CONCLUSIÓN

Así como el siglo XX se inició con el intento de la dinastía Qing de fortalecer los fundamentos y la legitimidad del gobierno dinástico emprendiendo un ambicioso programa de construcción del estado, del mismo modo el siglo se cerraba con el intento del PCC —él mismo, beneficiario del desorden y de la crisis de autoridad política desencadenados por la caída de la dinastía en 1911— de mantener la legitimidad de su gobierno con un programa de reformas económicas similarmente ambicioso, destinado a mejorar el nivel de vida general y a potenciar el papel de China en la escena mundial. Sin embargo, aunque en 1997 el decimoquinto congreso nacional del partido legitimó la autoridad de Jiang Zemin (Baum, 1998: 141-156; Meisner, 1999: 523-524) y suscitó el consenso para su programa de reformas, el país seguía asolado por graves problemas de desorden social, malestar popular y corrupción. Al mismo tiempo, los desacuerdos con Estados Unidos y la falta de progresos en relación a la «cuestión de Taiwan» han venido a empañar la cada vez más productiva interacción de China con la comunidad internacional (cuya última manifestación es la inminente aceptación del país en la Organización Mundial del Comercio). Por otra parte, los recientes intentos de elevar el estatus ideológico de Jiang y de retratarlo como el heredero directo de Mao Zedong y Deng Xiaoping, en tanto continuador de la política de desarrollo controlado por el PCC, están claramente destinados a evitar cualquier cambio de dirección una vez que Jiang cese en el cargo de presidente, en el año 2002. Así, una valla publicitaria (que el autor del presente volumen tuvo ocasión de ver en Jinan, capital de la provincia de Shandong, en octubre de 2000) exhibía los rostros de Mao, Deng y Jiang sobre el fondo de la bandera nacional china y varios rascacielos, acompañados por el eslogan sannian dai lingxiu da jueci («Tres generaciones de líderes siguiendo la Gran Política de Desarrollo»).

Una de las fuentes de desorden social radica en el creciente desempleo urbano producido como resultado de la reestructuración de las empresas públicas (lo que ha significado, de hecho, el despido de empleados públicos o el cierre de las empresas no rentables). A finales de 1997 se calculaba que había unos 5.768.000 parados, además de los 6.343.000 despedidos de las empresas públicas (CQ, septiembre 1998: 707). En marzo de 2000, el ministro de Trabajo y Seguridad Social informaba de que se esperaban otros 5.000.000 de despidos en el sector público, lo que elevaría el total de trabajadores despedidos a 11.500.000 (CQ, junio 2000: 600). A finales de la década de 1990, sin embargo, las áreas urbanas daban cobijo también a un «excedente» de 130 millones de trabajadores rurales e inmigrantes (CQ, septiembre 1998: 707). En su calidad de residentes temporales (es decir, sin un registro oficial urbano), dichos inmigrantes, que constituían una clase marginada sin acceso a las prestaciones sociales, residían en sus propias comunidades segregadas (y a menudo eran tratados con desprecio u hostilidad por parte de los residentes urbanos permanentes), y venían a añadirse a una creciente «población flotante» que buscaba trabajo en la construcción o en los talleres de reparaciones (Solinger, 1995: 114-115; 1999: 233). La mayoría de los inmigrantes eran campesinos varones sin instrucción, aunque en 1991 el gobierno admitió también la presencia de cuatro millones de trabajadores menores de edad (Solinger, 1995: 119-120).

Se pueden observar otras manifestaciones del malestar generalizado en los crecientes índices de delincuencia (por ejemplo, del tráfico de estupefacientes, especialmente en las fronteras suroccidentales de China) y drogadicción. Una alarmante consecuencia de las reformas económicas ha sido la «mercantilización» de las mujeres (Evans, 2000); con un creciente «mercado» de esposas potenciales y de mano de obra femenina, se ha producido un resurgimiento de los secuestros y ventas de mujeres y niños. Un informe de 1995 señalaba que entre 1991 y 1994 hubo cerca de 70.000 de tales secuestros, lo que llevó a la detención de 100.000 delincuentes (ibíd.: 225). Cabría señalar aquí que desde los inicios del proceso de reforma se ha producido también un constante incremento de la prostitución (ibíd.: 225; Hershatter, 1996).

