Los arrabales del norte,
Madrid (España)
Martes, 6 de septiembre de 1588
Un remozado Christopher Marlowe había pasado los dos últimos días en el taller de don Alonso descansado y curando las heridas de su paso por la prisión de Santa Cruz. El reposo le había venido bien para recuperar fuerzas y poder afrontar en breve el duro viaje que le retornaría a Inglaterra para siempre. Sin embargo, el joven no quería irse. No era justo que apenas empezaba a disfrutar de su libertad con Lorena, ya debiera abandonar el país de forma casi precipitada.
—Debes marcharte cuanto antes —le suplicó la joven—. Idiáquez utilizará todas sus artimañas para hacer cumplir su promesa.
—No creo que se atreva. El rey le dejó bien claro que mi seguridad dependía de él.
Los amantes permanecían sentados en un pequeño banco apoyado junto a una pared del patio.
—Desconfía. No es la primera vez que Idiáquez pone el dinero sobre la mesa para que un mendigo se haga pasar por una persona supuestamente protegida a la que él mismo se encarga de ajusticiar sin ningún pudor. Tiempo después encuentran un cuerpo sin identidad, pero para entonces ya todo el mundo se ha olvidado del caso. Será mejor que te vayas.
—¿Vamos a estar discutiendo toda la mañana sobre Idiáquez?
—Lo siento. Estoy preocupada y no quiero que te suceda nada ahora que has llegado al final de tu trabajo.
Kit y Lorena se abrazaron. Todo había sucedido de forma precipitada en los últimos días de tal forma que de la súbita muerte que todos veían ya sobrevolar sobre su figura, se había pasado a una euforia sólo contenida por la obligación de tener que marcharse cuanto antes.
En ese momento, don Alonso entró por la puerta principal del patio. Iba acompañado por el cardenal arzobispo de Toledo y por Nicholas Faunt.
Kit se levantó del banco y se acercó al prelado para besarle el anillo.
—Ilustrísima…, es un placer volver a veros.
—Buenos días, señor Shelton. Me alegro profundamente de que al final las cosas hayan salido a gusto de todos.
—Bueno, eso no es mala cosa —corrigió don Alonso—. Pero imagino que ahora en palacio y en El Escorial no estarán mostrando mucha felicidad por lo sucedido.
—Me temo que no. —La voz de Nicholas Faunt sonaba triunfante—. Las noticias que llegan desde el Estrecho a palacio no son buenas. Además, queda por saber lo peor. Nuestros propios contactos nos han informado con antelación de lo que está sucediendo junto a nuestras costas. Se confirma que la Armada se ha visto obligada a huir hacia el norte ante la imposibilidad de recular y desandar el camino hacia los puertos españoles.
—¿Pero, no contaban con ningún apoyo en el Estrecho? —preguntó don Alonso.
—Al parecer no. Ahora empezamos a descubrir que gran parte de la derrota se debe no a la pericia de nuestros barcos o a las tormentas, como en un principio quiso justificar Felipe, sino a la improvisación con que se han enfrentado a este proyecto.
—¿Improvisación? —preguntó Kit, incrédulo—. Llevan más de cinco años preparando las operaciones.
—Es cierto —continuó Faunt—. Pero tras la muerte del marqués de Santa Cruz y, sobre todo, la recopilación de datos, algunos de los cuales conseguiste antes incluso de que llegaran a sus propios destinatarios, parece que se ha generado una suerte de miedo ante lo que pudiera ocurrir. No las tenían todas consigo, y así se ha demostrado. De nada vale tener las mejores naves si luego eres incapaz de hacerlas maniobrar.
—En las últimas semanas, Felipe condicionaba todo el plan a una supuesta intercesión divina —señaló el cardenal—. Sus oraciones eran continuas. La desesperación por la falta de noticias, primero desde Lisboa, luego de La Coruña y finalmente en el momento de la batalla, han hecho que muchas decisiones se tomaran dando palos de ciego, sin saber qué estaba sucediendo.
—Los españoles somos así —añadió don Alonso en tono sarcástico—. Ayer decían en palacio que Idiáquez está recibiendo correspondencia de embajadores y políticos en donde la frase más repetida es un «ya os lo dije». —Los cinco sonrieron—. Aquí somos así, señores. En la hora de la derrota todos se lavan las manos, mientras que, por el contrario, siempre hay problemas para encontrar un sitio en el bando de la victoria. Todos se quieren apuntar a ella aunque no hayan hecho nada.
