UNA EDAD TÉCNICA: 1947-1957

Muchos cuestionan el valor de esta clase de logros ya que deploran el uso de clavos, las travesías con la cuerda tensa y los seguros de expansión, pero los acontecimientos hablan por sí mismos. Ésta es una edad técnica, y los escaladores continuarán buscando nuevas rutas en el futuro. No hay nada más satisfactorio que ser un pionero.

ALLEN STECK, justificando la primera ascensión de la cara norte del Sentinel, en 1950.

Incluso Ax Nelson estaba arrepentido por la trampa de cuerda que habían empleado en la Lost Arrow, calificándola de «una admisión de la incapacidad de escalar la aguja Arrow». Todo el mundo sabía que se podía haber pasado la última sección, carente de fisuras, metiendo expansiones; no habría hecho falta ninguna trampa. Dejando esto a un lado, la mayoría de los escaladores era consciente de que el verdadero reto era escalar desde la base a la Cumbre por la Chimenea Arrow, una grieta de trescientos cincuenta metros Intentada por Dick Leonard y Dave Brower antes de la segunda guerra mundial. Salathé y Nelson se plantearon hacerla, pero finalmente se decantaron por otra escalada: la redondeada cara suroeste del Half Dome.

John Muir había destacado las «grandes dimensiones» del domo, lo que implicaba que la escarpada cara noroeste no era la única que merecía ser tenida en cuenta. Tenía razón, este risco es espectacular desde todos lados. La gigantesca cara suroeste, que se aprecia mejor desde el Glaciar Point, había cautivado a Dick Leonard, Bestor Robinson y Henry Beers en junio de 1933. Al no ver la pared demasiado vertical creyeron que podrían trepar por ella; pero el trío había subestimado la vía. Consiguieron subir por las placas fáciles del comienzo con el escaso material que llevaron, pero tuvieron que claudicar en la sección más vertical de arriba. Dos años después, Leonard y Jules Eichorn volvieron a la pared llevando a Brower, el maestro de la escalada de adherencia, para que les ayudara. En esta ocasión, a pesar de llevar todo un cargamento de hierros, lograron subir sólo veinticinco metros más que la vez anterior. El siguiente intento, unos meses después, fue protagonizado por Leonard, Brower y Robinson; según se aproximaron a la base reconsideraron de nuevo todo el proyecto. Se dieron cuenta de que haría falta mucha escalada artificial, así que ni siquiera se molestaron en encordarse.

Este pensamiento nunca se originó en la mente de los siguientes escaladores que se acercaron a la pared, Salathé y Nelson. En octubre de 1946, se dirigieron a ella con material suficiente para pasar varios días. Coincidieron con otro equipo de cuatro personas, pertenecientes a la sección de escalada en roca del Sierra Club, pero Salathé y Nelson salieron primero, y en poco tiempo ya estaban subiendo por lo que Nelson llamó más tarde la fisura. Una grieta solitaria salía disparada hacia arriba cientos de metros; era imposible perderse. La fisura no tenía mucha profundidad, pero las herramientas de Salathé, y su tenacidad, de nuevo jugaron su baza. Se sucedieron los largos de artificial hasta llegar arriba. Encontraron pocas repisas; asegurándose muchas veces de pie en algún saliente.

Intimidados, los cuatro hombres que estaban en el suelo pronto abandonaron sus planes de unirse con el equipo de arriba; una decisión prudente, ya que seis personas no habrían podido compartir esta ruta sin repisas. El día de octubre era corto, y el atardecer atrapó a la pareja bastante arriba de la pared. Así que Salathé y Nelson simplemente se detuvieron y se instalaron para dormir en un pequeño saliente de la placa: el primer vivac en pared de Yosemite.

Acabaron la escalada bastante temprano, a la mañana siguiente, así que la pareja rapeló hasta el suelo para reunirse con sus amigos. Sus ciento cincuenta emplazamientos de clavos marcaron un récord en Yosemite. Durante el año siguiente, la cara suroeste del Half Dome estuvo considerada la vía más dura de América. En realidad, no era una pared vertical ni especialmente alta (sólo presentaba unos doscientos cincuenta metros de escalada con cuerda) pero sí incluía una escalada artificial extremadamente difícil y continua, más de lo que nunca se había hecho antes. A pesar de esto, la vía nunca se convirtió en leyenda, probablemente porque fue pronto eclipsada por la escalada de la Chimenea de la Lost Arrow.

La Chimenea Arrow, igual que el Half Dome, era una ruta evidente de seguir (Leonard y Brower la habían calificado de «terriblemente obvia» en 1937), pero su verticalidad y continuidad requerían habilidad en el manejo de las técnicas artificiales. Quien hiciese la vía tendría que tener además mucha resistencia, ya que obviamente sería una escalada de varios días. Esto envolvía problemas de logística: ¿cuánto peso podrían subir los escaladores?

Salathé y Nelson estudiaron esta cuestión, pero, cuando lo estaban haciendo, otros se les adelantaron. La historia de la escalada en el Valle, antes de la segunda guerra mundial, había estado dominada casi por completo por escaladores del norte de California, pero este desequilibrio norte-sur cambió con la llegada, en 1944, de Chuck Wilts y Spencer Austin, dos escaladores de la zona de Los Ángeles. En ese año, la pareja realizó el primer ascenso en libre de la Higher Spire, demostrando con ello su alto nivel. En octubre de 1946 intentaron la Chimenea Arrow, pero abandonaron después de superar en treinta metros el intento previo de Leonard y Brower de 1937. Salathé y Nelson, animados por este éxito, se pusieron en movimiento e hicieron dos buenas tentativas en el verano de 1947. La rivalidad iba creciendo de forma sutil; Wilts y Austin, conscientes de que se les acababa el tiempo, realizaron un intento «a por todas» en agosto. Pasaron dos días y medio en la pared y consiguieron abrir muchos metros de roca virgen, pero les detuvo un muro vertical y descompuesto; tuvieron que retroceder cuando les faltaban ciento veinte metros para alcanzar el Arrow Notch. La carrera había comenzado; alguno lo conseguiría pronto, ya fuera del norte o del sur de California.

El concepto de escalada de big wall, que puede ser definido como una escalada de varios días que precisa técnicas artificiales en paredes de roca largas y verticales, se asentó del todo durante los intentos de 1947 a esta ruta. Pero hablamos de los éxitos, no de los fracasos; así pues, la aventura que vivieron Ax Nelson y John Salathé por la Chimenea Arrow durante cinco días de septiembre de 1947 supuso un verdadero hito: la primera big wall realizada nunca en Estados Unidos, y sin duda el comienzo de la edad dorada de la escalada de Yosemite.

Para ser una escalada de big wall la pareja llevó muy poco equipo. Dieciocho clavos, desde unos planos, muy finos, a otros con un ángulo de medio centímetro, más doce mosquetones, componían todo su material tradicional, pero llevaron además dieciocho buriles, junto con varias brocas y el burilador. Nunca se había afrontado una escalada con semejante cantidad de instrumentos para taladrar pero, como escribió Nelson más tarde, «su uso está justificado cuando uno está superando un tramo tras el cual se pueden poner clavos o hay agarres para seguir escalando». Un seguro de expansión modelo Star Dryving, de una longitud de dos centímetros y medio, y un diámetro de nueve milímetros, se tarda al menos cuarenta y cinco minutos en instalar. Hay que golpear con mucha fuerza con la maza para conseguir la profundidad adecuada, aproximadamente unas cien veces, e ir girando la broca después de cada golpe; después, se inserta el propio buril, con una anilla conectada, y con un fuerte golpe se consigue que se expanda en el interior del agujero.

Para escalar llevaron una cuerda de nailon de treinta y cinco metros que, teniendo en cuenta su alto coste (veintidós dólares), era una pertenencia valiosa. Para otras necesidades, como izar, la pareja cogió otras dos cuerdas más delgadas de manila, una de cuarenta y cinco, y otra de noventa metros. Para los largos de artificial que preveían, anudaron unas cintas de una forma especial, una con varios «peldaños» de aluminio atados horizontalmente, con los que conseguían un apoyo más cómodo para el pie.

