Cuando llegué a China, en septiembre de 1980, para iniciar un curso de posgrado de un año de duración en la Universidad de Pekín (Beida), el Partido Comunista Chino (PCC) acababa de emprender su programa de reformas económicas. Los cambios que dichas reformas trajeron consigo durante los quince años siguientes transformaron completamente el aspecto de Pekín. En 1980, aparte de los automóviles utilizados únicamente por los funcionarios y cuadros de alto nivel, y de un pequeño número de taxis (cuyo acceso era extremadamente limitado), el tráfico estaba integrado principalmente por autobuses, sanlunche (un triciclo motorizado bastante «básico» que hacía las veces de taxi), bicicletas y los carros tirados por caballos de los campesinos que llevaban sus productos a la ciudad. Recuerdo haber ido en bicicleta desde la universidad (situada al noroeste de la ciudad) hasta el centro (aproximadamente una hora de trayecto) sin cruzarme con un solo coche; además, el área situada entre la universidad y las afueras de la ciudad era prácticamente un entorno rural, un paisaje cuya tranquilidad se veía perturbada únicamente por los pocos mercados al aire libre que recientemente habían recibido la aprobación oficial y el pregón de algún ocasional «empresario callejero» (ofreciendo, por ejemplo, reparaciones de bicicletas) acampado junto a la polvorienta carretera. Recuerdo también haber pedaleado por la noche de regreso a la universidad desde las oficinas de la agencia United Press International, situadas en el barrio de las embajadas extranjeras, donde trabajaba a tiempo parcial traduciendo noticias de la prensa china, y haber cruzado una plaza de Tiananmen completamente desierta.
En 1995, Pekín contaba con tres gigantescas carreteras de circunvalación que rodeaban la ciudad, atascadas por un creciente número de coches y taxis privados; aunque seguían predominando las bicicletas, todos los sanlunche y los carros tirados por caballos habían desaparecido. Los años transcurridos habían presenciado también la construcción de una desconcertante colección de hoteles de lujo, restaurantes e incluso discotecas chino-extranjeros, junto a los cuales el Hotel Pekín, la Pensión de la Amistad y el Club Internacional, construidos en la década de 1950 y que en 1980 constituían prácticamente el único foco de vida social para los extranjeros, aparecían completamente abandonados y destartalados (aunque todos ellos habían sido remozados hacía poco). Como señala un reciente estudio (Gaubatz, 1995: 28-60), Pekín, al igual que otras ciudades, había adquirido un paisaje cada vez más diferenciado en comparación con el de la época maoísta. En Pekín, este hecho incluía la aparición de distritos de comercio extranjero y residenciales «multifuncionales», concentrados en el noreste de la ciudad (ibíd.: 56-58).
Dentro de la ciudad, las apretadas viviendas con patio situadas en los tradicionales y laberínticos hutong (callejones) eran demolidas para dar paso a impersonales bloques de pisos, bancos, oficinas comerciales y grandes almacenes. En 1980, los artículos de consumo eran escasos y de una variedad limitada; los grandes almacenes de Wanfujing, la principal calle comercial, situada unas cuantas manzanas al este de la Ciudad Prohibida (la antigua residencia de los emperadores chinos), atraían diariamente a enormes multitudes, ya que habían empezado a exhibirse los primeros aparatos de televisión y lavadoras de fabricación nacional. Los productos de consumo extranjeros únicamente estaban disponibles en la Tienda de la Amistad (Youyi shangdian), de propiedad estatal, en la que los chinos comunes y corrientes tenían prohibida la entrada; además, dichos artículos sólo se podían adquirir con certificados de divisas (waihuipiao), y no con dinero nacional (renminbi). En 1995 este «sistema de dos monedas» había sido desmantelado, y el monopolio de la Tienda de la Amistad se había roto completamente. Pekín se había convertido en un vasto emporio comercial en el que un número cada vez mayor de residentes normales y corrientes podían contemplar maravillados (aunque no siempre se podían permitir comprar) una gama de bienes de consumo inimaginable en 1980. Muy cerca de la augusta Ciudad Prohibida, los residentes de Pekín podían saborear ahora las delicias de Kentucky Fried Chicken y las hamburguesas de McDonalds: en agosto de 1995 había 12 tiendas McDonald's en Pekín, y 55 en todo el país (Miles, 1996: 318). El paisaje prácticamente rural que se extendía entre la ciudad y la Universidad de Pekín se había transformado en un área densamente urbanizada plagada de hoteles, centros comerciales, tiendas de informática y restaurantes de comida rápida de estilo occidental.