Mientras China inicia el siglo XXI, el gobierno afronta disturbios étnicos en el Tibet y Xinjiang, donde la creciente presencia china han suscita resentimientos. En Xinjiang, por ejemplo, patria de los uigures (como ya hemos señalado anteriormente, un pueblo musulmán de habla turca), que constituyen cerca del 50 % de la población, la presencia china han se ha incrementado del 6,3 % de la población en 1949 al 38 % actuad; además, todos los altos cargos del partido están monopolizados por chinos han. También la prohibición (desde 1990) de toda actividad religiosa para las personas menores de dieciocho años ha suscitado una ardiente oposición. En los últimos años ha surgido un movimiento separatista (paralelamente al incremento del movimiento de oposición tibetano que se originó con la huida del dalai lama a la India, en 1959) inspirado en la República del Turkestán Oriental, brevemente establecida en 1944-1949, en un momento en el que el gobierno del Guomindang se desmoronaba.

Pekín se toma muy en serio esta amenaza: al fin y al cabo, Xinjiang no sólo tiene una importancia estratégica fundamental en lo que se refiere a Pekín, sino que es también el emplazamiento de las armas nucleares chinas, además de una rica fuente de carbón, hierro y gas natural; tal importancia queda ilustrada por el hecho de que (según informes documentados de Amnistía Internacional) entre enero de 1997 y abril de 1999 se firmaran en esa zona 210 sentencias de muerte y se realizaran 190 ejecuciones: la mayoría de los ejecutados eran uigures convictos de terrorismo o de actos subversivos. Los propios medios de comunicación del estado han señalado que en el año 2000 (hasta septiembre) los tribunales de Xinjiang condenaron a muerte a un mínimo de 24 separatistas uigures (FEER, 7 septiembre 2000: 22-24). El temor a un movimiento de carácter nacionalista e islámico en Xinjiang explicaba, en parte, la feroz oposición de Pekín a la acción de la OTAN en Kosovo en 1999, que se veía como un peligroso precedente de una posible intervención de Occidente (en especial de Estados Unidos) en los asuntos de otros países para ayudar a perseguir a las minorías musulmanas.

En la actualidad los líderes del PCC están tratando de resolver el problema de dos formas distintas. En primer lugar, Jiang Zemin ha buscado la cooperación de Rusia y de los estados de Asia Central recientemente independientes (Kazajstán, Kirguizistán, Tadjikistán) en la adopción de medidas de seguridad coordinadas para la represión de todas las actividades separatistas; en julio de 2000 se celebró en Tadjikistán una cumbre del llamado «Grupo de los Cinco» para tratar de estas cuestiones. En segundo término, el PCC anunció en marzo de 2000 un ambicioso programa (inaugurado oficialmente por una enorme exhibición de fuegos artificiales en octubre) destinado a fomentar el desarrollo económico y una mayor inversión en las regiones occidentales de China (incluida Xinjiang). Esta iniciativa reflejaba la creciente conciencia de una amplia fractura económica entre las prósperas provincias orientales y costeras, por una parte, y, por la otra, las provincias occidentales, mucho más pobres, donde residen la mayoría de las personas que viven en zonas rurales en condiciones de pobreza; el número de quienes viven en esta «abyecta pobreza rural», según la expresión de los propios informes gubernamentales, alcanza los 50 millones de personas (Oi, 1999: 617).

Un reciente estudio incluso conjetura que la desigualdad social y económica en la China actual es más extrema que durante la época de Mao, en que existía una sociedad relativamente igualitaria (Meisner, 1999: 533). En lo que se refiere a Xinjiang y al Tibet, el desarrollo económico se contempla como una manera efectiva de socavar los sentimientos separatistas.

