Ya en 1956 Mao había cuestionado la validez del modelo soviético como guía del desarrollo chino. En un discurso titulado «Sobre las diez grandes relaciones» (cuyos detalles no se conocerían hasta una década después), Mao hacía hincapié en la importancia de la industria ligera y la agricultura, la industrialización del campo, la descentralización de la planificación, los proyectos intensivos en el empleo de trabajo (como forma opuesta a los proyectos intensivos en el empleo de capital), el desarrollo de las áreas del interior, y el uso de incentivos morales, en lugar de materiales, para estimular el compromiso revolucionario (Schram, 1974: 61-83; 1989: 114). Esta serie de estrategias, en opinión de Mao, darían lugar a un rápido desarrollo económico y permitirían a China superar al Occidente capitalista. La campaña del Gran Salto Adelante, lanzada en 1958 para realizar ese objetivo, representaba también la visión utópica maoísta de crear una forma de socialismo específicamente china, que implicaba un renovado énfasis en el papel clave del campesinado y en el logro último del «cuerno de la abundancia colectivista» (MacFarquhar, 1997: 467).
La campaña acabó en desastre, y varios estudios recientes han subrayado su enorme coste en vidas perdidas a causa del hambre y de la drástica disminución de la producción agraria (Yang, 1996: 33-39; MacFarquhar, 1997: 1-6). La posterior anulación de las políticas del Gran Saldo Adelante, y la creciente percepción de Mao de que tanto él como «su» revolución estaban quedando marginados, a mediados de la década de 1960 engendraron en su mente la obsesión de que se necesitaba nada menos que una «metamorfosis espiritual» (MacFarquhar, 1997: 6) para revivir un impulso y un compromiso revolucionarios que estaban Raqueando. La Revolución Cultural sería la última gran iniciativa de la carrera política de Mao, un audaz intento orquestado para desmantelar la autoridad del partido con el fin de reconstruir los fundamentos de una nueva sociedad y una nueva unidad política revolucionaria. Sin embargo, y como en el caso del Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural produjo consecuencias inesperadas que arruinaron un incontable número de vidas.
El eslogan «Gran Salto Adelante» (dayue jin) se utilizó por primera vez a finales de 1957, en relación a una campaña de represa de agua que había exigido una movilización de mano de obra mayor de la que proporcionaban las CPA de nivel superior. El eslogan pasó pronto a adquirir un significado mucho más amplio, reflejando la ilimitada confianza de Mao en que una transformación social, económica e ideológica radical daría lugar no sólo a una sociedad comunista, sino también a un rápido aumento de la producción industrial (Meisner, 1999: 191-213). Como en 1955, Mao insistía en que el cambio social e ideológico era el requisito previo —y no el resultado— del desarrollo económico. En las reuniones del Politburó celebradas durante los primeros meses de 1958, Mao esbozó sus proyectos de lo que él describía como «lanzarse de lleno, tener grandes aspiraciones, y lograr unos resultados mayores, más rápidos, mejores y más económicos» (MacFarquhar, 1983: 42).
En esto, Mao contaba con el apoyo de los «planificadores» de la jerarquía del partido, como el vicepresidente Liu Shaoqi, que a finales de 1957 había predicho confiadamente que China superaría a Gran Bretaña en la producción de hierro, acero y otros productos industriales (Schram, 1973; MacFarquhar, 1983: 17). Había, sin embargo, una diferencia de enfoque, ya que Liu subrayaba la necesidad de que el entusiasmo de las masas fuera controlado y guiado por los líderes del partido, mientras que Mao, como veremos, veía el Gran Salto Adelante como un medio de «desatar» a las masas (ibíd.: 54). Un reciente estudio, lejos de limitarse a describir el lanzamiento del Gran Salto como una iniciativa personal de Mao, ha argumentado en favor de un enfoque institucional, que atribuye los orígenes de las políticas económicas asociadas al Gran Salto a la compleja interrelación de diversas coaliciones burocráticas enfrentadas entre sí (Bachman, 1991). Lejos de ejercer su propia autonomía, Mao se vio obligado a elegir entre las diferentes opciones políticas propugnadas por quienes estaban vinculados a la planificación y la industria pesada, por una parte, y los que estaban conectados con las finanzas, la agricultura y la industria ligera (y que defendían medidas de reforma del mercado) por la otra. Lo que hizo Mao fue añadir sus propios llamamientos de movilización de las masas y un acelerado índice de crecimiento al programa defendido por los planificadores y la coalición de la industria pesada. Significativamente, el segundo plan quinquenal (que se había de iniciar en 1958) quedó prácticamente invalidado cuando los cuadros provinciales, siguiendo el ejemplo de las ambiciosas declaraciones hechas públicas por los líderes centrales, revisaron al alza las cifras de producción. En la provincia de Guangdong, por ejemplo, en octubre de 1957 se había establecido en el 5,8 % el aumento previsto de la producción industrial para 1958. A principios de febrero de 1958, dicho aumento previsto se revisó al alza y se elevó al 33,2 % (Brugger, 1981: 182).
Un innovador estudio sobre los orígenes del Gran Salto, centrado en la provincia de Henan, ha subrayado también la profunda sensación de crisis social que invadió el país en 1956-1957, y que constituyó el telón de fondo sobre el que se tomó la decisión de lanzar la campaña (Domenach, 1995: 17-18, 29, 42-43, 54-55). El descontento entre el campesinado (debido a un control estatal más rígido del comercio de cereales, al declive de las diversas «actividades secundarias» vitales para los ingresos de los campesinos, y las reducciones en la distribución de dinero y cereales causadas por la mayor inversión de las CPA en maquinaria) hizo que muchos campesinos se retiraran de las CPA y provocó ataques a los cuadros del partido, así como la «desobediencia económica» (ibíd.: 58-61). El descontento rural se vio acompañado en la misma época de una considerable agitación obrera en las ciudades, como resultado de la caída del nivel de vida. Entre octubre de 1956 y marzo de 1957, por ejemplo, hubo 10.000 conflictos laborales, la mayoría de ellos instigados por los obreros denominados «marginales» —los trabajadores temporales o con contrata, y los que trabajaban en el sector de servicios o en las pequeñas empresas—, por contraposición a los que trabajaban en el privilegiado sector público, que garantizaba una seguridad laboral, salarios más altos y prestaciones sociales a sus trabajadores. El resentimiento contra el sistema por parte de quienes quedaban excluidos de él constituyó, en efecto, un importante factor en los brotes de agitación obrera que estallaron a partir de 1949 (Perry, 1995: 306-308; Sheehan, 1998). Se ha descrito el Gran Salto Adelante como una respuesta racional a esta crisis económica y social que en última instancia se convirtió en un «frenesí» (Domenach, 1995: 166).
Económicamente, Mao esperaba que el Gran Salto reduciría el abismo existente entre la ciudad y el campo al fomentar el desarrollo de pequeñas industrias, como las de procesado de cultivos y fabricación de herramientas, en las zonas rurales. Los proyectos intensivos en el empleo de trabajo, en particular, aprovecharían la única ventaja de China —el excedente de mano de obra—, y de ese modo eliminarían el subempleo en el campo y el desempleo en las ciudades (causado por las migraciones desde las zonas rurales). La fe voluntarista de Mao en el potencial de la movilización masiva se ilustraba muy bien en su descripción de China como un país «pobre y en blanco», que él consideraba atributos positivos debido a que proporcionaban una mayor potencial de desarrollo. Habría que señalar, no obstante, que de hecho el Gran Salto Adelante interrumpió temporalmente el naciente debate sobre la necesidad de controlar el índice de natalidad en China (una idea sobre la que se volvería a principios de la década de 1960) (White, 1994), y asimismo trajo como consecuencia un control más estricto por parte del estado sobre el movimiento de población de las áreas rurales a las ciudades; esto implicaba la creación de un sistema de registro de las familias (ihukou), que diferenciaba claramente a las poblaciones agrarias de las urbanas (Davin, 1999: 4-9).
Mao argumentaba también que en el proceso de industrialización del campo las propias masas aprenderían a dominar la tecnología, y, de ese modo, reducirían su dependencia de una elite tecnocrática, cuyo surgimiento era para Mao una consecuencia inevitable del primer plan quinquenal. En un sentido más amplio, el Gran Salto favorecería la autoconfianza (zili gengsheng) y, en consecuencia, afirmaría la independencia de China frente a la Unión Soviética. Las dos siguientes quejas que planteó Mao en una conferencia del partido celebrada en Chengdu, en marzo de 1958, proporcionan un revelador testimonio de su insatisfacción con las relaciones chinosoviéticas.
En primer lugar, y tras señalar que en los últimos años China se había visto obligada a importar métodos extranjeros (es decir, soviéticos), incluso en el ámbito de la enseñanza, Mao continuaba diciendo:
Lo mismo se aplicó a nuestro trabajo en la sanidad pública, con el resultado de que no pude comer huevos o caldo de pollo durante tres años debido a que un artículo aparecido en la Unión Soviética había dicho que no se debían comer […] Nos faltaba comprensión de la situación económica global, y todavía entendíamos menos las diferencias entre la Unión Soviética y China. De modo que lo único que podíamos hacer era seguir ciegamente (Meisner, 1999: 210).
En segundo término, Mao aludía al carácter desigual de las relaciones chinosoviéticas, señalando que…
[…] los chinos solían ser esclavos, y parecía que seguirían siéndolo. Cada vez que un artista chino pintaba un retrato mío junto a Stalin, yo salía siempre más bajo que él (MacFarquhar, 1983: 38).
Con el fin de modificar la estructura de la planificación centralizada que había surgido a principios de la década de 1950, el Gran Salto implicaba también la descentralización. En junio de 1959, el 80 % de las empresas controladas de manera centralizada por el estado se hallaban ya bajo la jurisdicción provincial, mientras que, al mismo tiempo, el número de ministerios del gobierno central se redujo de 41 en 1957 a 30 en 1959 (ibíd.: 59-60). En particular, y adoptando aquí una distinción que se ha establecido entre la descentralización que transfiere la capacidad de decisión a las propias unidades de producción («descentralización I») y aquella que transfiere la capacidad de decisión sólo a algún nivel inferior de la administración regional («descentralización II»), el Gran Salto realizó el segundo tipo (Schurmann, 1968: 175-176). Sin embargo, y lo que es más importante, dicha descentralización proporcionó al partido un mayor control de la economía, dado que fueron los comités provinciales del partido los que supervisaron las iniciativas económicas y realizaron el papel de coordinadores, reduciendo así aún más la influencia de los ministerios de planificación central. Se necesitaba un mayor control del partido —afirmaba Mao— para que la solvencia ideológica tuviera la misma importancia, si no más, que la pericia técnica. Por tanto, se esperaba que los cuadros fueran tan «rojos» como «expertos», lo que se expresaba mediante un eslogan corriente en aquella época: «la política está al mando».