Los cambios de esos quince años tuvieron su reflejo en las distintas preguntas que me hicieron por la calle durante las diversas visitas relacionadas con mi investigación. En 1980, mientras el PCC lanzaba su «política de puertas abiertas», dando la bienvenida a las inversiones occidentales y japonesas, y enviando a los estudiantes chinos al extranjero, los transeúntes me preguntaban con frecuencia si podían practicar su inglés hablado conmigo; en 1990, con el fined del sistema de las dos monedas y el creciente interés en las actividades especulativas (pronto se abriría un mercado de valores en Shanghai), prácticamente lo único que me preguntaban por la calle era si quería «cambiar dinero» (es decir, cambiar mis dólares norteamericanos por renminbi «a un tipo de cambio muy bueno»); en 1995, cuando uno podía ya comprarle un ordenador a un vendedor callejero instalado en un paso de peatones subterráneo, la única pregunta que me formularon mientras paseaba por los alrededores de la Universidad de Pekín era si quería comprar un CD-ROM.
Estos espectaculares cambios económicos constituyen únicamente una mera ondulación entre las oleadas de cambios turbulentos, y a menudo violentos, que han sacudido el paisaje político, social y cultural chino desde comienzos del siglo XX. Los primeros años del siglo presenciaron un ambicioso intento por parte de la última dinastía imperial china, la dinastía Qing, de apuntalar los fundamentos del gobierno dinástico mediante la adopción de reformas constitucionales, militares y educativas. Aunque dichas reformas no evitaron el derrocamiento de la monarquía y su sustitución por una república en 1912, pusieron en marcha una serie de transformaciones a largo plazo cuya envergadura trascendió la desaparición de la propia dinastía. La República China (la primera de Asia si exceptuamos el abortado intento de establecer un régimen republicano por parte de los líderes locales de la provincia insular de Taiwan, que China había cedido a Japón tras su derrota en la guerra chino-japonesa de 1894-1895, y la efímera república de las Filipinas establecida por Emilio Aguinaldo en oposición al gobierno colonial español en 1897, y finalmente suprimida en 1902 por Estados Unidos, que en 1899 había reemplazado a España en su papel de potencia colonial) llevaba aparejadas grandes esperanzas de crear un nuevo orden político y de mejorar la posición internacional de China; pero poco a poco se fue desintegrando a causa de la corrupción y de la falta de consenso. Aunque en Pekín continuaba prevaleciendo un gobierno central, el poder político y militar se fue inclinando del lado de los señores de la guerra provinciales y sus aliados civiles, mientras que el propio país había de seguir sufriendo la humillación de los «tratados desiguales», un sistema de privilegios y concesiones de los que disfrutaban en China las potencias occidentales y Japón, y que habían sido obtenidos por la fuerza durante la segunda mitad del siglo XIX. En la década de 1920, un movimiento revolucionario nacional, precedido por un vigoroso movimiento cultural-intelectual (conocido como Movimiento del Cuatro de Mayo) y encabezado por una alianza entre el Guomindang (Partido Nacionalista) y el Partido Comunista Chino (fundado en 1921), emprendió una cruzada para derrotar a los señores de la guerra, reunificar el país y poner fin al imperialismo extranjero en China.