Quizás el más grave problema al que han de enfrentarse los actuales líderes de China, y potencialmente el más perjudicial para la legitimidad del PCC, sea el de los crecientes niveles de corrupción. Durante la década de 1980 y la mayor parte de 1990, la mayoría de los casos de corrupción tenían que ver con cuadros y funcionarios de bajo rango. Pero todo esto cambió en septiembre de 1997, cuando Chen Xitong, alcalde y secretario del partido de Pekín, se convirtió en el primer funcionario de alto rango acusado de corrupción, fue expulsado del Politburó y, más tarde (en febrero de 1998), oficialmente arrestado; posteriormente sería condenado a dieciséis años de cárcel (CQ, diciembre 1998: 1.085). Los líderes del PCC confiaban en que este sonado caso frenaría la ola de corrupción que afectaba a todos los niveles del partido y del gobierno; pero fue en vano. A pesar de las campañas de propaganda como la de los «Tres Énfasis» (.sanzhong), en la que se subrayaba la importancia del estudio, de una conciencia política correcta y de una conducta correcta —y cuyo último llamamiento corrió a cargo del primer ministro Zhu Rongji en el noveno Congreso Nacional del Pueblo, celebrado en marzo de 2000—, un informe oficial de 1999 señalaba que los organismos de la procuraduría habían investigado 38.383 casos de abusos de poder (malversación, soborno, negligencia). Entre los funcionarios implicados había tres con responsabilidades en el ámbito de la provincia, 136 en el de la prefectura y 2.200 en el del condado (CQ, junio 2000: 601).

Dos de los casos más recientes de corrupción indican su alarmante difusión. En septiembre de 2000, Cheng Kejie, ex gobernador de la provincia de Guangxi, miembro del Politburó y vicepresidente del Comité Permanente del Congreso Nacional del Pueblo, fue ejecutado por soborno y malversación. Aunque los medios de comunicación oficiales dieron cierta prominencia al caso, al segundo, conocido como el «escándalo del contrabando de Yuanhua», no se le ha dado publicidad debido a sus negativas consecuencias. En el año 2000 se iniciaron varios juicios, en Xiamen y otras ciudades de la provincia de Fujian, con el resultado probable de la ejecución de doce altos funcionarios (incluyendo al viceministro de Seguridad Pública), acusados de estar implicados en una enorme operación de contrabando por un valor estimado de unos 10.000 millones de dólares. Al parecer, durante seis años (1993-1999) el director de la compañía Yuanhua en Xiamen (actualmente huido del país) logró sobornar a militares, policías, aduaneros y funcionarios municipales y del partido para introducir productos de contrabando en el país (incluyendo chips de ordenador, petróleo crudo, automóviles, productos petroquímicos y materiales de construcción) e invertir los beneficios en una desconcertante variedad de edificios de oficinas, apartamentos y clubes nocturnos (SCMP, 16 septiembre 2000: 17).

Esta corrupción oficial tiene un efecto especialmente explosivo en las zonas rurales, donde los campesinos tienen que sufrir la imposición de tributos y gravámenes arbitrarios, y donde la hipertrofiada burocracia (y la transferencia de fondos destinados a la agricultura a empresas locales dirigidas por cuadros del partido o parientes suyos) ha dejado a los gobiernos locales sin la posibilidad de pagar las entregas de cereales de los campesinos con dinero en metálico. No resulta sorprendente que los disturbios y revueltas rurales se hayan incrementado durante la última década (Bernstein, 1999: 213, 217). Sólo en 1993, un informe del gobierno señalaba 1.700.000 casos de «resistencia» en el campo, de los que 6.230 eran «disturbios» (naoshi) que habían producido daños a personas o a propiedades (Perry, 1993: 314). Uno de los «disturbios» más recientes tuvo lugar en la provincia de Jiangxi, en agosto de 2000, cuando hasta 20.000 granjeros de varias aldeas se enfrentaron a la policía en una protesta contra los impuestos arbitrarios; tres campesinos resultaron muertos y 50 fueron arrestados, pero no antes de que se desvalijara a varios funcionarios del gobierno (SCMP, 5 septiembre 2000: 8). Una carta del secretario del partido de una de las poblaciones implicadas, en la provincia de Hubei, dirigida 2d Consejo de Estado y publicada en un periódico oficial el mismo mes, señalaba que, además de las tasas por las tierras (200 yuanes por hectárea), cada hogar había de pagar un serie de gravámenes impuestos a otros miembros de la familia que podían suponer varios miles de yuanes al año, una cantidad enorme si se tiene en cuenta el hecho de que para algunos campesinos la renta neta anual podía no llegar a superar los mil yuanes (SCMP, 4 septiembre 2000: 8). Los problemas de origen humano de los campesinos se vieron exacerbados por los desastres naturades hacia finales de la década de 1990. En julio-agosto de 1998, varias inundaciones (las peores desde 1954) afectaron a grandes áreas de la región centro-meridional del Yangzi, así como del noreste del país. Se perdieron 13 millones de hectáreas de cultivos, y 13,4 millones de personas se vieron obligadas a desplazarse (CQ, diciembre 1998: 1.084). Irónicamente, el colosal proyecto de la presa de las Tres Gargantas, en la cuenca del Yangzi, destinado a evitar las inundaciones y al que se dio luz verde en 1992, requerirá el desplazamiento forzoso de más de un millón de personas (Gittings, 1996: 108).