Llevaron muy poca agua con el fin de ahorrar peso, sólo seis litros en total (como ansioso consumidor de agua que soy cuando escalo, tiemblo con sólo pensar en esta ridícula cantidad). Esto equivale a un litro por persona y por día durante tres días y unas pocas horas de escalada, que fue lo que tardaron en total en alcanzar el Arrow Notch, donde les esperaba una buena cantidad de líquido que les descendieron sus amigos desde el borde del Valle. También redujeron la comida al mínimo. «Eramos conscientes de que íbamos a perder mucho peso en la escalada», escribió Nelson más tarde. Salathé seguramente convenció a Nelson de las ventajas de ser vegetariano, ya que entre los cuatro kilos y medio que llevaban de comida no había nada de carne. En vez de ésta, llevaron lo que Nelson calificó de «alimento ideal»: pasas, dátiles, avellanas y gelatina de caramelo.

El muro que hizo retirarse a Wilts y Austin resultó ser el tramo crucial: Salathé empleó ocho horas en escalar cuarenta metros, instalando tres buriles y llevando a cabo un trabajo laborioso de pitonaje. Los clavos blandos, como los que habían llevado Wilts y Austin, no habrían servido para nada, y aquí es donde los pitones duros de Salathé jugaron de nuevo su baza, ya que las fisuras estaban algo descompuestas y ciegas. Golpeó los clavos sin piedad, forzándolos a introducirse hasta el final de la fisura. La roca estaba tan descompuesta en esta sección que, según Nelson, Salathé «tiró una laja de granito adosada a la pared del tamaño de una ventana».

Temprano por la mañana, el quinto día, Salathé y Nelson empezaron a taladrar la sección superior lisa; la única manera de llegar a la cumbre sin usar ninguna trampa de cuerda. La pareja empleó muchas horas en emplazar nueve seguros en esta placa carente de fisuras, pero finalmente pisaron la cumbre dando un grito de victoria. Por su magnitud, la Chimenea Arrow era la vía más difícil de América. ¿Era la escalada en roca más difícil del mundo? Sólo las más grandes rutas de Dolomitas podían equiparársele, pero si se toma como indicador de la dificultad el tiempo que ha llevado (que puede no estar relacionado), el ascenso más largo de una vía de Dolomitas había sido de tres días.

El relato largo y elocuente de la apertura, escrito por Ax Nelson, Cinco días y noches en la Lost Arrow, publicado en el Sierra Club Bulletin, en 1948, fue un impulsor del cambio, y con seguridad una valiosa aportación a la literatura de montaña. Los artículos extensos sobre una vía en concreto de escalada en roca eran muy poco frecuentes en América, en ese tiempo. Eran más Comunes los artículos técnicos, así como las referencias al final de los periódicos, reseñando alguna escalada. En realidad la mayoría de los escaladores no escribían nada en absoluto, dejando la labor de informar a gente como Leonard o Brower, éste último vinculado con el prestigioso Bulletin.

Nelson fue uno de los primeros escritores americanos que se planteó por qué la gente escala. Por ejemplo, escribió que «no se puede escalar, a no ser que se tengan las ganas suficientes para hacerlo. Hay que afrontar el riesgo (de hecho, hay que saber usarlo) en unas proporciones que no se pueden comparar con las de la vida corriente. Ésa es una de las razones por las que escalan las personas; sólo como respuesta a un peligro el hombre saca lo mejor de sí mismo». Nelson también habló de «disciplina» y un régimen de entrenamiento que incluyera ejercicios y largas caminatas con poca o nada de agua. El artículo de Nelson puede dar la impresión de que los escaladores serán buenos si se entrenan como soldados y desarrollan un total autocontrol. Este tono severo, rozando el fanatismo, fue también una primera en la literatura de escalada de América.

Aunque se abrieron veintiséis vías en el Valle durante los años cuarenta, ninguna eclipsó las aventuras de Nelson y Salathé en el Half Dome y sus varias sagas en la aguja Arrow. Y todavía era evidente para todos que el Valle estaba lleno de escaladas del calibre de esas rutas. La siguiente generación, que prácticamente no incluía escaladores de los años treinta o los cuarenta, estaba preparada para afrontar grandes retos. Pero, antes, al herrero suizo todavía le faltaba por realizar otra buena actividad; sus ángeles le habían anunciado que al buscar en el Valle encontraría tres escaladas supremas: el Half Dome, la aguja Arrow y la cara norte del Sentinel. Ya había hecho dos; ahora sus ojos miraron de nuevo hacia arriba.

El Sentinel Rock, justo al otro lado del Valle desde el Campo 4, se yergue novecientos metros desde el suelo. En la cara norte, más estrecha por arriba, se distinguen cientos de lajas, fisuras y techos largos, aunque no muy prominentes. J. Smeaton Chase describió la pared con exactitud en 1911: «El Sentinel… es quizá la menos variable de todas las paredes importantes del Valle, elevándose siempre protegida, hasta que el sol empieza a eclipsarse tras el alto promontorio de El Capitán. Después relucen en su pared finas líneas plutónicas, duras e inflexibles como acero en hierro». La pared principal, de trescientos treinta metros de alto por el lado izquierdo y cuatrocientos ochenta por el derecho, es muy vertical y prácticamente carece de repisas grandes. El lado derecho de la pared contiene el más prominente de sus rasgos: el Flying Buttress (espolón volador), y elevándose por encima de él, la Great Chimney (gran chimenea). El espolón, así bautizado (no demasiado acertadamente) por algún aficionado a la arquitectura gótica, llega aproximadamente a mitad de pared; su cumbre forma la repisa más grande de toda la cara norte. La Gran Chimenea no comienza en la cumbre del espolón, sino cuarenta y cinco metros por encima, y hacia la izquierda; la sección lisa que hay en medio se conoce como el Headwall.

El Sentinel no era una entidad totalmente desconocida; los escaladores de los años treinta y cuarenta habían abierto algunas rutas, aunque no muchas, y bastante fáciles. Pero los miembros del RCS poseían una buena cualidad: amaban explorar. Su herencia montañera era poderosa. En los treinta, Dave Brower, Morgan Harris y otros, caminaron hasta la base de El Capitán, exploraron de cerca la pared del Half Dome, investigaron la aguja Arrow desde abajo y desde arriba, e incluso proyectaron escalar la pared principal del Sentinel. En 1936, Harris, Bill Horsfall y Olive Dyer escalaron la sección inferior de la pared por una serie de rampas expuestas que conducen a la Tree Ledge, una repisa arenosa, justo debajo del lado derecho del Flying Buttress. Desde aquí la pared se disparaba hacia arriba; obviamente, era donde empezaban las verdaderas dificultades de la cara norte.

Los escaladores posteriores a la segunda guerra mundial eran más audaces, En el aspecto técnico, usaban cuerdas de nailon, y su material era mejor y más variado. Se impuso además una nueva filosofía, un estado de ánimo que parecía decir ve por ello. Lógicamente, la cara norte del Sentinel era el siguiente «gran problema», después de la Chimenea Arrow, teniendo en cuenta que por aquel entonces nadie se planteaba seriamente paredes gigantescas como El Capitán. Robin Hansen, Fritz Lippmann y Jack Arnold hicieron la primera tentativa a la pared en 1948; ascendieron treinta metros. Jim Wilson y Phil Bettler, ambos estudiantes de física en la Universidad de Berkeley y novatos en Yosemite, fueron los siguientes; en el otoño de 1948 subieron un largo más que los anteriores.

Al año siguiente, Wilson y Bettler volvieron con dos de los escaladores más fuertes del momento, Allen Steck y Bill Long, y con provisiones para varios días. En su primera jornada, el cuarteto soportó un miserable vivac en la base del Wilson Overhang, una chimenea desplomada a unos ciento veinte metros del suelo. Uno de ellos se instaló en una piedra empotrada en la base de la Chimenea, pero cada vez que se movía lo hacía también la piedra y el ruido incómodo despertaba a los otros, acoplados en varios huecos. Por su parte, Bettler se había tragado una de las píldoras para el dolor de espalda de Wilsin, así que durmió toda la noche.

