban durante la segunda ascensión), debido a su apariencia impresionante. Más tarde surgió un consenso sobre la Tower: si Harding quiere hacer todo ese latoso trabajo para crear una vía, dejémosle. ¡Mejor para nosotros, los vagos, podremos disfrutar de un buen sitio sin tener que hacer mucho esfuerzo!

El mismo día en que el grupo de Harding hizo cumbre en la Leaning Tower, estaba sucediendo un acontecimiento histórico en el Elephant Rock, risco que se encontraba bajando el río desde el valle principal. Chuck Pratt, especialista en fisuras, se superó a sí mismo en este viernes 13. A la derecha de la Worst Error, salían disparadas por una pared vertical una par de fisuras de aspecto imponente. Pratt se había fijado en ellas hacía unos meses y, junto a Mort Hempel, un buen escalador de Berkeley, se aproximó hasta la base para investigar. La fisura de la izquierda parecía más atractiva, así que fueron a por ella. El primer largo, abierto por Hempel, desplomaba un poco y resultó ser un 5.9 de bavaresa; el siguiente, una grieta desplomada de aspecto tenebroso, le tocó al genio de las fisuras; tenía una dificultad de 5.8, aunque imposible de proteger. Se les estaba haciendo tarde, así que se retiraron con la promesa de volver pronto.

El 13 de octubre volvieron. Después de llegar hasta el punto más alto alcanzado previamente, una chimenea larga y difícil les condujo al problema final: una fisura, corta pero increíble, justo debajo de la cumbre. Incluso Pratt tuvo problemas en ella: la estrecha fisura desplomaba bastante y estaba un poco pulida. Se arrastró por este obstáculo subiendo dos o tres centímetros con cada movimiento, cerrojando con sus brazos, a la vez que ponía los pies justo en el borde o al lado de la fisura. Para los off-width hace falta tener tanto fuerza como precisión, de manera que cualquier movimiento extra estorba. Pratt era fuerte como Hércules y grácil como Aquiles. Algunas veces se apoyaba con suavidad en el borde exterior de la fisura, otras tenía que empotrar los dos pies haciendo combinaciones inteligentes que le permitieran quedarse el tiempo suficiente como para subir el cuerpo un par de centímetros más. «Pratt nunca había dicho nada en otras aperturas —recordaba Hempel recientemente—, pero en esta ocasión fue diferente. Me dijo que tuviera cuidado muchas veces. Cuando recuperé el largo no encontré casi nada de protección y, justo al final de la fisura, había un pequeño desplome. Simplemente subí por la cuerda, consciente de que no era capaz de escalar por allí. Bastante emocionante».

Conocida como la Crack of Doom (fisura de la perdición), estuvo considerada durante varios años la vía de fisura más difícil de Yosemite. Aunque más tarde yo afirmé erróneamente que era el primer 5.10 realizado en el Valle (en realidad fue la liberación de la chimenea este del Rixon’s Pinnacle a cargo de Robbins), podría decirse que la escalada a vista de esta ruta, nunca intentada antes por nadie, fue el mejor logro. Eliminar unos cuantos puntos de artificial de una ruta como la Rixon también es difícil, pero la arriesgada apertura de Pratt por territorio desconocido estableció un nivel sin precedentes.

En 1961 existían muchos estilos de escalada, como puede deducirse de las tres rutas descritas anteriormente. Ese otoño me sentía algo abatido, así que decidí probarme a mí mismo haciendo algo grande. Escogí dos campos olvidados: la escalada en solitario y la escalada en hielo. Lector voraz, me habían influido mucho los heroicos relatos alpinos de Hermann Buhl, Gaston Rébuffat y otros. Escalar en roca estaba bien, pero, ¡por el amor de Dios, teníamos que evolucionar y convertirnos en alpinistas! Esto, en esencia, significaba moverse rápido y sin cuerda por roca y hielo difícil. Los libros que había devorado ensalzaban la belleza de las actividades, pero eran parcos en detalles prácticos, tales como hacer vías de artificial en solitario, o escalar por hielo fino. Aunque estaba decidido a aprenderlo todo, mi nueva carrera sólo duró sesenta días.

Recorrí los Royal Arches en solitario en menos de una hora, la mayor parte sin cuerda; actividad que potenció inmediatamente mi arrogancia. ¡Hazme sitio, Gaston! Así que me dirigí poco después a la aguja Lost Arrow, sin saber cómo escalar en solitario una ruta de artificial. Ya había hecho esta vía cinco veces, así que no estaba preocupado por la dificultad del pitonaje, pero en la base del primer y espantoso largo, sometido y tembloroso, intenté recordar si alguna vez había leído algo sobre la técnica de asegurar en solitario. Paralizado por la reflexión de que no sabía absolutamente nada, consideré abandonar, pero casi podía oír las carcajadas con que me recibirían en el Campo 4. Lo que era peor, sentí que Janie Dean, la encargada de la cafetería, y mi novia por entonces (una de las pocas mujeres que había escalado la Arrow), podría no querer salir esa noche con un famoso cobarde. No; subiría, tenía que subir. Probablemente podría ir aprendiendo sobre la marcha. Varias horas después, de pie en mis estribos cerca ya de la cumbre, de repente me di cuenta de que mi método era poco fiable: había inventado un sistema ingenioso, pero que deslizaba. Si se hubiera salido un clavo, habría resbalado por la cuerda, no hasta mi muerte, pero sí hasta el cabo de la cuerda que estaba atado a mi reunión. No se salió ningún clavo, de todos modos.

