Toda la nación se inclina ahora hacia […] una forma republicana de gobierno […] Al observar la naturaleza de las aspiraciones del pueblo averiguamos la voluntad del Cielo […] Reconocemos los signos de la época, y hemos comprobado la tendencia de la opinión popular; y ahora, con el emperador a nuestro lado, investimos a la nación de la soberanía popular, y decretamos el establecimiento de un gobierno constitucional sobre una base republicana [citado en Irons, 1983: 35].
Así, la dinastía Qing, que había gobernado China desde 1644, desapareció de la escena cuando la regente, la emperatriz viuda Longyu, anunció oficialmente la abdicación de la dinastía en febrero de 1912, en nombre del emperador Puyi, que entonces tenía seis años de edad. La caída de la dinastía Qing había sido presagiada el anterior mes de octubre, cuando un motín militar en Wuchang (provincia de Hubei) había desencadenado rápidamente revueltas antidinásticas y maniobras políticas en el centro y sur de China. A partir de entonces China se convirtió oficialmente en una república, señalando así el final de una tradición imperial cuyo origen se remontaba al siglo ni a. C. y que había otorgado enormes poderes a los emperadores. Sin embargo, y a diferencia de las revoluciones inglesa, francesa y rusa, no hubo ejecuciones entre la realeza. Al ex emperador y su familia más próxima se les permitió seguir residiendo en la Ciudad Prohibida, donde estaba situado el palacio imperial, y el nuevo gobierno republicano les proporcionó un subsidio anual.
Diversos estudios recientes (por ejemplo, Rawski, 1996, 1998; Crossley, 1997) han contribuido sobremanera a comprender de manera más detallada y compleja la dinastía Qing, que desapareció de forma tan ignominiosa en 1912. Al mismo tiempo, un creciente corpus de obras datadas a partir de finales de la década de 1960 (por ejemplo, Wright, 1968; Bastid, 1980; Schoppa, 1982; Duara, 1988; Bailey, 1990; Thompson, 1995) han puesto de relieve los cambios políticos, sociales y culturales a largo plazo realizados durante las últimas décadas de la dinastía (y que trascendieron a la desaparición de la propia dinastía), durante mucho tiempo enmascarados por el aparente fracaso de ésta a la hora de afrontar los desafíos internos y externos planteados durante el siglo XIX y por su intento finalmente abortado, a partir de 1900, de fortalecer los fundamentos del gobierno dinástico a través de una serie de reformas.
La dinastía Qing fue una de las más fructíferas de China. Sus gobernantes eran manchúes, originariamente una serie de tribus de cazadores seminómadas conocidas como jurchen, que con el tiempo pasaron a dedicarse a la agricultura y al comercio de larga distancia en lo que actualmente es el noreste de China (más allá de la Gran Muralla que tradicionalmente había separado China de sus vecinos). Bajo el capacitado liderazgo de Nurgaci (1559-1626), estas tribus nororientales se unieron en una formidable fuerza de combate. Los partidarios de Nurgaci y sus familias se encuadraban en ocho Banderas (cada una de ellas bajo la dirección de uno de los hijos de Nurgaci), que servían para proporcionar reclutas para las campañas de Nurgaci además de realizar tareas administrativas como los censos de la población; más tarde, en la década de 1630 y principios de la de 1640, se crearon otras dieciséis Banderas que incorporaron a seguidores tanto mongoles como chinos (estos últimos reclutados entre las tropas chinas estacionadas en la región fronteriza nororiental). En un intento de vincular sus ambiciones a los logros de sus antepasados jurchen, en 1616 Nurgaci se nombró a sí mismo emperador de los Ultimos Jin (en 1122-1234 los jurchen habían establecido una dinastía en el norte de China conocida como Jin), y en 1625 creó una capital en Mukden (la actual Shenyang, en la provincia de Liaoning). Durante el reinado de Abahai (1592-1643), las tribus jurchen fueron rebautizadas como manchúes, y en 1636 se adoptó el nuevo título dinástico de Qing (literalmente, «puro»). Mientras se realizaban incursiones aún más audaces a través de la frontera con China, Abahai fue creando poco a poco una administración civil en su capital, que, modelada según las prácticas chinas, empleaba también a prisioneros chinos.
La reinante dinastía Ming (1368-1644) estaba poco preparada para hacer frente a la creciente amenaza manchú en su frontera nororiental. Una sucesión de emperadores débiles e indecisos, la corrupción y las luchas entre facciones en el seno de la burocracia, y el creciente malestar campesino como consecuencia del hambre y los onerosos tributos, habían debilitado gravemente a la dinastía. Cuando una rebelión campesina a gran escala, encabezada por Li Zi— cheng, dio como resultado la toma de Pekín en 1644 y el suicidio del emperador Ming, los manchúes aprovecharon la oportunidad y entraron en China prometiendo restaurar la paz y la estabilidad. Con la ayuda de los comandantes militares chinos, alarmados ante el desorden y la anarquía en Pekín y en otros lugares, los manchúes derrotaron a Li Zicheng y proclamaron el reinado de los Qing sobre toda China. Sin embargo, hasta varias décadas después los Qing no lograrían finalmente consolidar su dominio sobre el conjunto del país: la resistencia leal a los Ming persistió en el sur hasta 1662, y en la isla de Taiwan hasta 1683 (cuando ésta fue incorporada a la provincia de Fujian).
En el establecimiento inicial de su dominio, los gobernantes Qing se mostraron a la vez duros y acomodaticios. Sus súbditos chinos, por ejemplo, se vieron obligados a adoptar el peinado manchú (con la frente afeitada y el pelo recogido en una larga trenza, o coleta, en la parte de atrás). La población china y la «elite conquistadora» (que incluía a manchúes, mongoles y chinos «abanderados», es decir, los que militaban bajo cada una de las Banderas del ejército) se hallaban estrictamente segregadas, y las guarniciones de las Banderas, que albergaban a los abanderados y sus familias, estaban situadas en zonas estratégicas clave para mantener el control militar; se suponía que los abanderados no participaban en el comercio local (se mantenían gracias a estipendios pagados por el gobierno), mientras se desaconsejaban los matrimonios entre manchúes y chinos. A mediados del siglo XIX, sin embargo, la mayoría de las guarniciones eran meros «campamentos mantenidos en un nivel de subsistencia» (Crossley, 1990: 120). Los estipendios de los abanderados se fueron reduciendo progresivamente, y a partir de la década de 1860 los residentes de las guarniciones podían solicitar al gobierno su incorporación a oficios tales como la carpintería y la tejeduría. En vísperas de la revolución de 1911, sólo uno de cada veinte abanderados registrados seguía tratando de mantenerse como soldado (ibíd.: 148). Curiosamente, los primeros gobernantes Qing también trataron de evitar la emigración china a las fértiles regiones agrícolas del noreste (que consideraban su patria ancestral); a finales del siglo XIX, la población y las presiones migratorias acabarían haciendo tal prohibición prácticamente superflua.
Al mismo tiempo, al insistir en que ellos eran los legítimos herederos de la dinastía Ming y prometer que gobernarían de acuerdo con las normas y prácticas de gobierno chinas, los soberanos Qing fueron ganando poco a poco la aceptación de las élites autóctonas.
En particular se garantizó la continuidad del estatus de la clase de los funcionarios-eruditos. Esta clase derivaba su prestigio del éxito en los exámenes de la administración pública (que se remontaban a la dinastía Song, en 960-1279), los cuales se basaban en textos clásicos asociados a la filosofía de Confucio (551-479 a. C.) y sus seguidores, y se utilizaban para reclutar a los miembros de la burocracia del gobierno. En un sentido más amplio, estos aristócratas-eruditos se percibían a sí mismos como los guardianes ilustrados y morales de la tradición confuciana, que hacía hincapié en la importancia del gobierno humanitario, la educación, el decoro social y ritual, el respeto por el pasado y los propios ancestros, y la piedad filial. Los Qing prometieron mantener la ortodoxia confuciana y en 1646 restauraron los exámenes de la administración pública, a la vez que patrocinaban obras literarias a gran escala y aprobaban el establecimiento de academias confucianas (.shuyuan). Esta asimilación de la clase de los aristócratas-eruditos fue paralela al empleo de chinos en los puestos burocráticos. En la capital, por ejemplo, cada una de las seis juntas administrativas se hallaba bajo la dirección conjunta de un chino y un manchú. Con la evolución de la dinastía, los puestos de gobernador (a cargo de una provincia) y de gobernador general (a cargo de dos o más provincias) pasaron a ser desempeñados principalmente por chinos, o por abanderados chinos, mientras que los puestos de funcionarios locales (como el de magistrado de distrito) fueron monopolizados íntegramente por chinos.
Bajo el reinado de tres destacados emperadores —Kangxi (r. 1661-1722), Yongzheng (r. 1723-1735) y Qianlong (r. 1735-1796)— los Qing iniciaron un período de estabilidad y prosperidad económica que duró la mayor parte del sigloxviii. La agricultura alcanzó probablemente su grado más elevado de desarrollo con la introducción de nuevos cultivos comestibles (como la batata, el maíz y el sorgo) y comerciales (como el algodón, el té, el tabaco y la caña de azúcar), que cubrieron las necesidades de una población en rápido crecimiento y contribuyeron a la expansión de las redes comerciales y de una sofisticada cultura urbana (especialmente en el delta del Yangzi). Tras un período, durante el reinado de Kangxi, en el que se había prohibido el comercio costero (debido a temores relacionados con la seguridad en una época en la que los partidarios de los Ming seguían activos a lo largo de la costa meridional), el siglo XVIII presenció un floreciente comercio marítimo que abastecía la creciente demanda occidental de productos de artesanía china (como, por ejemplo, porcelana o trabajos de lacado) y de té; se ha calculado que la mitad de la plata importada a Europa desde México y Sudamérica entre finales del siglo XVI y comienzos del XIX se utilizó para adquirir dichos productos (Gernet, 1996: 487). Asimismo, durante todo el siglo XVIII los juncos comerciales chinos mantuvieron una ubicua presencia en el sureste de Asia. La pasión suscitada entre las elites europeas durante la primera mitad del siglo XVIII por los objetos de arte, los muebles y los diseños de jardín chinos (todo ello conocido como arte chinesco) vino acompañada de exaltados elogios al gobierno racional y humanitario de China por parte de notables sabios como Voltaire, profundamente influenciados por el tono positivo de las cartas e informes enviados desde China por los misioneros jesuítas que habían viajado hasta allí a finales del siglo XVI y que durante el reinado de Kangxi habían trabajado en la corte como astrónomos y cartógrafos.
Durante el reinado de Qianlong, el control Qing se amplió a Mongolia, el Tibet y el Turkestán (que en 1884 se convertiría en la provincia de Xinjiang), mientas que los reinos vecinos como Corea, Vietnam, Nepal y Siam reconocieron la superioridad política y cultural del imperio Qing enviando regularmente misiones «tributarias» a la corte. En el apogeo de su extensión territorial, en 1760, el imperio Qing era, pues, uno de los mayores y más refinados del mundo (junto con los imperios otomano y mogol).
Como señala un reciente estudio (Crossley, 1997: 8-10), es un error pensar en los Qing simplemente como en una «dinastía» china o, siquiera, manchú, dado que tal noción enmascara las complejidades políticas y culturales del gobierno Qing. En realidad, los Qing presidieron un imperio pluralista y multiétnico en el que las personas que hablaban lenguas no chinas y se adherían a religiones distintas se hallaban en pie de igualdad con los chinos étnicos, o han (Rawski, 1998: 1-8). Por otra parte, convencionalmente se explicaba el éxito Qing en términos de una supuesta «sinización», es decir, que se percibía que las dinastías conquistadoras no chinas que en diferentes ocasiones a lo largo de la historia habían gobernado parte de China —o toda ella— habían adoptado las formas y prácticas de gobierno chinas, y habían sido absorbidas por la cultura china, una cultura «superior». Sin embargo, el reciente acceso a diversas fuentes documentales revela que los soberanos Qing no se consideraban a sí mismos chinos, sino que, más bien, a través de sus instituciones y rituales estatales aspiraban a preservar una identidad cultural diferenciada (Rawski, 1996, 1998), aunque habría que señalar que el surgimiento de una identidad y una cultura manchúes estuvo inextricablemente unido al desarrollo de un estado manchú en la década de 1630, bajo el liderazgo de Abahai, y el intento de Qianlong en el siglo XVIII de estandarizar la lengua y los registros genealógicos manchúes (Crossley, 1990: 5-7; 1994: 340-378; 1997: 6-8).
En realidad, la razón del éxito Qing hay que buscarla en la capacidad de los gobernantes de esta dinastía para llegar a sus distintos grupos étnicos y religiosos de partidarios. Por una parte, por ejemplo, se presentaban como gobernantes confucianos modélicos con el fin de ganarse la aceptación de las elites de funcionarios-eruditos chinos. Emperadores como Kangxi emplearon a tutores confucianos chinos, promulgaron edictos llamando al cumplimiento de los valores confucianos ortodoxos (como la armonía familiar, la piedad filial y el respeto por la educación), y, en sintonía con el mandato confuciano de que los soberanos debían prestar atención al sustento del pueblo, en 1712 fijaron las tasas de la contribución territorial. Asimismo, y dentro de China propiamente dicha, los gobernantes Qing aprobaron una «misión civilizadora» confuciana entre las minorías indígenas de las provincias suroccidentales y centrales (Rowe, 1994). Por otra parte, los gobernantes Qing patrocinaron y promovieron el budismo lamaísta, practicado tanto en el Tibet como en Mongolia; el emperador Qianlong incluso se retrataba a sí mismo como el modelo de emperador budista (cakravartin), cuyas acciones en nombre de Buda impulsarían al mundo hacia la siguiente etapa en la salvación universal.
A principios del siglo XIX el imperio Qing se enfrentó a una serie de graves problemas internos. Los últimos años del reinado de Qianlong vinieron marcados por la complacencia y la corrupción en todos los niveles de la burocracia. Esto llevó, por ejemplo, a la malversación de fondos del gobierno destinados al mantenimiento de obras públicas como canales y diques de irrigación, lo que exacerbó sobremanera los desastres naturales de la sequía y las inundaciones, que en China habían sido siempre frecuentes (Wakeman, 1975: 102-106; Mann Jones y Kuhn, 1978). Asimismo, desde que se fijaron las tasas de la contribución territorial (recaudando sólo las cuotas provinciales cuando se registraban nuevas tierras, algo que en la práctica raras veces se hacía), los gastos destinados al gobierno local, como los salarios para los magistrados de distrito, tradicionalmente mal remunerados, se compensaron mediante recargos «consuetudinarios», a menudo impuestos arbitrariamente y que tendían a incrementarse con el tiempo, añadiéndose así a las cargas de un campesinado ya de por sí bastante apurado.
Por otra parte, la paz y la estabilidad del siglo xvni habían dado como resultado un enorme incremento de la población, que superaba, con mucho, la cantidad de tierra cultivable. Generalmente se acepta que la población se duplicó durante el transcurso del sigloxviii, pasando de alrededor de 150 millones a más de 350 millones de personas; a mediados del siglo XIX esta cifra había aumentado a 430 millones. En comparación, la población europea aumentó de 144 millones en 1750 a 193 millones en 1800 (Ho, 1959: 270; Hucker, 1975: 330; Gernet, 1996: 488). La competencia por los recursos de la tierra provocó un violento conflicto entre los recién llegados colonos chinos y las minorías indígenas en provincias como Guizhou, Sichuan y Hunan. A finales del siglo XVIII y principios del XIX estallaron una serie de revueltas que vaciaron las arcas del gobierno (ya considerablemente mermadas por las expediciones militares del emperador Qianlong a Birmania, Nepal y Vietnam) y revelaron la ineficacia de las Banderas militares, acostumbradas desde hacía tiempo a la paz interior. La más graves de todas fue la rebelión del Loto Blanco (el Loto Blanco era una milenaria secta laica budista), que afectó a las provincias de Sichuan, Shanxi y Hubei entre 1804 y 1805. Dado que las Banderas resultaron ineficaces a la hora de aplastar la rebelión, la corte Qing se vio obligada a comprometer su monopolio militar apoyándose en milicias organizadas por la aristocracia local.