Una posible solución al problema del descontento rural consiste en impulsar el desarrollo de las elecciones directas en el ámbito municipal de cada aldea, un proceso que se inició de forma extraoficial y espontánea cuando los residentes de algunas aldeas de la provincia de Guangxi decidieron elegir a sus propios líderes a finales de 1980 y comienzos de 1981 (O'Brien y Li, 2000: 465-489). Durante los años siguientes esta práctica se fue poco a poco transformando en ley nacional, a pesar de los recelos de los líderes del partido y de la renuencia de los cuadros locales. Uno de los más prominentes defensores de las elecciones municipales fue Peng Zhen, presidente del Congreso Nacional del Pueblo durante la década de 1980, quien afirmaba que dichas elecciones incrementarían el apoyo al PCC eliminando a los cuadros corruptos e incompetentes (los funcionarios electos también se encontrarían en mejor posición para imponer políticas estatales impopulares). En 1987, el CNP aprobó la Ley Orgánica de Comités de Aldea, que aprobaba la elección de comités de aldea (que tendrían de tres a siete miembros) por períodos de tres años; la medida fue respaldada por el comité central del partido en 1990 (Li y O'Brien, 1999: 129-130). En noviembre de 1998, una ley adicional hacía obligatorio que las aldeas celebraran elecciones cada tres años, y en dichas elecciones todos los miembros del comité de aldea serían nombrados directamente por los propios habitantes, el número de candidatos habría de exceder al de puestos, y todas las votaciones se habrían de realizar en secreto (la rama local del partido, sin embargo, seguiría constituyendo el «núcleo del liderazgo» de la aldea). Actualmente los funcionarios del partido afirman que en el 80 % de las aldeas de China se ha celebrado por lo menos una ronda de elecciones; otras estimaciones sitúan esa cifra entre el 10 y el 30 % (ibíd.: 140). A pesar del hecho de que los líderes del partido no ven absolutamente ninguna incompatibilidad entre la democracia popular y un fuerte control estatal, un reciente análisis sostiene que el potencial de una acción más autónoma por parte de la población local y los campesinos se ha visto considerablemente incrementado (O'Brien y Li, 2000: 486-489). Así, por ejemplo, a menudo suelen ser los propios aldeanos quienes fuerzan a los funcionarios locales renuentes a celebrar elecciones (Li y O'Brien, 1999: 137-139).

