Westminster, Parlamento (Inglaterra)
Sábado, 1 de octubre de 1588
Hacía apenas una semana que Marlowe había llegado a Londres. La situación en el Estrecho le resultó extremadamente calma para lo que se esperaba. Después de los escarceos de naves y marineros de las últimas semanas, el viaje fue de lo más tranquilo. No hubo atisbo de barco español alguno en todo el periplo, circunstancia que sorprendió al agente inglés.
A finales del mes de agosto sólo la mitad de los hombres que habían salido de La Coruña llegó con vida a este puerto o al de Santander. Víctimas de la sinrazón del rey Felipe, quince mil hombres se habían quedado en el camino. Por su parte, la flota perdió un tercio de sus naves. El desastre de la Armada española era colosal.
Fue entonces, en el momento de conocer de primera mano las noticias de la hecatombe de la empresa, cuando el agente recordó la voz reveladora de la princesa de Éboli que anticipándose a los hechos señaló: «Hay algo que hace más mella en los españoles que la derrota de sus naves. Estas se construyen rápido, sí, pero las heridas causadas en el honor y, sobre todo, el orgullo, tardarán en cerrarse».
Aquellas palabras retumbaban en el interior de su cabeza cuando escuchó la voz de Thomas Walsingham que lo sacaba de sus pensamientos.
—Kit, ¿te encuentras bien? —le preguntó su mecenas tomándole con suavidad del brazo.
—Sí, gracias… —respondió sin apenas haber escuchado la pregunta.
—Llevas unos días muy raro. Lo mejor será que vuelvas a la vida del teatro lo antes posible. Así te olvidarás de todo —añadió Walsingham animándole—. Piensa que al final ha salido todo bien; todo como habíamos planeado.
Los dos continuaron caminando y charlando por el césped que rodeaba la abadía de Westminster en dirección al Parlamento.
—Oye, y en lo que respecta al teatro, ¿cuándo crees que tendrás terminada tu próxima obra sobre París? ¿Ardo en deseos de poderla ver en La Rosa?
—¿La Rosa? ¿Estás loco? Hace casi cuatro meses que no escribo una sola línea. Todavía tengo que tranquilizarme un poco. Es difícil concentrarse e inspirarse después de todo lo sucedido…
El agente se detuvo en el camino. Sus palabras también se frenaron de forma abrupta. A su lado, Thomas Walsingham supo perfectamente en esta ocasión cuál era el motivo.
—Nunca antes habíamos estado, amigo mío, tan cerca del diablo —dijo Walsingham elevando la voz para que el tercero en discordia pudiera oírlo sin problemas—. Guárdate bien, Kit, no sea que el mismísimo demonio se apropie de tu corazón y lo devore con tal ansia que…
—Está bien, está bien, señor Walsingham —dijo Robert Cecil mientras caminaba con dificultad hacia ellos, levantando la mano para interrumpir la mofa—. Esa historia es muy vieja, y ya la he oído en innumerables ocasiones. No soy tan terrible. Además, no me creo que yendo acompañado de un hombre de letras de tanto éxito en los teatros de Londres no seáis capaz de improvisar un arma mejor para abordarme.
Cecil miró con sonrisa cínica a Kit. El agente se había topado con él en otros lugares, pero nunca se habían visto tan de cerca ni, desde luego, se habían dirigido la palabra. La ceremoniosa voz del político le sorprendió. No era lo que se podría esperar de un hombre endeble, con tan turbia trastienda como aquél.
—A ver si os gusta ésta. ¿Habéis encontrado nuevo secretario, Robert? Tengo entendido que vuestro fiel James sufrió un pequeño accidente en el despacho y que de forma imprevista murió mientras os entregaba unos papeles… envenenados.
—Sí, Walsingham, un triste suceso. No sabemos dónde tenemos nuestro destino.
El tono cínico de aquel hombre comenzó a irritar a Kit. Su temple se estaba viniendo abajo una vez más a pasos agigantados.
—En cambio —saltó Kit—, sí que conocéis a la perfección en dónde está el oro español. ¿Verdad, señor? ¡Apuesto a que los cajones de vuestra mesa están repletos de monedas con la efigie del rey Felipe!
El comentario, como era de esperar, no fue del agrado del político.
—Querido señor Marlowe. Estáis dotado de una lengua muy afilada. Lo habéis adiestrado muy bien, mi querido Walsingham. Sin embargo, no sé de qué se quejan, señores. Acabo de encontrarme con vuestro primo, sir Francis, y él no parece estar tan molesto por el devenir de los acontecimientos. Al fin y al cabo, lo que cuenta es el resultado final. Seguro que el señor Marlowe es más Optimista en este sentido, ¿no es así?
Kit empezó a perder los papeles. Los interminables días en la cárcel de Santa Cruz desfilaron en un instante por su cabeza. Delante de él estaba el culpable de su desgracia y el hombre por el cual a punto estuvo de perder la vida en más de una ocasión.
—Consideraos un hombre afortunado —respondió Kit apretando los dientes con fuerza—. De no estar donde estamos no habríais siquiera acabado la frase. Las últimas palabras las habríais dicho empapadas en vuestra propia sangre.
Kit hizo un ademán violento para acercarse a Cecil pero Walsingham, más frío, se lo impidió.
—No sé de qué me habláis, señor Marlowe. Solamente confío en que vuestra última estancia en España haya sido todo lo plácida y fructífera que cupiera esperar. Creo que así lo fue como puedo deducir del éxito de vuestra misión.
El tono atrevido del deforme acabó por desquiciar los nervios del joven, quien en un movimiento fulminante lo agarró por el cuello.
Los alguaciles que había en la puerta de entrada al Parlamento no lo dudaron un instante. Corrieron a asistir al político en aquella sorprendente reyerta callejera. Pero no fue necesaria su ayuda. Antes de que llegaran, Walsingham ya había conseguido apartar al agente de su presa.
—No sois digno de llevar el título que ostentáis, cerdo traidor —añadió el jefe del servicio secreto—. Siempre estaréis a la sombra de vuestro padre.
Con un gesto de la mano, Robert Cecil tranquilizó a los alguaciles. Se colocó las ropas con parsimonia y, sin hacer caso aparente a las palabras de Walsingham, se dirigió al agente en voz baja y con tono amenazante.
—Donjuán de Idiáquez me manda recuerdos para vos, señor Marlowe, y un recado que seguramente entenderéis sin necesidad de que os explique los detalles. Asegura que el mundo es muy pequeño. Me consta que así es. Véase la prueba de nuestro fortuito encuentro, señores. Ahora bien, Christopher Marlowe, en breve entraré en el consejo privado de Su Majestad. Hasta entonces, seguid escribiendo obras de teatro de gran éxito para La Rosa, os ayudarán a ganaros unas monedas y poder sobrevivir.
—¿Adónde queréis llegar, señor? ¿He de tomar vuestro patético discurso como una amenaza? —replicó el joven con retintín.
Robert Cecil comenzó a caminar en dirección opuesta. Parecía no haber escuchado las últimas palabras de su oponente.
—Tomadlo como os plazca, señor Marlowe —añadió Cecil sin darse siquiera la vuelta—. Pero andaos a resguardo del mejor árbol que os pueda cobijar porque vuestro mundo se hace cada vez más pequeño. Mucho más pequeño.