Después de haber reprimido brutalmente a sus aliados comunistas en 1927, el Guomindang, dirigido por Chiang Kai-shek tras la muerte del fundador del partido, Sun Yat-sen, en 1925, logró derrotar al último de los grandes señores de la guerra en el norte de China y anunció la inauguración del nuevo gobierno nacionalista en 1928, cuya capital se habría de establecer en Nankin. Con la base urbana del PCC destrozada, algunos líderes como Mao Zedong se retiraron al campo e iniciaron el largo y tortuoso proceso de forjar el apoyo del campesinado en su intento de derrotar al Guomindang y asumir el liderazgo nacional. Mientras tanto, a finales de la década de 1920 y durante toda la de 1930, el régimen nacionalista, comprometido (al menos en teoría) con la aplicación a largo plazo de una democracia a gran escala bajo la «tutela» del Guomindang, presidió un modesto programa de reformas sociales y económicas. El régimen, sin embargo, seguía estando en una posición vulnerable. Su autoridad no se extendía por todo el país, debido especialmente a que muchas provincias seguían estando bajo el control de los antiguos señores de la guerra, los cuales (junto con sus ejércitos) habían sido simplemente asimilados por el Guomindang, y cuya lealtad al nuevo régimen seguía siendo ambivalente. El propio Guomindang estaba desgarrado por la corrupción y las luchas entre facciones. Durante la década de 1930, gran parte de las energías y recursos del régimen se dedicaron a eliminar las bases comunistas rurales en la China centro-meridional y a aplastar las rebeliones encabezadas por antiguos señores de la guerra y líderes del Guomindang disidentes. Al mismo tiempo el país se enfrentaba a una creciente amenaza por parte de Japón, cada vez más receloso de que sus intereses económicos en China pudieran verse socavados tanto por el compromiso retórico del régimen nacionalista con la renegociación de los tratados desiguales como por el aumento de la hostilidad angloamericana hacia la influencia económica japonesa en China. En 1932, fuerzas militares japonesas habían invadido el noreste del país (Manchuria) y habían establecido el estado títere de Manchukuo. En los años posteriores, la presión japonesa sobre el norte de China se incrementó, culminando en una invasión a gran escala en 1937. Durante la década de 1930, la política de apaciguamiento respecto a Japón realizada por Chiang Kai-shek (mientras se daba prioridad a derrotar a los comunistas) suscitó la oposición de los intelectuales, los estudiantes y las clases empresariales, ya disconformes con la política interior del Guomindang. Tras retirarse de su base principal en la China centro meridional en 1934, y establecer una nueva base en el noroeste (provincia de Shaanxi) en 1935, el PCC llamó a la formación de otro frente unitario para enfrentarse a la agresión japonesa. Este frente unitario constituido con el Guomindang fue proclamado oficialmente en 1936, lo que significó que durante los ocho años de resistencia contra Japón (1937-1945) el PCC y el Guomindang fueron formalmente aliados; sin embargo, esta relación estuvo marcada por mutuos recelos, amargas recriminaciones y una falta casi total de cooperación.
Mientras el Guomindang se retiraba hacia el oeste desde su capital en Nankín y restablecía su cuartel general en Chongqing (provincia de Sichuan) en 1938, el PCC, desde su base principal, centrada en Yanan (así como desde otras bases diseminadas por el norte y el centro de China), lanzaba una guerra de guerrillas contra los japoneses. Ése fue también el período en el que Mao Zedong consolidó su liderazgo ideológico y político en el partido, y cuando empezó a tomar forma una mitología maoísta que asociaba la historia de la revolución comunista exclusivamente a la realización de la «línea correcta» de Mao. Al adaptar su política a los intereses tanto de los campesinos pobres como de las elites rurales, y al presentarse como la genuina encarnación de la resistencia nacionalista en contraste con el vacilante Guomindang, el PCC fue obteniendo un respaldo cada vez mayor, y de ese modo, en 1945, grandes áreas rurales del norte y el noreste de China se hallaban en la práctica bajo el control comunista. Sin embargo, el final de la segunda guerra mundial en Asia, en agosto de aquel mismo año, no llevó la paz ni la estabilidad al país. Tras infructuosas negociaciones realizadas con la mediación de Estados Unidos, en 1946 el PCC y el Guomindang se embarcaron en una guerra civil; una guerra en la que la Unión Soviética y Estados Unidos, las dos nuevas superpotencias surgidas de los escombros de la derrota japonesa en Asia, tuvieron también su papel (y que por ello mismo marcaría la línea de salida de la guerra fría). La victoria del PCC sobre el Guomindang dio como resultado el establecimiento de la República Popular China en 1949, el tercer cambio drástico de régimen político en menos de medio siglo.