El símbolo del Gran Salto Adelante era la comuna (Meisner, 1999: 217-228). En diciembre de 1957, Mao había propugnado la fusión de colectivos para facilitar la movilización de un mayor número de personas de cara a las obras de represa de agua. En abril de 1958 se formó una comuna experimental en Henan, a la que siguieron otras en Hebei y en el noreste. Mao alentó su desarrollo, si bien la expresión «comuna popular» (renmin gongshe) no apareció en una publicación del partido hasta julio de 1958, y hasta agosto de ese mismo año el partido no ratificó oficialmente la creación de comunas, en la conferencia de Beidaihe, señalando que éstas marcaban una etapa de transición a un comunismo pleno. El surgimiento de las comunas constituye un interesante ejemplo de cómo la ordenación política implicaba a veces un proceso dialéctico, por el que Mao apoyaba públicamente una iniciativa local o provincial (a menudo en repuesta a sugerencias planteadas en supuestos discursos del propio Mao) que posteriormente pasaba a formar parte de la política oficial del partido. En noviembre de 1958, el 99,1 % de las familias rurales se habían adscrito a 26.500 comunas, cada una de las cuales integraba, como promedio, a 4.756 familias (Yang, 1996: 36).
Las comunas, que combinaban un papel político, social y económico, no sólo habían de promover la «industrialización» del campo, sino que también debían ayudar a salvar el abismo que separaba a las zonas rurales de las urbanas fomentando la expansión de centros de salud y escuelas a tiempo parcial en estas últimas. Dado que, en general, los hospitales modernos y los médicos formados en Occidente se concentraban en las ciudades, se utilizó cada vez más a los denominados «médicos descalzos» —personal paramédico formado en la medicina tradicional china— para asegurar que la asistencia sanitaria llegara hasta las zonas rurales más remotas. Asimismo, se había de eliminar la propia distinción entre trabajador intelectual y manual (el ideal que en la década de 1910 había motivado a los promotores de los proyectos de estudio-trabajo) con la creación de escuelas que combinaban el estudio y el trabajo a partes iguales, financiadas por las comunas. Miles de estudiantes e intelectuales fueron «destinados» al campo para vivir entre los campesinos y participar en los trabajos de producción, si bien un estudio de este fenómeno ha mostrado que los campesinos no siempre veían positivamente a aquellos «forasteros», mientras que muchos estudiantes se sintieron resentidos por el hecho de tener que prescindir de una confortable educación urbana (Bernstein, 1977). No obstante, y ante el temor a que alguien no tuviera clara la política oficial, los medios de comunicación gubernamentales se preocuparon de dar publicidad a los viajes al campo previamente orquestados de líderes del partido como Mao y Zhou Enlai; las fotografías de los periódicos y los reportajes filmados les mostraban enzarzados en amigable conversación con los campesinos locales y mostrando un gran entusiasmo por el trabajo manual.
Otra función asignada a la comuna fue la formación de una milicia popular; así, se divulgó el eslogan «cada uno, un soldado» con especial fervor en julio-agosto de 1958, dado que éste fue un período de creciente tensión con Estados Unidos debido a la cuestión de Taiwan (Yahuda, 1978: 106-107). Gran parte de la terminología de este período, además, posee un característico sabor militarista (Van de Ven, 1997). En un sentido más amplio, el entusiasmo de Mao por la milicia popular revelaba una diferencia de prioridades con respecto al ministro de Defensa, Peng Dehuai, héroe militar tanto de la guerra chino-japonesa como de la coreana, y mariscal del ELP. Mientras que Mao estaba ansioso por desarrollar armas nucleares, para que China pudiera desempeñar un papel independiente a escala mundial, y por reducir su dependencia de un ejército profesionalizado (basándose más una milicia popular y utilizando los excedentes financieros en la industrialización), Peng Dehuai prefería confiar en el escudo nuclear soviético para que China pudiera construir un ejército modernizado y extremadamente profesional (MacFarquhar, 1983: 14). Es posible, por ejemplo, que Peng no se mostrara excesivamente entusiasta ante la insistencia de Mao en que los oficiales del ELP pasaran un tiempo en la tropa como soldados ordinarios, o en que se potenciara el papel de los comisarios políticos en el seno del ejército.
Mientras tanto, a finales de 1958 se hizo evidente que el Gran Salto había generado serios problemas. A pesar de la relativa moderación de la resolución de Beidaihe, en agosto de 1958, ratificando la creación de comunas (por ejemplo: el tamaño de una comuna no debía exceder las 2.000 familias; la llegada del comunismo se seguía describiendo como una posibilidad a largo plazo, y los cuadros habían de moderarse en su trato con los campesinos), hubo una especie de frenesí por parte de los administradores de las comunas por precipitar la utopía comunista, que no consiguió sino despertar la hostilidad popular. Así, se obligaba a los campesinos a comer en comedores comunes, como parte de un esfuerzo por reducir la importancia de la unidad familiar e integrar a un mayor número de mujeres en la producción (Andors, 1983: 47-53). Los bienes y propiedades familiares (incluyendo las parcelas privadas que se había permitido mantener a las familias individuales) fueron confiscados; por ejemplo, y en sintonía con la campaña de «producción de acero doméstico», las comunas se apropiaron incluso de los utensilios de cocina (una gran parte de este «acero casero» resultó ser inútil). Los proyectos de construcción a gran escala alejaron a los campesinos de un trabajo agrícola que resultaba fundamental. El sistema de transporte resultaba insuficiente para satisfacer la demanda, y no era infrecuente que se dejara pudrir los productos alimenticios destinados a otras áreas mientras se daba prioridad al transporte de acero y de otros productos.
Por otra parte, abundaba el caos organizativo, ya que los cuadros locales competían entre sí en el frecuente establecimiento de cuotas de producción irreales. Al hacerlo se inspiraban en el gobierno central. En agosto de 1958, por ejemplo, se estableció como objetivo una producción de 10,7 millones de toneladas de acero (el doble de la producción de 1957); en el mes de febrero anterior se había elevado a 6,2 millones de toneladas, y en mayo, a 8,5 millones (MacFarquhar, 1983: 85, 89). El propio Mao había predicho confiadamente que en 1960 China sería el tercer país productor de acero del mundo. En lo que constituía una perspectiva más inquietante, el incremento irreal de las cuotas de cereales por parte de los cuadros locales produjo crecientes privaciones, ya que los impuestos obligatorios sobre el cereal (cuya cantidad se basaba en esas cuotas infladas) dejaban cada vez menos provisiones para el propio consumo de los campesinos (Yang, 1996: 37).
En medio de la creciente escasez de alimentos, los líderes del partido se reunieron en Wuhan, en diciembre de 1958, para pedir moderación. Hicieron hincapié una vez más en el logro del comunismo a largo plazo, y criticaron la «mandonería» (es decir, la imposición de medidas sin tener en cuenta debidamente los deseos de las masas). Se restauró la propiedad individual de bienes personales, y se permitió de nuevo a las familias que disfrutaran de parcelas individuales. Se reafirmó el principio de distribución según el trabajo, criticando a las comunas que habían tratado de llevar a la práctica un «sistema de libre suministro». Fue en el pleno de Wuhan donde Mao confirmó la decisión que anteriormente había tomado de dimitir como presidente de la República Popular; Liu Shaoqi le reemplazaría oficialmente en abril de 1959. Aunque Mao conservaba la presidencia del partido, posteriormente se quejaría de haber sido cada vez más ignorado cuando se tomaban decisiones importantes, acusando a sus colegas (en particular a Liu Shaoqi y a Deng Xiaoping) de tratarle «como a un antepasado muerto».
La escasez de alimentos se vio exacerbada por los desastres naturales acaecidos en 1959 y 1960, cuando la sequía afectó a grandes áreas del norte de China y las inundaciones devastaron la parte meridional del país. Se calcula que la hambruna resultante de 1959-1961, que afectó principalmente a las áreas rurales, y que algunos autores han calificado como la peor de toda la historia de la humanidad (Yang, 1996: VII), produjo unos 30 millones de muertos (MacFarquhar, 1983: 330; Yang, 1996: 38-39). Las cifras para cada provincia individual resultan igualmente dramáticas. En la provincia de Anhui (China central), en 1960 murieron 2,2 millones de personas —lo que representaba cerca de diez veces el índice de mortalidad de un año normal—, y la población descendió en un 11,2 %. La producción de cereales en la provincia cayó de unos 10 millones de toneladas en 1957 a poco más de 6 millones en 1961. En Sichuan, la provincia más poblada de China, la población descendió de cerca de 71 millones de personas en 1957 a 64,5 millones en 1961, mientras que la producción cerealícola de la provincia cayó de un máximo de cerca de 22,5 millones de toneladas en 1958 a algo menos de 13,4 millones en 1960 (MacFarquhar, 1997: 2). A raíz de esta hambruna y de la drástica reducción de la producción cerealícola, a partir de 1961 el gobierno se vio obligado a importar grandes cantidades de cereales de Canadá y Australia. Sólo en 1961 se importaron cerca de seis millones de toneladas, seis veces el total importado durante los once años transcurridos desde el establecimiento de la República Popular (ibíd.: 27). Un reciente estudio ha afirmado que los traumas experimentados por los campesinos comunes y corrientes durante la hambruna del Gran Salto Adelante proporcionarían el ímpetu que llevaría a la aceptación popular generalizada de las reformas rurales posteriores a 1978 (y la consecuente «deslegitimación» de las comunas), y que dichas reformas no se deberían menos a la iniciativa popular que a la política dictada desde arriba (Yang, 1996: 240-242).
En el pleno de Lushan (provincia de Jiangxi) celebrado durante los meses de julio y agosto de 1959, Peng Dehuai criticó duramente las locuras del Gran Salto. Mao, que interpretó las críticas de Peng como un cuestionamiento de la estrategia íntegra del Gran Salto Adelante, denunció a Peng por romper la unidad del PCC y le acusó de dirigir una «camarilla antipartido». Otros líderes, sin embargo, apoyaron a Mao; al fin y al cabo, inicialmente el propio Liu Shaoqi había sido un entusiasta partidario del Gran Salto. Un inquietante presagio del futuro fue la extraordinaria amenaza de Mao, durante la confrontación con Peng, de que se retiraría al campo y dirigiría otra guerra de guerrillas contra el gobierno si los líderes del partido no le respaldaban plenamente (Breslin, 1998: 98). Al insistir en su rechazo a Peng, asimismo, Mao había roto las normas establecidas de conducta interna del partido, según las cuales los líderes eran libres de expresar opiniones discrepantes en las reuniones del partido con tal de que aceptaran cualquier decisión final a la que se llegara (Lieberthal, 1993: 108).