A la mañana siguiente, Long y Wilson se turnaron escalando de primeros por la espantosa chimenea, pero iban tan despacio que pronto fue evidente que no llegarían a la cumbre. Irónicamente, aunque habían recorrido sólo ciento cuarenta metros de los cuatrocientos ochenta de la pared, ya habían superado lo más difícil del espolón Flying Buttress. Cuando Long y Bettler volvieron en mayo de 1950, vieron que nueve metros más arriba de donde se habían retirado, la dificultad disminuía; a media tarde de su segundo día se convirtieron en los primeros en pisar la cumbre del espolón. Por encima se elevaba el Headwall, un muro vertical y sin fisuras. Tuvieron que abandonar.

Allen Steck había seguido este intento con gran interés, y no le disgustó el fracaso. «Cuando estaba en Berkeley pasaba muchas noches en vela —escribió más tarde— pensando en cómo sería esa pared norte por encima del espolón; era casi una obsesión para mí». Steck no era un principiante en la escalada de dificultad. Había empezado su carrera, al igual que muchos Jóvenes de aquel tiempo, caminando por los senderos y trepando a los picos rocosos de la High Sierra. Después se puso a trabajar con la Marina, con la que viajó por el Pacífico sur a bordo de un destructor durante los mortecinos meses de la guerra. Cuando salió de allí, colaboró con la Universidad de Berkeley y trabajó de guarda en el Valle durante el verano de 1948; el siguiente verano lo pasó viajando en bicicleta por los Alpes, escalando todo lo que se le ponía delante. Se convirtió en el primer americano que escalaba una de las famosas «seis caras norte» de los Alpes: la Cima Grande, en Dolomitas, junto a Karl Lugmayer.

Sus logros en América no eran, ni mucho menos, tan brillantes. A finales de 1949 había realizado muchas de las rutas clásicas del Valle, y había abierto una vía en la Higher Spire. Eso era todo. Pero 1950 fue su año: en mayo, después de la primera ascensión de la sobrecogedora aguja Castle Rock, en el Parque Nacional Sequoia, Steck, por entonces con veinticuatro años, supo que había llegado su momento. Pero el éxito no le iba a llegar escalando con sus amigos de Berkeley, como normalmente hacía. Escaladores como Wilson y Bettler, entusiastas y excelentes compañeros de cordada, no estaban al mismo nivel que Steck en una gran pared: su temporada en los Alpes le había otorgado una gran ventaja.

La amistad es importante, así que Steck formó equipo con Wilson para intentar el Sentinel en junio. Se encontraban en muy buena forma tras trabajar en las montañas de Berkeley como miembros del recientemente establecido club de escaladores, Berkeley Tensión Climbers. La pareja se preparó para un intento definitivo, pero tuvo que desistir casi inmediatamente debido a que una caída de piedras rompió una de sus cuerdas (el 23 de octubre de 1949, un montón de piedras que venían de un punto justo por encima y a al derecha del Flying Buttress, se estrelló en el tercer largo de la vía, dejando trozos de granito blanco en casi todas las repisas, que amenazaban con caerse en cualquier momento).

¿En dónde estaba John Salathé durante este tiempo? Aunque había explorado la pared norte del Sentinel en 1948 junto a Nelson, aparentemente no demostró mayor interés, olvidándose de lo que los ángeles le habían indicado. Quizá le volvieron a llamar la atención en junio de 1950 ya que, cuando Steck le propuso ir a la pared, aceptó inmediatamente. Aunque Steck nunca había escalado con Salathé más que en las rocas de Berkeley, tenía mucho respeto por sus habilidades; la escalada de la Chimenea Arrow ya era toda una leyenda. La mayoría de los otros miembros del RCS se habían ido a la High Sierra a pasar el fin de semana del cuatro de julio y Steck estaba ansioso. Alguien haría pronto la escalada, ¿por qué no él?

Steck y Salathé se dirigieron al Valle en el ford-t del herrero el jueves, 29 de junio, se encordaron el viernes por la mañana y llegaron a la cumbre del Flying Buttress a última hora del sábado. Por encima comenzaba el terreno desconocido: el Headwall. Salathé empleó más de diez horas en resolver este largo, instaló seis buriles y muchos clavos precarios. Por fin, los dos hombres atravesaron una placa y llegaron a la Great Chimney, la puerta a la cumbre. Este tramo siniestro estaba muy abierto en la parte de abajo y era claustrofóbico por arriba. No iba a ser fácil.

Además, la pareja tenía que luchar contra un enemigo todavía más malévolo: el calor. El Valle pronto se hizo famoso entre los escaladores por sus tórridos veranos, pero hacia 1950 nadie había destacado todavía este fenómeno. En una escalada de un día, el calor no solía ser un problema; uno sufría un poco, pero luego volvía al Campo 4 y se tomaba una cerveza. Pero en una ruta de varios días el calor podía llegar a ser enervante, tal y como se demostró en la escalada al Sentinel. Ante la imposibilidad de cargar con el agua necesaria para reponer la pérdida por la transpiración, el cuerpo reacciona con fatiga y calambres. Un litro por día por persona se había considerado suficiente hasta ese momento, y para días fríos y en rutas cortas lo era. Pero la temperatura alcanzó los cuarenta grados centígrados ese fin de semana y, al tercer día, la pareja había subido sólo un poco más de la mitad de la pared.

La pared era una sartén, y que no llegase la acostumbrada brisa vespertina aquella tarde empeoró aún más la situación. Para colmo, los excursionistas se estaban bañando en el río Merced, setecientos metros por debajo: «¡Si al menos esos tipos dejaran de chapotear!», escribió Steck más tarde. Salathé, con sus cincuenta y un años, era un hombre estoico, pero Steck sabía que también él sufría: «De pie en los estribos, con la maza lista para golpear la empuñadura del burilador, John se volvió y suspiró: “¡Si tuviese un poquito de zumo de naranja!”».

Los dos escaladores racionaron el agua cuidadosamente, pero la comida se hacía intragable; Steck estimó que «haciendo un cálculo aproximado» cada uno comió doscientos cincuenta gramos de alimentos en toda la escalada. Aunque Salathé había llevado una lata grande de dátiles, su comida favorita, tuvo que tirarla medio llena al fondo de la Gran Chimenea, donde pudieron observarla, durante décadas, consecutivas cordadas, empotrada en el oscuro laberinto.

El lunes por la mañana, al comienzo de su cuarto día, Steck descubrió en la parte inferior de la chimenea un túnel que se abría hacia el interior del Sentinel y ascendía luego unos treinta metros; una alternativa oscura y arrastrada, en cualquier caso (pocos han seguido luego este camino; la cara exterior de la chimenea, aunque más expuesta y aérea, suele ser preferible a la cueva). Salathé abrió el siguiente largo; la línea que escogió tampoco ha sido muy repetida. Una perfecta chimenea de oposición entre pies y espalda salía hacia arriba, unos tres metros desde una repisa llena de piedras. Por encima, se estrechaba abruptamente hasta acabar en un techo. Desde aquí salía un agujero que no se veía dónde terminaba, casi tan siniestro como la chimenea e igual de estrecho. Salathé, un especialista de la escalada artificial, no quería saber nada de este «horror», que más tarde se conocería como los Narrows (estrecheces), así que se abrió paso por el extremo que daba al Valle. Las chimeneas, después de todo, siempre tienen bordes exteriores, que en esta ocasión estaban a una distancia de unos tres metros. Salathé avanzó metiendo sus clavos bajo el techo y poniéndose en pie sobre los estribos. Un impresionado Steck contemplaba sus movimientos desde la repisa: «Subía usando clavos en los que sólo él confiaba, colgado casi en horizontal, prácticamente sin llegar al borde de la chimenea. Encontró una fisura que le sacó de allí, ¡y los Narrows se quedaron detrás!».