En esta aspiración por obtener la riqueza, el poder y el respeto internacional, el nuevo gobierno comunista se propuso reformar la sociedad China, un ideal que había animado a reformadores y nacionalistas de distintas formas desde finales del siglo XIX. Bajo la creciente arbitrariedad y el errático liderazgo de Mao, sin embargo, las masivas campañas ideológicas destinadas a crear una sociedad y una organización política despojada de individualismo y elitismo, y caracterizada por las virtudes del ascetismo y la devoción total al interés colectivo, provocaron calamitosos disturbios y tumultos por parte del pueblo chino. En 1949 se había concebido una transición gradual al socialismo, en la que se daba prioridad a la reforma agraria (que eliminaba la clase terrateniente y distribuía la tierra entre los campesinos pobres), a la reforma matrimonial (permitiendo la libertad de elección en el matrimonio y extendiendo el derecho de divorcio a las mujeres) y a la movilización del pueblo en una campaña patriótica para apoyar la intervención militar china en la guerra de Corea (1950-1952). Sin embargo, a mediados de la década de 1950 todas las empresas urbanas habían pasado a ser de propiedad estatal, y todos los campesinos de China se habían organizado en colectividades. También se lanzaron campañas contra quienes se percibían como enemigos o críticos del socialismo, que iban desde los «elementos burgueses» asociados al anterior régimen del Guomindang hasta los intelectuales no afiliados (e incluso afiliados) a quienes se acusaba de haberse aprovechado de la invitación que hiciera Mao, en 1956-1957, de realizar una «crítica saludable» de la burocracia del partido para cuestionar la legitimidad del propio gobierno del PCC.
El ritmo y el alcance del cambio dieron un giro espectacular en 1958, cuando Mao y sus partidarios lanzaron el Gran Salto Adelante. Reflejando la insatisfacción de Mao con el modelo de desarrollo soviético (basado en la planificación centralizada, el desarrollo de la industria pesada y las jerarquías burocráticas) que el régimen había adoptado en sus primeros años, el Gran Salto constituía una campaña tanto ideológica como económica para alentar la transición a un modo de vida comunista y para utilizar el excedente de mano de obra en el campo para llevar a cabo una industrialización a gran escala. Las acciones irracionales e incompetentes de unos cuadros del partido y planificadores excesivamente entusiastas en respuesta al estímulo de Mao se vieron exacerbadas por desastres naturales que resultaron catastróficos para los campesinos; la hambruna que resultó de ello, en 1959-1960, produjo millones de muertes. Asimismo, durante la campaña del Gran Salto estallaron las tensiones latentes que con frecuencia habían caracterizado las relaciones del PCC con la Unión Soviética. Aunque en 1950 el nuevo gobierno comunista había establecido una alianza con la Unión Soviética (que había hecho mucho por contrarrestar el aislamiento internacional de China tras la negativa de Estados Unidos a reconocer a la República Popular), los conflictos de intereses ideológicos y nacionales se entrecruzaron para dar lugar a denuncias mutuas públicamente aireadas en 1960.