No ayudó en nada a la argumentación de Peng Dehuai el hecho de que sus críticas coincidieran con una creciente condena del Gran Salto por parte de los líderes de la Unión Soviética. Ya antes de 1958 habían surgido serias diferencias ideológicas con la Unión Soviética respecto a la adhesión de Jruschov a la política de «coexistencia pacífica» con el mundo capitalista, que Mao consideraba muestra de un tibio apoyo por parte de Moscú a las guerras nacionales de liberación del «Tercer Mundo». Otra í\iente de desacuerdo era la relativa a la insistencia de Pekín de que los partidos comunistas colaboraran sobre una base de igualdad en lugar de aceptar automáticamente el liderazgo de Moscú en las cuestiones doctrinales y estratégicas. En julio de 1958 Jruschov había visitado Pekín, y posteriormente había provocado la hostilidad de Mao con su sugerencia de que los dos países llegaran a acuerdos militares conjuntos, lo cual habría restringido la libertad de maniobra de Pekín. Jruschov también se mostraba renuente a apoyar plenamente a Pekín en su disputa con Estados Unidos sobre Taiwan, considerando la amenaza de Pekín, en 1958, de bombardear la isla de Quemoy (bajo control nacionalista) como una «política arriesgada».
En 1959 Jruschov criticaba abiertamente a las comunas y minimizaba la pretensión de Pekín de que China había entrado en la etapa de transición al comunismo. Aquel mismo año desechó un plan de acuerdo nuclear de 1957, que había prometido asistencia soviética al programa de armamento nuclear de China, y en 1960 retiró a todos los asesores y expertos soviéticos de China. Más de 200 proyectos de cooperativas hubieron de ser abandonados. A partir de 1960 ambos bandos se atacaron públicamente, Jruschov se negó a apoyar a Pekín en el conflicto fronterizo chino-indio de octubre y noviembre de 1962, y Pekín acusó a Jruschov de capitular ante Estados Unidos en la crisis de los misiles cubanos, en el otoño de 1962. Tras la firma del tratado de Prohibición de Ensayos Nucleares por la Unión Soviética, Estados Unidos y Gran Bretaña en 1963, Pekín anunció oficialmente su intención de «seguir su propio camino» en los asuntos internacionales, dando por terminada en la práctica la asociación chinosoviética (Gittings, 1968; Yahuda, 1978; MacFarquhar, 1997: 351-358).
Aunque los líderes del partido habían cerrado filas en torno a Mao en su enfrentamiento con Peng Dehuai, en 1960 se puso fin oficialmente al Gran Salto Adelante, y en los años siguientes Mao se vería obligado a presenciar la anulación de las políticas ligadas al Gran Salto cuando Liu Shaoqi y Deng Xiaoping trataran de reafirmar el control centralizado y de llevar a la práctica medidas económicas más pragmáticas.
A partir de 1960, Liu Shaoqi y Deng Xiaoping procedieron a dar marcha atrás a muchas de las políticas del Gran Salto, en lo que se ha calificado de «reacción termidoriana» (Meisner, 1999). Se restauró el control burocrático del centro. Se redujeron las funciones socioeconómicas de las comunas y se hizo del equipo de producción (que coincidía con la aldea natural) la unidad básica de producción y de contabilidad. Se toleraron las parcelas privadas y los mercados rurales libres. Se cerraron numerosas escuelas a tiempo parcial y clínicas, ya que se volvió a dar prioridad a las áreas urbanas a la hora de distribuir los recursos. Hubo una tendencia general a ignorar la importancia de las campañas ideológicas en la medida en que se hacía mayor hincapié en la recuperación económica y ahora pasaba a resultar más importante ser experto que «rojo». La atmósfera pragmática de la época se ilustra muy bien en la invocación por parte de Deng Xiaoping, en 1962, de un refrán campesino como justificación de unas políticas rurales más flexibles: «No importa si el gato es negro o blanco; mientras cace ratones será un buen gato» (MacFarquhar, 1997: 233).
En 1962, Mao empezó a hacer públicos sus temores de una «restauración» por parte de las clases reaccionarias, argumentando que incluso en una sociedad socialista podrían surgir «elementos burgueses». Y, lo que es más importante, en septiembre de ese mismo año Mao llamaba a la lucha de clases contra el «revisionismo», es decir, la aparición de elementos burgueses dentro del propio partido. En especial expresó su preocupación por que China no siguiera el mismo camino que la Unión Soviética, cuyo abandono del marxismo-leninismo y cuya política exterior propensa a la capitulación —insistía Mao— demostraban el carácter «revisionista» de sus líderes.
Mao confiaba en restaurar su propia influencia y en combatir las «tendencias revisionistas» a través de dos campañas promovidas a principios de la década de 1960. En 1964, Lin Biao, que en 1958 había sucedido a Peng Dehuai como ministro de Defensa y era partidario de Mao, lanzó la campaña «Aprende del ELP» (Gittings, 1967: 254-258). En ella se retrataba al ejército como el modelo de las virtudes socialistas, cuyo ejemplo había de emular el pueblo. Las sesiones políticas de estudio regulares se convirtieron en una característica de la rutina de los soldados, y fue durante esta campaña cuando se recopiló y publicó el Pequeño libro rojo, una antología de aforismos tomados de los discursos y artículos de Mao. Varios soldados individuales, como Lei Feng, se pusieron como modelos y fueron elogiados por su concienzudo estudio del pensamiento de Mao y su incansable devoción al pueblo y al socialismo. Diversos extractos del diario de Lei Feng se publicaron en los medios de comunicación para alentar la total devoción y lealtad a Mao y al partido; en uno de dichos extractos se señala:
Esta mañana al levantarme me he sentido especialmente feliz, ya que la noche pasada he soñado con nuestro gran líder, el presidente Mao. Y da la casualidad de que hoy es el cuadragésimo aniversario del partido. ¡Hoy tengo tanto que decir al partido, tanta gratitud hacia el partido, tanta determinación de luchar por el partido…! (MacFarquhar, 1997: 338).
Mao esperaba también reavivar el fervor ideológico con el Movimiento de Educación Socialista (1962-1965), que aspiraba a corregir las «tendencias insanas» surgidas en el campo tanto en los cuadros del partido como entre las masas a consecuencia de la anulación de las políticas del Gran Salto Adelante (ibíd.: 334-348). Entre ellas se incluían el exceso de atención a las parcelas privadas a expensas de las colectivas, y la corrupción entre los funcionarios y los cuadros de las aldeas (ejemplificada por la aceptación de sobornos y la malversación de fondos). Mao deseaba reavivar las asociaciones de campesinos pobres y de clase media con el fin de que éstas desempeñaran un papel importante en la supervisión del trabajo de los cuadros (y, de paso, movilizaran a los campesinos en favor de los objetivos socialistas), pero, como muestra un estudio de este movimiento (Baum, 1975), Liu Shaoqi y Deng Xiaoping preferían enviar a «equipos de trabajo» ajenos a la localidad, y controlados por el partido, para que criticaran y supervisaran a los cuadros locales. De hecho, los colegas de Mao entorpecieron el impacto del movimiento, transformándolo en una mera rectificación de la conducta errada de los cuadros, impuesta y controlada por el partido. La frustración de Mao ante el modo en que se restringió el movimiento se puso claramente de manifiesto en 1965, cuando aludió amenazadoramente a «aquellas personas con posiciones de autoridad dentro del partido que toman la senda capitalista» (Meisner, 1999: 277).
El temor de Mao ante el «revisionismo» se vio reforzado por otros dos factores. En primer lugar, estaba su preocupación —anunciada por primera vez en 1964— por los «sucesores revolucionarios». Dado que incluso los líderes soviéticos eran patentemente revisionistas —se preguntaba Mao—, ¿no era posible que la generación más joven de China, nacida a partir de 1949 y que, por tanto, carecía de experiencia en el arduo combate por la liberación, perdiera de vista los ideales socialistas por los que había luchado el partido? No es casualidad que precisamente en esa época Mao lanzara un mordaz ataque al sistema de enseñanza, condenando su énfasis en el éxito académico (que, por tanto, descuidaba el compromiso ideológico como criterio de progreso) y el saber teórico divorciado del trabajo productivo (Chen, 1981: 63-80).
En segundo término, Mao se sentía insatisfecho frente a los acontecimientos desarrollados en la esfera cultural. No sólo habían aparecido, en 1961-1962, diversos artículos satíricos criticando el Gran Salto —algunos de los cuales eran ataques velados al propio Mao, especialmente los de Deng Tuo, antiguo redactor jefe del periódico del partido Renmin Ribao («Diario del Pueblo»), y miembro del Comité del Partido en Pekín—, sino que varias opiniones vertidas por intelectuales y escritores del partido parecían cuestionar la creencia maoísta en la necesidad de una continua lucha de clases y una transformación ideológica radical. Así, por ejemplo, los historiadores y filósofos quitaban importancia a la lucha de clases en la historia china y afirmaban la validez universal e intemporal de determinadas creencias confucianas; equiparaban el concepto confuciano de jen (benevolencia compasiva) con el humanismo, y afirmaban que no había naturaleza de clase alguna. En el ámbito literario, los escritores subrayaban la utilidad de describir a «personajes medios» en lugar de limitarse a retratar personajes que fueran totalmente buenos o totalmente malos (Goldman, 1973). Para Mao, estos puntos de vista constituían una peligrosa manifestación de neutralidad ideológica.
En 1964, Mao pidió un «rectificación» en la esfera cultural, pero de nuevo sus intentos se vieron frustrados por sus colegas del partido. Bajo los auspicios de Peng Zhen (jefe del Comité del Partido en Pekín y estrecho colaborador de Liu Shaoqi), se estableció un grupo integrado por cinco miembros del partido destinado a investigar los puntos de vista «erróneos»; pero sus actividades fueron limitadas, y a finales de 1965 la rectificación que había pedido Mao se desvaneció. Esto no resulta sorprendente, ya que muchos de los intelectuales del partido que habían aireado sus opiniones a principios de la década de 1960 mantenían estrechos vínculos con el Comité del Partido en Pekín (o trabajaban para él), y, por tanto, debían de contar, al menos, con el respaldo extraoficial tanto de Peng Zhen como de Liu Shaoqi. Un resultado de esta breve «rectificación» fue el relieve público que adquirió la esposa de Mao, Jiang Qing, que durante toda la década de 1950 había tenido un papel bastante modesto, pero que ahora participó en una campaña que pretendía reformar la ópera tradicional de Pekín y, a la vez, producir una «ópera revolucionaria» que retratara adecuadamente las heroicas luchas del partido y sus miembros individuales por la liberación en 1949 (Terrill, 1999:216-217).