La cuestión de la autonomía municipal afecta a la cuestión, más amplia, de si ha surgido (o está surgiendo) una «sociedad civil» en China, un debate desatado por las reformas del mercado de la década de 1980 (Wakeman, 1993). Algunos estudiosos occidentales detectaron en las reformas del mercado de esta década un resurgimiento de la sociedad civil (en la forma de grupos económicos no estatales y de institutos de investigación cuasi-independientes) que se había manifestado por primera vez durante los últimos años de la dinastía Qing, cuando la movilización oficialmente aprobada de la aristocracia y las elites comerciales les permitió formar asociaciones profesionales y voluntarias, y les proporcionó una mayor influencia en la educación, la seguridad pública y el desarrollo económico (Rankin y Esherick, 1990: 337-338; Wakeman, 1993: 110, 113). El optimismo dio paso a una actitud más cautelosa desde la represión del movimiento de protesta de 1989. Así, un reciente análisis de la vida urbana ha detectado una vida ciudadana más enérgica y (al menos económicamente) más autónoma, en la que una población cada vez más diversa es capaz de conversar (privada y públicamente) sobre una creciente variedad de temas, señalando que «los urbanitas chinos pueden estar ya psicológicamente preparados para una confrontación radical y fructífera de la hegemonía del PCC en el futuro próximo» (Davis, 1995: 2-9); no obstante, se afirma, no ha surgido ninguna asociación «social» con suficiente influencia moral e institucional como para limitar la coerción estatal constantemente (ibíd.: 15). Otro estudioso supone que, aunque se ha dado una continua expansión del «ámbito público» desde el cambio de siglo, eso no ha llevado a «la acostumbrada afirmación del poder cívico contra el estado» (Wakeman, 1993: 133). Aun así, resulta sumamente significativo que muchas personas hayan tratado de aprovechar la Ley de Procedimientos Administrativos de 1990, que permite a los ciudadanos demandar a los funcionarios arbitrarios; se calcula que, en 1995, unos 70.000 demandaron a funcionarios individuales o a organismos del gobierno (Goldman y MacFarquhar, 1999: 14). Por otra parte, en 1996 varios informes oficiales señalaban la existencia de 186.666 «organizaciones sociales» (shehui tuanti, término que alude a las organizaciones autónomas legalmente registradas, así como a aquellas establecidas por los organismos del estado para llevar a cabo actividades de bienestar social). Un reciente análisis de dichas organizaciones supone que éstas poseen suficiente potencial para influir en el proceso de toma de decisiones o de defender vigorosamente los intereses de sus miembros (Saich, 2000: 125-126).

Lo cierto es que el partido-estado ha logrado aplastar cualquier actividad política independiente. Así, en junio de 1998, y aprovechando un breve período de relajamiento gubernamental (coincidiendo con la visita del presidente norteamericano Clinton a China, en los meses de junio y julio), un grupo de disidentes trataron de formar un partido de oposición legal (denominado Partido Democrático Chino). A los seis meses contaba con 200 miembros y con «ramas» en 24 provincias. Declarado ilegal por las autoridades, a finales de año sus miembros fueron detenidos y actualmente sus 34 líderes están en la cárcel (SCMP, 5 septiembre 2000: 7). A otros disidentes «problemáticos» simplemente se les ha permitido exiliarse. Wei Jingsheng, por ejemplo, que fue encarcelado tras el movimiento «Muro de la Democracia» de 1979, liberado en 1983, y sentenciado a otros quince años de cárcel en 1995, fue finalmente liberado en noviembre de 1997 y obligado a exiliarse a Estados Unidos. Similar destino tuvo Wang Dan, un líder estudiantil del movimiento de 1989, en abril de 1998 (tras haber estado en la cárcel hasta 1993 y sentenciado a otros once años en 1996). El poder coercitivo del partido también se ha mostrado recientemente en la represión del Falungong, un grupo religioso fundado en 1992 que se adhería a una mezcla de creencias budistas y taoístas, y practicaba ejercicios de respiración y de salud tradicionales (qigong). Tras una sentada de 10.000 de sus seguidores ante la Zhongnanhai (la residencia oficial de los líderes del PCC) en abril de 1999, la organización fue prohibida y condenada por practicar un dañino «culto» religioso y supersticioso. Irónicamente, aunque el qigong ha sido promovido por el estado como una tradición peculiar de China, las autoridades siguen mostrándose recelosas ante las redes sociales a las que dicha actividad da lugar, y también frente a sus líderes carismáticos como Li Hongzhi, fundador del Falungong (Chen, 1995: 347-359).