Pero el éxito alimenta todavía más la arrogancia y, poco tiempo después, tras unas cuantas tormentas en diciembre, la pared del Half Dome se cubrió de una delgada capa de nieve y hielo. Inmediatamente llamé a un nuevo amigo, un estudiante de física que había conocido en las rocas de Berkeley el invierno anterior. Frank Sacherer era muy buen escalador de roca, pero totalmente inexperto en hielo. Sabía que él también había devorado a Buhl y a Rébuffat, y le animé.

—Sería genial subir con los crampones por ahí, tío. Una buena práctica para los Alpes —Sacherer dudó.

—Yo iré primero y te iré enseñando cómo hacerlo —le dije, aunque no me había puesto los crampones más de seis veces en toda mi vida, pero, de todos modos, eran seis veces más de las que se los había puesto Sacherer.

—Bueno… vale —dijo, cediendo—, pero vamos a llevar una cuerda, ¿no? Parece que está resbaladizo por ahí arriba.

—¡Una cuerda! —grité—. ¡Por Dios!, ¿para esa pequeña placa? ¿Tú crees que Buhl llevaría una cuerda? ¡Nada de eso! Además, si te caes, ¡me arrastrarás contigo!

Toda una ironía. A unos seiscientos metros, cerca del final de una placa de ciento veinte metros levemente inclinada y sin árboles, mis crampones quebraron la delgada capa de hielo y, tras echar chispas con mi piolet al chocar con el granito de debajo, caí deslizándome por la placa de cincuenta y cinco grados como una lancha, hasta desembarcar aquel 1 de marzo en un risco, ciento cincuenta metros más abajo. Sacherer, seguro de que me había matado, ni siquiera se molestó en gritar. Aliviado por no haber insistido en que nos uniéramos con una cuerda, empezó a bajar lentamente hacia la seguridad de los árboles y las rampas.

Cuando desperté, me encontré con la postura de un crucificado tumbado en una repisa cubierta de nieve, a doscientos metros de Sacherer. Hice un esfuerzo por analizar la gravedad de mis lesiones, pero me di por vencido y empecé a llamar a mi amigo, fuera de mi campo de visión. Cuando escuchó mis lastimosos gritos, Sacherer bajó valerosamente, paso a paso, por la ya temida placa. Más tarde, con una mezcla de enfado, valentía y timidez, me arrastró por la traicionera placa hasta la seguridad, cuatrocientos cincuenta metros más abajo. La idea de un rescate de los guardas nunca se nos pasó por la cabeza: ambos sabíamos que Buhl simplemente habría bajado sin una queja.

Pasé trece días en el pequeño hospital del Valle, orinando lo que parecía sangre pura los diez primeros días, debido a un pequeño derrame entre una costilla rota y un riñón. Harding, quien vino a visitarme un día, se puso aún más ceniciento de lo habitual al ver mi estado. «¡Roper! —exclamó—, estás expulsando tu vida por el pito». Mi padre sintió lo mismo, aunque no lo expresó de forma tan explícita: «Tu falta de juicio —me escribió tres días después del accidente— ha provocado un grave retraso en mis asuntos navideños; muchas personas van a recibir mi felicitación tarde por tu culpa». Dos días después murió su madre. Menudas Navidades.

Después de estas breves intromisiones en el territorio de Buhl, abandoné la escalada en solitario y en hielo y viví feliz en Yosemite la siguiente década, escalando sólo con compañeros y sólo en roca caliente.

1961 fue testigo del nacimiento de otro estilo de escalada polémico, uno en el que tuve más éxito: la escalada de velocidad. Esta actividad no era nueva, pero en este año se perfeccionó, además de acarrear unos cuantos problemas. Como Chouinard escribió pocos años después: «Los escaladores no ascienden una vía sólo para ver lo rápido y bien que pueden hacerla, sino —mucho peor— para ver lo rápido y bien que la hacen en comparación con esa otra cordada que subió esa misma vía unos días antes. La escalada pasa a un segundo plano, sin más trascendencia que una pista de carrera».

Como escalador rápido por naturaleza, solía escoger compañeros que tuvieran este mismo rasgo. A veces optábamos por una ruta que nunca se hubiera hecho en un día y corríamos por ella sin material de vivac, sintiéndonos muy orgullosos después. Algo de competitividad había en esta acción, seguro, pero por otro lado moverse con soltura era emocionante. Una pregunta que se escuchaba cada vez con más frecuencia este año era: «¿Cuánto tiempo habéis tardado?». Yo era uno de los que alimentaban esto, intentando establecer mi marca en un campo que se me daba bien.

El mejor ejemplo de una competición de velocidad en este período, del tipo a la que se refiere indirectamente Chouinard más arriba, se encuentra en la cara norte del Sentinel, esa ruta larga y agotadora abierta por Steck y Salathé en 1950. En septiembre de 1961, se había repetido catorce veces, y sin vivac sólo una vez: una ascensión de diez horas, en 1960, por Robbins y Fitschen. Aunque era una marca excelente, fue la cuarta vez que Robbins hacía la ruta, y la segunda de Fitschen; se la sabían de memoria. Para entonces, casi toda la vía había sido liberada excepto una sección corta de artificial del Headwall; con sus difíciles fisuras de empotrar y sus chimeneas, suponía una prueba para los especialistas en fisuras del Valle.