También habían dejado atrás lo más difícil; ahora, las secciones verticales se alternaban con chimeneas de escalada libre, fáciles y con grandes repisas. Ya sólo el calor podía hacerles abandonar. En un momento dado, Steck divisó «una pequeña mancha de agua» que chorreaba de una fisura musgosa: «No tuve más que para humedecerme los labios y mojarme la boca —escribió—, pero fue una sensación maravillosa». Cerca de la cumbre, ambos tenían la boca tan seca que casi no podían hablar. Steck intentó no mirar cuando Salathé, al amanecer de su quinto día, puso su dentadura postiza en un vaso del Sierra Club y usó lo último que les quedaba de agua para humedecerla y poder encajársela. Tampoco le hizo mucha gracia al agotado Steck que, en el vivac, Salathé le dijera: «Allen, deberías hacer la Chimenea Arrow; ¡ésa sí que es una ruta de verdad!». Al mediodía del cuatro de julio llegaron a la cumbre, y poco después bajaron por una canal fácil que conducía al río. Steck se tiró, totalmente vestido, a una umbría poza.

Sentinel Rock. La cara norte está parcialmente en sombra; la cara oeste queda a la derecha, lisa e iluminada por el sol. (Foto: Steve Roper).

«¿Cuál es la razón, el incentivo, el motivo de todo esto?», planteó Steck en «La dura prueba del clavo», su artículo sobre la escalada publicado en el Sierra Club Bulletin. «Es un concepto intangible y provocativo que he de dejar imaginar al lector». Steck no fue el primer ni el último escalador que evitó dar una explicación racional al peculiar deporte de la escalada en roca. El artículo de Steck, a pesar de ser excelente, contenía una frase que más tarde deseó no haber escrito: «[…] los que realicen la segunda ascensión deberían hacerlo mejor, si es que alguna vez sucede». Irónicamente, él mismo repitió la ruta cuatro veces más en los siguientes cuarenta y cuatro años.

Allen Steck rapelando con el método Dülfer, Valle de Yosemite, 1953. (Foto: Colección Allen Steck).

La cara norte del Sentinel fue la última gran escalada de Salathé; en 1953 cruzó temporalmente la frontera entre la excentricidad y la locura, y una vez más su vida dio un giro radical. Una tarde apareció en la casa de Dick Leonard en Berkeley con una cesta llena de ciruelas: «Mi mujer ha echado veneno de cobra a esto —exclamó—. ¡Está intentando matarme! Pero yo la atraparé antes». Leonard llamó inmediatamente a un amigo psiquiatra que vivía unas casas más allá, quien, después de que Salathé se hubiera marchado, sentenció: «Este hombre es peligroso, debería estar encerrado». Los Leonard llamaron a la mujer de Salathé, Ida, y la previnieron. Ida se quedó con unos vecinos esa noche.

Poco después, Salathé abandonó a su familia y volvió a Europa, viviendo algunos años al sur de Suiza, en una cabaña de piedra con una sola habitación, situada por encima del Lago Maggiore. Se metió en una secta religiosa recién formada llamada Casa Espiritual Zúrich y, durante el resto de su larga vida, fue devoto de las enseñanzas de este grupo «cristiano» que creía en las reencarnaciones múltiples.

En agosto de 1958, Salathé escaló el Cervino, lo que sería su última gran ascensión; de vuelta a Zermatt regaló todo su equipo a los estudiantes del YMCA con los que había escalado. Hacia 1961 estaba viviendo en Zug, al sur de Zúrich, seguramente para estar cerca de los jefes de su secta. Volvió a los Estados Unidos en 1963 y durante los siguientes veinte años vagabundeó por las montañas y desiertos de California, acampando con su coche dónde y cuándo le apetecía. Por esta época era totalmente autosuficiente. Una pequeña pensión (unos cuatrocientos dólares al año en 1974) del Gobierno suizo le permitía comprar gasolina y lo básico, pero la mayor parte de su alimento provenía de la tierra. Se convirtió en un experto en descubrir hierbas y plantas comestibles, las cuales, mezcladas con cebada, arroz o judías pintas, y sazonadas con ajo y perejil, eran su dieta principal.

Los viejos amigos, como Allen Steck, John Thune, Ax Nelson y Raffi Bedayan, veían de vez en cuando al viejo suizo, y yo mismo tuve la suerte de encontrármelo en tres ocasiones. Su acento alemán —marcado, aunque agradable— hacía apenas comprensibles sus palabras, pero no era difícil imaginar lo que quería decir. Aunque sólo le interesaba hablar de sus contactos con los ángeles, de la médium Beatrice (la guía espiritual de su secta), o de los demonios del catolicismo, alguna vez conseguí que me hablara de los viejos tiempos. Se negó rotundamente a creer que el Sentinel se había escalado en tres horas, riéndose y diciendo: «Bueno, ahora que ya están los seguros, tal vez en tres días».

Salathé, un hombre sencillo y nada pretencioso, vivió en completa armonía con la naturaleza durante muchos años. Pero en 1983 su período de vagabundeo acabó, pasando la última década de su vida en varias casas de descanso por el sur de California, hasta que murió, el 31 de agosto de 1992.

Es curioso, en la historia de la escalada de Yosemite parece que todos los escaladores de una generación desaparecen a la vez. La segunda guerra mundial, lógicamente, fue una ruptura natural; ninguno de los escaladores de antes de la guerra hizo mucho después del conflicto. Del mismo modo, la inmediata generación de la posguerra desapareció hacia 1951: gente como Arnold, Hansen, Lippmann, Nelson y Salathé nunca volvieron a protagonizar grandes escaladas. La razón principal es que la mayoría de estos hombres ya había comenzado a formar familias y carreras, lo que siempre ha sido incompatible con el tiempo y compromiso necesarios para escalar las grandes rutas. Aunque no dejaron de escalar totalmente, tendían a ir a las montañas con sus niños o escalar alguna ruta clásica una vez por año. El mismo tipo de éxodo en masa tendrá lugar varias veces en el futuro, de forma más dramática al final de la Edad Dorada, hacia 1970.

La generación del Valle que siguió a la de Salathé estaba formada mayormente por estudiantes de la Universidad de Berkeley y miembros del RCS. Los más activos fueron Bill Dunmire, Dick Houston, Dick Irvin, Bill Long, Dick Long, Will Siri, Allen Steck, Bob Swift, Willi Unsoeld y Jim Wilson. Simultáneamente, escaladores del Club Alpino Stanford (SAC, fundado en 1946 por Al Baxter, Fritz Lippmann y Larry Taylor) entraron en activo, y aunque gente como Nick Clinch, John Harlin, Dave Harrah, Sherman Lehman, John Lindbergh (hijo del aviador), John Mowat, David Sowles y Jack Weicker pocas veces realizaron primeras ascensiones, acudían al Valle varias veces por año, escalando la mayoría de las rutas normales. Clinch calificó más tarde a los escaladores de este período como «intelectuales introvertidos… La única aprobación que recibías venía de los colegas escaladores; el resto del mundo pensaba que eras un loco. Y no había muchos con grandes dotes físicas».

Clinch también recuerda dos sucesos que incrementaron radicalmente su popularidad: «Conseguí un coche y entré en la lista de líderes cualificados del SAC». Gracias a esto último, los guardas de Yosemite no le interrogaban a él o a sus acompañantes acerca de sus intenciones, tal y como hacían con los que no estaban «cualificados». Un líder cualificado tenía carta blanca para llevar a cabo cualquier escalada que quisiera en el Valle (hacia 1948 los guardas instituyeron un sistema de registro por motivos de seguridad; por lo que recuerdo, duró hasta 1965).

Incluso con líderes «cualificados» guiando a los neófitos por las paredes, para los devoradores de fisuras del Valle los fracasos siempre formaron parte del juego, del mismo modo que los éxitos, ya desde los años treinta. Casi todo el mundo tenía una historia que contar acerca de una retirada épica o algún embarque. La mayoría de esas historias hablaban de perderse en una vía y tener que bajar, o tener que vivaquear en la pared por ir demasiado despacio. Una historia que se convirtió en leyenda en este período concernía a John Salathé: una vez rápelo de noche por el Washington Column, perdido, tras hacer un intento fallido a una vía. Al llegar al final de su cuerda se vio suspendido en el espacio por debajo de un desplome; tuvo que cortar unos trozos de la cuerda con la que estaba rapelando para fabricarse unos prusik con los que volver; un proceso lento. El compañero de Salathé, Phil Bettler, padecía sordera leve; el intento frustrado de comunicación entre los dos hombres fue hilarante (en retrospectiva).