Los problemas de la dinastía Qing se vieron complicados por la aparición de una amenaza nueva y potencialmente mucho más peligrosa, la de un Occidente en expansión que exigía agresivamente privilegios comerciales y de explotación. Aunque los comerciantes portugueses y españoles habían aparecido en la costa meridional de China ya en los siglos XVI y xvn, sólo a principios del XIX los comerciantes occidentales (especialmente británicos) empezarían a llegar en gran número. Desde mediados del sigloxviiila corte Qing había restringido el comercio marítimo al puerto de Cantón (provincia de Guangdong), debido más a la preocupación por las cuestiones de seguridad y al deseo de mantener una estricta supervisión oficial que a una oposición al comercio en sí. En 1792-1793 se envió una misión diplomática británica encabezada por Lord Macartney a la corte de Qianlong, con el propósito de obtener una ampliación del comercio y el fin de las restricciones al comercio ya permitido en Cantón. Dado que las peticiones de Macartney fueron rechazadas de plano, convencionalmente se ha descrito este encuentro como un choque entre una China inmóvil, autosuficiente y culturalmente arrogante, y una nueva potencia en auge que representaba los ideales modernos y dinámicos del progreso industrial y el libre comercio (Peyrefitte, 1993). Otros estudios recientes (Waley-Cohen, 1993; Hevia, 1995) han señalado, sin embargo, que los soberanos Qing no eran necesariamente ciegos a los beneficios de la tecnología occidental (lo que evidenciaba su utilización de los conocimientos de los jesuítas en cartografía, en astronomía e incluso en la fundición de cañones); por otra parte, la actitud de Qianlong frente a la misión de Macartney y sus peticiones estuvo tan condicionada por las consideraciones políticas internas (es decir, la necesidad de mantener la credibilidad Qing entre la elite de eruditos confucianos) como por el hecho de que Macartney no observara el protocolo apropiado. En cierto sentido, resultaría más apropiado ver el encuentro como un choque entre dos imperios en expansión, cada uno de ellos con pretensiones de universalismo.
La enérgica «apertura» de China se inició con la guerra del Opio, en 1840-1842, causada por la agresiva respuesta británica a los intentos de los funcionarios chinos de erradicar el lucrativo negocio del opio, en el que participaban los comerciantes británicos. El posterior Tratado de Nankín (1842) cedía la isla de Hong Kong a Gran Bretaña, abría cinco «puertos francos»[2] (Cantón, Shanghai, Ningbo, Fuzhou y Xiamen) al comercio británico sin restricciones, permitiendo también la residencia de los ingleses, y obligaba a la corte Qing a pagar una importante indemnización. Un tratado complementario, establecido un año después, fijaba los derechos de importación en una media del 5% ad valorem, permitía a los cañoneros británicos atracar en los puertos francos, otorgaba a los residentes ingleses el privilegio de la extraterritorialidad (es decir, que únicamente estaban sujetos a la jurisdicción de sus propios cónsules), e incluía una «cláusula de nación más favorecida», obligando al gobierno Qing a garantizar que cualquier futura concesión económica otorgada a una sola potencia extranjera se habría de hacer extensiva a todas las demás. Estados Unidos y Francia firmaron tratados similares en 1844. Aunque a comienzos del siglo XX los nacionalistas chinos habrían de condenar estos y otros tratados posteriores como «desiguales» (debido a que se impusieron por la fuerza, se inmiscuían en la soberanía china y otorgaban derechos y concesiones que no eran recíprocos), es importante señalar que en 1842 la corte Qing no los contemplaba desde esta perspectiva, racionalizándolos como mecanismos orientados a restringir la actividad occidental a unos pocos puertos en los que los extranjeros disfrutaban del privilegio, generosamente concedido, de comerciar.
Sin embargo, la presencia occidental siguió creciendo durante todo el siglo XIX. Como resultado de nuevas hostilidades con Gran Bretaña y Francia entre 1856 y 1860, la corte Qing se vio obligada a otorgar más concesiones; se abrieron nuevos puertos francos, se concedió el derecho a navegar tierra adentro por el Yangzi, se permitió a los misioneros viajar, hacer prosélitos y poseer tierras en el interior (así como disfrutar del privilegio de la extraterritorialidad), y se establecieron legaciones extranjeras permanentes en la capital. Anteriormente, en 1853, cuando la agitación de la rebelión Taiping (véase más adelante) amenazaba con hundir a Shanghai y afectaba a los intereses económicos occidentales en la zona, las potencias occidentales se habían apoderado de la administración del servicio aduanero marítimo; esa práctica se extendió luego, en la década de 1860, a los demás puertos francos. Por otra parte, en una serie de puertos francos las potencias lograron delimitar áreas «de concesión» en las que ejercían la jurisdicción legal y controlaban la administración local. Las mayores de estas áreas de concesión eran el Asentamiento Internacional (bajo control británico) y la Concesión Francesa en Shanghai (Feuerwerker, 1983fo).
Mientras tanto, los Qing hubieron de luchar con una serie de rebeliones internas a mediados del siglo XIX, la más seria de las cuales fue la rebelión Taiping (1850-1864). Encabezada por Hong Xiuquan (1814-1864), que procedía de un grupo étnico minoritario del sur de China conocido como los hakkas (descendientes de los colonos chinos que habían emigrado desde el norte a partir del siglo XII) y que había establecido contacto con misioneros protestantes en Cantón, la rebelión forjó una ideología que fusionaba la doctrina cristiana con los ideales utópicos tradicionales chinos. Basándose inicialmente en el apoyo de la comunidad hakkas, pronto se unieron al movimiento millones de campesinos sin tierra, artesanos desempleados y obreros del transporte. Hong propugnaba el derrocamiento de la dinastía extranjera Qing, y en 1853 había logrado establecer en Nankin la capital del Taiping Tianguo (Reino Celeste de la Gran Paz). La incapacidad de las Banderas Qing para sofocar la rebelión obligó a la corte a confiar en milicias armadas regionales organizadas y dirigidas por la elite de funcionarios-eruditos chinos, que veían en la propaganda anticonfuciana y en los ideales igualitarios del movimiento Taiping una amenaza al orden moral y social (Kuhn, 1978). En su calidad de poderosos funcionarios provinciales, a los comandantes de las milicias se les permitió apropiarse de las rentas del gobierno central e, incluso, imponer nuevos tributos para financiar sus ejércitos. Aunque en cierto sentido este hecho significó una relajación del control central, no fue en absoluto presagio de un avance del nacionalismo. Los funcionarios provinciales que mandaban las milicias que finalmente derrotaron al movimiento Taiping en 1864 se consideraban a sí mismos, y seguían siendo, leales sirvientes del trono (se podría señalar en este sentido que el más prominente de dichos funcionarios, Zeng Guofan, disolvió su milicia, conocida como el Ejército Humano, poco después de sofocar la rebelión); además, la corte conservó el poder de nombrar, trasladar y destituir a los funcionarios provinciales hasta 1911.
En respuesta a la amenaza planteada por las revueltas internas —además de la rebelión Taiping, los Qing hubieron de enfrentarse a una revuelta de campesinos-bandidos errantes conocidos como Nian, entre 1851 y 1868, en la zona septentrional central de China, y a una rebelión musulmana en el noroeste, entre 1862 y 1873— y las continuas presiones externas, varios funcionarios de la corte y provinciales (muchos de los cuales habían participado en la represión de la rebelión Taiping) promovieron diversas medidas institucionales y militares (conocidas como «autofortalecimiento») con el propósito de revigorizar el orden sociopolítico y apuntalar las defensas del país. Así, además de prestar atención a la necesidad de llevar a la práctica los ideales tradicionales del gobierno confuciano (especialmente en las áreas devastadas por la rebelión), reduciendo las cargas tributarias territoriales, asegurando la eficacia de las obras públicas e insistiendo en la probidad moral del funcionariado, la corte Qing aprobó en 1861 el establecimiento de un proto-Ministerio de Asuntos Exteriores (el Zongli Yamen), destinado específicamente a tratar con las potencias occidentales, la apertura de escuelas de lenguas extranjeras en Shanghai (1862) y Cantón (1864), y la construcción de arsenales en Shanghai, Nankín y Tianjin para fabricar armamento de tipo occidental, así como la de un astillero naval (con una escuela de formación adscrita) en Fuzhou, en 1866. Más tarde se abrieron sendas academias —una militar y una naval—, en Tianjin (1885) yenNankín (1890).
Durante las décadas de 1870 y 1880, el alcance de este movimiento de «autofortalecimiento» se amplió aún más con la creación de modernas empresas supervisadas por funcionarios y dirigidas por comerciantes, como la Compañía Naviera China de Mercantes de Vapor, en 1872; esta empresa, que se beneficiaba de subvenciones oficiales y de la protección burocrática, aspiraba concretamente a competir con las líneas de barcos de vapor extranjeras que en aquella época monopolizaban el comercio costero. Funcionarios como Li Hongzhang (1823-1901), comandante clave de una de las milicias que lucharon contra el movimiento Taiping y posteriormente gobernador generad de la provincia metropolitana de Zhili, entre 1870 y 1895, subrayaban la importancia del desarrollo económico y defendían la explotación de los recursos minerales, la construcción de ferrocarriles y la creación de industrias de fabricación. La moderna actividad minera del carbón se inició en 1876; la primera línea telegráfica se estableció en 1879, uniendo Tianjin con la costa; el primer ferrocarril empezó a funcionar en 1881, partiendo de la mina de carbón de Kaiping (abierta en 1877), en el norte de China, y la Fábrica de Tejidos de Algodón de Shanghai inició su producción de hilos y tejidos fabricados a máquina en 1882.
Al mismo tiempo, la década de 1870 presenció un cambio significativo en la percepción oficial de los chinos que habían emigrado al sureste de Asia y a las Américas. En contraste con las anteriores actitudes oficiales, que habían comparado a los chinos establecidos en el extranjero con rebeldes, piratas y traidores que habían abandonado el abrazo de la civilización china, en la década de 1870 los funcionarios Qing manifestaron una preocupación creciente por la situación de sus compatriotas, especialmente la de los jornaleros reclutados por los occidentales en los puertos francos para trabajar (vinculados por contratos que les obligaban a hacerlo durante un período de tiempo determinado a cambio del pasaje) en las minas y plantaciones del sureste de Asia, las Indias Occidentales británicas, la Cuba española, Australia y California. Una investigación realizada en 1873-1874 por los Qing de las condiciones de vida de los jornaleros chinos que trabajaban en Cuba llevó a la firma de un tratado con España en 1877 y al establecimiento de un consulado chino en La Habana. La necesidad de proteger los intereses de los emigrantes chinos fue también un factor importante en la creación de la primera misión diplomática china permanente en Estados Unidos (en 1878) y la posterior apertura de consulados en San Francisco y Nueva York. Asimismo, se establecieron embajadas chinas en Gran Bretaña (1877), Japón (1878) y Rusia (1879).
Las derrotas militares chinas a manos de Francia en 1885 (en una guerra en la que se disputaba la influencia en Vietnam), y, especialmente, a manos de Japón diez años después, que consolidó la hegemonía japonesa en Corea, se suelen citar como una prueba dramática del fracaso del «autofortalecimiento». En general, éste se había visto obstaculizado por su carácter descoordinado y por la falta de planificación a largo plazo. Así, por ejemplo, cada proyecto se iniciaba y dirigía por unos pocos funcionarios provinciales que en cualquier momento podían ser trasladados como resultado de las rivalidades entre facciones en la corte; dichos proyectos resultaban también vulnerables a los caprichos de un sistema fiscal ineficaz. Además, la emperatriz viuda Cixi (que había asumido la regencia en nombre de su sobrino, el emperador Guangxu, tras la muerte de su propio hijo, el emperador Tongzhi, en 1875), sensible en todo momento a las advertencias de los funcionarios conservadores en el sentido de que el «autofortalecimiento» podía minar el orden tradicional confuciano, se debatía con frecuencia entre el apoyo al cambio y la defensa del statu quo. Un estudio pionero sobre las décadas de 1860 y 1870 (Wright, 1957) sostenía que los esfuerzos de «autofortalecimiento» estaban en última instancia condenados al fracaso porque las necesidades de la modernización se hallaban fundamentalmente reñidas con los presupuestos y las prácticas confucianos (los cuales, se decía, tenían una noción limitada del cambio y menospreciaban la actividad comercial, el comercio exterior y la maquinaria moderna).
Los estudios realizados a partir de la década de 1970 se han alejado de este presupuesto determinista de que el confucianismo y la modernización eran incompatibles, señalando que hubo otros factores, como el impacto del imperialismo occidental o la debilidad estructural de la economía, que afectaron al resultado final del «autofortalecimiento», o bien cuestionando el punto de vista de que el confucianismo representaba un corpus de pensamiento estático y homogéneo (Bailey, 1998: 4-13). Diversos estudios recientes, asimismo, se muestran menos preocupados por la cuestión de por qué el movimiento «fracasó» que por analizar los cambios a más largo plazo en el pensamiento reformista, el desarrollo comercial y la construcción del estado moderno durante la segunda mitad del siglo XIX.
La década de 1890 representa un punto de inflexión clave en la evolución del pensamiento reformista, un proceso que había anticipado el impacto occidental desde la década de 1840 en adelante. A comienzos del siglo XIX, por ejemplo, los eruditos asociados a la Escuela de Política Práctica (jingshi) propusieron una serie de reformas administrativas e insistieron en que se juzgara al gobierno por su utilidad y eficacia (Pong, 1994: 16). En las décadas de 1860 y 1870, la preocupación por la creciente presencia occidental en China animó a los eruditos y funcionarios a utilizar, en sus propuestas de reforma, términos como shouhui liquan (recuperación de los derechos económicos) y shangzhan (guerra comercial), que aludían a la necesidad de que China compitiera con Occidente por la obtención de beneficios económicos y desarrollara la industria y el comercio para apartar los intereses económicos extranjeros. Algunos historiadores (Sigel, 1976, 1992; Pong, 1985) sugieren que esto representaba los inicios de un nacionalismo económico o comercial, que anticipaba el nacionalismo de carácter más amplio que se desarrollaría en los primeros años del siglo XX, cuando las elites aristocráticas, los comerciantes y los estudiantes denunciaron la falta de ecuanimidad del sistema de tratados desiguales, los privilegios económicos extranjeros y el trato sufrido por sus compatriotas emigrados fuera del país (Iriye, 1967; Wright, 1968; Sigel, 1985). Este nacionalismo comercial quedaba muy bien ilustrado en los escritos de Ma Jianzhong (1845-1900), un reformista católico chino que estudió en Francia a finales de la década de 1870 y más tarde se convirtió en consejero de Li Hongzhang. Ma defendía el aumento de las exportaciones, el desarrollo de líneas de ferrocarril y la explotación de los recursos minerales para poder recuperar los «derechos económicos» de China y permitir a los comerciantes chinos competir vigorosamente con las empresas occidentales; también fue el primero en proponer la creación de un servicio diplomático profesionalmente formado para aumentar el prestigio de China en el extranjero (Bailey, 1998).
Otros pensadores de mente reformista como Feng Guifen (1809-1874) propugnaron, a partir de la década de 1860, una mayor participación de las elites locales en la administración de sus propias áreas (Kuhn, 1975), mientras que aun otros, como Wang Tao (1828-1897), el primer erudito chino que pasó un largo período en Europa (entre 1868 y 1870), llamaban la atención sobre las virtudes de las instituciones de gobierno y las prácticas occidentales a la hora de armonizar los intereses de los gobernantes y el pueblo (Cohen, 1974). A principios de la década de 1890, varios textos reformistas aludían positivamente a las asambleas representativas y parlamentos de Occidente, además de plantear dudas sobre lo adecuado de unos presupuestos tradicionales que apuntalaban la cosmovisión «sinocéntrica» en la era de los modernos estados-nación (Hao, 1969; HaoyWang, 1980).
Sin embargo, dos acontecimientos ocurridos en la década de 1890 aumentaron dramáticamente la sensación de urgencia que experimentaban los reformistas. El intento de la corte Qing de reafirmar su tradicional influencia en Corea desembocó en un conflicto con Japón en 1894-1895, que concluyó con una humillante derrota. La Paz de Shimonoseki, que puso fin a la guerra, otorgaba a Japón los mismos privilegios de los que disfrutaban en China las potencias occidentales, además de garantizarle el derecho a establecer sus propias fábricas en los puertos francos, cuyos productos estarían exentos de los impuestos internos chinos (debido a la «cláusula de nación más favorecida», este derecho se extendía automáticamente a las demás potencias). Además, se cedía a Japón la isla de Taiwan (que administrativamente formaba parte de la provincia de Fujian), que seguiría siendo una colonia japonesa hasta el final de la segunda guerra mundial. Se confirmó el dominio japonés en Corea, y en 1910 el país había sido oficialmente anexionado como colonia japonesa. Todo esto representó un profundo choque psicológico para la clase de los funcionarios-eruditos chinos, acostumbrados desde hacía tiempo a ver a Japón, con cierto aire de superioridad, como un respetuoso discípulo de la cultura china, pero al que ahora veían adoptar los modelos occidentales en su programa de modernización y participar en el sistema de tratados impuesto a China por Occidente (Howland, 1996: 1-3). Asimismo, para algunos eruditos la derrota a manos de Japón en 1895 ilustró gráficamente la marginación de China en el mundo: Liang Qichao (1873-1929), uno de los más importantes pensadores de principios del siglo XX, señalaba que la guerra había «despertado a China de un letargo de cuatro mil años» (Yu, 1994: 138).