Al parecer fue en ese momento cuando Mao decidió lanzar un ataque frontal al propio partido, en lo que pasaría a conocerse como la Gran Revolución Cultural Proletaria (wuchan jieji wenhua da geming). Ésta se inició de una manera bastante inocua, con un artículo redactado en noviembre de 1965 por Yao Wenyuan, director de la revista de Shanghai Wenhui Bao («Revista Cultural»), en el que criticaba una obra teatral escrita cinco años antes (y estrenada en febrero de 1961) por Wu Han, historiador y teniente de alcalde de Pekín, así como estrecho colaborador de Peng Zhen. Titulada «Hai Rui destituido del cargo», la obra trataba de los esfuerzos de un funcionario local de la dinastía Ming para proteger a los campesinos de la rapacidad de la aristocracia y los terratenientes, y de cómo los intereses creados de la corte provocaban que el emperador le destituyera. Yao afirmaba que la obra era un ataque velado a Mao, interpretando la destitución de Hai Rui por parte del emperador como una alegoría de la arbitraria destitución de Peng Dehuai por parte de Mao, en 1959, por haberse opuesto a las comunas. Yao declaraba que aquella era una obra típica de la línea revisionista existente en el ámbito cultured, e instaba a la realización de una campaña de rectificación más generalizada.
La referencia de Yao a una obra histórica aparentemente inocua constituye un interesante ejemplo de cómo el debate político, tanto en la China anterior a 1949 como en la posterior a esa fecha, a menudo ha adquirido la forma de alegorías históricas y alusiones al pasado, que han servido para reflejar puntos de vista sobre cuestiones o problemas del momento. Un interesante estudio sobre los intelectuales de la época posterior a 1949 muestra que entre 1960 y 1976 tanto los maoístas como sus oponentes reclutaron a diversos escritores para su causa, y que tuvo lugar un vigoroso debate filosófico e ideológico (en una época en la que se reprimía la libre actividad intelectual), a menudo en la forma de oscuros y aparentemente inofensivos artículos dedicados a temas históricos (Goldman, 181). El estudio distingue asimismo entre dos grupos de intelectuales. Los escritores como Wu Han, que contaban con el respaldo de la jerarquía del partido en Pekín, tendían a ser de una generación anterior y más cosmopolitas, y eran los herederos de le generación del Cuatro de Mayo, que creían tanto en el cambio como en la flexibilidad. Los escritores asociados a las políticas maoístas, en cambio, pertenecían a una generación más joven y menos cosmopolita, y se asemejaban a un grupo de funcionarios y eruditos de finales del siglo XIX conocidos como la facción qingyi («habla pura»), quienes habían argumentado en favor de un resurgimiento y de un fortalecimiento de los principios fundamentales confucianos a raíz de la amenaza militar de Occidente. De modo parecido, los escritores maoístas instaban a retornar a los principios socialistas fundamentales (ibíd.: 6-8).
Había otros dos aspectos interesantes en el artículo de Yao. En primer lugar, el hecho de que se publicara en un periódico de Shanghai y no en el principal medio de comunicación del partido, el Renmin Ribao («Diario del Pueblo»), podría ser un indicativo de la renuencia por parte de algunos de los colegas de partido de Mao a alentar un mayor debate sobre la cuestión del «revisionismo». En segundo término, es posible que lo que Mao tuviera en mente antes que nada cuando apoyó la postura de Yao fuera la utilidad de la crítica de éste como medio de poner en apuros a la jerarquía del partido en Pekín, ya que, de hecho, seis años antes, cuando Wu Han había empezado a escribir una serie de artículos sobre Hai Rui, el propio Mao había alentado a los miembros del partido a emular al valeroso y sincero funcionario Ming (MacFarquhar, 197: 252-253).
Tras la publicación del artículo de Yao, los ataques a Wu Han y a otros intelectuales del partido considerados críticos con la línea maoísta se hicieron más comunes. Aunque durante la primera mitad del año 1966 Mao estuvo fuera de Pekín, en mayo logró la disolución del grupo pentapartito de Peng Zhen (en nombre del comité central) y lo reemplazó por su propio grupo, ligado a la Revolución Cultural y dirigido por Chen Boda y Jiang Qing. El comité del partido en Pekín también fue purgado, y Peng Zhen —protector de Wu Han— fue destituido. La destitución de Peng fue la culminación de una serie de purgas individuales, que siguieron a la publicación del artículo de Yao Wenyuan, claramente destinadas a asegurar el control maoísta de la capital, la propaganda del partido y el ejército: entre ellas, las de Yang Shangkun (que en 1988 llegaría a ser presidente del país), a la sazón jefe de la Oficina General del Comité Central y, por tanto, responsable de la circulación de documentos del partido; Luo Ruiqing, que había estado a cargo del control diario del ELP, y Lu Dingyi, jefe del departamento de propaganda del partido. La posición de Liu Shaoqi se hacía, pues, cada vez más vulnerable.
Mao alentaba ahora la lucha espontánea contra todas las formas de autoridad burocrática. La primera de dichas «luchas» tuvo lugar en la Universidad de Pekín, donde en mayo-junio de 1966 los estudiantes escribieron «carteles de grandes caracteres» (dazibao) donde denunciaban a los administradores universitarios por haber tratado de desalentar el entusiasmo político de los estudiantes y de desviar las críticas a Wu Han (Nee, 1969). En junio se anunció que los exámenes de entrada a la universidad se pospondrían durante seis meses mientras se reconstruía el sistema de enseñanza. Con eslóganes tales como «rebelarse está justificado» (zaofan you daoli), los estudiantes fueron tomando las calles, criticando a los profesores, a los intelectuales, al gobierno y a los cuadros del partido. A partir de tales manifestaciones (y de las luchas entre los propios estudiantes) surgió la Guardia Roja (hong weibing), integrada por estudiantes de secundaria y universitarios que se veían a sí mismos como los auténticos seguidores del pensamiento de Mao. Éste acogió favorablemente los acontecimientos: en su opinión, los jóvenes tendrían una oportunidad única de experimentar la revolución participando en las «luchas» contra quienes ostentaban la autoridad, y, por tanto, se ganarían el derecho a asumir el título de «sucesores revolucionarios». La llamada de Mao a la juventud era también un intento consciente de revivir la retórica del período del Cuatro de Mayo, en la que se había subrayado especialmente el papel dinámico, progresista e iconoclasta de los jóvenes (Lupher, 1995: 326).
En julio, Mao regresó a Pekín tras haberse bañado públicamente en aguas del Yangzi (cerca de Wuhan), en un acto claramente destinado a mostrar a sus colegas que seguía estando vigorosamente a cargo de los acontecimientos. Criticando abiertamente a Liu Shaoqi y a Deng Xiaoping por sofocar el movimiento estudiantil en el campus de la Universidad de Pekín enviando a «equipos de trabajo» controlados por el partido para que supervisaran los debates, en agosto Mao convocó un pleno extraordinario del comité central, en el que se elaboró un programa de dieciséis puntos que definía los objetivos de la Revolución Cultural. Ésta no sólo había de derrocar a «quienes tienen autoridad dentro del partido y toman la senda capitalista», sino que también había de destruir los «cuatro viejos»: viejas ideas, vieja cultura, viejas costumbres y viejos hábitos, Mao aspiraba nada menos que a una transformación total del pensamiento y la conducta de la gente. En el pleno de agosto, Liu Shaoqi y Deng Xiaoping fueron degradados en la jerarquía del partido, y a partir de noviembre de 1966 desaparecieron de la vida pública. Más tarde, en 1968, Liu sería expulsado oficialmente del partido y anatematizado cada vez más como el «Jruschov de China» (Dittmer, 1998). Lin Biao emergió como el «más íntimo compañero de armas» de Mao, y fue elevado a la segunda posición entre los líderes del partido. En palabras de un reciente estudio, el pleno de agosto finalmente quebrantó la «Tabla Redonda de Yanan»: el grupo que había estado estrechamente unido desde los días de la guerra antijaponesa (MacFarquhar, 1997: 462-463).
Poco después del pleno de agosto, Mao recibió a miles de guardias rojos en la plana de Tiananmen, en un mitin «al estilo de Nuremberg» (ibíd.: 464). El apoyo público de Mao a los guardias rojos en Pekín (él mismo llevaba un brazalete de la Guardia Roja) aseguró la formación de unidades de dicha guardia en todo el país. En los tres meses siguientes habría otros siete mítines como aquellos, y la frenética adulación de Mao y su pensamiento llegaría a alcanzar proporciones de fanatismo. Con las escuelas y universidades cerradas hasta nueva orden, se alentó a los guardias rojos a viajar por todo el país (a menudo proporcionándoles billetes de tren gratis) para que intercambiaran experiencias revolucionarias y «bombardearan los cuarteles generales» de las organizaciones locales y regionales del partido.
A pesar de la premisa establecida por los Dieciséis Puntos de que las «contradicciones» en el seno del pueblo se debían resolver por medio la razón, y no a través de la coacción, y de que incluso a los «derechistas antisocialistas» se les debía permitir arrepentirse, la anarquía y la violencia se pusieron a la orden del día. Los funcionarios del partido fueron humillados públicamente y se les obligó a desfilar por la calles ataviados con «orejas de burro»; profesores, intelectuales y escritores fueron verbal y físicamente atacados (muchos de ellos fueron asesinados o se suicidaron), y sus bibliotecas personales y residencias fueron arrasadas. Los objetivos del ataque no fueron sólo los símbolos del pasado, como los templos; cualquiera que manifestara interés en la cultura occidental (por ejemplo, en la música clásica occidental) era también criticado y humillado, y ello a pesar de la grotesca ironía de que la «ópera revolucionaria», prácticamente la única forma de representación artística permitida en la época, utilizaba instrumentos musicales occidentales. En realidad, la Revolución Cultural supuso una injerencia sin precedentes en la vida cotidiana de la gente; incluso aficiones tales como pescar, coleccionar sellos, cultivar flores y tener aves domésticas fueron condenadas como «diversiones pequeño-burguesas» (Wang, 1995: 155).