Nick Clinch describe una faceta de las retiradas de entonces: «Nada ilustra mejor la irracionalidad de los escaladores que el acuerdo tácito de no abandonar material bueno en la pared. Los puntos de rápel improvisados se instalaban con los clavos y anillas más baratos y que no sirvieran para escalar. Usar material caro para esto era considerado un gesto ostentoso, un acto de cobardía o un inexcusable fallo de logística».

La mayoría de los estudiantes de Berkeley y Stanford dejaron de escalar, o bajaron radicalmente de nivel, en cuanto se graduaron. Allen Steck, líder indiscutible de su generación, pronto siguió el patrón, asentándose con un trabajo, mujer e hijos, pero todavía sobresalió entre sus camaradas durante unos años (1950 a 1953), como especialista en roca y como montañero. Por ejemplo, diecisiete días después de zambullirse en la poza bajo el Sentinel, pisó la cumbre del Monte Waddington de la Columbia Británica, tras completar el cuarto ascenso a la montaña por una ruta difícil.

Steck no fue un escalador particularmente brillante en los años cincuenta, su éxito radicaba en su fuerza de voluntad; simplemente no retrocedía. No era que fuese un inconsciente que no se detenía ante nada, era sólo que tenía una magnífica habilidad para guardar la calma y decirse a sí mismo: «Bueno, voy a subir sólo un poco más y ver qué hay después». Obviamente, si repites esto las veces suficientes, el resultado es el éxito.

La principal apertura de Steck en el Valle resultó ser la del Sentinel, una escalada, ahora y entonces, similar a la de la Chimenea Arrow (el mismo Salathé, el único que había subido las dos rutas hasta 1955, no podía definir cuál era la más difícil). Pero Steck todavía iba a escalar buenas vías, aunque había jurado a Salathé cerca de la cumbre del Sentinel que su próxima «ruta» iba a ser una vuelta turística en silla de ruedas. El marzo de 1952, mientras estaba haciendo un graduado de alemán medieval, en la Universidad de Berkeley, hizo un alto en sus estudios y abrió una estresante ruta de artificial hasta el Cap Tree, un pino de veinte metros que crecía en una cueva, a ciento veinte metros del suelo, en la cara sureste del monolito. Los escaladores habían visto el árbol hacía mucho tiempo, el único que crecía en la gigantesca pared; a mediados de los treinta Bestor Robinson concibió un plan para superar el enorme desplome inicial: se podía instalar un palo largo con unos clavos desde abajo, para escalar luego por él y pasar el desplome. Dave Brower escribió sobre la causa del fracaso: «Más que una explicación teórica, lo que echó abajo el plan fue el contemplar la palanca que iba a ejercer un palo semejante sobre los clavos».

Los naturalistas del parque, ansiosos por descubrir si el árbol de El Cap era un ponderosa o el similar Jeffrey, hicieron un intento hacia 1950, pero abandonaron después de emplazar algunos clavos, y unos pocos seguros de expansión. Steck, Will Siri, Bill Dunmire y Bob Swift tardaron dos días en la escalada, instalando más seguros y clavos y avanzando después en travesía por unas repisas que conducían al pino: un ponderosa. Steck miró a los techos y al granito liso que se elevaba por encima del árbol y anotó sus impresiones en un cuaderno: «El terreno por encima del árbol se ve interesante. ¡Una buena oportunidad para futuros ingenieros de la roca!». Tuvieron que pasar veintiséis años para que alguien atacase esta pared.

Lo siguiente para Steck fue la primera ascensión del bonito espolón del Yosemite Point, una amplia curva de granito que llegaba hasta el borde del Valle, justo al este de la Lost Arrow. En su primer intento, en marzo de 1952, Steck y Swift llegaron a una repisa prominente denominada Pedestal pero, tras avanzar otros diez metros, tuvieron que retroceder, al encontrar agua resbalando por la pared vertical. A los dos meses hicieron otro intento (esta vez protagonizado por Steck, Bill Long y su hermano Dick, y Oscar Cook), que acabó sólo treinta metros más arriba, donde un intimidante muro les cortó el paso.

Steck, el más insistente, convenció a Swift para volver al espolón unas semanas después (que se estaba haciendo cada vez más conocido), y esta vez, a pesar de escalar bajo una débil lluvia, consiguieron sentarse en la cumbre «con nuestros pensamientos acompañando tranquilamente los bancos de niebla que navegaban entre los árboles». La escalada, sin entrar en la misma liga que la Chimenea Arrow o el Sentinel, marcó de todos modos el principio de una nueva tendencia, ya que por todo el Valle había desperdigados espolones como el de Yosemite Point.

Y como era de esperar, la mirada errante de Steck pronto se detuvo en uno de éstos, un bonito espolón negro y oro que surcaba el borde este de El Capitán. La pared de este gran monolito, que pronto sería la piedra más famosa de América, era tan grande y vertical que nadie consideraba seriamente la posibilidad de abrir una ruta. Pero el espolón este, que ni siquiera formaba parte realmente de la pared principal de El Capitán, contenía numerosas fisuras y chimeneas por la zona de abajo, más diferenciada; por arriba, se plegaba suavemente hacia la pared, pero también se distinguía relieve, y parecía escalable. A finales de octubre de 1952, Steck formó equipo con sus viejos colegas, Dunmire y los dos hermanos Long. Llegaron todos juntos hasta el tercer largo, pero cuando Dunmire, asegurado por Steck, había recorrido unos ocho metros por una fisura en artificial, se le salió un clavo. Para horror de todos los asistentes, los clavos de abajo se fueron saliendo uno a uno: fue la primera caída de «cremallera» de Yosemite. Por suerte, el último de los clavos aguantó, lo que le salvó la vida a Dunmire, ya que estaba cayendo boca abajo y se detuvo justo antes de chocar contra un bloque. Cubierto de sangre e inconsciente (se había golpeado contra la roca mientras caía) volvió en sí pasados unos minutos, según me contó muchos años después, «farfullando por haberme metido en la vía y regañando a mis compañeros por estar ahí». Descendió con la ayuda de sus amigos y pasó la noche en el hospital del Valle, recuperándose de una conmoción cerebral. Cuando le pregunté si el accidente le había dejado huella, me replicó al momento: «¡Pues claro! Nunca volví a escalar con soltura ni plena confianza, aunque lo intenté muchas veces».

Como es de suponer, Dunmire no quería volver al espolón este de El Cap, así que, a la primavera siguiente, Steck reunió a otros tres amigos, todos de nombre William: Long, Siri y Unsoeld. Después de vivaquear dos veces en la vía y de emplear mucha escalada artificial (aunque no pusieron ningún buril) el cuarteto completó la escalada sin contratiempos, alcanzando la cumbre el 1 de junio de 1953. De vuelta al Valle les llegó la noticia de que por fin el Everest había sido ascendido.

El apogeo de Steck en el Valle iba a acabar con esta ruta, y los tres Williams no volvieron a realizar ninguna apertura. De todos modos, ninguno de los cuatro abandonó por completo la escalada; junto con Lippmann, Dunmire, Houston y otros, viajaron al Himalaya al año siguiente y protagonizaron el primer intento al Makalu, la quinta montaña más alta del mundo. Willi Unsoeld destacó más tarde por la apertura de una ruta en el Everest, en 1963.