A pesar de todo este poder coercitivo, en el futuro le puede resultar más difícil al partido-estado controlar un acceso público cada vez mayor a las fuentes de información externas (a través de Internet). A comienzos del año 2000 cerca de 10 millones de personas tenían acceso a Internet, y se espera que este número aumente de manera espectacular en los próximos años. Incluso en el ámbito de las publicaciones impresas el partido seguirá experimentando problemas de control. A raíz de las protestas de 1989, por ejemplo, las autoridades confiscaron 31 millones de libros y revistas, y cerraron 41 editoriales; pero dos años después, en 1991, los funcionarios descubrieron una «red» editorial clandestina integrada por 257 unidades de redacción, edición y distribución repartidas por 85 ciudades (Wang, 1995: 171).

Finalmente, aunque el PCC podría apuntar hacia un crecimiento económico continuado (la condición sine qua non para mantener su monopolio del poder), de cara a su decimosexto congreso, que se ha de celebrar en el año 2002, se manifiesta una clara preocupación por la credibilidad del partido. A principios de 2000, Jiang Zemin lanzó una campaña oficial (acompañada de un folleto titulado «Un gran programa para fortalecer completamente la construcción del partido») destinada a elevar la talla moral de los miembros del partido (y a potenciar su estatus de peso pesado ideológico). Sin embargo, había cierto matiz de irrealidad en la idea de Jiang de que el partido debe representar la parte más avanzada de la economía, la cultura más avanzada y los intereses básicos de las masas («las tres representaciones»), dado el hecho de que el sector no estatal se estaba convirtiendo rápidamente en el componente más dinámico de la economía y las reformas económicas del partido fomentaban la desigualdad y la corrupción. Hay también algo fundamentalmente deshonesto en el modo en que el partido continúa legitimando su dominio. Por una parte, se distancia claramente del período anterior a 1978, evitando así la responsabilidad de los desastres de las décadas de 1950 y 1960 (culpando de ellos a Mao o a la Banda de los Cuatro); por la otra, potencia sus credenciales patrióticas insistiendo en la continuidad entre el régimen y el período maoísta, en el que —se afirma— Mao y sus demás colegas patriotas se consagraron al interés nacional y el desarrollo económico (pasando completamente por alto, desde luego, los amargos conflictos surgidos entre los líderes del partido provocados por las diferencias de Mao con esos mismos colegas).

Podría darse el caso —tal como señala un estudioso— de que la RPC siga exhibiendo las características de un «estado leninista maduro» y de que el régimen resulte ser más elástico de lo que creen los observadores extranjeros (Burns, 1999: 580-594). Otros apuntan hacia una creciente dicotomía entre el desarrollo económico de China y un partido-estado cada vez más frágil, resultado de una acelerada descentralización que permite a los gobiernos locales tomar decisiones económicas y facilitar las posibilidades de ganar dinero de la empresa privada, a la vez que ignoran los mandatos del gobierno central contra la corrupción y la explotación laboral (Goldman y MacFarquhar, 1999: 8, 17). El hecho, sin embargo, sigue siendo que el gobierno del PCC se justifica únicamente sobre el supuesto de sólo él garantiza la estabilidad social y el progreso económico. Mientras mi esposa y yo nos mezclábamos con la animada y alegre multitud que abarrotaba la plaza de Tiananmen en vísperas del día de la Fiesta Nacional (el primero de octubre, aniversario de la fundación de la RPC), y que disfrutaba de la satisfacción de saber que China había quedado tercera en la clasificación de medallas de oro de los recientes juegos olímpicos de Sidney 2000, y saboreaba la perspectiva de una fiesta laboral que el gobierno había concedido por primera vez, resultaba difícil de creer que sólo once años antes la plaza había sido el centro de un movimiento de protesta generalizado. Pero Pekín no es China. Cómo afronte el partido-estado el enorme desafío de mejorar la vida de todos sus ciudadanos determinará en gran medida la supervivencia del PCC en el siglo XXI.