El pensamiento de Mao —afirmaba la Guardia Roja— se utilizaría para «poner el viejo mundo patas arriba, romperlo en pedazos, pulverizarlo, crear el caos y organizar un tremendo lío, cuanto más grande mejor» (Gittings, 1989: 63). Los guardias rojos estallaban también con frecuencia en amargas disputas internas, escindiéndose en diversas facciones cada una de las cuales proclamaba ser la auténtica representante del pensamiento de Mao (Hinton, 1972). Las diversas memorias publicadas en la década de 1980 por antiguos guardias rojos dan fe de la naturaleza cada vez más violenta de dichos choques (Liang y Shapiro, 1983; Gao, 1987). Para muchos jóvenes que se hicieron guardias rojos, inicialmente la experiencia constituyó una estimulante liberación del control paterno; ése fue especialmente el caso de las mujeres jóvenes, como se señala de unas recientes memorias (Yang, 1997). Sin embargo, mientras que la participación femenina en el movimiento de la Guardia Roja resultaba en cierta medida enriquecedora, la Revolución Cultural tuvo decididamente consecuencias ambivalentes en lo que se refiere a las mujeres. Dado que el aspecto primario del debate y de la «lucha» era afirmar la supremacía del punto de vista de la clase «proletaria», las cuestiones concretas relativas a las diferencias de sexos quedaron al margen. Si bien se alentó a las mujeres a participar activamente en el movimiento político, éstas hubieron de padecer una cierta «androginización» (es decir: se esperaba que actuaran como hombres y que parecieran hombres); así, por ejemplo, todas las formas de feminidad (incluido el peinado) fueron condenadas como «burguesas». Y tampoco fue un hecho infrecuente que las guardias rojas fueran objeto de acoso o agresión sexual, especialmente entre las que fueron enviadas al campo a partir de 1968. En última instancia, y tanto para los hombres como para las mujeres, la experiencia de la Guardia Roja resultaría profundamente decepcionante (véase el capítulo 7).
En ciudades como Shanghai hubo también choques entre organizaciones de trabajadores rivales, que reflejaban las divisiones entre los trabajadores del sector público, que disfrutaban de un empleo permanente y de servicios asistenciales, y los trabajadores temporales o en contrata, que no gozaban de tales privilegios. Así, la Guardia Escarlata, más conservadora, integraba a los trabajadores del sector público, de mayor edad, mientras que los Rebeldes Revolucionarios representaban a una generación más joven de obreros, muchos de los cuales eran trabajadores temporales no cualificados (Perry, 1995: 311-312). Fueron los Rebeldes Revolucionarios quienes atacaron a funcionarios de la Federación de Sindicatos de Shanghai, controlada por el partido (muchos de ellos, antiguos artesanos cualificados), utilizando «repertorios de protesta» que ya se habían utilizado en la década de 1920. Así, en 1967 el director del mencionado organismo fue obligado a arrodillarse frente a una multitud hostil ataviado con unas «orejas de burro» y una pancarta en el pecho donde se le acusaba de ser un «revisionista», exactamente tal como los obreros textiles de Shanghai habían humillado a los odiados capataces («lacayos» de los capitalistas) en la década de 1920 (ibíd.: 313-314). En febrero de 1967, toda la organización del partido en Shanghai fue prácticamente desmantelada y reemplazada por organizaciones obreras que se autodenominaron «la Comuna de Shanghai» (Meisner, 1999: 324-333). En ese momento Mao temió que las cosas hubieran llegado demasiado lejos. Criticando el establecimiento de la Comuna de Shanghai como pura y simple anarquía, Mao insistió en la necesidad de crear comités revolucionarios que no sólo integraran a representantes de las organizaciones de masas, sino también a miembros del ELP y a cuadros del partido promaoístas y «no purgados». Sin embargo, durante todo el año 1967 el caos y la violencia prosiguieron. El propio ELP fue objeto del ataque de diversas facciones radicales de la Guardia Roja, y en agosto de 1967 fue incendiada la cancillería británica en Pekín.
Los primeros años de la Revolución Cultural (1966-1969), de hecho, supusieron un aislamiento casi total de China en la esfera internacional. Las relaciones diplomáticas con la mayoría de los países se rompieron en 1967, cuando los maoístas declararon que la Revolución Cultural servía de fuente de inspiración a los revolucionarios socialistas de todo el mundo (en 1965, Lin Biao había escrito un tratado titulado «Larga vida a la victoria de la guerra del pueblo», donde predecía que la experiencia revolucionaria de China pronto se reproduciría en todo el mundo, en el sentido de que el «campo revolucionario» de Asia, África y Latinoamérica estaba a punto de rodear a las «ciudades» avanzadas de Europa y Norteamérica). La condena tanto del «revisionismo» soviético como del imperialismo estadounidense también alcanzó su punto culminante en esa época. Significativamente, aunque la participación norteamericana en Vietnam se había incrementado constantemente desde 1964, incluyendo varias incursiones para bombardear Vietnam del Norte en 1967, Mao rechazaba cualquier posibilidad de que China y la Unión Soviética pudieran cooperar para ayudar a los norvietnamitas. Esto resulta aún más notable si se tiene en cuenta el hecho de que la Revolución Cultural coincidió con la puesta en práctica de una política conocida como del «Tercer Frente» (.sanxian), cuyos detalles han permanecido en secreto hasta hace relativamente poco (Naughton, 1991: 157-158). Con el telón de fondo de la creciente agresión estadounidense a Vietnam del Norte, a partir de 1965 se decidió asignar más recursos al desarrollo de una industria pesada básica en las remotas provincias del interior (y también se transfirieron fábricas a dichas áreas desde las regiones costeras), con el fin tanto de proporcionar una línea estratégica de defensa como de dotar de industria moderna a la tercera de las principales regiones del país (siendo las otras dos la integrada por las provincias costeras y la constituida por las provincias centro-meridionales). Aunque entre 1965 y 1971 este Tercer Frente recibió más del 50 % de las inversiones nacionales, a pesar de ello no se produjo ningún incremento considerable en la producción industrial (ibíd.: 160-162).
En septiembre de 1967 Mao apeló al ELP para restaurar el orden, lo que provocó una brutal represión del movimiento de la Guardia Roja, en la que murieron miles de personas. Un historiador ha afirmado que las atrocidades del ELP contra los maoístas radicales en 1967-1968 convirtieron a estos últimos en víctimas de la Revolución Cultural en no menor medida de lo que lo habían sido los funcionarios del partido y los intelectuales (Meisner, 1999: 344-345, 354-355). Muchos guardias rojos fueron enviados al campo, a «aprender de los campesinos» y a tomar parte en el trabajo manual. En el noveno congreso del PCC, celebrado en abril de 1969, se dio prioridad a la tarea de la reconstrucción del partido. Irónicamente, un movimiento que se había iniciado con un ataque a todas las formas de autoridad acabó con el firme control de los militares. Los denominados «Equipos de Propaganda del Pensamiento de Mao Zedong», dirigidos por el ELP, entraron en las fábricas, las «unidades de trabajo» y las aldeas para mantener el orden y supervisar las sesiones de estudio dedicadas a los escritos de Mao. Y el ELP participó asimismo en la llamada «Campaña para Purificar las Filas de
Clase», realizada en 1967-1969, que «investigó» a los cuadros del partido sospechosos; muchos cuadros e intelectuales fueron enviados al campo, donde estudiaron el pensamiento de Mao y realizaron trabajos manuales durante períodos de hasta dos años en las denominadas «Escuelas para Cuadros Siete de Mayo» (establecidas en 1968). Los oficiales del ELP constituían la mayoría de los presidentes de los comités revolucionarios, mientras que la mitad de los miembros electos del comité central en el noveno congreso eran representantes del ELP. El propio Lin Biao llegó al apogeo de su carrera, siendo proclamado oficialmente en el congreso sucesor de Mao.
Asimismo, en un momento en el que el movimiento de masas prácticamente había terminado (a partir de 1968), la glorificación del pensamiento y la persona de Mao alcanzó sus manifestaciones más extremas. Cuando antaño las parejas, al casarse, podían rendir homenaje a las tablillas de sus ancestros, ahora se juraban lealtad imperecedera ante el retrato de Mao. Las aldeas erigían «salas de lealtad» comunales dedicadas a Mao, mientras se construían santuarios domésticos ante los que las familias podían rendirle homenaje (Meisner, 1999: 346-347). Un estudio sobre una aldea de Guangdong señala que en aquella época los mítines se iniciaban siempre con la «danza de la lealtad», acompañada por la canción «Para navegar por los mares hace falta el timonel, para hacer la revolución hace falta el pensamiento de Mao Zedong». La mayor parte de las familias de la aldea exhibían los cuatro volúmenes de las Obras selectas de Mao en sus hogares, y cada comida familiar empezaba con varias reverencias ante el retrato de Mao (Chan, Madsen y Unger, 1992: 169-170). En contraste con el fervor espontáneo por Mao y su pensamiento que caracterizó los comienzos de la Revolución Cultural (cuando casi se atribuían cualidades mágicas al Pequeño libro rojo), la deferencia por Mao adquiría ahora una forma más ritualizada.
Las primeras interpretaciones occidentales de la Revolución Cultural se centraban en el propio Mao y en las posibles razones «psicológicas» de sus acciones. Así, para un observador la Revolución Cultural fue un vehículo para promocionar un fanático culto a la personalidad, y el respaldo a dicho culto por parte de Mao fue el desesperado intento de un revolucionario que ya envejecía por alcanzar la «inmortalidad» (Lifton, 1968). El apoyo de Mao al desafío a la autoridad por parte de las masas se describió también como un resultado natural de su propia personalidad, que había estado marcada por la rebelión juvenil contra su propio padre y la tendencia al desorden y al caos (luán) como reacción contra las constricciones de la autoridad tradicional (Solomon, 1971). Diversos estudios posteriores, realizados en la década de 1970, se centraban en el trasfondo político de la Revolución Cultural, que describían como la culminación de una lucha entre dos visiones, o «líneas», distintas de evolución socialista, representadas por Mao y Liu Shaoqi (Rice, 1972; Chang, 1975; Ahn, 1976). Un estudio más reciente sostiene que la principal preocupación de Mao en la década de 1960 era cómo China podía evitar el destino de la Unión Soviética (embarcada en una «restauración capitalista») y revigorizar su revolución. A mediados de la década de 1960 se estaba quedando sin opciones; para Mao, si el partido era incapaz de cambiar la sociedad, entonces había que «desatar» a la sociedad a través de la Revolución Cultural para que ésta cambiara al partido (MacFarquhar, 1997: 468-470).