Sacherer y yo nos compenetrábamos bien escalando, formábamos un equipo competente. Casi nunca nos relajábamos en las repisas, con los pies colgando ante el vacío y discutiendo el significado de la vida. En vez de eso, nos sentíamos orgullosos de ascender rápido por roca vertical, golpeando los clavos con la fuerza del mismo Thor e instalando las reuniones en un par de minutos. Cuando, a principios de septiembre de 1961, le sugerí que intentáramos la Steck-Salathé, una vía que ninguno de los dos habíamos hecho, Sacherer ni me planteó llevar el material de vivac. De hecho, él era más fanático que yo; insistía en que lleváramos sólo una cuerda y dos litros de agua. Me negué. «¿Y qué pasa si tenemos que abandonar?», pregunté con paciencia. «No va a pasar», me contestó. Sacherer, un estudiante de postgrado de Física en la Universidad de San Francisco, tendía a la soberbia. Creía que con el poder de la mente se superaban todos los obstáculos y se ahuyentaba totalmente la debilidad. Una vez, cuando estaba haciendo unos pasos de 5.7, a unos cinco metros de su compañero, sin un solo clavo entre ambos, el compañero le gritó: «¡Frank, por Dios, pon un clavo!». Sacherer se giró lentamente, miró a su precavido amigo durante cinco largos segundos y después le respondió desdeñosamente: «Cállate, cobardica».

Hicimos el Sentinel en ocho horas y media; antes del anochecer ya estábamos de vuelta en el Campo 4, disimulando nuestro agotamiento, mientras nos contorneábamos. Robbins irrumpió en nuestra mesa con una botella de champán en la mano. «¡Bien hecho, tíos! Llevo todo el día observándoos. ¡Felicidades! ¡Un brindis!». Encontramos este gesto totalmente admirable. Sacherer, un tipo sencillo, tomó el primer trago burbujeante de su vida, arrugó la cara y dijo: «Sabe a cocacola».

Robbins había sido amable con nosotros, pero no estaba dispuesto a permitir que dos chavales de veintidós años conservaran mucho tiempo el récord de velocidad del Sentinel. Esperó cortésmente todo un día antes de pasar a la acción. Entonces llegó nuestro turno de observar con los prismáticos cómo Tom Frost y él volaban por la pared, escalando bastante en ensamble, la primera vez que esta táctica se empleaba en una escalada larga. Tres horas y quince minutos después de empezar se pusieron de pie en la cima. Llegaron al Campo 4 como si no hubiera pasado nada, a tiempo para el almuerzo. Yo estaba tan impresionado por este logro que me olvidé de comprar champán.

La escalada de velocidad sólo alcanzó este grado de competitividad en contadas ocasiones, pero los que se movían rápido, evitaban los vivacs y escalaban como demonios, entraron a formar parte de la escena del Valle durante los años siguientes, generando muchas discusiones y cartas a las redacciones de las revistas de escalada. Por ejemplo, Tom Higgins, un brillante y joven escalador del sur de California, ofreció a los lectores del Summit una visión reflexiva: «Quizá la escalada de Yosemite es medio idealista, medio enfrentamiento de pista». Esto suscitó la respuesta de Bill Amborn, autor de la Glacier Point Apron, en el siguiente número: «La competición… provoca la mejora de la calidad y la eficacia en los escaladores, debido al alto nivel que impone. Tener buen nivel en escalada es importante, ya que amplía el margen de seguridad y ayuda a conocer mejor las limitaciones de cada uno».

Aunque la escalada de velocidad disgustó a unos cuantos, ya que parecía alimentar la competitividad (aunque en realidad formaba parte del proceso de la evolución), la acción al menos fue local, protagonizada por caras familiares. Estos piques desaparecieron el 31 de marzo de 1962. Este día los de fuera no sólo invadieron nuestro Valle sino que, además, ensuciaron El Cap con cuerdas fijas. Ed Cooper, un conocido montañero de Seattle, había decidido que él también podía ser un escalador de roca de primera clase. Influido por los artículos y la publicidad levantada en torno a las vías de El Cap, él y el canadiense Jim Baldwin habían escalado en 1961 una pared de trescientos metros del Squamish Chief, un titánico pedazo de granito cerca del norte de Vancouver. Habían fijado cuerdas por todo este monolito, empleando meses en la tarea, mientras llamaban la atención de los medios de comunicación, y fueron aclamados por los habitantes de la zona tras su conquista. ¡Reflejos de la Nose! Encumbrados tras su victoria, la pareja se dirigió al sur, hacia la Meca de la escalada, la siguiente primavera, ansiosos por probar la escalada de Yosemite. «En El Capitán —escribió Cooper con altivez— había una línea directa por la cara suroeste, que lógicamente se había dejado para el final». Aunque estaba muy seguro de sí mismo, Cooper enflaqueció ante la primera visión de El Cap, igual que nos había ocurrido a todos alguna vez, dado lo sobrecogedor de sus dimensiones. «Nos sentimos pequeños e inconsecuentes… la duda nos corroía en el fondo de nuestras mentes».