El otro acontecimiento traumático de la década de 1890 fue la «carrera de concesiones» de 1897-1898, como se denominó a la adquisición de territorios arrendados (en los que se extinguía la soberanía china) a lo largo de la costa de China por parte de las potencias en un intento de incrementar su presencia política y económica y de ganar «esferas de influencia». En aquella época la corte Qing resultaba especialmente vulnerable, ya que las enormes indemnizaciones que le había impuesto la Paz de Shimonoseki le habían obligado a depender de créditos extranjeros; a partir de 1895, las potencias utilizarían cada vez más esa influencia para pedir concesiones ferroviarias y mineras. El proceso se inició en 1897, cuando Alemania, como reacción ante la muerte de dos misioneros alemanes en la provincia de Shandong, forzó a la corte Qing a conceder un arrendamiento por un período de noventa y nueve años del puerto de Qingdao (en la bahía de Jiaozhou) y el área circundante en Shandong. Al mismo tiempo, Alemania obtuvo el derecho a construir tres líneas férreas (una de las cuales iría desde la capital de la provincia, Jinan, hasta Qingdao) y a explotar los recursos minerales de cada una de esas rutas. Con el trasfondo geopolítico de una creciente rivalidad imperialista en el este de Asia, otras potencias siguieron el ejemplo y pidieron también territorios en arriendo y concesiones ferroviarias. Así, Rusia, que ya en 1896 había obtenido el derecho a construir un ferrocarril a través de la Manchuria septentrional (que se conocería como Ferrocarril de China Oriental), obtuvo un arrendamiento por un período de veinticinco años de la península de Liaodong, en el sur de Manchuria, así como el derecho a construir una rama meridional del ferrocarril (que pasaría a conocerse como Ferrocarril del Sur de Manchuria); Gran Bretaña obtuvo un arrendamiento por un lapso de veinticinco años de Weihaiwei, en la coste del norte de
Shandong, y otro por un período de noventa y nueve años de los Nuevos Territorios, que se añadieron a la península de Kowloon (adquirida por Gran Bretaña en 1860 como parte de la colonia de Hong Kong); y Francia obtuvo el arrendamiento de Guangzhouwan, en la provincia de Guangdong. La adquisición de estos territorios en régimen de arrendamiento vino respaldada por un acuerdo mutuo entre las potencias. A muchos funcionarios y eruditos chinos les pareció que el país estaba a punto de ser «troceado como un melón», y expresaron sus temores de que China se convirtiera en otra Polonia, que en el siglo xvni se había desintegrado a base de particiones.
Un grupo de reformistas radicales asociados a Kang Youwei (1858-1927), un pensador cantonés con una fuerte conciencia de tener una misión moral, iniciaron una campaña de agitación en favor de un cambio radical. Kang había encabezado ya un movimiento de protesta en 1895, cuando él y otros candidatos que habían ido a Pekín a realizar los exámenes para obtener el denominado «título metropolitano» enviaron una petición expresando su consternación por los términos establecidos por la Paz de Shimonoseki e instando a continuar la guerra. La petición subrayaba también la necesidad de reformas fundamentales (Kwong, 1984: 85-91). A finales de la década de 1880 y durante la de 1890, Kang escribió una serie de textos donde se reinterpretaban radicalmente las enseñanzas confucianas con el fin de justificar la reforma política e institucional. Así, por ejemplo, en una obra titulada Kongzi gaizhi kao («Confucio como innovador institucional»), completada en 1897-1898, Kang afirmaba que el propio Confucio era un visionario innovador y de ideas avanzadas (antes que un preservador de las tradiciones pasadas), y que habría aprobado entusiásticamente un cambio radical con el fin de «adaptarse a los tiempos» (Chang, 1980: 287-289; Kwong, 1984: 108-111). Citando un comentario algo marginal como un texto confuciano clave, Kang señalaba que Confucio había concebido una evolución progresiva en tres eras, que culminaría en una comunidad mundial utópica (datong). Kang identificaba la segunda de las tres eras de Confucio (la «era de la paz que se aproxima», en la que prevalecería la armonía entre gobernantes y gobernados) con la suya propia, y sostenía que su manifestación política era una monarquía constitucional. En un memorial dirigido al trono a finales de 1897, Kang proponía que todos los asuntos de estado se transfirieran a un parlamento encargado de su deliberación y decisión (Hsiao, 1975: 204). La visión de Kang de la tercera y última era, la «era de la paz universal», se describía en una obra utópica que inició en la década de 1880 y que no se publicaría íntegramente hasta después de su muerte, en 1935 (Thompson, 1958). Reflexionando sobre lo que un historiador ha calificado de profunda y coherente creencia en un «universalismo» moral que trascendía la comunidad nacional (Chang, 1987: 21-65), Kang describía un mundo futuro en el que todas las fronteras nacionales, raciales y de sexos se habrían disuelto; entre sus predicciones concretas se incluían el establecimiento de un gobierno mundial con su propio ejército, la sustitución del matrimonio convencional por «contratos» de un año renovables, la cría de los hijos en instituciones públicas y la fusión física de los pueblos a través del matrimonio interracial (Thompson, 1958).
Algunos de los seguidores de Kang, incluyendo a Liang Qichao, también habían tenido ocasión de propagar ideas radicales en la provincia central de Hunan, en 1897-1898. El gobernador provincial, Chen Baozhen, apoyó una serie de proyectos de modernización como la creación de una Oficina de Minas y la construcción de una línea telegráfica; asimismo, en 1897 aprobó la creación de la Academia de Asuntos Actuales (shiwu xuetang), que combinaba los conocimientos chinos y occidentales, y empleó a Liang y a otros reformistas como instructores (Lewis, 1976: 43-56; Chang, 1980: 301-305). La atmósfera radical que rodeaba a la Academia no tardó en despertar los recelos y, luego, la hostilidad de la elite aristocrática local más conservadora. Liang, por ejemplo, promovía el concepto de derechos del pueblo (minquan), que se relacionaba con su naciente noción de una comunidad nacional (chun, literalmente, «agrupación») caracterizada por el dinamismo colectivo, y que representaba un alejamiento de la cosmovisión confuciana y un ataque a la jerarquía social (Chang, 1971: 98-107). Anteriormente, Liang había sugerido ya que las escuelas y asociaciones de estudio podían constituir ámbitos de discusión pública y, por tanto, actuar como precursores institucionales de las asambleas y parlamentos. Curiosamente, en esa ocasión (inmediatamente después de que Qingdao pasara a manos alemanas) Liang sugería también que Hunan debía declararse temporalmente «independiente», permitiendo a la provincia desempeñar un papel pionero en la reforma y proporcionar la base de la futura revigorización del país (Esherick, 1976: 15). Tan Sitong (1864-1898), otro pensador radical asociado a Kang Youwei, se hallaba también en Hunan en esa época en una misión oficial. Hijo de un gobernador provincial, en 1897 Tan publicó una obra titulada Renxue («Exposición de la benevolencia»), donde se criticaban las jerarquías sociales y de sexo adoptadas por la ortodoxia confuciana y se postulaba un igualitarismo radical que cuestionaba la legitimidad moral de la propia relación entre soberano y súbdito (Chang, 1980: 299-300; Kwong, 1984: 117-121; Chang, 1987: 78-99). Al basarse como lo hacía en ideas budistas, así como en conceptos de la ciencia occidental (y dado que implicaba la posibilidad de comparación entre China y las civilizaciones occidentales), los críticos conservadores percibieron en la visión de Tan un peligroso relativismo cultural.
Para mediados de junio de 1898 la Academia de Asuntos Actuales había sido cerrada, y las enseñanzas de Kang Youwei reprimidas en toda la provincia, irónicamente en una época en la que el movimiento reformista estaba empezando a despegar en la capital. Una de las consecuencias a largo plazo del abortado movimiento reformista de Hunan fue una escisión entre la elite aristocrática. La alienación que sentían quienes habían apoyado la reforma radical (como los estudiantes de la Academia de Asuntos Actuales) se apresuraron a buscar nuevas vías de instigar el cambio, incluyendo la acción militante en alianza con las sociedades secretas tradicionales (Lewei, 1976: 87, 97; Esherick, 1976: 21-32), una táctica que sería adoptada por Sun Yat-sen en su movimiento revolucionario antidinástico (véase más adelante). Mientras tanto, la elite aristocrática más conservadora de la provincia iba a implicarse de manera creciente en un limitado programa de modernización destinado a potenciar su influencia política y económica (Lewis, 1976: 68-69; Esherick, 1976: 18-19).
Durante un breve período del verano de 1898 (conocido como «los Cien Días»), Kang Youwei y sus seguidores pudieron acceder directamente al emperador Guangxu, que había asumido el gobierno personalmente en 1889 tras la regencia de su tía, la emperatriz viuda Cixi. En 1898 Kang redactó tres memoriales, que, a diferencia de los que había elaborado anteriormente, llegaron a manos del emperador en persona. En ellos Kang urgía al emperador Guangxu a tomar medidas resueltas para emular los esfuerzos en la construcción de la nación realizados por Pedro el Grande en la Rusia del sigloxviii(Price, 1974: 45), así como los del emperador Meiji en Japón a partir de 1868, y proponía abiertamente la convocatoria de una asamblea nacional y la creación de una Oficina de Reorganización Gubernamental encargada de preparar los anteproyectos de la reforma administrativa (Chang, 1980: 323). El 11 de junio, el emperador Guangxu promulgó un edicto declarando su decisión de poner remedio a la debilidad de la dinastía, y el 16 de junio Kang Youwei tuvo su primera audiencia personal con el emperador. Se ha dicho que el sentimiento de impotencia de Guangxu bajo la anterior tutela de Cixi pudo haber alimentado cierta impulsividad en su comportamiento, y que la posibilidad de enmendar los desastres de 1895 y 1897-1898 hizo al emperador particularmente susceptible a las propuestas de Kang (Kwong, 1984: 49-53, 58). A pesar de ocupar un cargo oficial menor en la capital tras haber obtenido recientemente el título metropolitano, a Kang no se le había dado un puesto especial en el Zongli Yamen que le permitiera enviar memoriales directamente al emperador. Las semanas siguientes, el trono promulgó una avalancha de edictos impulsando la creación de una asamblea deliberativa, la abolición de las sinecuras en la burocracia, la introducción de un sistema escolar moderno que incorporara la enseñanza de materias «occidentales» y el establecimiento de oficinas de comercio e industria destinadas a fomentar la innovación y la empresa (Chang, 1980: 285-287; Spence, 1982: 18-21: Kwong, 1984: 169-171). A principios de septiembre, Tan Sitong y otros tres reformistas habían sido nombrados secretarios del Gran Consejo.
La causa de la reforma también se promovió en las asociaciones de estudio dirigidas por la aristocracia (xuehui) que surgieron en la década de 1890 (una de las cuales fue la Sociedad para el Autofortalecimiento, de Kang Youwei, en 1895) y que ponían de manifiesto el creciente activismo público de las elites aristocráticas locales iniciado inmediatamente después de la rebelión Taiping, cuando éstas habían establecido y dirigido oficinas semioficiales que ayudaban a la administración local y supervisaban las medidas de asistencia social y de rehabilitación (Rankin, 1986; Rowe, 1989). Estas asociaciones de estudio —de las que se calcula que entre 1895 y 1898 hubo setenta y seis— constituían un nuevo tipo de asociación voluntaria destinada a movilizar el patriotismo de las elites y a difundir las nuevas ideas del saber occidental y la reforma social (Chang, 1980: 332-333). Dicho activismo de la aristocracia se haría aún más marcado a partir de 1900.
Significativamente, también, este período presenció los inicios de la prensa política. Durante la mayor parte del siglo XIX, el nuevo tipo de prensa periódica (opuesta a las tradicionales gacetas publicadas por la corte, principalmente para informar a los funcionarios de los edictos imperiales) había sido monopolizada por extranjeros residentes en los puertos francos, y estaba destinada a favorecer sus intereses religiosos y comerciales; incluso los primeros periódicos editados en chino (de propiedad extrajera) tendían a ser resúmenes de noticias comerciales y navieras. Los primeros periódicos políticos del nuevo estilo aspiraban a fomentar el «autofortalecimiento» nacional y a informar a un público más amplio que los publicados por la Sociedad para el Autofortalecimiento de Kang; entre 1895 y 1898 aparecieron aproximadamente sesenta de dichos periódicos, muchos de ellos publicados fuera de los centros de dominio extranjero. El número de periódicos aumentó de 100, a finales de la década de 1890, a más de 700, en 1911 (Judge, 1996: 20-23), anticipando de ese modo el boom de la era del Cuatro de Mayo (véase el capítulo 2). En palabras de un reciente estudio, esta prensa política, liderada por «empresarios culturales» que se veían a sí mismos como mediadores entre el gobierno y el pueblo, constituía un «nuevo ámbito intermedio» de discusión y debate que aspiraba, por una parte, a halagar y hacer presión sobre el funcionariado en la causa de la reforma, y, por la otra, a presentar nuevos conceptos políticos y sociales (centrándose en la nación, el poder popular y la opinión pública) ante una audiencia más amplia (íbid.).
Sin embargo, los reformistas de la corte se hallaban constantemente en minoría —a pesar de que un reciente estudio ha señalado que varios funcionarios manchúes inicialmente simpatizaban con la reforma (Crossley, 1990: 167-174)—, y a Kang Youwei en particular se le consideraba un erudito advenedizo que trataba de socavar el confucianismo ortodoxo. Una reacción conservadora hostil alentada por la emperatriz viuda obligó al desafortunado emperador Guangxu a promulgar un edicto, el 21 de septiembre, «pidiendo» a Cixi que supervisara los asuntos de gobierno; esto marcó el retorno de Cixi al gobierno activo tras su «retiro» en 1889 y el final efectivo del movimiento de reforma de los Cien Días (Kwong, 1984: 211). A ello siguió pronto la detención y ejecución de varios reformistas (incluyendo a Tan Sitong), si bien Kang Youwei y Liang Qichao escaparon y finalmente hallaron refugio en Japón, donde continuaron encabezando un movimiento «para proteger al emperador» (baohuang) y llamar la atención sobre la ilegitimidad del gobierno de Cixi (ibíd.: 15-16). El propio Guangxu fue sometido en la práctica a un «arresto domiciliario» en la Ciudad Prohibida, y no volvió a desempeñar ningún papel público hasta su muerte, acaecida en 1908 (irónicamente, un día antes que la de la emperatriz viuda). Muchos de los edictos reformistas fueron anulados, aunque hubo una innovación que sobrevivió: en 1898 la corte había aprobado el establecimiento de un Colegio Imperial basado en el modelo de las universidades occidentales (una idea inicialmente propuesta en 1895). A partir de 1912, éste se transformaría en la Universidad de Pekín (Beida), que llegaría a convertirse en una de las principales instituciones de enseñanza superior del país.
El movimiento reformista de 1898, aunque efímero, marcó una etapa significativa en la moderna historia de China; si bien un estudio ha señalado que el papel y la influencia del propio Kang Youwei se exageraron en gran medida tanto por parte del propio Kang como de sus seguidores en los años posteriores (Kwong, 1984: 101, 196- 200, 228). A diferencia de quienes propugnaron el «autofortalecimiento» en las décadas de 1870 y 1880, los propósitos de los reformistas de 1898 se habían centrado en cambiar la naturaleza de la propia burocracia (y, al menos en lo que se refiere a Kang Youwei, en alentar un papel más activo por parte del emperador), antes que en poner en práctica los cambios a través de los canales burocráticos existentes (Howard, 1969: 7-8). En un sentido más amplio, la década de 1890 puso también de manifiesto el desencanto respecto a las instituciones establecidas, introdujo los conceptos de gobierno representativo y soberanía popular, y engendró un nuevo periodismo (ibíd.: 14). Además, un historiador señala que, al acudir a las ideas occidentales relativas al derecho y a las relaciones internacionales, y al hacer hincapié en la importancia de proteger los derechos de China como nación soberana, Kang Youwei y sus seguidores introdujeron un nuevo enfoque de los asuntos internacionales (a través, por ejemplo, del establecimiento de instituciones que regularan o evitaran futuras intrusiones económicas), calificado de «política exterior nacionalista» (Schrecker, 1969: 43-53). Esta perspectiva difería de los anteriores planteamientos que, o bien aspiraban a ejercer cierto control sobre la actividad exterior en China (enfrentando a las potencias entre sí, u otorgando un papel a los extranjeros en la administración, como en el Servicio Aduanero Marítimo), o bien rechazaban completamente cualquier innovación occidental (con la excepción, quizás, de la esfera de la tecnología militar) en aras de preservar un modo de vida confuciano «puro» (ibíd.).
Con la emperatriz viuda y sus intransigentes partidarios conservadores controlando la política de la corte, en 1900 se tomó la desastrosa decisión de apoyar las actividades de los bóxers (yihequan), grupos de campesinos que practicaban artes marciales, rituales de invulnerabilidad y de posesiones espirituales masivas, y que se oponían a la presencia extranjera en China. Este fenómeno se había originado en la región noroccidental de la provincia de Shandong, en la primavera de 1898, y posteriormente se propagó a la provincia metropolitana de Zhili. Aunque anteriores análisis de los orígenes de los bóxers (basados en las observaciones de algunos funcionarios chinos contemporáneos) hacían hincapié en los vínculos del movimiento con una tradición sectaria secular, diversos estudios más recientes (Esherick, 1987; Cohen, 1997) han subrayado sus raíces concretamente en la cultura popular de la llanura del norte de China y el contexto sociopolítico en el que surgió y se expandió.