Sin embargo, es necesario también situar a la Revolución Cultured en el contexto, más amplio, de las revoluciones acontecidas en China durante el siglo XX (Schram, 1973). Desde finales del siglo XIX, cuando los funcionarios y eruditos empezaron a aceptar la debilidad de China frente a Occidente, el debate político e intelectual había girado en torno a la cuestión fundamental de cómo hacer de China un país rico, fuerte y unido. En esta búsqueda se empezó a afirmar de manera creciente que las reformas políticas, económicas y militares habían de venir acompañadas por una transformación de las normas sociales y culturales. De hecho, la idea de una Revolución Cultural había ocupado un lugar central en la mente de la intelligentsia china desde comienzos del siglo XX. Así, Liang Qichao, durante sus años de exilio en Japón a comienzos de siglo, instaba a que se instruyera a un «nuevo pueblo» (xinmin) que fuera independiente, disciplinado y con espíritu cívico. Los intelectuales del Cuatro de Mayo, durante la década de 1910, condenaban las actitudes tradicionales y las costumbres sociales, y propugnaban que se inculcara el espíritu democrático y científico a la gente como un requisito previo al cambio político; como Mao, hacían hincapié, pues, en la importancia primordial de la «conciencia correcta» y del cambio cultural-intelectual para hacer historia (Meisner, 1999: 295). Para Mao, por tanto, la Revolución Cultural no fue sólo una táctica para eliminar a sus oponentes en la jerarquía del partido o un intento de reavivar el activismo de las masas (especialmente el de la juventud) con el fin de erradicar el revisionismo en el seno del partido, sino también un medio de «proletarizar» la conciencia de la gente, requisito previo para la destrucción tanto de la cultura feudal como de la cultura burguesa moderna y para el logro de una sociedad socialista. En este sentido, el concepto de Revolución Cultural de Mao difería del de Lenin tras la revolución bolchevique de 1917, que aludía a un proceso gradual, dirigido por los intelectuales y la clase obrera urbana avanzada (y que dependía de la consolidación previa de una economía industrial moderna), orientado a hacer la cultura burguesa anterior a 1917 más accesible a las masas «atrasadas» (ibíd.: 296-298). Un historiador ha señalado, no obstante, que Mao se mostraba renuente a identificar a los burócratas revisionistas del partido y del gobierno como una nueva clase dirigente, dado que eso habría implicado la necesidad de una revolución política, y no sólo cultural. Desde esta perspectiva la Revolución Cultural era, en última instancia, más «reformista» que revolucionaria, dado que Mao presuponía que a la mayoría de sus oponentes en el partido se les podía «remodelar» ideológicamente (ibíd.: 307).
El hecho sigue siendo, no obstante, que la Revolución Cultural desencadenó una oleada de desorden y de violencia a menudo gratuita, y otros estudios recientes han prestado menos atención a los debates políticos de finales de la década de 1950 y principios de la de 1960 entre los líderes del partido como Mao y Liu Shaoqi, para pasar a centrarse en el impacto a largo plazo de las políticas del partido sobre los grupos sociales, así como en las acciones y los programas de los propios actores locales, para explicar el caos de la Revolución Cultural.
Así, por ejemplo, un estudio sobre la Revolución Cultural en Shanghai atribuye las causas de la violencia masiva de 1966-1968 a tres conjuntos de medidas administrativas de la década de 1950, destinadas a manipular a la gente con una serie de objetivos a corto plazo, pero que con el tiempo causaron malestar y frustración (White, 1989). En primer lugar, el partido etiquetó a la gente según su procedencia de clase, creando con ello distintos grupos de estatus en la sociedad: quienes llevaban la etiqueta de «clase buena» aventajaban a los de «clase mala» en cuanto a asignación de puestos de trabajo, vivienda, educación y atención sanitaria. En segundo término, se asignó a todo el mundo a «unidades de trabajo» (danwei), al mando de los jefes del partido locales (o monitores oficiales). Dado que la unidad de trabajo gobernaba todos los aspectos de la vida de un individuo (perspectivas laborales, vivienda, atención sanitaria), surgió un sistema de «clientelismo» en el que la obediencia y la deferencia resultaban esenciales. En tercer lugar, el partido legitimó la violencia (además de instigar el temor entre la población) mediante el uso de amenazas y de intimidación durante las campañas masivas dirigidas contra grupos concretos y que aspiraban a erradicar determinados «males» o «vicios» de la sociedad; entre estas campañas se incluyeron la de 1951 contra los «contrarrevolucionarios» (principalmente aquellos que habían sido miembros del Guomindang o que habían servido en los ejércitos de Guomindang); la campaña de las «Tres Anti» (.sanfan), de 1951, que aspiraba a denunciar la corrupción y el despilfarro entre los miembros del partido, los burócratas y los directores de las fábricas, y la campaña de las «Cinco Anti» (wufan), de 1952, que se dirigía específicamente contra los industriales y hombres de negocios que habían permanecido en el cargo después de 1949, y a los que se acusó de soborno, evasión de impuestos y robo de propiedades estatales (Spence, 1999a: 509-513). La legitimación por parte de Mao de la rebelión y la protesta en 1966 dio luz verde, pues, al surgimiento de agravios y resentimientos acumulados, y sirvió para agravar las profundas escisiones que ya existían en la sociedad (White, 1991; Harding, 1991).
Como ha señalado un estudioso, la Revolución Cultural se inició en los campus universitarios, y la reforma del sistema de enseñanza había sido uno de los objetivos de Mao al lanzar el movimiento (Pepper, 1991; 1996: 352-364); y precisamente en el ámbito de la enseñanza existía otra fuente de malestar y de resentimiento. Diversos estudios sobre la educación comunista a partir de 1949 han señalado que, ya desde un primer momento, y a pesar de la retórica oficial relacionada con la necesidad de fomentar la cooperación en las aulas, en las escuelas de secundaria urbanas surgió un áspero y potencialmente dañino clima de competencia, debido a que el valor moral de un estudiante se consideraba un importante criterio de progreso, un fenómeno al que se ha aludido como «virtuocracia» (Shirk, 1982: 4). El uso de tales criterios «virtuocráticos» no sólo era subjetivo y, a menudo, arbitrario, sino que también generaba resentimientos ocultos en la medida en que los estudiantes competían entre sí para demostrar su activismo y sus credenciales morales a través de la vigilancia mutua y de la crítica pública a los propios colegas (ibíd.: 13-15, 57; Unger, 1982: 95). Dicha competencia se vio exacerbada a partir de finales de la década de 1950 por la disminución de las oportunidades de progresar más allá del nivel de la escuela secundaria y por las limitadas perspectivas de empleo urbano (tanto la asignación de universidad como la del puesto de trabajo estaban controladas por el partido).
Por otra parte, la situación se vio complicada por el hecho de que, junto a los criterios de las creencias y acciones de un individuo, las escuelas destacaban también la «rojez» individual o la clase social de origen de la familia como criterio de progreso. El uso de las etiquetas de clase se resucitó a partir de 1962 (basándose en el estatus económico del padre o el abuelo de una persona tres años antes de la Liberación), y aún se alentó más la competencia debido a que una forma de ganar aceptación como activista (y, por tanto, de tener la posibilidad de ser elegido miembro de la Liga Comunista Juvenil, un requisito esencial para la enseñanza superior y la asignación de puestos de trabajo) para quienes procedían de una «clase mala» consistía en criticar a los compañeros de curso en público; esta situación alimentó tanto el oportunismo como el escepticismo (Shirk, 1982: 91, 183). No resulta sorprendente que quienes procedían de una «clase buena», especialmente los hijos de los revolucionarios y los cuadros del partido, trataran de defender su posición privilegiada haciendo hincapié en la absoluta importancia del origen de clase como determinante del comportamiento político (un concepto al que durante la Revolución Cultural se aludía como «teoría del linaje»). El propio Mao vacilaba entre estos dos criterios, aunque en 1965 su atención se centró una vez más en el rendimiento político individual. Esto supuso que durante la Revolución Cultural el uso de los términos «proletario» y «burgués» se hiciera cada vez más arbitrario y personalizado.
Un estudio sobre la enseñanza en Cantón ha ilustrado aún más la feroz competencia para acceder a las mejores escuelas de secundaria —conocidas como escuelas «punto clave» (zhongdian)— y universidades a principios de la década de 1960 (Unger, 1982). Mientras que los jóvenes de clase trabajadora tendían a concentrarse en las escuelas de enseñanza media más pobres, los hijos de las familias de «clase media» (es decir, los intelectuales) y de «clase mala» (esto es, los antiguos capitalistas y terratenientes) competían con los hijos de los revolucionarios y los cuadros del partido en las escuelas «punto clave» para acceder a la universidad (ibíd.: 23-38). En los inicios de la Revolución Cultural, los estudiantes procedentes de la clase buena (a muchos de los cuales no les había ido demasiado bien académicamente) utilizaron las críticas de Mao al sistema de enseñanza «revisionista» —a causa de su elitismo y de su indebido énfasis en los criterios académicos «burgueses»— para criticar abiertamente a los profesores y directores por mostrar preferencia por los estudiantes de clase media y mala, y por atribuir demasiada importancia a los resultados de los exámenes académicos (a la vez que se condenaba también a las escuelas «punto clave» como «pequeñas pagodas de tesoros»). Los estudiantes procedentes de la clase media, sin embargo, se unieron también a la crítica a las autoridades escolares para demostrar su activismo, y a principios de 1967 habían formado sus propias unidades de la Guardia Roja (conocidas como Guardias Rojos Rebeldes), en contraposición a los Guardias Rojos Leales, donde se integraban los estudiantes de clase buena. Irónicamente, los Guardias Rojos Rebeldes tendieron a ser más radicales en su denuncia de la autoridad del partido (y quienes insistieron en su mayor lealtad a Mao) que los Guardias Rojos Leales, con quienes frecuentemente entraron en conflicto. A las filas de los Guardias Rojos Rebeldes se unirían asimismo los estudiantes de clase trabajadora, que también se sentían desfavorecidos por el sistema (ibíd.: 102-126).
Varios estudios recientes sobre el activismo obrero durante la Revolución Cultural —especialmente en Shanghai, el único centro urbano donde los líderes de las organizaciones obreras de masas realmente tomaron el poder, si bien sólo durante breve tiempo— han subrayado también el surgimiento espontáneo de organizaciones obreras populares que trataban de actuar de forma autónoma y colectiva defendiendo sus propios intereses (Perry y Li, 1997; Sheehan, 1998: 103-138). Aunque algunas de dichas organizaciones se hallaban vinculadas a las autoridades del PCC, otras no debían nada a los líderes del partido y cuestionaban la autoridad de éste o planteaban exigencias socioeconómicas concretas como la de poner fin a la división entre trabajadores permanentes y temporales. Este activismo recurrió a una subcultura de disensión y oposición cuyos orígenes se remontaban a la década de 1920 y que persistió más allá de 1949.