También a nosotros nos corroía la duda cuando vimos a la pareja empezar a cercar la pared a la izquierda de la Salathé Wall. Todos teníamos presente el impecable estilo con que se había abierto esta última vía, después de fijar el tercio inferior. Pensábamos que esta técnica había sido un experimento necesario; pero después del éxito ya no sería necesario fijar cuerdas ni siquiera en El Cap. Cooper, un hombre muy inteligente, además de reservado y testarudo, permaneció apartado desde que llegó al Valle. Por el contrario, Baldwin, un tipo rudo y campechano, encajó en el ambiente del Campo 4 desde el principio, pero tampoco él atendía nuestros argumentos sobre la conveniencia de no fijar cuerdas. «Lo que os pasa, cabrones, es que tenéis envidia —se mofaba—. ¡Que vosotros no vierais esa línea no significa que no podamos subirla nosotros!».

La mayoría de las aperturas de los años sesenta llevaba una grandilocuente Wall (pared) en su nombre; la vía que Cooper y Baldwin habían descubierto pronto sería conocida como la Dihedral Wall, en virtud a los enormes diedros curvos que diferenciaban la sección inferior de los setecientos metros superiores. Entre algunos de estos diedros había tramos lisos; harían falta buriles. Los habituales del Valle no estábamos muy preocupados por eso, simplemente, no contemplábamos la posibilidad de otra ruta con cuerdas fijas desde abajo hasta arriba, y menos todavía realizada por gente que nunca había escalado en el Valle. Pensábamos ingenuamente que la ruta de Harding de la Leaning Tower había sido el último ejemplo de esta técnica.

Otra suposición menos ingenua era que no creíamos que los escaladores del Noroeste del Pacífico fueran a venir y actuar en contra de nuestras «reglas». Los del Noroeste tenían fama de ser montañeros muy conservadores, gente que escalaba temibles volcanes y fisuras descompuestas, y que nunca olvidaba llevar las «diez cosas esenciales». Nos imaginábamos a Cooper en la pared, avanzando lentamente con su brújula, su linterna y su casco (la lista de diez de Harding habría incluido vino y seguramente una copia del Playboy). Si no hubiera sido por Baldwin, grotesco, lleno de vida y un buen compañero para beber, los habitantes del Campo 4 estaríamos incluso más molestos con el proyecto. Baldwin, con su mirada penetrante, su barba espesa y sus labios sensuales, tenía el aspecto y actuaba como un sátiro, y las historias sensacionales que contaba sobre sus aventuras sexuales (probablemente ciertas, ya que casi nunca quedaba bien parado), hicieron que todos reconsiderásemos nuestra visión de los «escaladores conservadores del Noroeste».

Entre abril y mayo la pareja pasó unos diez días fijando sus cuerdas cada vez más arriba, avanzando menos de treinta metros por día. Cuando el 15 de mayo regresaron desde su punto más alto, Baldwin traía una herida con mala pinta; por algún extraño motivo, los nudos de prusik se le habían resbalado cuando estaba descendiendo por una cuerda fija en diagonal, y había caído a una gran velocidad de casi veinte metros hasta el cabo de la cuerda, el cual habían tomado la precaución de atar a la reunión de abajo. Esta reunión le paró, obviamente, pero se hizo una quemadura muy fea en la mano; estaba acabado para el resto de la primavera. Poco después, Cooper me agarró una mañana y me propuso subir con él unos cuantos días. Sabía que estaba siendo hipócrita al aceptar, pero no podía resistir la tentación de ver de cerca cómo era una gran pared. Estuve colgado en la pared desplomada a doscientos metros del suelo, sin moverme ni un centímetro, desde el mediodía de un día hasta el amanecer del siguiente, mientras Cooper metía expansiones. Cooper no cambió su inexpresividad cuando se hizo de día y empecé a bajar casi sin dar explicaciones ni decir adiós. Yo no estaba hecho para ese tipo de escalada. Dejando a un lado la ética, mi paciencia para estar colgado en un punto fijo durante medio día seguido era nula. En todo el día anterior sólo había avanzado diez metros, y todo con ayuda de buriles.

Para cuando el verano estaba llegando a su fin, tenían doscientos setenta metros con cuerdas fijas, pero los guardas de nuevo impusieron la prohibición veraniega. Cooper, quien estaba empezando la carrera de corredor de bolsa, volvió a Nueva York. Baldwin, siempre falto de dinero, se puso a trabajar en todo tipo de oficios de vuelta a su pueblo, Prine Rupert, una comunidad pescadora y leñadora cerca de la frontera de la Columbia Británica con Alaska.

Jim Baldwin, 1962. (Foto: Glen Denny).

Ed Cooper, 1962. (Foto: Glen Denny).