La provincia de Shandong era una región agraria notoriamente pobre, vulnerable a desastres naturales como la sequía y las inundaciones (en agosto de 1898, por ejemplo, el Río Amarillo se desbordó, provocando la inundación de casi 8.000 kilómetros cuadrados de tierras de cultivo en la parte noroccidental de la provincia) (Esherick, 1987: 179). Fue también una zona afectada indirectamente por la guerra chino-japonesa de 1894-1895: por una parte, se retiraron las tropas de la provincia para luchar en el frente más al norte, dejando, así, un peligroso vacío en el interior; por otra, una vez acabada la guerra, la desmovilización hizo que muchas de esas mismas tropas se unieran a una población «flotante» cada vez más inestable. La apertura de Yantai, en la costa de Shandong, como puerto franco en 1862 había dejado expuestas también algunas áreas de la provincia a la competencia de importaciones extranjeras como la de hilos de algodón, que afectó negativamente a la hilandería artesana (ibíd.: 69-70).
Asimismo, y quizás de manera más significativa, Shandong presenció una actividad misionera católica cada vez más agresiva en la década de 1890. Los privilegios obtenidos por los misioneros como resultado de los tratados impuestos a los Qing por Gran Bretaña y Francia en 1858 y 1860 (el derecho a poseer tierras y a hacer prosélitos en el interior, y el disfrute de la extraterritorialidad) habían provocado fricciones constantes en la medida en que los misioneros se apropiaban de la tierra y destruían los templos nativos para construir iglesias, y polarizaban las comunidades rurales utilizando su influencia (respaldada a menudo con la amenaza de la fuerza) para apoyar y proteger a sus conversos en las disputas con los no cristianos, además de alentarles a que desistieran de participar en fiestas y ritos comunitarios «idólatras» (Litzinger, 1996: 41-52). En su labor educativa y caritativa, los misioneros competían asimismo directamente con —y provocaban la hostilidad de— las elites locales, acostumbradas desde hacía tiempo a participar en tales ámbitos de la vida pública (en 1899, los misioneros católicos obtuvieron también el derecho a que se les concediera la categoría de funcionarios chinos, y, por tanto, podían presentarse como «iguales» ante los funcionarios provinciales y locales).
Los católicos alemanes de Shandong (que establecieron una nueva misión allí en 1880) eran especialmente activos, ya que tanto ellos como, consecuentemente, el propio gobierno alemán estaban ansiosos por disputar el control monopolista de Francia sobre la actividad católica en China (que incluía el papel de único protector de todos los misioneros católicos) obtenido mediante el tratado de 1860 (Schrecker, 1971: 11-13). En 1895-1896, un grupo conocido como la Sociedad de las Grandes Espadas (dadao hui), originariamente una organización de autoprotección dirigida por terratenientes y campesinos ricos que cooperaba con los funcionarios locales en la represión del bandidaje, participó activamente en diversos ataques a los cristianos chinos locales en el suroeste de Shandong (Esherick, 1987: 86-122). Del mismo modo que en otras partes de China el conflicto entre conversos y población local se originó a menudo en disputas seculares (Sweeten, 1996: 31-36), estos ataques tenían que ver tanto con disputas territoriales (por ejemplo, los arrendatarios podían convertirse para poder negarse a pagar el arrendamiento) o con el hecho de que los bandidos solían declararse católicos para escapar a la represión, como con la hostilidad a los cristianos chinos como tales. Sin embargo, fue en esta región donde murieron asesinados dos misioneros alemanes en noviembre de 1897, lo que proporcionó al gobierno alemán el pretexto para exigir la cesión del arrendamiento de Jiaozhou (es interesante observar, no obstante, que en 1896 la Armada Imperial alemana había señalado la bahía de Jiaozhou como un área adecuada para la ocupación) (Schrecker, 1971:23-31).
Dado que el grupo de las Grandes Espadas se hallaba bajo el control de la elite terrateniente, que mantenía estrechos vínculos con el funcionariado local, cuando se tomó la decisión de suprimir sus actividades (debido a la presión extranjera) sus miembros se dispersaron fácilmente. El conflicto entre chinos cristianos y no cristianos, sin embargo, estalló también en el noroeste de la provincia, en 1898. Fue allí donde surgió un grupo originariamente conocido como Boxeadores[3] del Espíritu (shenquan); a diferencia de los Grandes Espadas, que afirmaban ser invulnerables a las balas gracias a las técnicas de las artes marciales y otros rituales, los Boxeadores del Espíritu pretendían poseer tal invulnerabilidad merced a una forma de posesión espiritual masiva (jiangshen futí), por la cual los individuos eran poseídos por dioses surgidos de la ópera popular (como el Rey Mono). En cierto sentido, los Boxeadores se veían a sí mismos como si representaran las virtuosas y heroicas batallas de los dioses contra las fuerzas del mal que tan frecuentemente se describían en las mencionadas óperas populares. A mediados de 1899, los Boxeadores del Espíritu habían cambiado su nombre por el de Boxeadores Unidos en la Virtud (yihequan) y habían adoptado el eslógan fuqing mieyang («apoya a los Qing y destruye a los extranjeros»). Dado que las aldeas de esta región se hallaban menos cohesionadas y carecían de una fuerte presencia de terratenientes/aristócratas (que facilitaba la difusión de creencias y prácticas heterodoxas, y que en Shandong tradicionalmente había sido generalizada) (Esherick, 1987: 38-46), estos grupos de Boxeadores, o bóxers, resultaban menos receptivos al control oficial; diversos intentos anteriores del gobernador provincial de enrolarles en milicias locales habían fracasado, y, aunque algunos de sus líderes originarios fueron ejecutados a finales de 1899, pronto surgieron nuevos líderes y el movimiento siguió expandiéndose. Paradójicamente, logró expandirse con facilidad y rapidez debido a que carecía de una estructura jerárquica rígidamente organizada, debido a que, en teoría, cualquiera podía experimentar una posesión espiritual. Esherick (ibíd.: 63-67) ha afirmado también que, precisamente porque muchas de las prácticas heterodoxas de los bóxers tenían sus raíces en la cultura popular del norte de China, éstas podían ser aceptadas por un gran número de campesinos, facilitando así la difusión del movimiento.
Una típica unidad bóxer comprendía de 25 a 100 individuos de una aldea, que practicaban sus artes marciales y otros rituales en un «círculo de boxeo» (quanchang), situado invariablemente cerca del emplazamiento de las ferias del templo y los mercados de la aldea, y donde se representaban las óperas populares. Dado que las aldeas del noroeste de Shandong daban cobijo a una considerable población flotante, estos grupos itinerantes solían establecer campos de boxeo al regresar a sus lugares de origen. Cada unidad estaba dirigida por un Discípulo Hermano Mayor (da shixiong), pero en las unidades de los bóxers no había una jerarquía establecida. Curiosamente, en la primavera de 1900 también se habían incorporado al movimiento muchachas adolescentes solteras. Conocidas como los Faroles Rojos (hongdengzhao), formaban destacamentos independientes, y, debido a sus poderes mágicos (podían caminar sobre las aguas y volar por los aires, además de provocar incendios), ayudaban a los bóxers aparentemente reuniendo información sobre los extranjeros y destruyendo sus edificios (Esherick, 1987: 231-232; Cohen, 1997: 39, 127-141). Sin embargo, el hecho de que el fracaso de la magia bóxer (como la invulnerabilidad a las balas) se atribuyera a menudo a la influencia «contaminante» de los cristianos chinos y de las mujeres extranjeras ilustra claramente la persistencia de las tradicionales inquietudes masculinas respecto a los efectos de los supuestos poderes de las mujeres.
A principios de 1900, los grupos bóxers se habían difundido hacia el norte, en la provincia metropolitana de Zhili, y en mayo de ese mismo año habían empezado a atacar las líneas ferroviarias Pekín-Baoding y Pekín-Tianjin. En su mayoría estaban integrados por campesinos pobres itinerantes, especialmente hombres jóvenes que se habían quedado sin trabajo a consecuencia de la reciente sequía en el norte (Esherick, 1987: 235-236; Cohen, 1997: 34-35, 68-77). En una atmósfera de temor, inquietud y recelo, los bóxers afirmaron que la sequía era una manifestación de la ira de los dioses por la influencia extranjera generalizada y su socava de las costumbres y creencias autóctonas (Elvin, 1996: 206-211); a principios de 1900, un misionero anotaba que un panfleto bóxer declaraba:
En nombre de las religiones católica y protestante, los dioses budistas están oprimidos y los sabios apartados a un lado […] La ira del Cielo y la Tierra se ha despertado, y, en consecuencia, la lluvia oportuna se ha ocultado de nosotros. Pero el Cielo envía ahora a ocho millones de soldados espirituales a extirpar esas religiones extranjeras, y cuando eso se haya realizado vendrá la lluvia oportuna (Esherick, 1987: 282).
En esta atmósfera, los objetivos de los ataques de los bóxers pronto se ampliaron para incluir no sólo a los misioneros, a los cristianos conversos chinos y a los signos visibles de la presencia extranjera como las iglesias y líneas de ferrocarril —a las que asimismo se condenaba por desestabilizar las fuerzas invisibles que garantizaban la armonía natural del entorno (conocidas como fengshui, literalmente «viento y agua»)—, sino también a muchos chinos no cristianos sospechosos de tener algo que ver con los extranjeros. También se convirtieron en estricto tabú los productos y nombres extranjeros.
Se ha situado el movimiento bóxer, de forma muy interesante, en un contexto histórico más amplio, con un estudio (ibíd.: 316-317) que lo compara con la resistencia, a finales del siglo XIX, de los sioux lakota (en el territorio septentrional de los dakota, en Estados Unidos) a la expropiación de sus tierras y la matanza de sus rebaños de búfalos por parte del hombre blanco. Como los bóxers, los sioux lakota utilizaban rituales de invulnerabilidad (centrados en la Danza de los Espíritus y vestidos con la camisa de los Espíritus) con el propósito de eliminar una presencia extraña y de restaurar un modo de vida anterior. Otro estudio (Wasserstrom, 1978) compara a los bóxers con los luditas ingleses —tejedores que destruían la moderna maquinaria industrial— de principios del siglo XIX. Los objetivos de los ataques en ambos casos (el cristianismo occidental en el de los bóxers; los telares mecánicos en el de los luditas) se veían como presencias extrañas y perturbadoras, y ambos grupos se consideraban a sí mismos defensores de valores y tradiciones apreciados por sus comunidades locales. Finalmente, y ya en el contexto chino, se han sugerido varios paralelismos entre diversos aspectos del movimiento bóxer y la Revolución Cultural de la década de 1960 (Elvin, 1996: 225-226). En ambos casos, el apoyo inicial de los elementos de las altas esferas resultó decisivo; se conjuraron y se señalaron como objetivos de ataque chivos expiatorios de lo que se percibía como una crisis (en una atmósfera cercana a la histeria); se manifestó la confianza en la determinación de las masas; se invistió a los rituales (en el caso de los bóxers) o a una ideología (en el caso del pensamiento de Mao Zedong en la Revolución Cultural) de cualidades mágicas y de la promesa de alcanzar logros sobrehumanos; las vanguardias de ambos movimientos estuvieron integradas por jóvenes entusiastas; y, finalmente, una vez desatado el movimiento de masas, éste resultó difícil de controlar.
Cuando los ministros extranjeros en Pekín decidieron, en mayo de 1900, reforzar sus legaciones llamando a las tropas de la costa, y, por tanto, superando el número de guardias permitido para dichas legaciones, Cixi y sus partidarios pasaron a simpatizar cada vez más con los bóxers. En cualquier caso, la anterior ambivalencia que Cixi mostraba en sus instrucciones a los funcionarios en el mes de enero, indicándoles que distinguieran claramente entre practicantes «sinceros» de las artes marciales y bandidos criminales, había dado pie a la continuidad de la actividad bóxer. Cuando las unidades bóxers entraron en el mismo Pekín, en mayo y junio, la tensión aumentó; una fuerza internacional que abandonó Tianjin para dirigirse a Pekín (sin autorización de los Qing) fue atacada y obligada a retirarse tanto por tropas Qing regulares como por bóxers. El 20 de junio las legaciones de Pekín fueron sitiadas, y al día siguiente Cixi promulgó una declaración de guerra contra las potencias. Los bóxers fueron oficialmente alistados en las milicias mandadas por los príncipes manchúes, si bien las relaciones entre los bóxers y las autoridades locales no siempre fueron tranquilas. Sin embargo, un historiador ha citado el intento de la corte de utilizar a las unidades bóxers en su resistencia contra las potencias extranjeras como un ejemplo de «radicalismo conservador», es decir, de fe en el poder de las masas movilizadas (bajo un adecuado control) para superar circunstancias objetivas adversas (en este caso, la superioridad tecnológica de las potencias extranjeras). Irónicamente, «el primer intento de movilización masiva de la moderna historia de China fue, pues, obra de reaccionarios» (Elvin, 1996: 220-221).
Sin embargo, una muestra de la incapacidad de la dinastía para imponer su voluntad al resto del país fue el hecho de que la declaración de guerra no estuviera apoyada por una serie de gobernadores provinciales, especialmente en el sur. Ansiosos por evitar el desorden y la catástrofe militar, gobernadores como Zhang Zhidong (1837-1909), de la región del Yangzi, negociaron acuerdos extraoficiales sobre el terreno con representantes diplomáticos extranjeros que evitaron la difusión del conflicto mediante la protección garantizada a las vidas y propiedades de los extranjeros. También en la provincia de Shandong, donde Yuxian (que se había mostrado relativamente tolerante con los bóxers) había sido reemplazado como gobernador por Yuan Shikai (1859-1916) en diciembre de 1899, se llegó a un acuerdo para evitar la intervención extranjera. De hecho, la estricta prohibición de la actividad bóxer por parte de Yuan había sido uno de los factores que habían contribuido al desplazamiento de los bóxers hacia Zhili. Sin embargo, la violencia y el desorden con ellos relacionados se propagaron hacia el noreste (Manchuria) y hacia el oeste, a la provincia de Shanxi.
El asedio a las legaciones se levantó finalmente cuando una fuerza expedicionaria aliada de 20.000 hombres (integrada principalmente por tropas japonesas, rusas e indias bajo el mando británico) entró en Pekín a mediados de agosto de 1900. El día antes de que las tropas extranjeras entraran en la ciudad la corte había huido hacia el oeste, a Xian (provincia de Shaanxi), la segunda vez que se veía obligada a hacerlo a consecuencia de una invasión extranjera (la otra había sido en 1860, cuando tropas británicas y francesas habían ocupado Pekín). La humillación de la dinastía parecía completa, y se vería gráficamente confirmada por el Protocolo de los Bóxers, de septiembre de 1901. Una serie de funcionarios, que las potencias consideraban responsables de alentar y apoyar a los bóxers, fueron ejecutados (como Yuxian, ex gobernador de Shandong y actual gobernador de Shanxi, donde habían sido asesinados muchos misioneros junto con sus conversos) o condenados al exilio interior. La corte hubo de enviar también misiones oficiales de disculpa a Alemania y Japón por los asesinatos del embajador ademán y del secretario de la legación japonesa en Pekín a manos de soldados Qing en vísperas del asedio. Se incrementó el número de guardias de las legaciones, y se decidió el estacionamiento de tropas extranjeras entre Pekín y la costa, una franja de territorio que, en la práctica, se convirtió en una zona prohibida para las fuerzas militares Qing. Las potencias exigieron también que las elites aristocráticas locales fueran castigadas, y en algunas zonas los exámenes para la administración pública se pospusieron durante cinco años.
Quizás el aspecto más significativo del Protocolo fue la imposición al gobierno Qing de una enorme indemnización de 450 millones de taels (equivalentes a unos 333 millones de dólares), que se habrían de pagar en 39 plazos anuales junto con un 4 % de interés anual sobre el capital restante. Esta indemnización se dividió entre las potencias según la cantidad de propiedades destruidas y el número de súbditos asesinados de cada una (las principales beneficiarías fueron Rusia, con el 29 %; Alemania, con el 20 %; Francia, con el 15,75 %; Gran Bretaña, con el 11,25 %; Japón, con el 7,7 %, y Estados Unidos, con el 7,3 %). Posteriormente el gobierno estadounidense admitiría que el valor de su reclamación por daños (25 millones de dólares) se había sobrestimado en casi 14 millones de dólares. La diferencia se enviaría en 1908 al gobierno Qing, con instrucciones de que se utilizara para financiar a los estudiantes chinos en Estados Unidos (en las negociaciones sobre su posible uso, los funcionarios Qing habían argumentado que la decisión se había de dejar en manos del propio gobierno Qing) (Hunt, 1972). Washington percibía este uso de los fondos de la indemnización por los bóxers como una forma ideal de potenciar la influencia cultural y económica estadounidense en China, así como de confirmar en las mentes de muchos políticos, educadores y misioneros norteamericanos la idea de que sólo Estados Unidos realizaba una política altruista respecto a China (en contraste con las políticas egoístas de las demás potencias imperiales). Supuestamente esta «relación especial», como vino a considerarse en Estados Unidos, había sido manifestada previamente por las «Notas sobre la política de Puertas Abiertas» que Washington había enviado a las otras potencias en 1899 y 1900. Aunque pedía a las potencias que respetaran la integridad territorial de China, la motivación subyacente a dicha Notas tenía mucho que ver con la necesidad de asegurarse de que ninguna de las potencias utilizara su esfera de influencia en China para obtener beneficios económicos monopolistas a expensas de las otras (Hunt, 1983: 153, 198). También se podría señalar que, a pesar de toda la retórica de la «relación especial», fue precisamente en esa época (a partir de 1882) cuando el gobierno estadounidense, en respuesta a la creciente hostilidad hacia los inmigrantes chinos por parte de los trabajadores blancos (especialmente en California), aprobó una serie de leyes de inmigración draconianas (conocidas como Leyes de Exclusión) destinadas específicamente a eliminar por completo la emigración china a Estados Unidos, y que no se abolirían hasta 1943 (ibtd.: 76-94; Tsai, 1983: 67-98).