El accidente de Dunmire fue una anomalía, ya que los miembros del Sierra Club siempre consideraban prioritario el tema de la seguridad; el reducido número de accidentes en el Valle las dos últimas décadas fue ejemplar: el de Dunmire fue sólo el segundo percance grave (el primero ocurrió en 1947, cuando uno de los fundadores del SAC, Al Baxter, se cayó dieciocho metros en la Higher Spire, destrozándose ambos tobillos). Nick Clinch me contó hace poco un encuentro interminable, una noche de 1955 en San Francisco, donde los dirigentes del Sierra Club, preocupados por unos cuantos accidentes menores, incluido el de Dunmire, habían pasado toda la noche discutiendo el problema. Los escaladores sabían que el deporte era intrínsecamente peligroso y los portavoces de la organización estaban preocupados por la imagen del club. Un impaciente John Salathé no paró de murmurar con su acento espeso: «¡Porrr qué no podemos escalarrr y ya está!». Al final, Bob Swift sentenció, ya de madruga da: «Ya es hora de que todos dejemos esta tontería y nos vayamos a casa».

Allen Steck en un intento al espolón este de El Cap, 1952; la Middle Cathedral se yergue al fondo. (Foto: Colección Allen Steck).

Resulta tentador bautizar con nombres propios las generaciones, o las eras, y los inicios de la escalada en Yosemite se prestan muy bien a esta fácil clasificación: era Leonard-Brower; era Salathé; era Steck. Estas etiquetas resumen perfectamente los años treinta, la posguerra de los cuarenta y los primeros años de la década del cincuenta. Pero a partir de aquí la identificación se hace más difícil, ya que al aumentar la afluencia de escaladores al Valle, no había ninguna persona o club que dominase. A principios y mediados de los cincuenta, por ejemplo, convivieron tres grandes nombres; este periodo podría llamarse, si no fuera tan difícil de pronunciar, era Robbins-Harding-Powell. Esta era marcó para siempre el final del dominio del norte de California en el Valle, ya que ninguno de los tres personajes clave era de aquí.

Royal Robbins fue una de las verdaderas estrellas del Valle; marcó el paso, durante veinte años, hacia un espíritu de aventura en la escalada. Procedente de un hogar conflictivo, al igual que sucedería con muchos de los escaladores de los siguientes años, Robbins fue un niño rebelde, de los que robaban los tapacubos de los coches, y cosas por el estilo. Su ingreso en los boy-scouts, fundados más que nada para dar salida a las energías de la juventud, resultó determinante en su vida; hacia 1949, Robbins salía asiduamente con su tropa, de acampada, por las escarpadas montañas del sur de California. Este primer contacto con el mundo del campo cambió su vida. Hacia 1951, con dieciséis años, dejó el instituto para estar más cerca de las montañas. Trabajando en las estaciones de esquí, y practicando este deporte siempre que podía, reunía suficiente dinero para ir a escalar a menudo a Tahquitz Rock, Una mole de granito blanco cerca del Monte San Jacinto, al este de Los Ángeles. Allí conoció a Chuck Wilts, famoso por su escalada a la Chimenea de Lost Arrow, quien, percatándose del talento del joven Robbins, le ofreció su consejo y su amistad. Robbins dejó atónita a la comunidad de escaladores de Tahquitz un día de 1952 en el que escaló de primero una famosa ruta de artificial, la Open Book (libro abierto), sin ningún tipo de ayuda artificial. Era la escalada en libre más difícil realizada nunca en Estados Unidos.

Robbins no sólo era un escalador brillante, también usaba su inteligencia en lo relativo a este deporte. Antes de cumplir los veinte años tuvo claro que el sistema de graduación por entonces en uso estaba obsoleto. En 1937 los escaladores del Sierra Club habían adoptado el sistema de graduación europeo, desarrollado en los años veinte por el escalador alemán Willo Welzenbach. Las paredes en las que hacía falta cuerda se dividían en tres clases: 4, 5 y 6 (de la Clase 1 a la 3 correspondía a rutas en las que se caminaba y se hacía alguna trepada). Una escalada fácil en la que no hacían falta clavos era de Clase 4; Si éstos eran necesarios para progresar en artificial, la ruta era de Clase 6. Así pues, la Clase 5 englobaba todas las escaladas en las que se usaban los clavos como protección (llamada escalada libre), lo que suponía una categoría demasiado amplia a principios de los cincuenta. Las vías fáciles de escalada libre compartían la misma graduación de Clase 5 que rutas como la Open Book.

Obviamente, se necesitaba una escala de graduación nueva para Tahquitz. Robbins y su compañero de cordada, Don Wilson, decidieron distinguir en la Clase 5 diez subdivisiones, del 0 al 9. Una vía graduada 5.0 correspondía a una escalada fácil y que se podía proteger bien con clavos; 5.5 estaría en un término medio; y 5.9 era la graduación reservada para la ruta más dura de todas, la Open Book. Las escaladas de artificial también se subdividían de modo similar, de 6.0 a 6.9; de menor a mayor número, cuanto más difícil fuera instalar los clavos. Este sistema decimal se extendió velozmente por California y por el resto del país, llegando al Valle hacia 1956. Mucho después sería conocido como YSD (Sistema Decimal de Yosemite).

Robbins no tardó en dejar su huella en el Valle; hacia 1952 abrió una variante difícil en el primer largo de la Higher Spire; graduada más tarde de 5.9, y considerada agotadora y temible. Después, con increíble temeridad, realizó, junto a los escaladores del sur de California Don Wilson y Jerry Gallwas, la segunda ascensión a la ruta de Steck-Salathé por la cara norte del Sentinel, en 1953. Wilson, un joven arrogante, agarró del cuello a Steck un día en el Campo 4 y le solicitó los detalles de la escalada. Steck le contestó con vaguedad, creyendo que ese escalador desconocido, un simple chaval, no tendría ninguna oportunidad en una vía semejante. A pesar de todo, el trío fue a por la ruta, y la ascendió en botas ¡y en sólo dos días! Cuando llegaron a la zona de la Great Chimney, el equipo surcó dos largos nuevos: por abajo siguieron la parte exterior de la chimenea, y por arriba se arrastraron como gusanos por dentro de los Narrows, el claustrofóbico túnel que Salathé había evitado en 1950. En 1956 (no en 1954, como se ha escrito alguna vez), Robbins y Mike Sherrick, un potente escalador del sur de California, realizaron el tercer ascenso a esta misma vía en un día y medio; por tanto Robbins se convirtió en el primer escalador del Valle que repitió una ruta de varios días.

En la época en la que conocí a Robbins, en 1959, era un escalador temido y respetado por la comunidad de escaladores californianos. De carácter reservado, tenía un porte perfecto y un discurso calmado, y estas características le mantenían apartado de la muchedumbre de Berkeley, que pasaba el día holgazaneando entre las rocas de alrededor o en el Campo 4, riéndose ostentosamente, vociferando, bebiendo, tirándose pedos…

Warren Harding fue el segundo escalador de este período que se convirtió en leyenda. Al contrario que la mayoría de los escaladores del Valle, quienes habían comenzado a trepar por las rocas siendo adolescentes, Harding empezó a escalar tarde. Había crecido durante la era de la Depresión californiana, no muy lejos de Yosemite, pero lo único que le interesaba era pescar y caminar. «No podía coger una pelota ni nada de eso —le confesó una vez a un periodista—, sólo era capaz de hacer lo que precisara brutalidad sin intelecto». Cuando comenzó la segunda guerra mundial, Harding no fue alistado por causa de un soplo en el corazón, pero se hizo mecánico de la aviación civil. A finales de los cuarenta consiguió un trabajo en el Departamento de Carreteras de California como topógrafo, oficio que mantuvo, con algunas paradas, durante décadas. Cuando un compañero le llevó a escalar en 1952, el deporte le cautivó: «Fue lo primero en lo que era bueno en mi vida», dijo. Una de sus primeras ascensiones fue el Grand Teton, al que acudió formando parte de un equipo guiado (y en la que fue el miembro más débil del grupo, una ironía, considerando su posterior reputación de duro y resistente). Harding realizó su primera apertura a finales de junio de 1953, cuando escaló, junto a John Ohrenschal, la cara oeste del Sugarloaf Rock, cerca del lago Tahoe.