Antes de 1962 la relación entre los escaladores había sido extremadamente amistosa, con pocos roces y mucho respeto mutuo. Esto empezó a cambiar sutilmente, y en parte una de las razones fue la influencia de un nuevo grupo de escaladores irreverentes. Baldwin y Cooper formaban parte de él. Art Gran, un ingeniero de treinta años, también. Este tipo locuaz, que había realizado muy buenas escaladas en la zona cercana a su casa, las Shawangunks de Nueva York, llegó a Yosemite lleno de presunción y arrogancia. Era un verdadero personaje, con su acento extraño y sus manos siempre en movimiento, pero no era igual de querido por todo el mundo. Insolente y sin vergüenza alguna, escalaba lo suficientemente bien como para que nadie le considerara un bufón. Gran opinaba que algunos de nosotros teníamos una actitud excesivamente posesiva respecto al Valle, lo que también pensaba Eric Beck, un universitario que acababa de dejar los estudios y de cumplir diecinueve esa primavera. Tampoco él había crecido a la sombra de los grandes escaladores, como lo habíamos hecho muchos de nosotros, y eso significaba que tenía libertad para reírse de los tipos mayores, quienes, después de todo, eran mortales.

Robbins, la figura más sobresaliente de entre todos, era un blanco atractivo. Bastante reservado, hablaba escogiendo cuidadosamente las palabras, reía sólo en ocasiones y se tomaba la vida en serio. Yo no había prestado atención a estos detalles pero cuando Baldwin, Gran, Beck, Kor y otros parodiaban a Robbins, enseguida vi que tenían razón. Me uní a ellos, un ejemplo perfecto de lo vulnerable que soy ante las influencias. Desde entonces y en adelante existió una especie de polaridad en el Campo 4, sutil, pero siempre presente.

Robbins y Frost abrieron una vía en la cara norte del Sentinel a principios de mayo; una frase que escribió posteriormente Robbins en el Summit relatando la escalada, proporcionó una estupenda oportunidad para la burla. Habían tenido una visión sublime de un amanecer sobre El Cap desde una repisa de la ruta, y Robbins la describió con elocuencia: «¡Qué maravilloso y hermoso se veía! Me hizo reflexionar sobre lo fácil que es quedarse impasible ante las cosas simples pero grandiosas de la naturaleza, que son realmente las mejores, ¡incluso mejores que Mozart!».

Las conversaciones de los escaladores pronto se llenaron de construcciones similares. «¿Cómo eran tal y tal vía?», preguntábamos a Kor. «¡Mejor que Fats Domino!», se burlaba. Un artículo de una primera ascensión nunca publicado, escrito en 1963 por Steve Thompson y Jeff Dozier, contenía la frase «mejor que Tchaikovsky, pero no tan bueno como Brahms». La ruta del Sentinel, como era de esperar, no tardó en conocerse como la Mozart Wall. Robbins, indiferente ante semejantes bromas, escribió muchos otros pasajes polémicos en el futuro; fue uno de los mejores y más activos escritores de este período.

Mientras tanto, la vida en el Campo 4 continuaba como siempre. En general, todos teníamos nuestras agendas. Recuerdo haber recibido muchas cartas, la mayoría escritas en invierno, que contenían planes para la próxima temporada. «Vamos a hacer el Half Dome antes de que haga demasiado calor». «He escuchado que la cara este de la Higher Rock puede salir». «Formamos la cordada perfecta para la Salathé». Se desarrolló una especie de jerarquía. La agenda de cada persona debía ser igualada a la realizada un año antes por una cordada mejor. La gran pared del Half Dome, por ejemplo, era un indicador perfecto. Pratt la podía haber hecho en 1959, pero esperó hasta 1960, hasta que estuvo «preparado». Yo podía haberla hecho en 1961, pero esperé otros dos años hasta que me sentí «preparado». Era tanta la reputación de las grandes paredes, y casi todos éramos tan tímidos, que este aplazamiento era inevitable. En cualquier momento de este período había al menos tres grupos de escaladores esforzándose por separado en cumplir sus agendas.

La cara norte del Sentinel y la Chimenea Arrow, sobre las cuales, todavía en 1962, pesaba la leyenda, se convirtieron en la primera gran escalada de muchos. Kor, por ejemplo, escaló el Sentinel en su segunda visita al Valle, en abril de 1962; él y Jack Turner recorrieron la vía en un buen tiempo, once horas. Un mes después, Kor y Bob Culp, el segundo escalador de Colorado, corrieron por la Chimenea Arrow en un día, regresando al Campo 4 a las dos de la mañana siguiente. Dos días después, claramente enamorado del Sentinel, Kor repitió la ruta, en esta ocasión con Mort Hempel y en sólo siete horas y media. Después, el escalador de Colorado hizo el Half Dome con Bob Kamps.

Es obvio que Kor disfrutó de dos meses maravillosos en el Valle, en la primavera de 1962; pero no deja de sorprender que no realizara ninguna apertura en este período. La mayoría de nosotros, incluso Kor, se mantenía durante unos cuantos años por detrás del grupo Robbins-Frost-Pratt, haciendo y disfrutando de las clásicas. Ya llegaría el momento, pensábamos, en el que también nosotros pudiéramos hacer primeras en las grandes paredes. Mientras, trabajaríamos duro y soñaríamos.

Durante la primavera y verano de 1962, se abrieron algunas vías de bastante calidad. Chouinard y yo escalamos la larga y difícil Direct North Buitres de la Middle Cathedral Rock, una ruta ahora clásica, de una gran belleza. Durante nuestro único vivac se desató una tormenta, algo poco común a mediados de junio. Lógicamente no íbamos preparados y tuvimos que soportar a medianoche granizo, viento y lluvia; escalamos todo el día siguiente bajo una débil llovizna, arrastrándonos por chimeneas que vomitaban agua. Chouinard hizo un gran trabajo en algunas de esas resbaladizas grietas. Cuando, a la vuelta, pesamos nuestras chaquetas, empapadas, en la báscula de la tienda de comestibles del Valle, ¡pesaban tres kilos cada una!

