Preámbulo

Desde la cocina pude ver una sombra rauda como un rayo.

El ruido seco de la puerta trasera me confirmó que alguien había abandonado la casa de forma precipitada por allí. Oí a Anne y a la criada caminando en la planta superior. Evité preguntar si había sido alguna de ellas.

Era obvio que no.

Alguien había entrado de forma repentina en mi casa. Lo había hecho por el huerto, dejando oír un golpe en uno de los cuartos, para luego desaparecer como un fantasma sin dejar más huella de su presencia que un misterioso baúl.

Y allí estaba.

En el centro de mi dormitorio. Frente a la cama. Un espectro desconocido había dejado un enorme cajón cubierto de terciopelo verde.

En la cerradura todavía se balanceaba una fina cadena de oro. En el extremo, una llavecita reflejaba los pocos destellos de sol que entraban por la ventana de la habitación contigua.

Las mujeres seguían arriba ajenas a lo que había sucedido en los últimos minutos en la casa. Comprobé que no venía nadie por el pasillo. Cerré con sigilo la puerta de mi aposento dispuesto a descubrir el contenido del inesperado obsequio.

El baúl pesaba lo suyo. Apenas lo pude arrastrar hasta colocarlo detrás de la cama. Quería evitar que, de entrar alguien en la alcoba, me sorprendiera hurgando en mi nuevo tesoro. Porque era mi tesoro. Y a pesar de que ya soy viejo, he de reconocer que tales sorpresas son gratas, aun llegando con retraso a mi reciente cumpleaños.

El tacto era suave y el terciopelo, de la mejor calidad. Con mano temblorosa desaté como pude el nudo de la cadena de oro y extraje la llave, dispuesto a descubrir el contenido.

No fue difícil. Un leve golpe metálico me dio el aviso de la apertura de la cerradura. Como en un extraño ritual, me dispuse a descorrer las pestañas y abrir la tapa.

Dentro todo estaba desordenado. Seguramente el ajetreo del viaje había provocado el caos que reinaba en su interior. Allí, ante mis ojos atónitos, decenas, cientos de papeles plegados, gastados unos y otros de aspecto mucho más lozano, algunos de ellos cifrados, lo cubrían todo. Entre los lacres quebrados que aún brillaban en algunos de ellos, pude reconocer divisas de lo que parecían ser importantes familias no sólo de Inglaterra, sino también de España y Francia.

Pero eso no era el verdadero tesoro. Removiendo los documentos descubrí una tabla brillante. Medio escondido en su fondo, bajo el peso del papel, había un retrato.

Recuerdo que fueron los ojos lo primero que vi. Unos ojos pequeños y brillantes que me miraban. Unos ojos que, a pesar del tiempo que había pasado desde la última vez que los vi, no tardé en reconocer. Aquél era el rostro de mi buen amigo Kit. Al contemplar finalmente su imagen bajo la tenue luz de mi cuarto, no pude evitar que la emoción embargara mis recuerdos. Tantos años habían pasado desde la última vez que nos encontramos, antiguo rival y al mismo tiempo camarada, la persona a la que tanto debo, me mandaba ese singular regalo seguramente como legado de nuestra profunda amistad durante tantas décadas.

Al levantarlo ante mí, mis dedos se toparon con un papel.

Cosida al reverso de la tabla había una carta. Al contrario del resto de billetes que lo desbordaban, permanecía con el precinto totalmente intacto. Junto a ella había una divisa formada por un león rampante y una mitad cuartelada con varias bandas entre las que se podía leer la inscripción latina, Ave Maria Gratia Plena (Ave María llena eres de Gracia).

Antes de romper el lacre guardé de nuevo el cuadro en el fondo del cofre. Me levanté y del mueble que había al pie de la cama tomé un mantel. Con él cubrí el baúl disimulando su presencia en mi habitación. Fue un gesto, entiendo, bastante ingenuo. El bulto era tan grande que hubiera llamado la atención de cualquiera.

Mientras caminaba hacia la puerta de la alcoba, escondí la nota bajo mi ropilla. Fui a comprobar que las mujeres seguían en sus faenas. Tras confirmarlo, centré entonces mi atención en el billete de mi amigo, ansioso por conocer su contenido.

Nervioso, mientras rompía el sello, comencé a pasear por la habitación. Una vez abierta pude ver la peculiar letra de Kit. Tenía el mismo estilo con el que durante años me había enviado desde el continente inimitables versos en forma de historias, romances y tragedias.

Entonces, leí:

Mí apreciado amigo:

Hace pocos minutos he escuchado el repicar de las campanas de la iglesia y me han sonado igual que otras muchas veces. Firmes y secas como en cualquier noche de invierno. Ahora apenas hay luz, sólo el fuego que produce mi lámpara, y no oigo más que el quejoso carraspeo de mi afilada pluma de ganso cuando se desliza sobre el papel. El mismo y repetitivo sonido que me ha acompañado durante todos los días de mi vida.