La modificación de las políticas del Gran Salto a principios de la década de 1960 convenció a Mao (que en 1959 había renunciado a la presidencia de la República Popular) de que el «revisionismo» ideológico que, según él, se apoderaba de la Unión Soviética estaba empezando también a afectar a China. En 1965 expresaba abiertamente su sospecha de que la propia dirección del PCC estuviera «infectada» por el revisionismo, que, para él, amenazaba el sueño de crear una sociedad comunista. Era el momento de la última gran iniciativa de Mao. Iniciada con un ataque orquestado a los órganos culturales del partido, la Gran Revolución Cultural Proletaria de Mao (lanzada oficialmente en agosto de 1966) llamaba a las «masas» (especialmente a los estudiantes de secundaria y universitarios) a enfrentarse y denunciar a todas aquellas autoridades (del partido, del gobierno, académicas) que supuestamente saboteaban la revolución «tomando la senda capitalista» y/o adhiriéndose a las creencias y las prácticas «feudales». Para Mao, la Revolución Cultural ayudaría a revitalizar el partido purgándolo de elementos «impuros», a la vez que proporcionaba a la generación más joven la experiencia de la lucha y el sacrificio revolucionarios. Pero también presenció la última eclosión de un grotesco culto a la personalidad (en el que el pensamiento de Mao se investía de cualidades sobrenaturales) que tuvo sus orígenes durante el período de Yanan y que el propio Mao había permitido que se cultivara asiduamente en el seno del ejército, en 1963, como preludio de su ataque a los líderes del partido. El movimiento degeneró rápidamente en una violencia aleatoria y arbitraria (a menudo resultado de frustraciones y resentimientos causados por la política oficial del partido en la década de 1950), con miles de burócratas del partido y del gobierno, maestros, intelectuales y artistas humillados públicamente, golpeados e incluso asesinados, mientras diversas facciones enfrentadas de organizaciones de estudiantes (conocidas colectivamente como Guardia Roja), cada una de las cuales afirmaba ser la auténtica defensora de la visión maoísta, luchaban entre sí fieramente en las calles.
En 1967, con el desmantelamiento en la práctica del gobierno del partido y la sociedad tambaleándose al borde de la anarquía total, Mao resurgió del abismo y respaldó la intervención del Ejército de Liberación Popular (ELP); a corto plazo, ello trajo únicamente como resultado más confusión y violencia en tanto que las distintas facciones de los partidarios radicales de Mao en el liderazgo de la Revolución Cultural hicieron sentir su influencia en el ejército y tuvieron lugar choques armados entre unidades del ELP y las organizaciones de la Guardia Roja. La turbulencia de esos años afectó también a la situación internacional de China. Tras condenar por igual a Estados Unidos y la Unión Soviética (y sus respectivos aliados) como enemigos de la revolución mundial, China quedó diplomáticamente aislada; las tensiones chino-soviéticas en particular alcanzaron una fase más peligrosa en 1969, cuando estalló una guerra fronteriza en el noreste de China.
El proceso de reconstrucción del partido se inició en 1969, cuando las escuelas (cerradas en 1966) se habían abierto de nuevo y los guardias rojos más recalcitrantes habían sido enviados al campo a experimentar la reforma laboral e ideológica. Los últimos años de la vida de Mao estuvieron marcados por la incertidumbre y la confusión ideológica, con el liderazgo del partido prácticamente inmovilizado por las continuas diferencias de facciones, personales y políticas entre quienes se adherían más estrechamente a las medidas de la Revolución Cultural y sus oponentes. En el frente internacional, sin embargo, el aislamiento diplomático del país terminó drásticamente cuando, en 1972, se formalizó la reconciliación con Estados Unidos y se permitió al PCC ocupar su asiento en la ONU (organización de la que había sido excluido en 1950).
Los años que siguieron a la muerte de Mao, en 1976, presenciaron un nuevo cambio de dirección en la medida en que el PCC trató de legitimarse de nuevo a los ojos de una población cada vez más desencantada fomentando políticas que potenciaran la estabilidad y la prosperidad económica. Durante las dos décadas siguientes se desmanteló una gran parte del legado maoísta a través de una serie de reformas económicas y políticas que minimizaban la importancia de las campañas ideológicas masivas, introducían elementos de una economía de mercado a la vez que relajaban los controles estatales, desmantelaban las colectividades rurales, otorgaban un mayor papel al elitismo académico en la educación, aspiraban a la profesionalización del partido y el ejército, alentaban las inversiones del mundo capitalista —y el establecimiento de vínculos más amplios con él—, revitalizaban instituciones políticas hasta entonces moribundas y permitían una participación política más extensa por medio de elecciones y consultas locales con institutos de investigaciones políticas y «grupos de expertos» semioñciales. Irónicamente, sin embargo, la década de 1980 presenció también el intento más ambicioso de intrusión del estado en la vida de las personas con la puesta en práctica de la política del hijo único, destinada a limitar el crecimiento demográfico.