Esa misma primavera, llenos de arrogancia, Chouinard y yo intentamos la Salathé Wall, todavía sin repeticiones. Cuando nos estábamos preparando para esta aventura, Robbins le dijo a alguien (quien no tardó en contárnoslo) que nunca pasaríamos el quinto largo, el cual contenía escalada libre arriesgada, graduada provisionalmente de 5.10, justo encima de unos pasos largos sobre rurps y buriles. «Yvon es demasiado bajo y Steve demasiado gallina» dijo, sin andarse con rodeos. Furiosos, en esta ruta reconocidamente excelente, subimos por ese tramo en cuestión en pocos minutos. Resultó que me tocó a mí el largo, y yo estaba entusiasmado. «¡Qué te den por culo, Robbins!», le grité a los cielos (una semana después Robbins volvió a graduar este largo con 5.9, lo que probablemente era correcto).

Escalamos muy rápido y bien el primer día, pero nuestro viejo petate empezó a fallarnos, con nuevos agujeros y desgarrones después de cada largo; incluso las costuras principales empezaron a soltarse. Así que por la mañana nos retiramos desde la repisa Heart Ledge. Luego creció una historia sobre la manera de esta retirada; se decía que yo tomé la decisión, tirando el ofensivo petate al vacío. Es cierto que yo quería bajar. También es verdad que le hablé a Chouinard de mi voluntad. Pero sólo después de que ambos decidiéramos bajar, cogí el petate y lo lancé fuera de la pared (antes de que Chouinard cambiara de opinión).

Chouinard estaba lanzado ese año, consciente de que en octubre le iban a solicitar para el servicio militar. A finales de agosto él y TM Herbert abrieron otra vía en la cara norte del Sentinel, una de dificultad moderada destinada a ser repetida a menudo. La vía Chouinard-Herbert contiene un largo memorable, que pronto describió Chouinard: «Puedo decir que tuvimos problemas. El desplome estaba formado por varias lajas de siete a doce centímetros de grosor, las cuales emitían una especie de aullidos afrocubanos cuando las golpeábamos con la maza. Clavar aquí pitones habría sido una locura, ya que si una se llegara a romper habría sido como una guillotina para el asegurador». Al tener muy pocos seguros de expansión, la pareja se retiró. Pocos días después volvieron al ataque, pasaron el tramo conflictivo, ahora conocido como Afro-Cuban Flakes (lajas afrocubanas), y llegaron a la cumbre.

Lo siguiente que atrajo la atención de Chouinard fue un risco lejano: el Quarter Dome, una pared desconocida para los turistas y para la mayoría de los escaladores. Situada varios kilómetros hacia arriba del Tenaya Canyon, e invisible desde los clásicos puntos de observación del Valle, esta pared de cuatrocientos cincuenta metros todavía no se había intentado nunca. A principios de septiembre, Chouinard y Frost pasaron algo más de dos días en ella, abriendo una ruta caracterizada por su ubicación única y sus magníficas secciones de pitonaje fácil. Chouinard alabó la escalada en una carta que escribió desde su puesto de militar en Alabama, unos meses después: «La roca es de lo mejor de Yosemite, y probablemente de lo mejor del mundo. No hay sedimentos glaciares, ni arena, ni suciedad, ni hormigas, ni matojos. Seguramente es el pitonaje más disfrutón de la historia de la humanidad. Recomendable. Cualquiera puede hacer esta vía disponiendo del tiempo suficiente y siempre que no se pierda, lo que es prácticamente imposible».

Poco después de esta apertura en el Quarter Dome, Frost y Robbins hicieron la segunda repetición, y la primera ascensión continua, de la vía Harding-Pratt por la cara este del Washington Column. Invirtiendo unos dos días en la desplomada ruta, la pareja fue pasando seguro tras seguro no sólo sin utilizarlos, sino quitando veinticinco de los veintisiete existentes. ¿Cómo pudieron hacerlo? Harding, quien había dependido de las cuerdas fijas para su escalada durante todo un año, había instalado muchos seguros simplemente para reforzar las reuniones. Por otro lado, los bongs Chouinard-Frost, ahora disponibles en todas las medidas, se podían utilizar en los tramos de fisuras anchas que Harding había tenido que superar con expansiones. Además, el alto nivel de libre, tanto de Robbins como de Frost, les permitió empotrar en fisuras que habían amedrentado a Harding.

Frost y Robbins, animados tras su éxito, esperaron unas pocas semanas antes de embarcarse en un proyecto mucho mayor, el primer ascenso continuo de la Salathé Wall. Ésta se convirtió en la actividad más motivadora de 1962, una lección para todos nosotros. La pareja sabía que la ruta podría hacerse en un solo ataque prolongado, sin cuerdas fijas. Deseaban fervientemente este fruto: Robbins y Frost recorrieron la impresionante pared en cuatro días y medio de octubre. El viento y la lluvia azotaron la pared durante su cuarto vivac, pero cuando repitieron el gran largo final de Pratt el aire era frío y estaba despejado. Fue la primera vez que una cordada de dos escaló El Cap desde el suelo directamente hasta la cumbre.