Ahí fuera hace mucho frío y todo está oscuro como la boca de un lobo. No hay luna y el firmamento solamente se abre ante el destello de cientos de estrellas. Sirio, Orión o las Pléyades que tanto cautivaron a don Antonio Pérez, se pueden ver sin dificultad a través del ventanal que cierra mi escritorio.

Aquí estoy y en realidad no sé por qué te escribo ahora. Puedo dar todo por concluido y no con ello quiero significar que este negocio sea de hombre derrotado; mas, como sabrás, bien es cierto que en ocasiones el papel puede llegar a ser el acero de los tímidos. No creo que sea mi caso. En mis manos todavía veo la sangre de muchos a quienes he ajusticiado por el simple delito de haberse cruzado en mi camino a destiempo. En cualquier caso, no es juicio que me toque considerar a mí sino al Todopoderoso o a las fuerzas del Averno.

Hoy, 26 de febrero, es mi cumpleaños. Y disfruto de mi aniversario rodeado de recuerdos; sólo recuerdos. Nadie me echa en falta y, sin embargo, de alguna forma u otra todos bien saben de mi existencia.

Sobre mi mesa, la querida mesa de cedro que durante estos años ha servido de soporte para emociones, sentimientos e incluso compasiones, descansan hoy muchas cartas. Cada una me hace viajar en el tiempo hacia el pasado y revivir momentos a los que, en ocasiones, ni siquiera los recuerdos son capaces de atrapar. Algunos de ellos vuelan tan alto que parecen inalcanzables, como las cigüeñas de mi añorada iglesia de San Bene’t. Solamente el escribir sosiega mi angustiada alma y me permite recobrar la memoria de ese tiempo pretérito, que no perdido, cuyos protagonistas como en muchas de mis obras han ido abandonando el escenario de forma trágica.

Bien sabe Dios que nadie puede predecir los infortunios de uno mismo, ni mucho menos los de los demás. Todo llega y cuando menos lo esperas te das cuenta de que la función ha acabado y la escena queda vacía; señal inequívoca de que todo ha terminado. Al fin y al cabo, solamente somos marionetas que vagan sobre un enorme teatro siguiendo la impredecible voluntad del Destino. Improvisados títeres que hacen reír y llorar como esos graciosos muñecos de la Commedia dell’arte que pude ver en otra época en el norte de Italia.

Hace apenas unas semanas un comerciante hugonote de París me trajo una nota en la que se me comunicaba la muerte de don Antonio. Hacía casi un año que no tenía noticia de él. Su desaparición me ha convertido en una especie de náufrago en mi particular océano de recuerdos. Y ahora, cuando muchos de mis cabellos se han convertido en hilos de plata, me pregunto cuál es mi papel en esta obra una vez desaparecido el último protagonista.

No. Ya no soy aquel joven decidido y reconozco que en ocasiones impulsivo y violento que puedes ver en la tabla que te envío con toda mi correspondencia.

Ha pasado mucho tiempo desde que todo empezó y todos esos días, todas esas lunas, me han hecho acaso más fuerte ante los imprevistos que el destino me ha deparado. La parca que me hostiga puede considerar la desaparición de don Antonio como otra batalla ganada en esa guerra despiadada con la que me persigue desde hace casi veinte años. Pero, al contrario, me ha dado las fuerzas necesarias para comenzar a dar vida a la memoria que todavía conservo sin marchitar en lo más hondo de mi corazón. Muy lejos de aquí, en uno de mis viajes por África, aprendí que las palabras de los dioses son eternas como el tiempo y los recuerdos. Eso es cierto. Vaya si lo es. Porque cuando las historias las protagonizan espíritus tan sublimes como los que aquí te presento no debe ser considerada, al igual que sus testimonios, empresa de hombres sino de dioses.

Ya no me satisface esperar el aplauso del público y vanagloriarme de la celebridad, el éxito y el renombre que abrazan al creador. Estos serán grandes si Melpómene y Erato han acompañado al poeta en su trabajo. Mas en la empresa que ahora te pido que lleves a buen puerto en mi nombre, ellas no servirían de nada sin la ayuda de Clio.

Quiero que hagas un último esfuerzo y que cuentes, como tú sólo sabes hacerlo, la gesta más conmovedora que haya visto jamás teatro alguno. El Globo o La Rosa temblarían con sus cimientos ante una epopeya de estas características. Y no por lo trágico de la historia, sino porque en la vida del Hombre no hay mayor virtud que la Verdad. No hay historia más heroica que la que uno mismo ha vivido. En mi caso me siento afortunado por haber tenido la suerte de compartir esfuerzos y sufrimientos con hombres y mujeres tan honestos. El Gran Tamerlán habría abandonado a sus pies la espada de la Victoria, entregando su vasto imperio a la lealtad del espíritu humano; Fausto habría evitado el infierno de haber protagonizado esta historia y la avaricia de mi judío maltés habría ardido para siempre como el tabaco de una pipa.