Harding realizó su primera ruta en el Valle en 1953, y después de pasar en él sólo dos temporadas se convirtió en uno de los escaladores punteros de Yosemite. La primera escalada importante que realizó aquí fue una muy interesante: el espolón norte de la gigantesca, aunque menospreciada, Middle Cathedral Rock, el monolito que estaba justo enfrente de El Capitán, al otro lado del Valle. Frank Tarver, un escalador de diecinueve años de Bay Area había intentado este espolón dos veces en 1953, cayéndose en ambas ocasiones cuando escalaba de primero. No escarmentado todavía, una mañana, a finales de mayo de 1954, se dirigió al Campo 4 en busca de un nuevo y cualificado escalador de quien había escuchado hablar, Warren Harding. Se cruzó con un tipo delgado y de pelo oscuro saliendo del campamento, que parecía ir con resaca: «Hola —le dijo Tarver—, ¿eres Warren Harding? Yo soy Frank Tarver. Vamos a escalar». Sorprendentemente, esa misma tarde la pareja se dirigió hacia el espolón norte. Al llegar a la base y observar la pared vieron, unas decenas de metros por arriba, a otros dos hombres: Craig Holden y John Whitmer, ambos de San José. «Tuvimos una especie de falta de lógica —me dijo Tarver tiempo después—, pero nos pareció buena idea subir y unirnos a ellos». Subieron unos largos hasta donde estaba la sorprendida cordada, y los cuatro juntos soportaron tres sedientos días hasta completar la escalada de seiscientos metros. Aunque no tenía una dificultad excesiva, no era fácil encontrar el camino, y la ruta seguía y seguía: fue la más larga realizada en el Valle hasta entonces.

A mediados de julio de 1954, Harding realizó la segunda ascensión de la Chimenea Lost Arrow, con Tarver y Bob Swift; una buena actividad de cuatro días. Harding no encabezó muchos largos de artificial pero resultó ser muy bueno en las estrechísimas chimeneas de la mitad superior de la ruta. «Me impresionó en el largo Valve Safety (Válvula de seguridad) —me dijo Tarver—. Warren ni siquiera vio los seguros machacados que Salathé y Nelson habían tenido que destruir con el fin de guardarse las anillas para más arriba. Escaló sin parar, totalmente ajeno a ellos, sin dudar en ningún momento, como si estuviera subiendo por una fisura o una chimenea». Cuando el equipo llegó al Arrow Notch, al tercer día, no quedaba tiempo suficiente para continuar hasta arriba, así que se sentaron y contemplaron el Valle, setecientos cincuenta metros más abajo. «Vimos fascinados —escribió Swift más tarde— cómo las máquinas apisonadoras, excavadoras y niveladoras habían construido carreteras por encima de antiguos arroyos. El acuerdo de nuestros geniales ingenieros fue que la única solución al problema vial era pavimentar todo el suelo del Valle; después, se podrían pintar líneas blancas donde hicieran falta carreteras».

Harding estaba lanzado; en el fin de semana del Día del Trabajo de 1954, se unió con Swift y Whitmer para intentar otra línea atractiva y virgen del Middle Cathedral: el espolón este. Aunque era sólo la mitad de largo que el espolón norte, el recorrido concentraba una dificultad mucho mayor. El trío se abrió paso cruzando un árbol devorado por las hormigas, a unos cincuenta metros de altura, que conducía a un muro totalmente liso, de unos doce metros. Aquí venía el turno del buril, pero el sol estaba ya cerca del horizonte, así que vivaquearon e instalaron los seguros al amanecer. Sin embargo, unos largos más arriba se les acabaron las energías y rapelaron hasta el suelo.

Harding dejó pasar nueve meses antes de volver. Sabía que la vía le estaría esperando; en esa época había poca competitividad. Comenzó la ruta el fin de semana del Memorial Day de 1955, junto a Swift y el primerizo en el Valle Jack Davis, alcanzando rápido su anterior punto más alto. Después de un vivac bastante arriba de la pared, el trío llegó a la cumbre, finalizando una ruta que se hizo muy popular en los siguientes años. Yo estaba en el Valle aquel fin de semana, en mi primera salida con el RCS, pero sólo fui vagamente consciente del éxito de la escalada al Middle Cathedral. Si alguien me hubiera dicho que cuatro años más tarde escalaría la ruta, me habría reído: por entonces ese tipo de paredes me parecía totalmente imposible.

Cuando Mark Powell, el tercer escalador más influyente de mediados de los cincuenta, cesó su puesto en las Fuerzas Aéreas, a comienzos de 1954, decidió que lo que quería hacer era escalar en roca. Se hizo controlador aéreo en Fresno, en parte para estar cerca de las montañas. En Pascua viajó por primera vez al Valle, una salida que tendría que haber frustrado su nuevo amor: obeso y ávido fumador, no habría logrado llegar a la cumbre de la Lower Spire de no ser porque Jerry Gallwas, que prácticamente le izó. Este incidente le afectó tanto que adelgazó dieciocho kilos. En julio de 1955 era ya tan fanático que logró escalar el largo de salida del Pedestal en libre; una excelente tirada de 5.8. Powell se movía rápidamente: junto a su compañero, el escalador de Fresno, George Sessions, recorrió la ruta en un día; marca que sólo se había conseguido antes una vez.

La primera vía importante de Powell fue el espolón este de la Lower Cathedral, una pared vertical e imponente. Este ascenso, realizado en junio de 1956, con Gallwas y Don Wilson, fue notable porque lo completaron en un día; fue la primera vez que una vía realmente dura se escalaba tan rápido. Mientras Salathé y Harding parecían desenvolverse bien en las rutas largas, con sus consiguientes cargas pesadas, que ralentizaban la velocidad, a este trío, por el contrario, no le agradaba demasiado la idea de vivaquear en pared. Wilson explicó la filosofía de su equipo en un artículo posterior: «Los preparativos eran complicados por el conflicto entre cargar con equipo para pasar una noche en la pared, lo que conllevaría probablemente tener que realizarlo, o ir muy ligeros para poder ascender rápido, arriesgándonos a pasar una noche incómoda». La apuesta les salió bien: después de casi catorce horas de escalada, llegaron a la cumbre justo antes del anochecer.

Igual que Robbins, Powell también pensaba que el sistema de clasificación de Clase 1 a 5 no era adecuado. Hacia 1955 se trasladó a Los Ángeles, donde conoció de cerca Tahquitz y el nuevo sistema decimal. Posteriormente fue pionero en emplear este sistema en el Valle, lo que sirvió para asentarlo, ya que en 1956 Powell era considerado una verdadera estrella; cuando tenía ideas, todo el mundo las escuchaba. Rubio y alto, de rostro anguloso, ojos de un azul intenso y carácter vivaz, Powell irradiaba carisma y entusiasmo. Pocos podían negarse cuando llegaba buscando compañeros de cordada.

Powell también ideó otro sistema para clasificar las rutas. No soportaba el hecho de que, por ejemplo, una vía de 5.8 de un largo tuviera la misma calificación que otra de 5.8 de diez largos. A finales de la década de los cincuenta, Powell ideó la graduación en números romanos, si bien su primera versión empleaba números arábigos a los que ocasionalmente añadía signos de +, y empleó la palabra grado en vez de clase. El grado I indicaba una vía muy corta, que podía realizarse en unas pocas horas; podía ser muy difícil pero no llevaba mucho tiempo. Los siguientes dos niveles, grados II y III correspondían a vías más largas y comprometidas; la mayoría llevaban casi todo el día. La escalada a los Royal Arches era un buen ejemplo de grado III. Una vía de un día o uno y medio era un grado IV. Las rutas todavía más exigentes, como la del Sentinel, se catalogaban de grado V (pocas veces usábamos la palabra grado. Hablando normalmente empleábamos sólo el número: «Sentinel es un V»). Dos vías podían tener la misma graduación de 5.8, pero ahora todo el mundo entendía la diferencia entre un I, 5.8 y un IV, 5.8. Por ejemplo, en una ruta de grado IV más valía salir al amanecer. Hacia 1961 el sistema de Powell ya se empleaba habitualmente, y todavía hoy sigue en uso.