Se miraron con incredulidad. Parecía inverosímil que el trabajo de miles de hombres durante tantos años se fuera por la borda debido a la precipitación y a la mala gestión de la empresa durante la última hora de su puesta en marcha.
—Al menos a mí me ha servido para salvar la vida. Si hubiera sido un rey cabal ahora mismo estaría colgado de un poste en la Plaza Mayor.
—Su Majestad —prosiguió el prelado sin hacer caso al acertado comentario de Kit— no habla con nadie ni parece tener humor para continuar en el trono. Algunos creen que su silencio se debe al orgullo de no querer reconocer el desastre que en gran parte él mismo ha originado. Decisiones arbitrarias, acuerdos a destiempo, siempre todo a última hora según lo que la Divina Providencia le dictaba al oído. En definitiva, otro de nuestros grandes defectos, la falta de previsión.
—Y queda por venir lo peor del desastre —suspiró don Alonso.
—Tenéis razón. Ya están avisados en las costas occidentales de Inglaterra —señaló Nick rompiendo una pajita que había tomado del suelo—. Los barcos españoles serán masacrados siempre que intenten acercarse a tierra. Los pocos apoyos que contaban desde el interior de nuestro país han desaparecido, como si nunca hubieran existido. Al parecer, las bajas españolas no fueron muy numerosas en los pocos escarceos que tuvieron con los nuestros en el Estrecho. Las verdaderas víctimas las van a tener ahora, cuando cubran todo el perímetro de Inglaterra. No quiero ni pensar en el número de bajas de la Armada una vez acabada la operación y lleguen a los puertos del norte, si llegan.
—Muertos sin haber tenido la más mínima opción de luchar —reflexionó en alto don Alonso—. Vaya cosa mala.
El silencio se hizo en el pequeño grupo. Sólo se oían los pasos de los aprendices concentrados en sus tareas diarias.
—Creo que tenéis las cosas preparadas para vuestro viaje —dijo don Gaspar de Quiroga al fin.
—No hay mucho que llevar —dijo Kit mostrando sus manos vacías.
—Su Ilustrísima nos presta su coche para ir hasta Pastrana —apostilló Nicholas Faunt—. Allí tomaremos caballos para viajar hasta Santander. De esta forma no tendremos problema alguno para abandonar la ciudad.
Todos aplaudieron el amable gesto del prelado. Nick se acercó para despedirse educadamente de Lorena y marchar hacia el coche que esperaba en la puerta del taller.
Kit y Lorena no tardaron en quedarse solos.
—Bueno, una vez más tenemos que despedirnos en circunstancias poco favorables —dijo Kit mientras tomaba las manos de la joven.
—He prometido que no voy a llorar y espero poder cumplirlo. Tu retrato se queda aquí hasta que…, bueno, puedas venir a por él o te lo pueda enviar con alguien, no sé…
—Me consta que queda en las mejores manos. Ahora que he entendido qué es lo que oculta mi mano izquierda, no me queda más remedio que tener que regresar a por él.
—¿De verdad?
—Lo prometo… Así al menos me recordarás tal como soy.
Aunque tendrás ventaja sobre mí. Tú podrás verme pero yo a ti no. Pero bueno, eso acelerará también mi vuelta…
—Pero tiene fácil solución. Con esto te será mucho más fácil recordarme.
Lorena sacó de su camisa una pequeña tablilla. Medía poco más de medio palmo. Era una delicada miniatura con el retrato de la joven; un autorretrato de Lorena realizado con la misma exquisitez y maestría que el de Kit.
—Esto es… maravilloso. Lo tendré siempre conmigo, el tiempo que tardemos en volver a vernos.
Las lágrimas empezaron a fluir de los ojos de los dos amantes.
—Sabía que no podías llevarte el grande por la premura del viaje y el peligro que acarreaba. Pero como no tenía mucho sentido que llevaras una copia en pequeño, pensé que sería más útil esto.
—Y tanto… —Kit se sentía como un niño con un regalo inesperado.
Los dos se miraron sin saber qué decirse, enmudecidos por la emoción de aquella cálida despedida.
—¿Qué vas a hacer ahora, Kit? ¿Harás de Christopher Marlowe? —rio Lorena.