El impacto de la rebelión de los bóxers tuvo tres consecuencias importantes. En primer lugar, mostró a las potencias los peligros inherentes a las demandas excesivas, mientras que el desorden y el caos que trajo consigo confirmó que el desmembramiento del imperio Qing no era algo que les beneficiara. En segundo término, dado el hecho de que la indemnización por los bóxers representaba cuatro veces los ingresos anuales del gobierno y que los pagos anuales constituirían la quinta parte del presupuesto nacional (Esherick, 1987: 311), a partir de 1901 la dinastía se vio obligada a buscar nuevas fuentes de renta nacional; al hacerlo, contribuyó a iniciar la construcción de un estado moderno (Duara, 1988: 1-2; Cohen, 1997: 55-56). De hecho, dicho esfuerzo formó parte de un programa más amplio de reformas planteado por la corte en enero de 1901 y destinado a reforzar los fundamentos de la autoridad dinástica tras los desastres de 1900 (entre los que se incluyeron la negativa de los gobernadores generales del sur a obedecer la declaración de guerra de la corte, y el brote de varias revueltas abortadas en el centro y sur de China durante la primavera y el verano, asociadas a reformistas como Kang Youwei y a revolucionarios como Sun Yat-sen). En tercer lugar, la rebelión de los bóxers resultó un choque traumático para la mayor parte de la clase de los aristócratas-eruditos, que vieron en las creencias y rituales bóxers una dramática prueba de la naturaleza esencialmente «atrasada» de las personas normales y corrientes, y de su «supersticiosa» cultura. Lo que se percibió como una necesidad de «reformar» a las masas y de «mejorar» la cultura popular iba a constituir una importante motivación para el apoyo de la aristocracia a la reforma educativa a partir de 1901 (Bailey, 1990: 64-66).
Pero no fue sólo en las mentes de los aristócratas-eruditos donde los bóxers conjuraron imágenes de comportamientos irracionales y anormales. En la lengua inglesa de la época, el «boxerismo» se convirtió en sinónimo de peligrosa xenofobia y «barbarie oriental», y ayudó a perpetuar las estereotipadas imágenes occidentales del «peligro amarillo» que habían arraigado a finales del sigloxdc(con la hostilidad pública en Estados Unidos hacia los inmigrantes chinos), y que persistirían durante todo el siglo XX en la literatura popular y en la cinematografía. Habría que señalar, no obstante, que durante la ocupación extranjera de Pekín (1900-1901) se produjeron considerables saqueos y pillajes. Las fuerzas aliadas (integradas ahora por tropas británicas, francesas, alemanas e italianas) marcharon también sobre las ciudades y aldeas circundantes, ordenando la ejecución de los funcionarios locales y destruyendo las murallas, puertas y templos de las poblaciones. Los misioneros (principalmente británicos y norteamericanos) apoyaron a menudo estas acciones, considerándolas un castigo divino a las muertes de sus colegas y sus familias durante la revuelta. Esta «guerra simbólica», como se la ha calificado (Hevia, 1992), fue un intento deliberado de socavar los símbolos de la soberanía china y de negar las creencias atribuidas a la población autóctona; entre otros ejemplos de tal «guerra simbólica» se incluye el hecho de que las tropas extranjeras atravesaran los sagrados recintos de la Ciudad Prohibida, la eliminación de los tronos imperiales y la acampada de tropas extranjeras en los Templos de la Agricultura y del Cielo (donde tradicionalmente los emperadores realizaban importantes rituales de legitimación). En muchos aspectos, los relatos de los misioneros contemporáneos, con su gráfica descripción de las atrocidades de los bóxers, el sufrimiento y el sacrificio de los cristianos, y su merecido castigo, contribuyeron a definir en las mentes de su audiencia angloamericana lo que había representado la rebelión bóxer y la naturaleza de la «noble empresa» de Occidente en China (ibíd.: 325).
Por la parte china, diversos estudios recientes (Wasserstrom, 1987; Cohen, 1992, 1997) han mostrado cómo las consecuencias simbólicas e historiográficas de los bóxers han constituido durante todo el siglo XX un «terreno de disputa»; según la agenda política y cultural de la época, éstos serían condenados o elogiados. Así, para los intelectuales radicales del Movimiento del Cuatro de Mayo, a finales de la década de 1910, que criticaban la cultura tradicional y fomentaban los beneficios de la ciencia «racional» y de las nociones del individualismo occidental (véase capítulo 2), los bóxers representaron una actitud antiextranjera irracional y supersticiosa, un punto de vista adoptado por el modernizador Guomindang (Partido Nacionalista) en las décadas de 1920 y 1930. Por otra parte, el Partido Comunista Chino, en la década de 1920, adoptó una visión más positiva de los bóxers, considerándolos devotos patriotas y antiimperialistas; esta mitología «heroica» se haría dominante tras el establecimiento de la República Popular China, de gobierno comunista, en 1949, y especialmente durante la Revolución Cultural, a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. Sólo después de la muerte de Mao Zedong, en 1976, tras la cual el PCC iniciaría la reforma del mercado y una interacción más amplia con el mundo capitalista, los bóxers serían denigrados de nuevo como símbolos de atraso e ignorancia (Cohen, 1997: 217-219; 224-234; 261-281).
Con la firma del Protocolo, las fuerzas aliadas finalmente evacuaron Pekín en septiembre de 1901, si bien las tropas rusas que habían entrado por el noreste (Manchuria) tras los disturbios de los bóxers no abandonaron el país hasta 1903. La corte regresó a Pekín desde su exilio interior en enero de 1902, y Cixi, escarmentada, decidió ahora apoyar un programa de reformas políticas, educativas y militares, muchas de las cuales se hacían eco de las propuestas de los reformistas de 1898 (aunque, quizás, con distintos objetivos). Como ya hemos señalado, en enero de 1901 se había promulgado un edicto imperial, en nombre tanto del emperador Guangxu como de la emperatriz viuda Cixi, lamentando la difícil situación del imperio y prometiendo llevar a cabo reformas institucionales (Bastid, 1988: 3). En el transcurso de los años siguientes se crearon nuevos ministerios como el Waiwu bu (Ministerio de Asuntos Exteriores) (Ichiko, 1980: 375); se abolieron los exámenes para la administración pública, que se reemplazaron por un sistema nacional de escuelas modernas; se alentaron los estudios en el extranjero (especialmente en Japón), se inauguró un programa constitucional de cinco años, con el objetivo último de establecer un parlamento nacional, y se dieron los primeros pasos para construir un ejército nacional unificado y bien equipado. Otras reformas menos conocidas emprendidas durante los últimos años de la dinastía incluyeron los primeros intentos de unificar la moneda y los pesos y medidas, de llevar a cabo la centralización financiera y presupuestaria, y de empezar a elaborar sendos códigos civil, penal y comercial nuevos (ibíd.: 403-410). Como veremos más adelante, muchas de estas reformas, conocidas como xinzheng («nuevas políticas») y destinadas a fortalecer el gobierno dinástico y a asimilar el apoyo de las elites aristocráticas, iban a volverse en contra de la dinastía, y, a la larga, acelerarían su caída.
De no menor importancia, sin embargo, fue el hecho de que la última década de los Qing presenciara considerables cambios socioculturales que trascenderían la desaparición de la monarquía imperial; algunos de dichos cambios eran el resultado de reformas institucionales, mientras que otros representaban una evolución de tendencias que se habían iniciado en la segunda mitad del siglo XIX (Bastid, 1980). Entre estos cambios a largo plazo se incluían el surgimiento de un proletariado industrial, la creciente división de las elites tradicionales y la importancia cada vez mayor del nacionalismo, manifestada por el aumento de la sensibilidad entre un público cada vez más numeroso frente a las injerencias o los agravios a la soberanía nacional.
Aunque los primeros obreros industriales modernos de China fueron los empleados por los extranjeros en los talleres de reparaciones y el mantenimiento de los astilleros en los puertos francos (y en Hong Kong) a partir de 1840, así como los empleados en los arsenales, astilleros y minas establecidos por los funcionarios encargados del «autofortalecimiento» entre las décadas de 1860 y 1880, de hecho no se produjo un incremento sustancial de la mano de obra industrial hasta después de la guerra chino-japonesa de 1894-1895. Ello se debió al hecho de que la paz de Shimonoseki, que ponía fin a la guerra, además de conceder a Japón privilegios de los que ya gozaban las demás potencias imperiales, le otorgaba el derecho a establecer empresas de fabricación en los puertos francos (un derecho que, en virtud de la «cláusula de nación más favorecida», se extendió automáticamente a las demás potencias imperiales). Será en estas modernas factorías de propiedad extranjera, así como en las posteriores empresas chinas establecidas en los puertos francos (especialmente en Shanghai), donde se pueden detectar los comienzos de un proletariado industrial. En conjunto, el número de obreros aumentó de 100.000 en 1894 a 661.000 en 1912 (Bastid, 1980: 572); integrado en su mayoría por trabajadores no cualificados, de origen rural reciente y dividido por sus vínculos con sus lugares de origen, este proletariado seguía constituyendo sólo una pequeña proporción de la población obrera total (quizás alrededor del 1 %). A pesar de ello, entre 1900 y 1910 tuvieron lugar 47 huelgas (36 de ellas en Shanghai), principalmente como protesta contra los bajos salarios y el carácter arbitrario del sistema de contratación, en virtud del cual los trabajadores eran reclutados por —y pasaban a depender de— «patronos» locales empleados por las fábricas (ibtd.: 574); asimismo, a finales de la década de 1910 y durante toda la de 1920 los obreros industriales participaron cada vez más en la militancia sindical y los movimientos políticos.
Así como la transformación de las condiciones económicas contribuyó al surgimiento de un proletariado naciente, del mismo modo produjo también divisiones en el seno de la elite aristocrática tradicional, en la medida en que una parte de ésta adoptó una orientación cada vez más urbana y funcionalmente diferenciada, dedicándose plenamente a empresas modernas antes que a buscar (o a conservar) cargos burocráticos (Rankin y Esherick, 1990: 335-336). Algunos historiadores se han referido a dicho grupo como a una nueva clase «híbrida» de comerciantes-aristócratas o «aristocracia comercial» (Bastid, 1980: 557; Bastid, 1988: 15-17) y en realidad el término shenshang («comerciante-aristócrata») se había hecho bastante común a finales del siglo XIX, si bien en algunas regiones comercialmente más desarrolladas la fusión social y cultural de las elites comerciantes y aristocráticas se había dado ya a finales del XVIII (Rankin y Esherick, 1990: 331). Esta aristocracia comercial no sólo invertía en empresas modernas y las gestionaba, sino que también participaba activamente en las nuevas cámaras de comercio aprobadas por la corte en 1904. Al mismo tiempo, las reformas llevadas a cabo por la dinastía tuvieron dos consecuencias a largo plazo. En primer lugar, erosionaron el monopolio que tradicionalmente ostentaban los funcionarios-eruditos confucianos en la medida en que el comercio, la carrera militar y la educación moderna se convirtieron en canales alternativos para adquirir prestigio y lograr movilidad social. En segundo término, estimularon aún más la actividad pública de las elites aristocráticas, que ya se había hecho especialmente evidente en la segunda mitad del siglo XIX; durante la última década de la dinastía Qing, esta aristocracia activa incrementaría su papel público en los ámbitos local, provincial e, incluso, nacional.
El incipiente nacionalismo económico que algunos historiadores han percibido como el fundamento de muchos de los proyectos y propuestas de «autofortalecimiento» durante la segunda mitad del siglo XIX (véase más atrás) se hizo más generalizado en los últimos años de la dinastía, en la medida en que un número cada vez mayor de funcionarios, aristócratas, comerciantes y estudiantes mostraron una creciente sensibilidad a las cuestiones relacionadas con la soberanía nacional y asumieron el derecho a opinar sobre los asuntos de política exterior. Esto se hizo manifiesto de varias formas. La aristocracia y los comerciantes, por ejemplo, hicieron campaña en favor del retorno de las concesiones mineras y ferroviarias otorgadas a inversores extranjeros, en lo que pasó a conocerse como Movimiento por la Recuperación de Derechos (Wright, 1968; Chan, 1977: 127-132). Entre 1895 y 1913 se fundaron 549 empresas fabriles y mineras privadas y semipúblicas de propiedad china (238 de ellas en el período 1905-1908) (Esherick, 1976: 70-71). En este esfuerzo, la aristocracia y los comerciantes contaron con el apoyo de los gobernadores provinciales, cuya administración incluía ahora oficinas de asuntos exteriores, minas y ferrocarriles. Uno de los más poderosos funcionarios provinciales de los primeros años del siglo XX fue Zhang Zhidong, partidario de lo que un historiador ha calificado de «nacionalismo burocrático» (Bays, 1978: 3). Fundador de modernas empresas (como herrerías e industrias textiles) en las décadas de 1880 y 1890, Zhang, en su calidad de gobernador general de Hunan y Hubei, obtuvo en 1904-1905 el apoyo de la aristocracia y los comerciantes para recuperar los derechos de concesión para construir el ferrocarril Cantón-Hankou, originariamente cedidos a la Sociedad de Explotación Chino-Americana, pero que habían caído en manos de un grupo belga y sus socios franceses y rusos; dado que este mismo grupo tenía la concesión para construir el resto del ferrocarril, desde Hankou hasta Pekín, Zhang temía un potencial monopolio extranjero de las comunicaciones norte-sur (ibíd.: 166). En junio de 1905 Zhang había logrado rescatar la concesión (aunque sólo gracias a la ayuda de un crédito del gobierno de Hong Kong), un logro que se ha calificado de victoria de la soberanía china (ibíd.: 176-177). Aunque muchas de esas empresas basadas en el «rescate de derechos» posteriormente fracasaron o cayeron en manos extrajeras a partir de 1910, sería el intento por parte de la dinastía, en mayo de 1911, de apoderarse (con ayuda de un crédito extranjero) del resto de las compañías ferroviarias provinciales fundadas a raíz del Movimiento por la Recuperación de Derechos, lo que desencadenaría la revolución.
En Shandong, los funcionarios lograron entorpecer los esfuerzos de Alemania para utilizar el territorio arrendado de Qingdao, así como las concesiones ferroviarias y mineras otorgadas en 1898, para expandir su influencia política y económica en la provincia (Schrecker, 1971: 140-191). Así, se conservó el control chino de las instalaciones postales y telegráficas a lo largo del ferrocarril Qingdao-Jinan, y en 1911 se aboliría el monopolio minero alemán en la zona del ferrocarril. El gobierno Qing intentó también, aunque sin éxito, reducir la influencia japonesa en Manchuria invitando a participar a Estados Unidos en el desarrollo económico de la región, una perspectiva que no se iba a ver cumplida, ya que en 1908 el gobierno estadounidense llegó a un acuerdo con Japón por el que reconocía los intereses de este último país en la zona (Hunt, 1973); los Qing, no obstante, sí lograron reorganizar la región en 1907, dividiéndola en tres provincias regulares (Fengtian, Jilin y Heilongjiang), y alentaron los asentamientos chinos; así, por ejemplo, en 1911 la población de Jilin había aumentado a cerca de cuatro millones de personas, cinco veces la cifra de 1897 (Bastid, 1980: 583). Más éxito tuvieron los Qing, en sus últimos años, a la hora de poner fin al comercio del opio (Wright, 1968; Trocki, 1999: 128-131). En un acuerdo firmado en 1906 con Gran Bretaña, China se comprometía a acabar con el cultivo y el uso del opio en su país, y Gran Bretaña, a poner fin a sus exportaciones de opio indio a China en el plazo de diez años. A pesar del escepticismo extranjero, se logró un éxito considerable a la hora de extirpar el cultivo de opio; así, por ejemplo, Xi Liang, abanderado mongol, que fue gobernador general de Sichuan (entre 1903 y 1907) y de Yunnan-Guizhou (entre 1907 y 1909), logró eliminar completamente el cultivo de opio en estas provincias (Des Forges, 1973: 93-102). Estos resultados obligaron en 1909 a Gran Bretaña a cumplir su parte del tratado e ir reduciendo gradualmente sus exportaciones de opio durante los siete años siguientes; el último cargamento de opio indio destinado a China zarpó en febrero de 1913, si bien se produciría un resurgimiento del cultivo de opio en el país con el advenimiento del dominio de los señores de la guerra, a finales de la década de 1910 y durante la de 1920.