Cooper volvió a finales de 1962 y se metió en la Dihedral Wall en septiembre junto a Glen Denny; Baldwin no estaría disponible durante otro mes. Para entonces Denny, que trabajaba en el Valle de camarero, se había hecho un excelente escalador de artificial. Con diez ascensiones a sus espaldas tenía mucha más experiencia en roca vertical que los dos norteños, y Cooper se alegró de su presencia.

En el Campo 4 todavía había rechazo hacia los métodos que se estaban empleando en esa escalada. Las aperturas de los meses anteriores habían demostrado que el cambio estaba en el aire: una nueva apertura en El Cap se podría realizar sin fijar cuerdas, por escaladores competentes. Ni siquiera con la presencia de Denny, el equipo del noroeste se podía considerar realmente experto. Algunos de nosotros incluso proponíamos subir por las cuerdas fijas de Cooper y acabar la vía con un buen estilo, mientras él estaba ausente. Por lo que yo sé, en realidad nadie llegó a considerar esto seriamente, aunque el asunto suscitaba emociones fuertes. Cooper, de todos modos, otorgó a los rumores un valor excesivo: «Otro equipo —escribió más tarde— intentó acabar la vía que nosotros habíamos empezado. Las montañas permanecen nobles, pero eso no siempre sucede con quienes las escalan. Quizá el espíritu de competitividad que existe en el Valle potencie la debilidad de algunos».

La apertura de la Dihedral Wall se estaba poniendo difícil. Continuamente aparecían fisuras de artificial delicado que se prolongaban decenas de metros. En diecisiete de los diecinueve primeros largos tuvieron que instalar reuniones colgadas: la vía no tenía prácticamente ninguna repisa en los primeros setecientos metros. Además, la mayor parte de la vía serpenteaba de un lado a otro de la pared, lo que hace agotador el trabajo de meter y sacar los clavos, y las secciones lisas requerían muchas expansiones. Teniendo en cuenta todos estos problemas se puede decir que, desde un punto de vista logístico, la Dihedral Wall suponía un reto mayor que la Nose o la Salathé. ¿Podrían Robbins, Frost y Pratt haber realizado la apertura en un ataque continuo? Yo creo que la respuesta es que sí, en un ataque de diez o doce días. ¿Debería Cooper haberse dado por vencido y dejar la línea a otros escaladores más capacitados? Yo creo que no: él la había descubierto y estaba haciendo un trabajo competente, aunque lento.

Realizaron la sección final con un estilo admirable. Baldwin había vuelto y el trío escaló los últimos trescientos metros en seis días y medio, sin dejar una línea de cuerdas fijas. El día de Acción de Gracias vivaquearon en una impresionante repisa bautizada en honor de la festividad. Con tres metros de ancho en algunos sitios, la Thanksgiving Ledge (repisa de Acción de Gracias) se prolongaba decenas de metros por la pared vertical, y los escaladores se desencordaron y caminaron por esta «acera», maravillados de su movimiento horizontal.

Al igual que a Harding, a Cooper no le disgustaba la publicidad. Glen Denny me envió una carta cuatro días después de hacer cumbre; su enfado saltaba del papel: «La cumbre estaba contaminada. Cooper había contactado con todo el mundo del sensacionalismo y esa mierda lo arruinó todo. Así que allí estaban los ignorantes periodistas, fue horrible… Me alejé de la cumbre hacia el camino de bajada, triste… Ed, bueno, creo que él piensa de manera diferente. Me da pena que la escalada para él incluya la necesidad de que todo el mundo se entere de lo que ha hecho. Yo no me opongo a que mi nombre salga impreso ni nada de eso, pero sí a venderme a un periodicucho con una audiencia totalmente ignorante. Lamento que lo mejor de la cumbre se arruinara por una cosa tan absurda; la antítesis total de ese momento».

Robbins también estaba disgustado, pero no por culpa de Cooper, de quien había dicho una vez que era «como Harding, pero más moreno y sombrío, y sin su viveza». Lo que más le molestó a Robbins fue la mentalidad de fijar cuerdas después de la apertura de la Salathé Wall. Cuando, tres semanas después, se enteró de que yo estaba escribiendo una guía de escalada del Valle, me aconsejó que indicara las «primeras ascensiones continuas», además de las aperturas. «Aunque soy consciente de que mi pureza se puede poner en duda con esta recomendación, de todos modos lo solicito con empeño ya que sé que ayudará a combatir la manía de las cuerdas fijas, la cual pienso que disminuye el espíritu de aventura de la escalada en roca de América».

Glen Denny, 1964. (Foto: Colección Glen Denny).

Los escaladores de fin de semana realmente no eran conscientes de lo que se estaba desarrollando en Yosemite, especialmente lo que concernía a las nuevas éticas, discutidas por nuestro pequeño grupo de residentes del Valle, por eso fue bastante extraño que se desatara una controversia en la que se involucró este tipo de escaladores. Mi viejo amigo y compañero de cordada, Al Macdonald, decidió que él iba a intentar la cara sureste de El Cap, la temida pared vertical a la derecha de la Nose. Junto con otro amigo, se aproximó a la base y empezó a meter clavos en una fisura de unos siete metros. Poco después, una noche de principios de enero de 1963, Macdonald contó en el bar sus grandes planes ante el atónito grupo. «Puede que me lleve unos cuantos años —declaró—, pero ¡qué coño!, tenemos tiempo y vendremos todos los fines de semana. ¡Roper, únete a nosotros!».