—Imagino que seguiré escribiendo teatro. Es lo que más me gusta. Quiero acabar de escribir una obra que trata de la masacre que vivió París a manos de los católicos hace unos años. El éxito de mi Tamerlán me ha abierto las puertas de algunos escenarios. Tengo mis contactos y están muy interesados en representar mi trabajo. Pero antes tengo que acabarlo. Esta vez no me he traído nada para escribir. Llevo más de tres meses sin hacerlo.
—Pero bueno, seguro que está todo aquí bien guardado —dijo Lorena tocándole la cabeza—. Seguro que cuando llegues y descanses, pronto los versos comenzarán a fluir con toda naturalidad.
—¿Y tú qué vas a hacer? ¿Sigues con la idea de ir a Italia como querías, siguiendo los pasos de don Alonso?
—Sí, aunque no sé cuándo podré hacerlo. Mi deseo es irme cuanto antes. Seguro que en unos meses, después de llegar los barcos de la Armada, las cosas se tranquilizan un poco. Se asume la derrota y todo está más sereno. —La joven hizo una pausa—. Bueno. Te esperan en el coche. Yo te estaré aguardando aquí. Sé que no es fácil, pero sabré esperar. Eres lo mejor que me ha pasado nunca. Mientras tanto puedes reservar un poco de tu papel y pluma para escribirme.
Kit miró de nuevo el retrato de viaje que Lorena le acababa de entregar.
—Lo haré. Vendré a por ti. Te lo prometo.
—Estaré aquí. No te preocupes por nosotros. Don Gaspar velará por el taller al igual que lo ha hecho siempre. Idiáquez no podrá meter sus narices en nuestro trabajo por más que lo intente.
Con las manos temblorosas por el preciado tesoro, Kit abrazó una vez más a Lorena. Aunque se lo habían prometido, no pudieron reprimir el llanto. Cuando todo parecía llegar a su fin, se veían obligados a separarse.
Al otro lado de la puerta del taller esperaban ya los hombres para comenzar el viaje hasta Pastrana. Kit se guardó junto al corazón el pequeño retrato que le había entregado su amada. Dio media vuelta, la miró por última vez y se dirigió hacia a la calle. Sabía que había promesas que el destino en ocasiones impedía cumplir. Y algo en lo más profundo de su corazón le hizo pensar que quizá la que acababa de lanzar podría ser una de ésas. Podría ser la última vez que la viera.
Ante la puerta del coche, Kit se detuvo un instante para despedirse de don Alonso y del prelado.
—Os voy a echar mucho de menos, maestro.
—No digáis eso, señor Shelton.
Los dos se dieron un fuerte abrazo. Kit se acordó en un instante de los buenos momentos vividos con don Alonso desde que lo conoció en la capilla de los Vozmediano hasta las correrías en el taller. Tampoco sabía si lo volvería a ver alguna vez, pero si de algo estaba seguro era de que el maestro se había comportado, ante todo, como un buen hombre.
—Velad por ella, don Alonso.
—Descuidad que así lo haré.
Kit miró al interior del patio y vio por última vez a Lorena.
Subía sollozando las escaleras del estudio. Aunque lo había pro metido no pudo contener las lágrimas. El dolor le impidió girar se para ver por última vez a Kit despidiéndose de ella.
El agente fue más fuerte y movió la cabeza hacia donde estaba don Gaspar de Quiroga.
—Sois muy amable, Ilustrísima. Gracias a vuestra ayuda podemos regresar con vida a nuestro país.
—Al contrario. Vuestra ayuda nos ha resultado muy útil. Quizás el precio de la Armada sea excesivo, pero seguramente el rey se lo piense mejor la próxima vez. Hará más caso a algunos de sus secretarios y políticos. Así evitará tanto sufrimiento inútil.
—Bueno, en realidad no sé cómo podré pagaros tanta generosidad —insistió Kit.
—A mí se me ocurre una forma muy sencilla —sonrió Su Ilustrísima—. Aprovechando que vais a Pastrana y que allí os encontraréis con la princesa doña Ana, sería de mi gusto que le llevarais un presente.
—Será un verdadero placer. La conocí con un presente y me despediré de ella con otro. Y bien, ¿de qué se trata?
El cardenal arzobispo de Toledo se limitó a señalar el coche. Las cortinas tapaban el interior. Kit no entendió nada hasta que la insistencia del gesto con la mano del prelado le invitó a acercarse al coche y descorrer la cortina.
Kit abrió la boca, sorprendido. Esbozó una sonrisa tras ver la complicidad de su compañero, Nicholas Faunt, y dirigiéndose al religioso dijo:
—No hay nada que más me agrade, Ilustrísima.