Finalmente, los últimos años de los Qing presenciaron una mayor participación pública en los movimientos de protesta como resultado de lo que se percibía como agravios extranjeros a la soberanía o el prestigio de China. Así, en 1905 la aristocracia, los comerciantes y los estudiantes organizaron un boicot antinorteamericano (principalmente en Shanghai y Cantón) para protestar contra el maltrato y la discriminación que experimentaban los inmigrantes chinos en Estados Unidos (Hunt, 1983: 237-239; Tsai, 1983: 106-110). Durante el boicot, los médicos chinos se negaron a comprar medicamentos norteamericanos y los consumidores fumaban cigarrillos de fabricación china (Cochran, 1980: 46-48); también las mujeres desempeñaron un papel al negarse a comprar los «pasteles de luna» (hechos con harina estadounidense) que tradicionalmente se consumían en el Festival del Medio Otoño, celebrado con la luna llena, haciendo en su lugar sus propios pasteles de arroz (Tsai, 1983: 107). El boicot antinorteamericano —al que los funcionarios, inquietos, finalmente pusieron fin al cabo de varios meses— fue importante no sólo porque manifestó el surgimiento de una «opinión pública» que hacía oír su voz en los asuntos exteriores (Iriye, 1967), sino también porque reveló una preocupación y una comprensión más extendidas por la situación de los chinos que estaban en el extranjero (a los que ahora se veía como «compatriotas»). Se podría señalar aquí que el gobierno Qing, en sintonía con su nueva percepción de la cuestión de los chinos en el extranjero, agasajaba ahora abiertamente a las comunidades de comerciantes chinos establecidas en otros países (especialmente en el sureste de Asia), alentando a los empresarios ricos a que invirtieran en las empresas de su país de origen y concediéndoles títulos honoríficos (Godley, 1981). En 1908 tuvo lugar otro boicot comercial, esta vez dirigido contra Japón. Cuando el gobierno Qing accedió a la petición japonesa de una disculpa y de una compensación económica tras la incautación de un barco japonés por funcionarios chinos que sospechaban que llevaba armas de contrabando, los estibadores de Hong Kong se negaron a descargar barcos japoneses, y se organizó un boicot comercial en todo el delta del río de la Perla, en el sur de Guangdong (Rhoads, 1975: 136). El uso del boicot comercial se convertiría en un arma bastante notoria en el arsenal del nacionalismo masivo que se desarrolló en las décadas de 1910 y 1920 para denunciar las acciones y políticas de las potencias imperiales en China.
También el cambio político, social y cultural se vio estimulado por las reformas de la dinastía (Ichiko, 1980). El núcleo de este programa de reformas fue el intento de crear una forma de gobierno constitucional que incluyera asambleas provinciales y un parlamento nacional. A finales del siglo XIX, los pensadores reformistas habían empezado a identificar el constitucionalismo como la fuente de la unidad nacional, la riqueza y la fortaleza de Occidente. Yan Fu (1854-1921), que estudió náutica en Inglaterra a finales de la década de 1870 y posteriormente tradujo La riqueza de las naciones, de Adam Smith, y Sobre la libertad, de John Stuart Mill, iba aún más lejos y sostenía que en Occidente la propia libertad individual había sido el requisito previo esencial para el logro de un poder y una prosperidad nacionales (Schwartz, 1964). Algunos historiadores (Kuhn, 1975; Min, 1989) han señalado también, no obstante, que en aquel momento el debate sobre el constitucionalismo se inspiraba también en un ideal autóctono que en el pasado se había opuesto a la práctica del gobierno burocrático centralizado. Denominado fengjian (literalmente, «enfeudación»), este concepto, que originariamente aludía a la organización feudal en la antigua historia de China, a partir del siglo xvn había sido cada vez más utilizado por los estudiosos para describir un sistema de gobierno en el que la aristocracia local participaba oficialmente en la administración de sus propios distritos y en el que uno de sus miembros era magistrado de distrito (los magistrados, designados desde el poder central, de acuerdo con la «ley de prevención» eran siempre personas no autóctonas con el fin de evitar la posibilidad de que sus intereses locales superaran a su lealtad al centro). Así como los partidarios del fengjian sostenían que tal sistema potenciaría la comunicación entre el monarca y las bases de la aristocracia erudita, y, por tanto, mejoraría la eficacia del gobierno, del mismo modo Huang Zunxian (1848-1905) —diplomático y reformador que introdujo el concepto de difang zizhi («autogobierno local»), inspirándose en los japoneses, en la década de 1890— y Kang Youwei —que posteriormente popularizaría esta noción en sus escritos— afirmaban que la actividad y el dinamismo engendrados por las asambleas locales electas (aunque con un derecho de voto limitado) contribuirían a la construcción de un estado poderoso (Kuhn, 1975: 272-275; Strand, 1995: 412).
La atracción del constitucionalismo y de lo que se percibía como su vínculo con el poder nacional experimentó un nuevo empuje con la victoria de Japón en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905. En tanto fue la primera derrota de una potencia occidental a manos de un país asiático, la victoria japonesa constituyó una fuente de inspiración para los nacionalistas asiáticos (como, por ejemplo, en la indochina francesa). En otro sentido, no obstante, en China se percibió como la victoria del constitucionalismo sobre la autocracia. En 1889 el emperador Meiji de Japón había promulgado una constitución, estableciendo una dieta nacional que complementaba a las asambleas deliberativas de las prefecturas, ciudades y aldeas ya creadas en 1879-1880. Para los funcionarios Qing, sin embargo, la victoria de Japón mostraba claramente los beneficios del gobierno constitucional a la hora de cimentar la unidad entre el soberano y el pueblo, y de sentar las bases para la creación de un estado rico y militarmente poderoso. Habría que señalar, no obstante, que los resultados concretos de la victoria de Japón no auguraban nada bueno en lo que se refería China. Japón había ido a la guerra en 1904 como respuesta a lo que se percibía como una amenaza rusa a su presencia dominante en Corea, pero el tratado de Portsmouth (1905), que puso fin a la guerra, no sólo confirmaba la hegemonía japonesa en Corea, sino que también aprobaba la cesión a Japón del territorio arrendado a Rusia en la península de Liaodong, en el sur de Manchuria (conocido por los japoneses como arrendamiento de Kwantung), así como del Ferrocarril Surmanchuriano, de propiedad rusa, ambos cedidos originariamente a Rusia por el gobierno Qing en 1898. Por primera vez Japón adquiría una presencia militar y política en el territorio chino, y en los años posteriores trataría activamente de aumentar sus intereses y su presencia en dicha región (véase capítulo 4).
No mucho después de la guerra ruso-japonesa, la dinastía Qing envió misiones oficiales al extranjero para investigar la situación política tanto en Japón como en Occidente (Ichiko, 1980: 388-402), si bien se había decidido ya elaborar una constitución y lo único que faltaba por decidir era cómo y cuándo (Meienberger, 1980: 39-40). Tras el retorno de las misiones en 1906, se promulgó un edicto imperial proclamando la necesidad de establecer un gobierno constitucional. Al mismo tiempo, las recién establecidas juntas de Asuntos Exteriores (1901), Comercio (1903) y Policía (1905) se transformaron en ministerios de gobierno al estilo occidental (a diferencia de las juntas del gobierno central tradicionales, estos ministerios contarían con un único presidente, y no se haría diferenciación entre los manchúes y los han). En 1908 se formularon planes para un programa de «preparación» de nueve años (Fincher, 1981: 80). En 1909 se habrían de establecer asambleas provinciales, y en 1910 se convocaría una asamblea nacional (la mitad de cuyos miembros serían designados por el trono, mientras que la otra mitad serían elegidos por las asambleas provinciales). El punto culminante del programa sería el establecimiento de un parlamento nacional, en 1917, basado en elecciones en toda la nación.
Asimismo, se estipuló la gradual consolidación del autogobierno local a partir de 1909, que comportaría el establecimiento de consejos electos (en los que tanto los electores como las personas susceptibies de ser elegidas podían ser cualesquiera varones que supieran leer y escribir, de más de veinticuatro años de edad, y que llevaran residiendo en la zona al menos tres años), con competencias en los ámbitos de los distritos y las ciudades; para cuando cayó la dinastía, en 1911, se habían elegido ya 5.000 de dichos consejos, a pesar de que los reglamentos oficiales habían establecido que no se empezarían a elegir los primeros consejos hasta 1912-1913 (Thompson, 1995: 86, 110). La dinastía se inspiró en medidas previamente introducidas por los funcionarios provinciales. Así, por ejemplo, ya en 1902 Zhao Erxun, gobernador de la provincia de Shanxi, había propuesto agrupar las aldeas o las ciudades pequeñas bajo la autoridad de un jefe local electo, con el fin de permitir una mayor participación local de las elites rurales en la administración (ibíd.: 23-29), mientras que en 1907 Yuan Shikai, gobernador general de Zhili, aprobó la creación de un consejo municipal electo en Tianjin (Fincher, 1981: 41). La aprobación oficial del autogobierno local se vio impulsada, en gran medida, por la necesidad de hacer participar a las elites aristocráticas y comerciales en la gestión de los nuevos servicios e instituciones públicos. Así, en Shanghai el autogobierno municipal surgió inicialmente en 1905, en la forma de la Junta de Obras Generales (zong gong ju), destinada a supervisar el mantenimiento de carreteras, el suministro de electricidad y la dirección de una fuerza policial. Combinando papeles ejecutivos y legislativos, la Junta estaba integrada por cincuenta miembros titulados aristócratas y comerciantes de la Cámara de Comercio de Shanghai. En 1907, el derecho a votar a los miembros de la Junta se amplió a todos los residentes con cinco años de permanencia que pagaran cierta cantidad en impuestos locales (Elvin, 1969).
Para la dinastía Qing, esta forma de gobierno constitucional no significaba en absoluto una injerencia en la soberanía imperial. Inspirado en el ejemplo japonés, el borrador constitucional Qing otorgaba al emperador el poder de convocar y disolver el parlamento, aprobar leyes y nombrar ministros; además, aunque el parlamento elaboraría los proyectos de ley y aconsejaría al emperador, y también podría incapacitar a los ministros, no desempeñaría papel alguno en los asuntos militares o extranjeros, que seguirían siendo prerrogativa del emperador (Ichiko, 1980: 397; Meienberger, 1980: 82-87). No obstante, un historiador ha señalado que el programa de 1908 marcaba una ruptura fundamental en las percepciones de la monarquía, en tanto que la definición constitucional de la autoridad imperial reemplazaba ahora a otras creencias más tradicionales relativas a su naturaleza religiosa y sagrada (Bastid, 1987). Dicha ruptura era la culminación de la transformación de las actitudes oficiales que precedió a este debate surgido a principios del siglo XX en torno a la necesidad de establecer una constitución y debido a las presiones externas. Una serie de crisis de sucesión desencadenadas a partir de 1861 habían llevado a que se concediera menos importancia a los aspectos rituales de la monarquía, y a que se produjera una creciente aceptación del hecho de que la autoridad imperial no era única e indivisible; entre 1861 y 1873, por ejemplo, hubo un gobierno colectivo de dos emperatrices viudas que actuaron como regentes del joven emperador Tongzhi, mientras que a partir de 1899 la autoridad imperial prácticamente se compartía entre el emperador Guangxu y su tía, la emperatriz viuda Cixi, a pesar de que esta última se había «retirado» oficialmente como regente cuando el emperador alcanzó la mayoría de edad (Kwong, 1984: 17-28). A finales del siglo XIX la autoridad imperial se percibía cada vez más como un instrumento del estado y como una institución política racional, y estos presupuestos adquirieron su fundamento reglamentario en el programa constitucional de 1908 (Bastid, 1987: 180-183).
En resumidas cuentas, el programa constitucional Qing aspiraba a captar el apoyo de las elites aristocráticas, expresado en la tan repetida necesidad de una constitución que «pusiera de acuerdo al soberano y al pueblo» (shangxia yixin) y reforzara los fundamentos del gobierno dinástico; también preveía que las asambleas provinciales contrarrestarían la influencia de los gobernadores provinciales. Sin embargo, y a pesar de las esperanzas de la dinastía, el experimento de las asambleas provinciales tendría consecuencias muy distintas. Aunque las elecciones de 1909 para dichas asambleas (las primeras en la historia china, celebradas en dos fases, en las cuales los candidatos elegidos en cada distrito posteriormente eligieron entre ellos mismos a los miembros de la asamblea) se basaron en un derecho de voto bastante restringido (limitado a los varones residentes, mayores de veinticinco años de edad, que tuvieran títulos académicos y/o que poseyeran una cierta cantidad de capital o propiedades), se ha calculado que votaron alrededor de un millón de personas de un electorado de 1,7 millones (lo que equivalía al 0,4 % de la población total) (Ichiko, 1980: 398-400; Fincher, 1981: 112-115). La mayoría de las personas elegidas eran miembros de la elite titulada tradicional, y la mayor parte de los presidentes de asamblea poseían el jinshi, el título más elevado en los tradicionales exámenes para la administración pública. Estos hombres veían en las asambleas (diseñadas principalmente como organismos asesores) una plataforma para ampliar y legitimar su participación en los asuntos públicos; casi de inmediato las asambleas chocaron con los gobernadores provinciales en las cuestiones presupuestarias y afirmaron su derecho a pronunciarse sobre la política exterior de la dinastía Qing, criticando la incapacidad de la corte para contener la marea de incursiones económicas extranjeras en China (Esherick, 1976: 99-100). La asamblea provincial de Fujian aprobó resoluciones que restringían los derechos de los extranjeros a tener propiedades fuera de los puertos francos, mientras que las asambleas de Hunan y Hubei condenaron el uso de créditos extranjeros en la construcción de líneas férreas (Fincher, 1981: 133-136). Un estudio sobre las provincias de Hunan y Hubei en ese período ha señalado que las asambleas fueron la expresión institucional del poder político de una «elite reformista urbana»; aunque progresistas y nacionalistas en cuanto defendieron la reforma social y el desarrollo económico autóctono, eran también enormemente elitistas, temerosas de las perturbaciones populares de la ley y el orden, y cada vez más distanciadas del interior rural (Esherick, 1976: 91, 104-105). Las asambleas coordinaron también, en 1910, una campaña pidiendo que se acelerara la creación de un parlamento nacional, una demanda aceptada a regañadientes por la corte, que a principios de 1911 anunció que el planeado parlamento se abriría en 1913 (Fincher, 1981: 149). En la medida en que los miembros aristócratas de las asambleas provinciales vieron cada vez más la corte como un obstáculo a sus ambiciones políticas y económicas, se fueron distanciando progresivamente de la dinastía.
También las reformas educativas tendrían consecuencias inesperadas para los Qing. Después de varios años de peticiones por parte de funcionarios reformistas como Yuan Shikai y Zhang Zhidong, los tradicionales exámenes para la administración pública —que, basados en la memorización de los textos confucianos, se juzgaban inadecuados para preparar al país para los desafíos del momento— fueron abolidos en 1905; dado que estos exámenes se habían utilizado para reclutar directamente a los miembros de la burocracia, se rompía así el estrecho vínculo entre erudición y servicio público, permitiendo el surgimiento de una intelligentsia más independiente (si bien durante todo el siglo XX los intelectuales, como sus predecesores de la aristocracia erudita confuciana, seguirían percibiéndose a sí mismos como los guardianes morales de la sociedad). A partir de entonces la atención se centraría en la creación de un sistema de enseñanza en tres niveles, con escuelas primarias, secundarias y superiores, supervisado por una Junta de Educación (xuebu) establecida el año anterior. En realidad, hacía ya varios años que los miembros más activos de la aristocracia patrocinaban escuelas modernas, y el sistema que se desarrollaría a partir de 1905 comprendería escuelas «oficiales», «públicas» (es decir, patrocinadas por la aristocracia) y «privadas». El número de escuelas modernas aumentó de cerca de 36.000 en 1907 (con una matriculación de un millón de alumnos) a cerca de 87.000 (con tres millones de alumnos matriculados) en 1912 (Bastid, 1980: 560; 1988: 68). Antes de 1905 se habían creado también varias escuelas femeninas privadas, aunque hasta 1907 la corte no aprobó oficialmente la educación femenina (y sólo en escuelas primarias separadas y en escuelas de magisterio); la inquietud conservadora respecto a los beneficios de la educación pública de las mujeres (tradicionalmente, las hijas de las familias de las elites habían sido educadas en el hogar familiar) persistiría durante los últimos años de la dinastía y los primeros de la República (Bailey, 2001). Sin embargo, el número de alumnas femeninas de las escuelas modernas se incrementó de cerca de 2.000 en 1907 a poco más de 141.000 en 1912-1913 (ibíd.). La enseñanza secundaria y superior femeninas se aprobarían oficialmente en 1912 y 1919, respectivamente.