En cualquier caso, el proceso de reforma posmaoísta no ha sido un proceso tranquilo. La exigencia de una mayor responsabilidad del estado, del fin de la corrupción y de unas reformas democráticas más amplias animaron las protestas populares de 1979, 1986 y —la más dramática de todas— 1989 (cuando las manifestaciones de estudiantes fueron brutalmente reprimidas por el ejército). El propio partido ha realizado campañas controladas contra lo que percibe como «tendencias insanas» del «individualismo burgués» y la «contaminación espiritual» en 1983, 1986, 1989, y, más recientemente (en julio de 1999), contra la superstición religiosa. Durante una gran parte de la década de 1980 los reformistas y conservadores del partido se enfrentaron por la cuestión del ritmo y el alcance de las reformas del mercado; en 1977, en vísperas del decimoquinto congreso nacional del partido, todavía se expresaba la oposición a dichas reformas.
Las propias reformas han engendrado serios problemas. Mientras que un estudio realizado en la década de 1980 sobre el proceso de reforma (Harding, 1987) subrayaba la «liberalización» que subyacía a dichas reformas (por ejemplo, en cuanto otorgaba una mayor autonomía frente al estado) y afirmaba que la disyuntiva para el futuro sería simplemente la de cómo llegar a la mezcla más adecuada «de plan y mercado, de consulta y control políticos, de espíritu empresarial individual y propiedad estatal» (ibíd.: 303), otros análisis más recientes de los acontecimientos contemporáneos (por ejemplo, Gittings, 1996; Miles, 1996) han tendido a hacer más hincapié en las crecientes desigualdades económicas (entre las regiones costeras, más desarrolladas, y el interior rural; entre el sur y el norte, y también dentro de las propias regiones), las tensiones y conflictos sociales (el desempleo urbano, el malestar rural, las enormes oleadas de emigraciones campesinas incontroladas a las ciudades, los crecientes índices de delincuencia) y la corrupción masiva que las reformas han traído consigo. El partido se enfrenta también a continuos disturbios étnicos entre los pueblos «minoritarios» (especialmente en el Tibet, Mongolia Interior y Xinjiang), exacerbados por el fuerte nacionalismo de la mayoría étnica han que el propio PCC ha alentado (directa o indirectamente) en un intento de reforzar su legitimidad resaltando sus credenciales patrióticas. Irónicamente, eso ha significado que, mientras el partido ha despotricado regularmente contra el resurgimiento de las «supersticiones y prácticas feudales» que ha traído consigo el relajamiento de los controles estatales (por ejemplo, sociedades secretas, cultos religiosos, adivinos, ceremonias funerarias y matrimoniales extravagantes), él mismo se ha asociado a las tradiciones del pasado, elogiando, por ejemplo, el vigoroso gobierno de los emperadores fuertes en la historia china y los ideales confucianos de la armonía, la adecuada deferencia y la piedad filial. De hecho, el partido, con su falaz uso del patriotismo y su manipulación de la tradición, desde finales de la década de 1980 ha abierto una caja de Pandora de la que ha surgido toda una gama de discordantes discursos y angustiadas introspecciones entre los intelectuales acerca de qué es exactamente lo que constituye la «identidad» china.