Durante 1956, Powell protagonizó otros ascensos comprometidos, pero el punto culminante de su trayectoria fue quizá la escalada de la arista Arrowhead, un nervio vertical y blanco ubicado a la derecha del espolón del Yosemite Point. Subió por esta imponente ruta en octubre, junto a Bill Feuerer, un escalador alistado en las fuerzas aéreas y afincado en el pueblo de Merced. La relativa lentitud de Feuerer le valió el sobrenombre de Dolt (tonto), un mote que no le disgustaba; es más, llegó a usado para bautizar la marca de equipo de alta calidad que fundó después.

La escalada de la arista Arrowhead se metió en el subconsciente de muchos escaladores del Campo 4 debido a una nota que Powell escribió en el Bulletin anual del Sierra Club en 1957: «Es una pared con una pendiente elevada y agarres muy pequeños, por lo que requiere fortaleza en los dedos de manos y pies, así como un gran equilibrio del cuerpo y facultades mentales para controlar la exposición. Es una prueba difícil para los buenos escaladores y una pesadilla para los menos competentes. Probablemente se trate de la escalada más continua de clase 5 del país».

Un grupo típico del Sierra Club en 1955. De pie a la derecha, Hervey Vogue; agachado, Ed Roper, padre del autor. (Foto: Colección Steve Roper).

Fue Robbins, no Harding ni Powell, quien se llevó el mayor trofeo de mediados de los cincuenta: la primera ascensión de la gran cara noroeste del Half Dome, el primer grado VI que se realizaba en Estados Unidos. Con seiscientos metros de altura y un promedio de ochenta y cinco grados de inclinación, la pared era la materialización de lo impresionante. La «temible amputación», como la describió J. Smeaton en 1911, del domo, mundialmente famoso, no atrajo a los escaladores hasta 1951. Aquel año, Dick Long, Jim Wilson y Geoge Mandatory realizaron un intento valiente, aunque no muy fructífero: abandonaron tras ascender cincuenta metros. De todos modos, a ellos se debe haber descubierto el comienzo de la ruta, la transición de la roca lisa a otra zona con algo más de relieve por el lado izquierdo de la pared. En 1955 apareció otro equipo mucho más fuerte: Robbins, Harding, Gallwas y Don Wilson. En tres días de actividad avanzaron como tortugas; recorrieron menos de un cuarto de la pared, y ni siquiera habían llegado a donde parecían aguardar los mayores problemas. Algo extraño, ya que la dificultad de esta sección inferior no era excesiva, lo habitual de Yosemite. Entonces, ¿por qué algunos de los mejores escaladores del lugar tardaron tanto en llegar a ningún sitio? Cualquiera que se haya puesto de pie en la base de la gran pared del Half Dome sabe la respuesta: la visión hacia arriba es sobrecogedora. Parece imposible que los humanos sean capaces de escalar un risco tan gigantesco con las técnicas normales. Los cuatro se movían despacio, simplemente porque no querían ir rápido. Aunque tanto Harding como Robbins querían continuar, los otros eran menos ambiciosos, así que el equipo se retiró, aunque con intenciones de volver pronto. Pero pasaron dos años hasta que otro volvió a meterle mano a la ruta.

Robbins y Gallwas no se habían olvidado de la pared, de hecho, soñaban con ella; en 1957 se prepararon para un intento «a por todas». Como ya sabían que les haría falta equipo especial, Gallwas fabricó unos clavos duros de cromo-molibdeno, los primeros hechos a mano desde los de Salathé. Desde el suelo se distinguían fisuras anchas, por lo que Gallwas diseñó los clavos de uve más grandes que se hubieran visto nunca: monstruos de acero, de cinco o seis centímetros de ancho. Eran pesados, pero iban a ser útiles. Llevaron también los nuevos clavos knife blade diseñados unos años antes por Chuck Wilts. Estas hojas de acero, del grosor de una postal, podían ser introducidas en fisuras ultraestrechas, aquellas que antes se tenían que ignorar.

El 24 de junio, Robbins, Gallwas y Mike Sherrick comenzaron la escalada cargados con provisiones para cinco días. Gracias a su conocimiento de la ruta, el trío alcanzó el anterior punto más alto el primer día; nada de perder el tiempo en este intento. En la tarde del segundo día llegaron a un muro liso, una sección que desde el suelo les había parecido la clave de la ruta. Por encima, y a la derecha, había un gran sistema de chimeneas, obviamente factible de escalar, pero ¿cómo llegar hasta él? Robbins encabezó un largo complicado de pitonaje hasta una pequeña repisa donde montó reunión; después, él y Gallwas empezaron a meter buriles por el muro liso. Ya avanzada la tarde, Robbins puso unos cuantos clavos más por encima de los otros siete seguros y se detuvo. Por encima continuaba un muro totalmente pulido, tendrían que instalar todavía decenas de seguros. Después vislumbró, bastante abajo y a la derecha, una pequeña repisa desde la que salían, disparadas, las chimeneas. Ésta fue la clave de lo que inmediatamente se bautizó como Travesía Robbins.

Sherrick bajó a Robbins quince metros desde el clavo más alto, y empezó el balanceo. Robbins se puso a correr de un lado para otro por el muro, espantosamente expuesto; por fin, al cuarto intento, pudo cogerse a un agarre de la repisa. Acababa de completar el péndulo más salvaje realizado hasta entonces en Yosemite. Contento por haber dejado atrás aquella sección, el trío rápelo hasta la repisa y vivaqueó por segunda vez.

Pasaron otros tres días trabajando en la pared, afrontando secciones que fascinarían y atemorizarían a las cordadas futuras. Por ejemplo, el Undercling, un bloque que sobresalía de modo alarmante de una chimenea y que Robbins, líder indiscutible de la escalada de dificultad, superó apoyando los pies en la pared principal y agarrándose con las manos a su extremo inferior. Más arriba les esperaba lo que se conoce como la Psych Flake, una pieza de granito de doce metros de altura que se tenía que escalar por dentro en chimenea. Aunque el largo era fácil, las piedras chirriaban desde las profundidades de la ranura, lo que indicaba que la laja estaba suelta (y era frágil: se cayó con parte de la roca en el invierno de 1966). Al cuarto día, con Robbins bastante agotado, Gallwas encabezó la mayoría de los largos de zigzag, tres tiradas de cuerda de exigente escalada artificial. Éstos conducían a una repisa totalmente plana, aunque alarmantemente estrecha, que se prolongaba hacia la izquierda, justo debajo de una sección totalmente vertical y lisa. Avanzando por la repisa unos cinco metros, el trío evitó la sección lisa; ahora, esta Thank God Ledge (repisa gracias a Dios) es uno de los largos más famosos de Yosemite.

Al día siguiente, una trepada fácil les depositó en la cima. Al atardecer del 28 de junio de 1957, su quinto día, los cansados y sedientos escaladores superaron el borde de la pared y pisaron la cumbre del domo. En ella les esperaba, para felicitarles, Warren Harding, quien había subido por el camino. Harding, junto a Powell y Dolt, también había planeado intentar la vía, pero cuando llegó al Valle los otros ya llevaban recorrida la mitad de la pared. De todos modos, Harding no les guardaba rencor alguno, al menos ninguno visible. «Por dentro, el ambicioso soñador que había en mí estaba afligido», admitió más tarde.

Mike Sherrick, al describir la escalada, escribió que los tres habían vuelto a casa sintiéndose «afortunados por evitar la publicidad sensacionalista que podía haber desencadenado un logro semejante». Irónicamente, estas palabras aparecieron en el número de noviembre de 1958 del Sierra Club Bulletin. Ese mismo año se generó una publicidad masiva, suscitada en gran parte por los mismos escaladores, en torno al primer ascenso de la Nose en El Capitán: la meta que Warren Harding se propuso unos días después de la escalada al Half Dome.

Royal Robbins da consejo desde un búlder del Campo 4, 1967. (Foto: Steve Roper).

La escarpada cara noroeste, de seiscientos metros, del Half Dome; la ruta de 1957 asciende más o menos en línea recta hacia la cumbre. (Foto: Steve Roper).