Hay aún otro aspecto de la violencia de la Revolución Cultural, sugerido por un nuevo estudio sobre el matrimonio y el divorcio en la RPC (Diamant, 2000), donde se argumenta que las distintas concepciones del comportamiento conyugal y sexual «adecuado» configuraron diversas críticas y formas de acción colectiva. La «sexualización de la crítica política» (por la que la propaganda del partido vinculaba la conducta sexual al estatus de clase) significaba que un ataque a la cultura burguesa capitalista podía transformarse en una condena de la conducta sexual de otras clases. Los puritanos jóvenes urbanos que integraban la Guardia Roja solían lanzar feroces ataques a personas (como, por ejemplo, profesores o funcionarios destacados del partido) acusadas de contravenir los códigos sexuales (ibíd.: 282-292).
Finalmente, se ha descrito el fundamento de la Revolución Cultural como el intento de desenmascarar y purgar —al estilo estalinista— a los «centristas capitalistas» y a los «enemigos ocultos» (Walder, 1991: 42-46). La persecución y la violencia consiguientes no fueron, pues, aberraciones o desviaciones de los ideales originales, sino más bien el resultado natural de la mentalidad política maoísta (más influida por la cultura política estalinista de la década de 1930 de lo que hasta ahora se ha reconocido) y del objetivo intrínseco del movimiento de salvar al socialismo de las fuerzas subversivas nacionales e internacionales. Por otra parte, los radicales de toda laya implicados en la Revolución Cultural se tomaron en serio esos temores de «conspiración oculta», que dejarían de ser meramente un pretexto para vencer a los oponentes o fomentar determinados intereses particulares de grupo. Inevitablemente, sin embargo, surgió la confusión acerca de cuál era la identidad exacta de los «enemigos de clase»: podían ser miembros de las antiguas clases «explotadoras», funcionarios del partido o del gobierno corruptos, antiguos críticos de la política del partido, o, incluso, personas que disfrutaban de un estilo de vida privilegiado. Aunque algunos grupos radicales (normalmente vinculados a las organizaciones del partido e integrados por personas de la «clase buena») consideraban que el peligro provenía de fuera de las filas revolucionarias, donde se estaban infiltrando las antiguas clases explotadoras o personas vinculadas a países extranjeros, otros (principalmente de clase media o trabajadora) hacían hincapié en el deterioro de los ideales revolucionarios en el seno del partido; un grupo más pequeño dentro de este conjunto, conocido como la Alianza Proletaria Provincial (shengwulian), condenaba íntegramente el sistema de poder y privilegios, y hablaba de una «burguesía roja» que gobernaba el país (ibíd.: 57-59).
El proceso gradual de reconstrucción del partido se inició en abril de 1969, en su noveno congreso, cuyo tema principal fue precisamente el de la reconstrucción. También se reabrieron las escuelas y universidades, aunque no se restauraron los exámenes de entrada a la universidad (abolidos al principio de la Revolución Cultural); los potenciales estudiantes habían de ser ahora recomendados por sus unidades de trabajo basándose en criterios políticos, y se esperaba que antes de entrar en la facultad realizaran un trabajo manual durante algún tiempo (Meisner, 1999: 362-363). En 1970, Mao, claramente incómodo con la influencia generalizada del ELP, aprobó la subordinación de los comités revolucionarios dominados por el ELP a unos recién (re)formados comités del partido (que se establecieron en todas las provincias entre diciembre de 1970 y agosto de 1971), y pidió la rehabilitación de los cuadros anteriores a la Revolución Cultural purgados en 1966-1968. Es posible que Lin Biao considerara esas medidas como un intento de reducir la influencia del ELP y, en consecuencia, como una amenaza a la base de su poder. Las críticas de Mao al modo de actuar «arrogante» y «descuidado» del ELP (especialmente en lo relativo a su participación en la Campaña para
Purificar las Filas de Clase), así como la destitución de algunos de los colaboradores de Lin de la Comisión de Asuntos Militares del partido en 1971, no hicieron sino añadir más tensión a las relaciones entre ambos (ibíd.: 376-384).
Hubo otras dos fuentes de desacuerdo. En marzo de 1970, Mao había declarado que el cargo de presidente del estado (vacante desde la muerte de Liu Shaoqi) debería eliminarse de la constitución; pero en el pleno de Lushan, celebrado en agosto de 1970, Lin trató sin éxito de restaurar el cargo, un paso —han afirmado algunos historiadores— que ilustraba las ambiciones de Lin de convertirse en jefe del estado (MacFarquhar, 1991). En cualquier caso, los recelos de Mao con respecto a Lin parecieron aumentar tras el pleno de Lushan. También se produjeron desacuerdos en relación al cambio en la política exterior acaecido a partir de 1970. Mao consideraba cada vez más que la «hegemonía» soviética constituía la mayor amenaza existente a la paz mundial, especialmente tras la invasión rusa de Checoslovaquia en 1968 y los choques fronterizos ocurridos en 1969 entre tropas chinas y soviéticas, en las fronteras nororientales de China, que habían estado a punto de degenerar en una guerra abierta (Robinson, 1991). Al mismo tiempo, Mao declaraba que podría resultar deseable un acuerdo táctico con Estados Unidos, cuya intención de retirarse de Vietnam parecía reducir su carácter de amenaza. El cambio de orientación de Mao se reflejó en el llamamiento a la coexistencia pacífica y a las relaciones amistosas entre estados con diferentes sistemas sociales por parte del primer ministro, Zhou Enlai. Lin se opuso a aquella orientación, argumentando que la oposición al imperialismo debía ser la piedra angular de la política exterior de China (Yahuda, 1978: 221).
A pesar de los recelos de Lin, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, fue recibido extraoficialmente en abril de 1971 con el objetivo de preparar el camino a una visita oficial a China del presidente Richard Nixon al año siguiente. En octubre de 1971 se puso fin radicalmente al aislamiento diplomático de China durante la Revolución Cultural cuando la Asamblea General de la ONU votó en favor de la admisión de la República Popular como estado miembro (hasta entonces, el lugar de China en la ONU había sido ocupado por Taiwan, que, con el apoyo de Estados Unidos, afirmaba representar al gobierno legítimo de China). Para cuando Nixon se convirtió en el primer presidente estadounidense que visitaba la República Popular, en febrero de 1972, Lin Biao había desaparecido de la vida pública. La visita de Nixon inició un proceso gradual de normalización de las relaciones chino-norteamericanas tras varias décadas de hostilidad mutua; Nixon reconoció oficialmente a
Taiwan como parte de China (afirmando el interés estadounidense en «una solución pacífica a la cuestión de Taiwan por parte de los propios chinos») y en principio aceptó retirar a las fuerzas norteamericanas de la isla (Yahuda, 1978: 228-231; Spence, 1999a: 595-600). En muchos aspectos, el restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos constituyó uno de los más importantes legados de la era maoísta (Pollack, 1991).
¿Y qué había sido de Lin Biao? Según informes oficiales de la RPC que no se hicieron públicos hasta julio de 1972, el conflicto de Lin con Mao había alcanzado su punto culminante en septiembre de 1971, cuando Lin y sus seguidores habían tratado de organizar un golpe de estado y el asesinato de Mao. La conspiración fracasó, y aparentemente Lin Biao resultó muerto al estrellarse en Mongolia el avión en el que viajaba (posiblemente en ruta hacia la Unión Soviética). Hasta hoy, el «asunto Lin Biao» sigue estando envuelto en el misterio (sobre todo porque su cuerpo nunca fue oficialmente identificado). Por otra parte, un reciente replanteamiento del papel de Lin durante la Revolución Cultured ha cuestionado el punto de vista oficial de la RPC (del que también se hicieron eco los observadores occidentales) de que la desmesurada ambición de Lin le hizo embarcarse en una lucha de poder con Mao, afirmando que Lin se vio obligado a adquirir prominencia nacional a su pesar, que su papel durante la Revolución Cultural fue esencialmente pasivo, y que no fue un izquierdista intransigente en cuestiones de política exterior o de política económica. En última instancia, y según este replanteamiento, Lin fue una víctima de los caprichos de Mao y de las manipulaciones de su propia familia (su esposa y su hijo), que sí fueron ambiciosos por él (Teiwes y Sun, 1996: 4-9, 126, 131-132, 163). Curiosamente, en fecha reciente algunos historiadores del partido han empezado a pedir una visión más equilibrada del papel de Lin en la revolución, que tenga debidamente en cuenta sus logros como comandante militar durante la guerra contra Japón y la guerra civil.
Lo que sí está claro, sin embargo, es que, de ser el más estrecho «compañero de armas» y decidido sucesor de Mao, en 1972 Lin Biao había pasado a ser anatematizado como traidor y renegado. Tal cambio de actitud no sólo vino a aumentar la confusión y el escepticismo del pueblo (especialmente a raíz de la grotescamente retorcida propaganda que aspiraba a justificarla), sino que asimismo destruyó la fe popular en la infalibilidad de Mao.
El período comprendido entre 1971 y la muerte de Mao, en 1976, presenció una lucha feroz por la dirección política entre radicales y pragmatistas (MacFarquhar, 1991; Meisner, 1999: 392-407). Los radicales estaban encabezados por Jiang Qing (que en 1969 se convirtió en miembro del Politburó) y sus colaboradores Wang Hongwen (un antiguo obrero textil de Shanghai, elegido miembro del Politburó en 1973), Zhang Chunqiao (que alcanzó un papel prominente como presidente del Comité Revolucionario de Shanghai en 1967, y en 1973 fue elegido miembro del Comité Permanente del Politburó) y Yao Wenyuan (un periodista del partido, elegido miembro del Politburó en 1969). Posteriormente se aludiría a este grupo como la «Banda de los Cuatro» después de que sus integrantes fueran purgados en 1976. Los pragmatistas, por su parte, apoyaban al primer ministro, Zhou Enlai, que había salido ileso de la Revolución Cultural a pesar de la crítica a la que le sometió la Guardia Roja en 1967. En 1973, Zhou logró utilizar su influencia para rehabilitar a Deng Xiaoping, que fue nombrado primer viceprimer ministro; asimismo, en enero de 1975 fue elegido miembro del Comité Permanente del Politburó.