Los múltiples problemas e incertidumbres que han surgido durante el proceso de reforma han llevado a un observador (Miles, 1996: 4, 310-311) a señalar que, pese al logro de un crecimiento fenomenal y de la libertad económica, el país se halla en un «creciente desorden, profundamente inseguro de sí mismo», un panorama que hace a China menos estable hoy de lo que lo era en la década de 1980. Otro comentarista se muestra escéptico frente a la posibilidad de que el desarrollo económico de las regiones costeras sea el motor de la prosperidad de toda la nación, afirmando que «lo más probable es que el conjunto del país se convierta, en mucho mayor escala, en otro país del Tercer Mundo, donde se oponga la ciudad al campo, la riqueza a la privación, y las maravillas tecnológicas enmascaren profundos males sociales» (Gittings, 1996: 282). La visión más pesimista de los acontecimientos contemporáneos, redactada a raíz de las brutales medidas empleadas contra las manifestaciones estudiantiles en 1989 (Jenner, 1992), compara el régimen actual con el de la moribunda dinastía Qing a comienzos del siglo XX, considerándolos a ambos «irreformables». Se describe al PCC como una fuerza conservadora, dispuesta únicamente a realizar aquellos cambios que resulten esenciales para su propia supervivencia.
Todo esto aparenta ser lo menos parecido a la predicción realizada por Liang Qichao (1873-1929) a comienzos del siglo XX. A finales de 1901, Liang, un destacado reformista y pionero del periodismo político, escribió en uno de sus artículos que China se convertiría en una de las tres superpotencias del siglo (junto con Rusia y Estados Unidos). Para Liang, la nueva centuria traería una China nueva y moderna, cuya magnificencia superaría incluso a la de Europa en el siglo anterior (Tang, 1996: 48). No obstante, en ciertos aspectos la predicción de Liang sí se ha cumplido parcialmente. De ser un decadente régimen monárquico acosado por las potencias imperialistas a finales del siglo XIX, y de ser un país económica y socialmente devastado en 1949, tras los años de la invasión extranjera y la guerra civil, en la década de 1990 China, según algunos observadores, se acercaba a la categoría de una superpotencia económica. Las cifras oficiales chinas indicaban que el producto interior bruto (PIB) se había cuadruplicado entre 1978 y 1994, convirtiendo a la economía china en la de más rápido crecimiento de todo el mundo durante ese período, si bien, paradójicamente, en lo que se refiere a infraestructura, bienestar y educación, salarios rurales, productividad y problemas medioambientales, el país seguía ostentando el distintivo de una nación «en vías de desarrollo» (Hunter y Sexton, 1999: 3, 68). El índice medio de crecimiento del PIB entre 1993 y 1997 fue del 11 % (un 7,3 % por encima de la media mundial) (CQ, junio 1998: 461), mientras que las cifras de principios de 1999 sugerían un más que respetable aumento del PIB del 7,8 % para 1998 a pesar de la crisis económica que ese año afectó a una gran parte de Asia (CQ, marzo 1999: 259). En 1993-1996, China se convirtió en el primer país productor del mundo de algodón, cereales, carbón y aparatos de televisión, y en 1996 pasó a ser también el primer productor de acero (CQ, junio 1998: 461). Ese mismo año, el Banco Mundial predijo que la «Gran China» (término que se aplica a la China continental, Hong Kong —la colonia británica restituida a China en 1997— y Taiwan —a donde se retiró el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek en 1949 para establecer la República de China—) pronto constituiría la mayor economía del mundo (Miles, 1996: 261).
En lo que se refiere al comercio exterior, los cambios han sido aún más impresionantes. Desde las reformas que, en 1978, inauguraron la política de «puertas abiertas», el comercio exterior (especialmente con Occidente y Japón) ha asumido un mayor papel en la economía china. En 1997, el 36,1 % del PIB de China procedía del comercio exterior, frente al 9,8 % de 1979 (CQ, marzo 1999: 264), y el valor de su comercio de mercancías ese mismo año situaba a China como el décimo país del mundo en volumen comercial (CQ, junio 1998: 461). Desde la reconciliación de China con Estados Unidos en 1972, y especialmente desde la formalización de las relaciones diplomáticas en 1978, el comercio chino-norteamericano ha prosperado especialmente, totalizando 49.000 millones de dólares en 1997 (veinte veces más que en 1979). En ese mismo año China se convirtió en el cuarto socio comercial de Washington en volumen de negocio, mientras que Estados Unidos pasaba a ocupar el segundo puesto (después de Japón) entre los socios comerciales de China (CQ, septiembre 1998: 718-719). Y, lo que quizás resulta más significativo, la balanza comercial se inclina a favor de China; así, en 1994 el déficit comercial de Washington con China se elevaba a 29.000 millones de dólares (Miles, 1996: 6), que en 1998 se habían incrementado a 57.000 millones de dólares (FEER, 22-4-1999).