Y te lo pido a ti porque ahora estoy solo. Y siempre ha sido así. Muchas veces he pensado que esta historia comenzó cuando vi por primera vez el retrato de doña Ana de Mendoza en un ordenado estudio de Madrid. Aquella princesa a la que los enemigos llamaban Jezabel o la Canela, se presentaba tal y como era en el lienzo del taller del maestro don Alonso de Coloma. Su cabello negro recogido sobre la cabeza, su rostro albo y, sobre todo, el brillo y naturaleza de su ojo, demostraban el temperamento de una hembra singular; como recuerdo que decía don Alonso, la única que fue capaz de entretejer alrededor del cuello de todo un rey una soga hecha con pasiones que estuvo a punto de acabar con un gran imperio.

Desde la ventana de mi habitación puedo ver las antiguas casas de doña Ana, levantadas no lejos del palacio del rey, tras la iglesia de Santa María de la Almudena. Ni él ni ella quedan ya en sus aposentos. El murió hace casi quince años sumido en una ambigüedad espiritual que seguramente corroyó su alma hasta el último aliento que le dio la vida. La misma indeterminación que nunca quiso reconocer la princesa y que la perfidia humana y la insidia del monarca de las Españas la llevó a morir encerrada como una pordiosera en su palacio ducal, ese magnífico castillo que nunca imaginó podría convertirse en cárcel de ánimas.

No me olvido, bien sabe Dios que no, de Lorena, la sobrina de don Alonso. Pintaba de una manera milagrosa, como si un misterioso ángel guiara su mano sobre la tabla o el lienzo, creando formas, combinando colores y escenas de las que no se podía discernir cuál era el modelo y cuál, la copia.

Desgraciadamente la peste hizo que de ella hoy sólo conserve el cuadro que me regaló y que ahora descansa en el fondo del baúl.

De entre ellos sigo pensando que yo fui quien corrió con mejor suerte. Todos sin excepción me aceptaron y me respetaron. Dejaron de lado mi condición de extranjero y mi nacimiento en un país enemigo para abrirme las puertas de par en par a un mundo diferente. Un cruce de caminos casi fortuito me brindó la posibilidad de dar un nuevo rumbo a mi vida. Todo ello ocurrió hace casi tres décadas, cuando los hilos de mi destino comenzaban a enredarse. Era sólo un estudiante del Corpus Christi College en mi ya olvidada ciudad de Cambridge.

Hoy lo dejo todo en tus manos. El baúl que he hecho llevar hasta tu nueva casa en Stratford-on-Avon contiene todos los papeles que conservo. Es mi deseo, Will, que des vida a esas notas, construyendo un enorme escenario siguiendo la premisa que tú y yo nunca hemos traicionado: Totus mundus agit histrionem[1].

La historia empieza precisamente en mi vigésimo primer cumpleaños. Como entonces, hoy siento el mismo frío, quizá más intenso por todos los achaques que me van empujando poco a poco contra el precipicio de mi vida, y la misma incertidumbre por el desconocimiento de los avatares futuros. Pero no tengo nada que perder y sí mucho que ganar: la tranquilidad y el sosiego del alma y la merecida memoria de todos los compañeros que me acogieron en mi particular periplo en busca de la libertad y la justicia.

K. M.

Después de leer la carta comprendí que la amistad de Kit se mantenía viva a pesar de todo lo transcurrido. Me convencí de que se trataba de un sentimiento que no conoce distancias ni fronteras, y al que el tiempo sólo puede mellar con el olvido, algo que, en este caso, no existía.

Abrí de nuevo el arcón y volví a observar el retrato realizado por Lorena. Kit me había hablado en muchas ocasiones de ella y del cuadro que le pintó, durante su primera misión. Seguramente, su aspecto actual distaba mucho de aquel joven decidido de poco más de veinte años. Pero el paso del tiempo había hecho que de él en mi memoria solamente quedara el recuerdo de ese semblante autoritario y seguro, los mismos valores que lo hicieron triunfar como el mejor autor de todos los tiempos y a quien muchos, especialmente yo, tanto agradecemos.

Busqué otra vez en el interior siguiendo las premisas de mi amigo. Entre los documentos había un grupo especialmente raído. Sus pliegues evidenciaban que habían sido leídos cientos de veces, abriendo y volviendo a doblar el papel para disfrutar de sus líneas. Desaté la cinta roja que los protegía y tomé el primero de ellos. Sin perder de vista el rostro de Kit, esbocé una sonrisa, ciertamente melancólica, cuando observé junto al lacre de la carta el sello del Corpus Christi College de Cambridge; el lugar donde todo empezó…