Jiang Qing y sus partidarios disentían con frecuencia de las políticas de Zhou y Deng, que veían como una desviación de los ideales de la Revolución Cultural. En particular, criticaban la política de rehabilitación de los cuadros del partido purgados durante la revolución; el énfasis de Zhou en el desarrollo económico y científico a expensas de la ideología, ilustrado por su estrategia a largo plazo denominada de las «Cuatro Modernizaciones» (agricultura, industria, defensa nacional, y ciencia y tecnología), que había propuesto originariamente en 1964, pero de la que se trató con más detalle en el cuarto congreso del partido, celebrado en enero de 1975; y la reintroducción de unos exámenes de acceso a la universidad en los que se hacía especial hincapié en los criterios académicos. Asimismo, y en sintonía con la apertura al mundo de China tras el aislamiento diplomático de finales de la década de 1960, Zhou y Deng pusieron en marcha una estrategia económica que favorecía el crecimiento orientado a las exportaciones (constituidas principalmente por materias primas) y la importación de tecnología del mundo capitalista. Los radicales percibieron dicha estrategia como una traición al venerado concepto de la independencia.
Los radicales lograrían una victoria parcial a principios de 1976, cuando evitaron que Deng asumiera el cargo de primer ministro tras la muerte de Zhou Enlai, en enero. El puesto de primer ministro en funciones pasó a Hua Guofeng, viceprimer ministro y ministro de Seguridad Pública, quien anteriormente había sido el jefe del partido en la provincia de Hunan. Las políticas de Deng fueron cada vez más criticadas por los medios de comunicación del partido (sobre los que los radicales ejercían una considerable influencia), y sus tres documentos políticos del otoño de 1975 pidiendo la racionalización de la industria, el fortalecimiento de la autoridad administrativa, un uso más extensivo de la tecnología extranjera, la revitalización de la enseñanza superior y la captación de intelectuales mediante el aumento de su estatus, se calificaron como las «tres hierbas venenosas». En abril de 1976, Deng fue acusado de alentar las revueltas de Tiananmen, en que miles de habitantes de Pekín protestaron agriamente por la retirada de las coronas de flores (siguiendo órdenes de los radicales) que habían sido depositadas en el monumento a los mártires de la revolución, en la plaza de Tiananmen, en memoria del recientemente fallecido Zhou Enlai. Deng fue nuevamente destituido de sus cargos. La victoria de los radicales, sin embargo, duraría poco.
El año 1976 llegó a conocerse como un año de «desastre natural y desgracia humana» (tianzai renhuo). A comienzos de año murió Zhou Enlai, que había sido primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores desde el establecimiento de la República Popular. En julio tuvo lugar la muerte de Zhu De, cofundador —junto con Mao— del Ejército Rojo en la década de 1920 y comandante del ELP en la década de 1940 y principios de la de 1950. Ese mismo mes, un enorme terremoto sacudió Tangshan (situada a unos 170 kilómetros al sureste de Pekín), en el que perdieron la vida más de 650.000 personas. En septiembre falleció el propio Mao después de una larga enfermedad, durante la cual no había desempeñado ningún papel significativo en la política del país. La muerte de Mao marcó el final de una época en la moderna historia de China, pero su legado resultó ambivalente. Había forjado una estrategia revolucionaria que llevó al PCC al poder y dio como resultado la creación de la República Popular China. Después de varias décadas de caos interno, desunión y guerra civil, y de un siglo de explotación e injerencias imperialistas, China era de nuevo un estado-nación auténticamente independiente y unificado. En palabras de Mao, China «finalmente se había levantado». Pero a partir de mediados de la década de 1950 Mao se había situado cada vez más por encima del partido, convencido de que sus ideas y su visión bastaban para guiar a China en su camino al socialismo. El resultado lógico de ello fue la puesta en marcha de la Revolución Cultural, que constituía un ataque a gran escala al mismo partido que él había ayudado a construir. Aunque Mao confiaba en crear una nueva sociedad socialista, la Revolución Cultural trajo la violencia y el caos a las ciudades, así como un indecible sufrimiento para miles de intelectuales, escritores y artistas, acusados de revisionistas.
En términos económicos, el balance de la era maoísta presenta resultados mixtos. Un historiador considera que el desarrollo económico de China se puede comparar favorablemente con el de Rusia, Alemania y Japón en etapas paralelas de industrialización (Meisner, 1999: 417); así, por ejemplo, la producción industrial entre 1952 y 1977 creció a una tasa media anual del 11,3 %, un índice de crecimiento tan elevado como el alcanzado por cualquier país durante un período comparable de la época moderna (ibíd.: 415), si bien habría que señalar que dicho incremento se logró al precio de unos índices de inversión extremadamente altos: entre 1970 y 1976 la inversión representó el 31-34 % de la renta nacional (Joseph, Wong y Zweig, 1991: 7). De forma más ambivalente, al final de la era maoísta la RPC era una potencia nuclear y fabricaba misiles balísticos intercontinentales (tras haber realizado su primera prueba atómica en 1964 y haber lanzado su primer satélite en 1970). Los últimos años de la época maoísta presenciaron también una expansión del comercio exterior y un aumento en las importaciones de tecnología extranjera: entre 1969 y 1975, por ejemplo, el valor del comercio exterior aumentó de los 4.000 millones a los 14.000 millones de dólares anuales, mientras que entre 1972 y 1975 la RPC importó plantas industriales enteras (valoradas en 2.800 millones de dólares) de Japón y Europa occidental.
Por su parte, cuando murió Mao los trabajadores urbanos habían ganado muy poco. A principios de la década de 1970, por ejemplo, se habían anulado innovaciones de la Revolución Cultural tales como la eliminación de normas y papeleos «irrazonables» en la organización de las fábricas y la participación obrera en la gestión (a través de los comités revolucionarios de fábrica). El sistema anterior a la Revolución Cultural, basado en la explotación de trabajadores temporales y en contrata, seguía estando vigente, así como la estructura salarial básica. A mediados de la década de 1970 cundió el malestar obrero, con paros y huelgas de brazos caídos especialmente graves en la ciudad de Hangzhou (hasta el punto de que hubo que enviar al ejército a restaurar el orden). Las organizaciones sindicales oficiales del PCC (desmanteladas durante la Revolución Cultural) también habían sido restauradas en 1973, reemplazando o absorbiendo a los congresos representativos de los trabajadores establecidos durante la revolución (Meisner, 1999: 363-366).
El crecimiento agrícola durante la era maoísta fue más modesto que el de la industria, manteniendo apenas el mismo ritmo que el incremento medio de población anual (ibíd.: 416). Durante la propia Revolución Cultural la organización rural apenas se vio afectada a pesar del fomento del «radicalismo agrario» durante esa época (Zweig, 1991: 64-65). Éste implicaba un intento de limitar las parcelas privadas, de restringir los mercados rurales y de hacer de la brigada de producción (en lugar del equipo) la unidad contable; el símbolo de dicho «radicalismo agrario» fue la brigada de producción de Dazhai, en la provincia de Shanxi, donde las cuestiones laborales se determinaban mediante discusión pública y compromiso ideológico, y cuyo líder campesino, Chen Yonggui, fue elegido miembro del Politburó en 1973 (significativamente, con la llegada de las reformas del mercado y de la descolectivización a partir de 1978, el modelo de Dazhai sería rechazado, y Chen —que era, en el mejor de los casos, un representante simbólico— fue destituido del Politburó). De hecho, y tal como ha señalado un estudio, la política rural durante la Revolución Cultural (en términos de organización y de extracción de cereales) fue «notablemente estable» (Yang, 1996: 241). El equipo de producción siguió siendo la unidad contable, mientras que numerosas unidades rurales restauraron subrepticiamente algún tipo de sistema de responsabilidad familiar, previamente adoptado en el período inmediatamente posterior al Gran Salto Adelante, pero suprimido con el inicio de la Revolución Cultural.
Lo que sí se dio durante la Revolución Cultural, sin embargo, fue un resurgimiento de la política de industrialización del campo puesta en práctica con el Gran Salto (Meisner, 1999: 359-361; 378-379). Durante este período proliferaron las pequeñas fábricas productoras de cemento, hierro en lingotes y fertilizantes químicos. En 1976 la industria rural era responsable del 50 % de toda la producción de fertilizantes, así como de una parte significativa de la maquinaria agrícola; a finales de la década, 800.000 empresas industriales rurales, junto con 90.000 estaciones hidroeléctricas, daban empleo a 24 millones de trabajadores y producían el 15 % del valor bruto de la producción industrial (Wong, 1991: 183). También se asignaron más recursos médicos y educativos a las áreas rurales: a mediados de 1970 el personal paramédico rural superaba el millón de personas, mientras que entre 1966 y 1976 también se incrementaron las matriculaciones en las escuelas primarias (Meisner, 1999: 360-362). Dado que hacia el final de la era maoísta cerca de 20 millones de campesinos se habían convertido en obreros industriales a tiempo completo o parcial, resulta evidente que el proceso de «proletarización» del campesinado —que, según afirma un estudio, no empezó hasta la puesta en marcha de las reformas posmaoístas bajo el gobierno de Deng Xiaoping (Zweig, 1989)— en realidad se había iniciado ya durante los últimos años de la vida de Mao.
Políticamente, y como en el caso de los trabajadores urbanos, la Revolución Cultural no significó la transformación de la vida campesina. Aunque al comienzo de la Revolución Cultural se habían establecido comités tripartitos (integrados por campesinos pobres, cuadros del partido y soldados desmovilizados del ELP) encargados de regir las comunas y las brigadas, en última instancia éstos estaban subordinados a los restaurados comités del partido, cuyos líderes solían ser los mismos que los de los comités tripartitos. Las asociaciones de campesinos pobres y de clase media baja también se reactivaron, pero sólo se convocaban a voluntad de los comités del partido.
El sucesor de Mao en la presidencia del partido fue Hua Guofeng (en abril de 1976 había sido nombrado vicepresidente primero), que conservó también su cargo de primer ministro. Evidentemente, los radicales esperaban que Hua fuera un mero testaferro que les permitiría controlar la política. Sin embargo, dado que los radicales estaban en minoría en el Politburó y que su influencia en la burocracia y en el ejército seguía siendo limitada (si bien conservaban el control sobre determinados órganos de propaganda del partido), su posición seguía siendo vulnerable. Apenas un mes después de la muerte de Mao, Hua, con el apoyo de los militares, había logrado hacer arrestar a la Banda de los Cuatro bajo la acusación de intentar un golpe de estado (aparentemente Jiang Qing y Zhang Chunqiao habían tratado de conseguir el apoyo de las milicias urbanas de Shanghai en su enfrentamiento con Hua). En julio de 1977 se habían restituido sus antiguos cargos a Deng Xiaoping, quien además era nombrado vicepresidente del partido. Así, se habían sentado ya las bases para un cambio de dirección radical.