También políticamente la República Popular China ha emergido como una potencia significativa en Asia, rivalizando con Estados Unidos y Japón, una evolución facilitada por la desintegración de la Unión Soviética en 1991. Otro incentivo para el sentimiento de orgullo de Pekín fue el retorno, en 1997, de la colonia británica de Hong Kong (cedida por la dinastía Qing en 1842, tras la guerra del
Opio); en diciembre de 1999 se alcanzaba un acuerdo para que la colonia portuguesa de Macao (cuya situación se remontaba a la década de 1950) se restituyera también al control chino. Sin embargo, al iniciarse el nuevo milenio, las relaciones de China con sus vecinos y con Estados Unidos se caracterizan tanto por las tensiones e incertidumbres persistentes como por la interacción positiva. Por una parte, Pekín ha encontrado lo que se ha denominado una «asociación estratégica» tanto con Rusia como con Estados Unidos (en 1996 y 1997, respectivamente); aunque sigue insistiendo en que Taiwan es una «provincia rebelde» que a la larga debe retornar al control de la China continental, en los últimos años Pekín ha permitido un enorme incremento de los vínculos económicos (tanto en términos de comercio como de inversión desde el exterior) además de aprobar el diálogo a través de organizaciones semiofíciales; y durante la crisis económica asiática de finales de la década de 1990 China ganó un considerable prestigio entre sus vecinos como fuerza estabilizadora en dicha área geográfica (por ejemplo, al no devaluar su moneda). Por otra parte, China está enzarzada en disputas territoriales en torno a las islas Spratly (en el mar de la China Meridional) con Japón, Vietnam, Malaysia y las Filipinas, y en torno a las islas Diaoyu (Senkaku; al noreste de Taiwan) con Japón; aunque Japón es el principal socio comercial de China, la cuestión de la culpabilidad de la guerra chino-japonesa sigue siendo una cuestión delicada, así como la oposición de Pekín al acuerdo de defensa firmado en 1997 entre Japón y Estados Unidos; los recientes acontecimientos de Taiwan (por ejemplo, la elección en el año 2000 de un presidente no perteneciente al Guomindang, Chen Shuibian, cuyo partido —el Partido Demócrata Progresista— está más abierto a la posibilidad de una declaración formal de independencia de Taiwan) han sido estridentemente condenados por el gobierno chino y los funcionarios del partido como una amenaza a su «política de una sola China» (es decir, de Taiwan como parte inseparable de China), una política que, paradójicamente, el gobierno del Guomindang había suscrito a partir de 1949 precisamente por su misma pretensión de representar a la «verdadera» República China; y las relaciones chino-norteamericanas continúan enzarzadas en recriminaciones mutuas, con las críticas a la violación de los derechos humanos en China y las acusaciones de espionaje nuclear contrarrestadas por la acusación de Pekín de que Estados Unidos trata de utilizar a organizaciones como la ONU y la OTAN (el caso más reciente, en Kosovo) para afirmar su papel hegemónico en el mundo.
Si, siguiendo la opinión de un reciente análisis de la historia moderna de China (Spence, 1999a: 728), una combinación de políticas económicas pragmáticas y aparente apertura ideológica constituye un buen augurio para el mantenimiento de la estabilidad en el futuro, o si el gobierno del PCC «se desploma» como hizo el de la Unión Soviética, sigue siendo una cuestión discutible a comienzos del siglo XXI. Sin embargo, en tanto se trata del mayor de los últimos estados comunistas del mundo (los otros son Vietnam, Corea del Norte y Cuba), que, de una forma u otra, ejercerá una influencia creciente en la economía mundial, las continuidades, disyuntivas y turbulencias de la historia de China en el siglo XX exigen nuestra atención y nuestra comprensión.