Como indicaban los objetivos educativos publicados por la Junta de Educación en 1906, la dinastía preveía que las escuelas modernas fomentaran la lealtad, la disciplina y la unidad (Borthwick, 1983: 129; Bailey, 1990: 36-41). Las elites aristocráticas participaron entusiásticamente en la fundación de nuevas escuelas (entre las que se incluían una amplia variedad de escuelas a tiempo parcial, profesionales y de alfabetización), haciendo hincapié en su función formativa de unas masas trabajadoras y económicamente productivas a las que se despojaba de sus creencias «atrasadas» y «supersticiosas» (Bailey, 1990: 72-79). Sin embargo, y al igual que ocurriera con las reformas constitucionales, dichas actividades proporcionaron también a las elites aristocráticas nuevas oportunidades para expandir sus papeles públicos. Así, establecieron sus propias asociaciones educativas (de las que en 1909 había 723, con un total de 48.432 miembros) (Bastid, 1980: 562) destinadas a fomentar y coordinar una amplia gama de iniciativas que incluían la publicación de libros de texto y la elaboración de currículos escolares, así como la fundación de nuevas escuelas. Un destacado ejemplo de la nueva clase aristocrática-comercial que participó en la reforma constitucional y educativa fue Zhang Jian (1853-1926). Zhang, que abandonó su incipiente carrera de funcionario tras obtener el título metropolitano, invirtió en empresas modernas (como una fábrica de hilados de algodón) y estableció escuelas primarias y de magisterio en su distrito de residencia, Nantong (en la provincia de Jiangsu). Asimismo, presidió la asociación educativa provincial, y, en su calidad de presidente de la asamblea provincial de Jiangsu, en 1909 invitó a representantes de otras asambleas provinciales a reunirse en Shanghai y crear la Asociación de Camaradas Peticionarios de un Parlamento
Nacional (guohui qingyuan tongzhi hui), que encabezaría la campaña para que se acelerara la convocatoria del parlamento. Aunque los aristócratas más activos como Zhang se mostraron dispuestos a colaborar con los funcionarios durante los primeros años de la reforma, cuando se hizo evidente que la corte deseaba controlar y restringir sus actividades, en los últimos años de la dinastía, dicha cooperación se desvaneció y fue reemplazada por la desconfianza y el recelo mutuos (Bastid, 1988: 19-28, 33-43, 50-73).
Asimismo, y para consternación de la dinastía, las propias escuelas modernas se convirtieron en focos de trastornos y de malestar (Borthwick, 1983: 141-150; Bailey, 164-165). Los últimos años de la dinastía presenciaron una serie de huelgas y protestas estudiantiles, a las que la prensa contemporánea aludía como una «marea estudiantil» (xuechao). Algunas de ellas se debían a la insatisfacción con la calidad del personal docente o a las malas condiciones de trabajo de las escuelas, mientras que otras tuvieron un carácter más político, expresando una crítica a la política exterior de la dinastía. Asimismo, los estudiantes que volvían de Japón para ocupar puestos docentes actuaban como canales de la propaganda antimanchú y republicana. Aunque en el pasado las periódicas convocatorias de candidatos para realizar los exámenes para la administración pública habían sido a veces ocasión para realizar protestas de diversos tipos (el ejemplo más reciente de ello se había dado en 1895, cuando Kang Youwei y otros aprovecharon los exámenes metropolitanos para expresar su consternación ante los términos de la Paz de Shimonoseki), en el siglo XX la protesta estudiantil emanada de las escuelas modernas se iba a convertir en un fenómeno mucho más generalizado y frecuente, lo cual, según señala un reciente estudio, «ayudó a cambiar el curso de la historia china» (Wasserstrom, 1991: 293).
Irónicamente, la promoción de los estudios en el extranjero, concretamente en Japón, constituyó otro rasgo importante de las reformas educativas de la dinastía. Originada como una iniciativa patrocinada por el gobierno en 1896, cuando trece estudiantes viajaron a Japón y se matricularon en la Escuela de Magisterio de Tokio, la posibilidad de realizar estudios en Japón atrajo rápidamente a un creciente número de miembros de la clase de los funcionarios-eruditos. En lo que se ha descrito como la primera emigración a gran escala (en su mayor parte no regulada) de estudiantes al extranjero de todo el mundo (Harrell, 1992: 2), en 1905-1906 hasta un total de 9.000 estudiantes chinos se matricularon en varias instituciones educativas japonesas (aunque después de esa fecha su número se fue reduciendo poco a poco). Algunos de ellos lo hicieron gracias a estipendios del gobierno, pero la mayoría se financiaron con sus propios recursos (Jansen, 1980: 348-353). Para los funcionarios japoneses, ese fenómeno representó una oportunidad para incrementar la influencia de Japón en la futura elite china; también era esta una época marcada por el creciente interés japonés en forjar vínculos culturales más extensos con China, en sintonía no sólo con los ideales panasiáticos, sino también con lo que Japón percibía como la necesidad de ejercer en China un papel más destacado (Harrell, 1992: 20-30). En ciertos aspectos, el ejemplo de Japón lo seguirían más tarde Estados Unidos (véase más atrás) y Francia (véase capítulo 2), que asimismo percibían una relación directa entre el incremento de la interacción educativa y la potenciación global de su influencia política y económica en China. De hecho, diversos estudios recientes (por ejemplo, Reynolds, 1993) han subrayado el importante papel que desempeñó Japón en las últimas reformas de la dinastía Qing. Así, se empleó a maestros y a asesores educativos japoneses tanto en las modernas escuelas como en la administración del sistema de enseñanza (hasta 424 en 1909), mientras que el gobierno Qing utilizó también a expertos japoneses en su reforma de la justicia y de la policía (ibíd.: 68-102; 162-169). Para la dinastía Qing, estudiar en Japón constituía la forma más eficaz y económica de adquirir conocimientos occidentales (al utilizar las numerosas traducciones japonesas de las obras de Occidente, que introducían conceptos políticos y términos tecnológicos nuevos) y de cultivar un futuro cuerpo de administradores entregados y competentes; asimismo, se percibía a Japón como un positivo ejemplo de país asiático que había descubierto satisfactoriamente los secretos del poder occidental sin abandonar su propia identidad (Harrell, 1992: 47).
En última instancia, sin embargo, las esperanzas de la dinastía no se verían satisfechas (como tampoco las de Japón). Muchos de los estudiantes chinos que fueron a Japón se distanciaron de la dinastía mientras, al mismo tiempo, adoptaban actitudes ambivalentes respecto a este país; y muy pocos regresaron convertidos en entusiastas partidarios de los ideales panasiáticos inspirados por Japón (ibíd.: 58). Estos estudiantes provenían de todas las provincias de China (excepto de la remota provincia occidental de Gansu), y en su mayor parte eran los vástagos masculinos de las familias de los funcionarios-eruditos, si bien en aquella época llegaron a ir también a Japón hasta un centenar de estudiantes femeninas (ibíd.: 72-73). Por primera vez un elevado número de personas procedentes de distintas regiones de China pudieron formar grupos estrechamente unidos, contribuyendo de ese modo al desarrollo de una conciencia nacional. También los sentimientos de solidaridad se vieron estimulados por la falta de interacción con la sociedad anfitriona; posteriormente muchos estudiantes recordarían las humillantes mofas que sufrieron a manos de sus anfitriones japoneses: en particular sus largas coletas y túnicas fueron objeto de condescendientes burlas. Expuestos a las ideas occidentales de la democracia y el republicanismo a través de su lectura de las traducciones japonesas, los estudiantes chinos se politizaron, produciendo sus propios periódicos y creando asociaciones que les proporcionaron sus primeras experiencias de discursos públicos, debate político y creación de organizaciones (ibíd.: 89). En lo que constituyó un gesto enormemente simbólico, muchos estudiantes se cortaron la coleta. Y también participaron en huelgas y protestas, reflejando su postura cada vez más crítica con la dinastía Qing por su política de apaciguamiento frente a las potencias extranjeras, así como con el gobierno japonés por sus intentos de restringir sus actividades y movimientos. Fueron esos mismos estudiantes quienes a su regreso ayudaron a difundir las ideas radicales a través de las escuelas modernas o de las nuevas unidades del ejército; algunos participaron también en actividades más abiertamente anti-Qing.
Una de las figuras más célebres en este último grupo fue Qiu Jin (1875-1907), que posteriormente sería elogiada como la primera mártir revolucionaria china. Qiu Jin había sido una de las aproximadamente cien mujeres chinas que fueron a Japón en los primeros años del siglo XX y que mientras estuvieron allí se convirtieron en activas partidarias de la causa anti-Qing, además de fundar varios periódicos femeninos. Dichos periódicos formaban parte de una naciente prensa femenina china surgida tanto en Japón como en Shanghai —en sí misma un acontecimiento significativo, dado que por primera vez había periódicos fundados y editados por mujeres—, que a menudo racionalizaba sus exigencias relativas a la igualdad de sexos enmarcándolas instrumentalmente en el fortalecimiento del país (Beahan, 1975). La propia Qiu Jin, en los periódicos que editaba, llamaba a las mujeres a participar en la revolución nacional contra los manchúes como un medio para lograr la emancipación (Rankin, 1975). A su regreso a China continuó con sus actividades radicales mientras dirigía una escuela femenina local en Shaoxing (provincia de Zhejiang); fue detenida y ejecutada en 1907 tras participar en una abortada revuelta contra los Qing (Spence, 1982: 50-60; Wills, 1994: 306-310).
La tercera característica de las reformas de la última época de la dinastía Qing fue la creación de nuevas unidades militares. Los primeros «ejércitos modernos» (dotados de armas, organización e instrucción al estilo occidental) se habían organizado en 1895-1896 inmediatamente después de la guerra chino-japonesa (McCord, 1993: 33). Uno de ellos, el Ejército Recién Creado (xinjian lujun), bajo el mando de Yuan Shikai (1859-1916), se convertiría en el núcleo de la mayor y más poderosa unidad militar moderna del país, el Ejército Beiyang («septentrional»), oficialmente creado en 1904. La experiencia militar y administrativa de Yuan (que no había superado el nivel más bajo de los exámenes para la administración pública) le valió su nombramiento como gobernador de Shandong en 1899 y, a partir de 1901, como gobernador general de Zhili. No obstante, es importante señalar que, aunque Yuan fue el principal comandante del Ejército Beiyang, éste no era un ejército de ámbito regional sometido a su control personal, y, por tanto, en rigor no se puede decir que fuera el precursor de las fuerzas de los señores de la guerra típicas de la década de 1920 (ibíd.: 36-37). Como ha mostrado un estudio sobre la administración en Zhili, la corte no sólo aprobó la creación del Ejército Beiyang, sino que también mantuvo el control financiero y administrativo sobre él (Mackinnon, 1980: 56-59, 72, 90-107). Así, con frecuencia se transferían comandantes de división y se reclutaban oficiales de rango medio (basándose en la cualificación, antes que en las relaciones personales) ajenos a la academia de formación de oficiales que Yuan había establecido en Baoding, en 1902. En última instancia, el poder de Yuan (y su capacidad para obtener fondos) se basaba en su posición en la capital, donde ostentaba a la vez sendos cargos en dos nuevas instituciones del gobierno central: la Oficina de Asuntos de Gobierno (establecida en 1901 para planificar la reforma institucional) y la Oficina de Reorganización Militar (establecida en 1903 para supervisar las fuerzas militares en las provincias y planificar la creación de nuevas unidades del ejército).
En 1906 la Oficina de Reorganización Militar se convirtió en el Ministerio de la Guerra, que ordenó la formación de treinta y seis nuevas divisiones del ejército (dos por cada provincia) durante los diez años siguientes. El intento de la corte de centralizar el control militar (especialmente dado que el Ministerio de la Guerra estaba dirigido por manchúes) despertó los recelos de una aristocracia provincial cada vez más distanciada, además de dar un nuevo impulso a la propaganda antimanchú entre los revolucionarios republicanos chinos en Japón (véase más adelante). Al final, sin embargo, la corte fracasó en su intento de crear un sistema militar unificado (McCord, 1993: 45). En vísperas de la revolución de 1911, las diecisiete divisiones (y varias brigadas) del Nuevo Ejército que se habían creado se concentraban en las capitales provinciales y, en general, disfrutaban de mejores condiciones de trabajo que las fuerzas más tradicionales, desperdigadas fuera de los principales centros urbanos (Fung, 1980: 23-32).
Junto con la formación de las divisiones del Nuevo Ejército se llevó a cabo un intento de fomentar una imagen más positiva de los militares, a los que tradicionalmente no se tenía en gran estima en comparación con la burocracia de la administración pública, más prestigiosa. Uno de los objetivos educativos de las nuevas escuelas anunciadas en 1906 era la promoción de un espíritu marcial (shangwu zhuyi) que exaltara los ideales militares del valor y la disciplina (ibíd.: 92-99), y la instrucción de estilo militar se convertiría en un importante aspecto de la vida escolar. En la medida en que se fue retratando cada vez más al ejército como una institución clave que contribuía al «autofortalecimiento» nacional, se empezó a contemplar la carrera militar como una alternativa respetable a la del funcionariado público, la cual, además, posibilitaba la movilidad ascendente. Muchos titulados y vástagos de las familias de los funcionarios-eruditos se alistaron en las unidades del Nuevo Ejército; pero también, y de manera más significativa, muchos de los que descollaron en las filas (y que habrían de convertirse en prominentes señores de la guerra durante la década de 1920) tenían un origen social humilde. También se enviaron, a partir de 1898, estudiantes militares a Japón. En 1903 se estableció en Japón la Shinbu Gakko (Escuela Militar), exclusivamente para estudiantes militares chinos: allí se formarían hasta un millar de ellos hasta que se cerró la escuela, en 1914. Asimismo, entre 1900 y 1911 cerca de setecientos estudiantes chinos entraron en la más prestigiosa Shikan Gakko, una academia japonesa de formación de oficiales de rango medio (Reynolds, 1993: 153). Al igual que sus equivalentes civiles, muchos de estos estudiantes militares se vieron influidos por el republicanismo anti-Qing durante su estancia en Japón (Sutton, 1980: 45-51), y a su regreso formaron asociaciones cuasi-políticas y establecieron contactos con revolucionarios republicanos. A pesar de que en el período final de la dinastía no se logró el propósito original de crear divisiones íntegras para cada provincia, no fue casualidad que el motín militar que desencadenó la revolución de 1911 estallara en el seno de una de las politizadas unidades del Nuevo Ejército. Esta unidad era el Nuevo Ejército de Hubei (que comprendía la VIII División y la XXI Brigada Mixta), una de las mayores del sur de China y en la que la politización de las tropas constituía un fenómeno común desde 1904.
En 1911 hasta una tercera parte de los integrantes del Nuevo Ejército de Hubei se habían reclutado en las organizaciones revolucionarias que habían empezado a surgir a partir de 1908 (Fung, 1980: 121-131; McCord, 1993: 63). La politización, cada vez mayor, se vio alimentada además por un creciente descontento debido a los recortes salariales y a las escasas perspectivas profesionales (Esherick, 1976: 149-153; Fung, 1980: 142-143).
Como han señalado varios historiadores (por ejemplo, Duara, 1988; Thompson, 1995), las últimas reformas de los Qing contribuyeron al proceso de construcción de un estado moderno. Las iniciativas gubernamentales relativas a autogobierno, educación, organización policial y salud pública (Benedict, 1996: 150-164) dieron como resultado la creación de numerosas instituciones oficiales y semioficiales que representaron una penetración aún más acentuada del estado en la sociedad. Sin embargo, para poder financiar dichas instituciones se establecieron diversos impuestos nuevos, a la vez que se aumentaron los recargos sobre la contribución territorial. Dado que el peso de estos aumentos impositivos recayó en los grupos más pobres de la sociedad (principalmente en el campesinado), y en quienes menos probabilidades tenían de beneficiarse de las reformas (Esherick, 1976: 106-107; Mackinnon, 1980: 150-159), los últimos años de la dinastía presenciaron una serie de revueltas tributarias locales (Bernhardt, 1992: 147-148; 156-159) en las que las propias nuevas instituciones fueron físicamente atacadas; las oficinas de autogobierno local y las nuevas escuelas, por ejemplo, fueron con frecuencia el blanco de las iras de la multitud. Como ha mostrado un reciente estudio (Prazniak, 1999), esta oposición a las últimas reformas de la dinastía Qing (y a los aumentos tributarios que las acompañaron) vino motivada por la genuina inquietud popular ante la amenaza que planteaban a los medios de subsistencia locales. En un estudio sobre las provincias de Hunan y Hubei se afirma que tales estallidos populares contra las reformas suscitaron la preocupación por la ley y el orden entre las elites aristocráticas, induciéndolas a apoyar la revolución de 1911 con el fin de controlarlos (Esherick, 1976: 7-8). El descontento popular en los últimos años de la dinastía se vio exacerbado por las malas cosechas y los desastres naturales, lo que incrementó los precios de los alimentos y en 1910-1911 desencadenó una situación casi de hambruna en algunas partes del país.