—Al —le dije, educadamente—, me parece que no es una buena idea. Trabajas cincuenta semanas al año y tienes familia. Estoy seguro de que estás entusiasmado, pero no eres tan bueno ni tan rápido en el artificial y, de todos modos, ¿por qué esta vía?

—Mira, tío, es un sitio genial, ¡es gigantesco! Hay una línea allí que está muy bien. La hemos llamado Odyssey (Odisea), ¡y es casi tan lisa como la Tower!

—Eso no es lo importante, colega —ya me estaba empezando a hartar, aunque intentaba ser amable con mi viejo amigo—. Mira, te voy a decir lo que pasa: vosotros no estáis preparados para una vía tan grande. Hasta Royal se lo pensaría dos veces, antes de meterse. Os va a llevar años y años, si es que lográis subir. Además, tendrás que estar poniendo buriles continuamente. ¡Tardarás diez años!

Macdonald, uno de los jóvenes más enérgicos del momento, pensaba que en una apertura cada uno podía hacer lo que quisiera. Si tenía que usar expansiones donde otro usaría rurps, ¿qué importaba? Que no subía más que siete metros en todo el fin de semana, ¿y? Ignorante de la evolución de nuestra ética en cuanto a la escalada con cuerdas fijas, era imposible que Macdonald se imaginara el revuelo que no tardó en levantarse; en parte, excesivamente virulento.

Glen Denny se había mantenido callado en el bar, como adormilado por el murmullo y la camaradería, pero su coraje brotó dos semanas después en una carta de once páginas escritas con pasión, y con hipérbole: «¡Estoy totalmente harto! —comenzaba—. El equipo de Al, además de no tener nivel, es absolutamente incompetente como para hacer ninguna vía en El Cap. Su reputación, autogenerada, le hace imaginarse en un desplome increíble instalando clavos psicológicos, aunque nunca en su vida ha utilizado semejantes clavos. Hay que detener a este maniático antes de que viole El Cap».

Macdonald irradiaba amistad y entusiasmo. Las palabras salían espontáneamente de su boca; sus ojos echaban chispas cuando hacía planes para el futuro. Era divertido escucharle divagar. Denny, más exaltado que el resto, se abalanzó sobre él, quizá con demasiada dureza: «La separación entre la actual escalada larga y difícil del Valle y la habilidad y experiencia de Al es tan profunda que constituye una separación entre él mismo y la realidad, una especie de esquizofrenia de la escalada. ¿Cómo puede nadie imaginarse que subirá El Capitán metiendo expansiones por lo que es en potencia una de las escaladas con clavos más difíciles del mundo? ¿Cómo puede alguien tener tan poca conciencia y tanta despreocupación?».

Robbins y Macdonald tuvieron un breve encontronazo por correspondencia en esos días. Robbins se había fijado en la cara sureste y había visto que podría, y debería, ascenderse con un estilo moderno, sin fijar, por lo que le escribió a Macdonald que probablemente quitaría las cuerdas de El Cap si empezaba una apertura fijando cuerdas por toda la pared. Macdonald entonces acusó a Robbins de tener una «actitud presuntuosa» y le dijo que informaría a los guardas si se atrevía a quitar las cuerdas. Tras un mes, el intercambio de cartas acabó, con frialdad pero educadamente, con la claudicación de Macdonald, quien temía que los guardas prohibieran la escalada de El Cap si se hacía pública toda la polémica. Fue un acto galante por parte de Macdonald: abandonó sus planes por el bien de la comunidad escaladora en activo. Molesto tras esta experiencia, Macdonald se pasó al descenso de ríos y al ciclismo de largo recorrido, actividades que presumiblemente tendrían menos reglas.

Al hablar de las grandes paredes, Denny planteó una visión que compartíamos muchos de los que vivíamos en el Campo 4: «Las vías de El Cap deben ser una expresión particular de la escalada con la que Yosemite contribuye a la escalada mundial: virtuosismo de la técnica pura de escalada en roca, de la mayor dificultad y magnitud… Para legitimar la aspiración a una ascensión semejante, uno debería buscar lo último en dificultad para hacer justicia a la ruta».

Yo había pensado en Denny como un empleado de la Curry Company, como porteador de Harding y de Cooper, como instalador de buriles. Durante nuestra correspondencia, durante el invierno de 1962-63 me di cuenta de que este escalador había dado a luz una idea. Había visto que no todas las escaladas son para todo el mundo, y que la publicidad era sospechosa. Desde ese momento y en adelante, Denny formó parte del reducido grupo de escaladores dedicados a elevar el nivel de la escalada en Yosemite. No pretendo afirmar que esta dedicación a la que me refiero fuera la preocupación exclusiva de nuestras mentes: la mayoría de los escaladores del Campo 4 no eran ni intelectuales ni autómatas sin sentido del humor. Nos lo pasábamos muy bien escalando y con seguridad todos éramos demasiado humanos, tal y como demuestra el siguiente capítulo.