En el contexto de un creciente distanciamiento de la aristocracia y los comerciantes de la dinastía y el descontento popular frente a las molestas reformas del gobierno, surgió un movimiento republicano anti-Qing entre los exiliados, los emigrados y los estudiantes chinos en el extranjero. La principal figura asociada a este movimiento fue Sun Yat-sen (1866-1925) (Wills, 1994: 310-321). A diferencia de los líderes del movimiento reformista de 1898, como Kang Youwei y Liang Qichao, Sun no era miembro de la clase erudita confuciana; provenía de una familia campesina de la provincia de Guangdong, y recibió una educación occidental a cargo de misioneros en Honolulu (a donde había emigrado con anterioridad su hermano mayor). En 1884 fue bautizado como cristiano, y más tarde estudió medicina occidental en Hong Kong, en 1886-1892 (Schiffrin, 1968: 10-30). Sun fundó su primera organización antimanchú —Xingzhonghui (Asociación para la Regeneración de China)— en Honolulu, a finales de 1894; en 1895 se creó una rama de dicha organización en Hong Kong, época en la que, al parecer, un juramento secreto que vinculaba a sus miembros propugnaba la creación de una república (Bergére, 1998: 50). Tras un infructuoso intento, en 1895, de fomentar una rebelión en Cantón desde su base en la cercana Hong Kong (Schiffrin, 1968: 61-97), Sun pasó los dieciséis años siguientes en el exilio. La fracasada revuelta de Cantón había atraído la atención de las autoridades Qing sobre la figura de Sun; un año después, mientras estaba en Londres, Sun obtuvo notoriedad tanto nacional como internacional cuando la embajada Qing le secuestró con el propósito de llevarle de nuevo a China, donde le esperaba una ejecución segura. Las amistades británicas que había cultivado anteriormente en Hong Kong dieron a conocer su situación a la prensa nacional, y la protesta desencadenada obligó a la embajada china a liberarle. Sun explotó hábilmente el incidente describiendo su experiencia (en un libro titulado Secuestrado en Londres y publicado en 1897) y describiéndose a sí mismo como un valiente e intrépido revolucionario (Schiffrin, 1968: 105-129; Bergére, 1998: 68).
Al principio, Sun se concentró en buscar el apoyo de las comunidades de comerciantes chinos de Norteamérica y el Sureste asiático (compitiendo con los líderes exiliados del movimiento reformista de 1898, que propugnaban una monarquía constitucional bajo el reinado de Guangxu), así como en establecer contactos con sociedades secretas tradicionales dentro de China. La mayoría de dichas sociedades secretas operaban en el centro y sur de China, y se les conocía con diversos nombres genéricos como las Tríadas o la Sociedad del Cielo y la Tierra. Originadas en los primeros años de la dinastía Qing, eran asociaciones fundamentadas en juramentos de hermandad y consagradas a la oposición a los manchúes y a la restauración de la dinastía china Ming. Con el tiempo se involucraron también en actividades de bandidaje, contrabando de sal y apuestas fraudulentas, aunque un estudio reciente (Ownby, 1996) ha subrayado también su importante papel en el transcurso del siglo XVIII como organizaciones de ayuda mutua para los miembros más marginados e inseguros de la sociedad en una época de cambios económicos, demográficos y sociales. Sun confiaba en infiltrarse en dichas sociedades y en utilizarlas para su revolución republicana; las Tríadas fueron alistadas para la fracasada rebelión de Cantón, en 1895, y serían reclutadas de nuevo para otra revuelta, igualmente abortada, realizada en 1900 en el este de Guangdong, tras un quijotesco e infructuoso intento, en el verano de 1900, de persuadir al gobernador general Li Hongzhang (a través de intermediarios) de que declarara la independencia de dicha provincia (Schiffrin, 1968: 181-200). La idea de hacer de la autonomía o la independencia provincial el camino de la futura unidad y fortaleza nacionales había sido planteada por primera vez por Liang Qichao en 1897 (véase más atrás), y se convertiría en un elemento fundamental de la inicial estrategia revolucionaria de Sun. Asimismo, habría de resurgir a principios de la década de 1920, en forma de la propuesta de una solución federalista a la creciente fragmentación de China en la crisis del control del gobierno centralizado (Chesneaux, 1969). El uso de mercenarios (es decir, de sociedades secretas) por parte de Sun y su búsqueda de ayuda exterior (en 1895 había pedido la ayuda de la administración colonial británica de Hong Kong, y en 1900 había solicitado ayuda a Japón) fueron otros rasgos característicos de su estrategia revolucionaria (Bergére, 1998: 58).
En 1905, sin embargo, Sun se estaba ganando el apoyo de los estudiantes chinos en Japón (que anteriormente le habían considerado un cargante pueblerino), y muchos de ellos se unieron a su nueva organización revolucionaria, la Tongmenghui (Liga de la Alianza), cuando ésta se formó, en Tokyo, en 1905. La plataforma revolucionaria de Sun, conocida más tarde como los Tres Principios del Pueblo (sanmin zhuyi), abogaba por el nacionalismo (es decir, el «anti-manchuismo»), la democracia (es decir, la creación de una república) y la mejora de los medios de subsistencia del pueblo. Sun equiparaba este último principio al socialismo (refiriéndose específicamente a la «igualación de los derechos sobre la tierra», lo que incluía gravar los ingresos inmerecidos procedentes de la venta de tierras no agrícolas), y afirmaba que, al llevar a cabo la revolución política y social simultáneamente, China podía evitar las manifiestas diferencias de clase predominantes en el Occidente industrializado contemporáneo. Con el apoyo de los estudiantes chinos a partir de 1905, Sun, que ahora podía afirmar que encabezaba un movimiento revolucionario nacional, era el primer líder no aristócrata de un movimiento político integrado principalmente por intelectuales (Schiffrin, 1968: 8-9; Bergére, 1998: 1281-129).
Entre 1905 y 1908 estalló un furioso debate entre Sun y sus seguidores, por una parte, y los partidarios de la monarquía constitucional, como Liang Qichao, por la otra, en los diversos periódicos que cada bando publicaba en Japón (Gasster, 1980: 495-499). Durante un breve período tras el fracaso de las reformas de 1898, Liang había denunciado ferozmente a la monarquía Qing, y parecía estar a favor de una república. Tras una visita a Norteamérica en 1903, en que había condenado el «atraso» moral de las comunidades chinas que allí vivían, y cediendo a la postura incondicionalmente monárquica de su mentor, Kang Youwei, Liang regresó al bando reformista. Mofándose del «antimanchuismo» de los revolucionarios, afirmaba que los manchúes ya estaban, asimilados, y advertía de la anarquía y el caos que sobrevendrían si se establecía una república. Para Liang, una monarquía constitucional (a la que en otras ocasiones había denominado categóricamente «despotismo ilustrado») era la solución ideal para garantizar el orden y la estabilidad; su prioridad era la mejora y la expansión de la educación, que habría de formar a un «nuevo ciudadano» (xinmin), cuyo compromiso con el bien público superaría cualquier interés provinciano y egoísta. Curiosamente, y en contraste con el presupuesto de los revolucionarios de que una república obtendría automáticamente el apoyo exterior, Liang advertía de que lo único que haría sería invitar a una mayor injerencia extranjera. Sin embargo, dado que la hostilidad a la dinastía Qing iba en aumento, la llamada a la moderación de Liang se hizo cada vez más impopular entre los estudiantes chinos radicales en Japón.
Sun participó en otras ocho rebeliones abortadas entre 1905 y 1911, pero en la época en la que tuvieron lugar las dos últimas (ambas en Cantón, en febrero de 1910 y abril de 1911) sus tácticas revolucionarias habían cambiado. El escaso éxito anterior con las sociedades secretas le animó a acudir a las unidades del Nuevo Ejército en busca de apoyo para su causa republicana. Esta estrategia se reveló particularmente eficaz en las provincias centrales de Hunan y Hubei, donde los revolucionarios establecieron contacto con oficiales del ejército politizados y establecieron asociaciones para difundir la propaganda republicana.
Aunque el movimiento revolucionario de Sun desempeñó un importante papel propagandístico en la difusión del sentimiento anti-Qing, habría que señalar que la Tongmenghui no fue nunca una organización unida bajo el liderazgo indiscutible de Sun. A pesar de que la reciente historiografía nacionalista ha atribuido a Sun y a su organización el papel predominante en el derrocamiento de los Qing, la Tongmenghui fue sobre todo una organización que aglomeró a grupos previamente existentes en los que se daba una amplia variedad de puntos de vista y perspectivas. De hecho, cuando estalló la revolución de 1911 se había establecido ya una rama separada y virtualmente independiente en China central; además, prácticamente desde el primer momento el liderazgo de Sun había sido vigorosamente cuestionado. A veces parecía que únicamente un crudo «anti-manchuismo» unía a esos distintos grupos. En muchos aspectos, tal como señalaba Liang Qichao, en los primeros años del siglo XX los manchúes habían sido ya asimilados. La lengua manchú se había extinguido, mientras que la proscripción del matrimonio mixto entre manchúes y chinos impuesta por la dinastía se había abolido en 1902, y todas las diferencias legales entre manchúes y chinos han se eliminaron en 1907; asimismo, la prohibición impuesta a los residentes de las guarniciones de las Banderas manchúes de participar en el comercio y los oficios locales había caído en desuso. Sin embargo, al culpar a los «bárbaros» manchúes de la debilidad y los problemas de China, los revolucionarios se involucraron también en la «construcción» de una identidad étnica china han. Aunque un reciente estudio ha señalado que desde una época anterior existía ya un sentimiento «racial» de identidad china han (coexistiendo con un «culturalismo» que explicaba las diferencias entre la gente en función de sus atributos culturales) (Dikotter, 1992), la propaganda revolucionaria de principios del siglo XX fue mucho más allá al hacer hincapié en una identidad étnica china han única, homogénea e intemporal, a menudo descrita en términos de un «linaje» común (zu) (Dikotter, 1997: 9; Chow, 1997: 40).
La propia política del gobierno Qing alimentó la fobia antimanchú. Así, la sospecha de que la dinastía estaba explotando las reformas para crear una oligarquía dirigente manchú parecieron verse confirmadas en 1909, cuando se nombró a príncipes manchúes para dirigir un Consejo de Estado Mayor encargado de supervisar las unidades del Nuevo Ejército, y en mayo de 1911, cuando se anunció la creación de un gabinete dominado por manchúes. En mayo de 1911 estallaron en Sichuan violentas protestas, encabezadas por la aristocracia, cuando la corte anunció su intención de utilizar un crédito extranjero para arrebatar la construcción de varias líneas ferroviarias (incluyendo una futura línea Hankou-Sichuan) de manos de las compañías de ferrocarriles provinciales en las que habían invertido las elites aristocráticas. Esto, a su vez, provocó un motín militar en
Wuchang (provincia de Hubei), en octubre. Al motín de Wuchang pronto le siguieron varias revueltas antidinásticas en las provincias centrales y meridionales, donde las asambleas provinciales, en alianza con los comandantes del Nuevo Ejército (muchos de los cuales se autonombraron gobernadores militares), declararon su independencia de Pekín (Spence, 1999a: 258-263). La corte le pidió a Yuan Shikai que aplastara la rebelión. Mientras tanto, los representantes de las provincias meridionales se reunían en Nankín y declaraban su intención de establecer una república. Sun Yat-sen, que cuando estalló el motín de Wuchang se hallaba en Estados Unidos recaudando fondos, fue elegido presidente provisional, y cuando regresó a China, en diciembre de 1911, se le dispensó una calurosa bienvenida.
Tras el sitio de Wuchang por las tropas gubernamentales al mando de Yuan se produjo una situación de tablas entre las dos fuerzas enfrentadas, y los revolucionarios trataron de negociar un acuerdo. Sun Yat-sen se ofreció a ceder la presidencia a Yuan Shikai si éste declaraba abiertamente su apoyo a la república y prometía acatar una nueva constitución. Los revolucionarios suponían también que Yuan utilizaría su poder y su influencia para persuadir a la dinastía de que abdicara (Young, 1968). Sin embargo, se plantearon algunos recelos respecto a este compromiso. Al fin y al cabo, Yuan Shikai había adquirido su prominencia como importante funcionario militar y civil de la dinastía Qing. También existía la creencia generalizada de que Yuan había roto una promesa de apoyo a los reformistas de 1898 al respaldar el golpe de la emperatriz viuda Cixi contra el emperador Guangxu y sus asesores (Kwong, 1984: 213-214). Tras la muerte de Cixi en 1908, las intrigas de la corte habían dado como resultado su retiro forzoso. Tras la revuelta de Wuchang, se pidió a Yuan que mandara las tropas del gobierno y se le nombró primer ministro del recién creado gabinete.
En cualquier caso, el reconocimiento del hecho de que Yuan mandaba las fuerzas militares más modernas y mejor equipadas de las que en aquel momento existían en el país, y el temor real por parte de los revolucionarios de que una prologada guerra civil podría precipitar la intervención de las potencias para proteger sus intereses económicos en China, les convencieron de que era necesario un compromiso. Yuan, por su parte, era muy consciente de que el apoyo a la dinastía se desmoronaba, ya que en noviembre de 1911 algunas provincias septentrionales se unieron a las del sur declarándose independientes de Pekín. En febrero de 1912 Yuan obtuvo la abdicación de la dinastía, y al mes siguiente Sun Yat-sen cedía la presidencia provisional a Yuan Shikai. Aunque los revolucionarios esperaban que la capital se estableciera en Nankín, Yuan logró imponer su voluntad y hacer que fuera Pekín, el centro de su poder militar.
A la hora de evaluar la naturaleza de la revolución de 1911, es importante señalar que ésta fue encabezada por las asambleas provinciales (dominadas por la elite de aristócratas-eruditos que progresivamente se había ido distanciando de la dinastía) en alianza con los comandantes del Nuevo Ejército (muchos de los cuales se autonombraron gobernadores militares provinciales). En algunas provincias como Hunan, el movimiento anti-Qing adquirió un matiz más populista con la participación de las sociedades secretas, aunque en general la implicación directa de las masas fue menor, y en el período inmediatamente posterior al derrocamiento de la dinastía el poder local estuvo firmemente en manos de las elites establecidas. Un estudio ha descrito la revolución como la victoria de una «elite reformista urbana» que apoyaba un nuevo orden para preservar sus intereses y mantener la ley y el orden (Esherick, 1976: 259). Por otra parte, se podría señalar que la revolución no representó simplemente el triunfo de las elites locales sobre el estado, ya que durante los últimos años de la dinastía tanto el estado como las elites locales se organizaron de nuevas formas e incrementaron sus recursos. Este proceso de construcción del estado continuaría a partir de 1911 (Rankin y Esherick, 1990: 343). Tampoco representó la revolución el comienzo de un «militarismo naciente». Aunque los militares desempeñaron un papel clave (y al hacerlo legitimaron el uso del poder militar con objetivos políticos), no constituían una fuerza autónoma, sino más bien uno de los componente de una coalición más amplia integrada por diversas elites; en el período inmediatamente posterior a la revolución los comandantes militares no ejercieron ningún poder personal, y la administración pública siguió en su sitio (McCord, 1993: 77, 79, 82-83).
Por otra parte, aunque los historiadores marxistas chinos han descrito convencionalmente los acontecimientos de 1911-1912 como una revolución «burguesa-democrática nacional» (Hsieh, 1975: 42-43), los historiadores occidentales (por ejemplo, Bergére, 1968) han afirmado que en aquella época la burguesía china era demasiado débil políticamente y numéricamente insignificante para haber desempeñado un papel sustancial en la revolución (a pesar de que las comunidades de comerciantes chinas en el extranjero habían donado fondos al movimiento revolucionario de Sun Yat-sen, y los comerciantes de Shanghai habían apoyado económicamente al gobierno revolucionario provisional en Nankín). Incluso la propia Tongmenghui desempeñó únicamente un papel secundario en los acontecimientos de 1911-1912, si bien algunos de los gobernadores civiles que surgieron en el sur a raíz de la revolución, como Hu Hanmin, en Guangdong, eran miembros de Tongmenghui. En ciertos aspectos se podría describir la revolución de 1911 como una revolución nacionalista (de la variedad étnica), en el sentido de que los revolucionarios republicanos justificaron su movimiento como una lucha «racial» librada por una población china han subyugada contra sus opresores gobernantes «extranjeros», los manchúes (en el transcurso de la revolución, los manchúes fueron a veces el blanco concreto de los ataques, y en Xian un gran número de ellos fueron asesinados) (Spence, 1999a: 261). Sin embargo, a partir de 1912 todos los gobiernos iban a reivindicar las fronteras del antiguo imperio Qing (que incluía el Tibet y Mongolia) basándose en los principios occidentales del nacionalismo de estado; y las minorías étnicas, o bien se considerarían insignificantes, o bien se supondrían «asimilables» a la cultura de la mayoría china han. En otras palabras: no ser chino no se consideraría una barrera para la incorporación al estado chino (Townsend, 1996: 16).
Finalmente, el compromiso de 1912 había llevado al poder a una figura estrechamente asociada al antiguo régimen, cuyo compromiso con la república resultaba incierto. A pesar de ello, había grandes esperanzas de que la creación de una república marcaría el comienzo de una nueva era para China; una era en la que ésta se ganaría el respeto de las potencias extranjeras y en la que se sentarían las bases de una nación próspera y democrática. Los acontecimientos de la siguiente década, sin embargo, darían como resultado el desmoronamiento de esas esperanzas y el surgimiento de nuevas soluciones radicales para abordar la inestabilidad política que seguía acosando al país.