Palacio Real de Madrid (España)
Martes, 16 de agosto de 1588
Los acontecimientos de las últimas fechas hacían que la circulación de mensajeros por palacio fuera muy intensa. En la mayoría de las ocasiones exigían ver con urgencia al secretario, Mateo Vázquez. El religioso despachaba en su estudio acompañado de Juan de Idiáquez. Era primera hora de la mañana y no querían desaprovechar el tiempo. En breve debían ir a El Escorial, junto al rey Felipe, y apuraban sus últimas horas en Madrid para gestionar algunos asuntos del día anterior que habían quedado pendientes.
La tensión de aquellos días se vivía en todas las estancias de las oficinas reales. El silencio no era la mejor señal de sosiego y quietud. Cuando el vacío llegaba a los pasillos y despachos, todos sabían que algo se cocía en sus fogones. Y lo mejor que se podía hacer era ser paciente, esperar acontecimientos y confiar en la providencia para que todo saliera según lo previsto. Sólo entonces podría volver la normalidad.
Desde hacía varias semanas únicamente llegaban mensajeros y correos que traían las noticias del estado de la Armada, su aproximación a Inglaterra y los primeros escarceos con el enemigo. El resto de los asuntos quedaba en un segundo plano. Incluso el peligro de que los moros acecharan en el Mediterráneo parecía no tener relevancia alguna para los secretarios de Su Majestad.
Y, en verdad, las noticias de la Armada eran de lo más inquietantes, ambiguas y, en muchos casos, contradictorias. El paso de la desazón a la más descontrolada euforia se conseguía con sólo avanzar unas pocas líneas en cualquiera de las cartas que esos días llegaban desde el Estrecho.
El camarero de Mateo Vázquez hizo entrada en el despacho portando en una bandeja dos documentos. Vázquez llevaba varios minutos esperándolos.
—Han llegado hace pocas horas a nuestra posta de palacio, señor. Ya han sido confirmadas como auténticas y se ha descifrado la cifra secreta que las ocultaba.
—Muchas gracias, podéis retiraros.
El camarero se despidió con suma exquisitez, desanduvo sus pasos y salió por la oscura puerta, cerrando con cuidado para no molestar el trabajo de su señor.
Con los documentos en la mano, Mateo Vázquez no sabía por dónde empezar. Prefirió dárselos a su compañero y que fuera él quien hiciera los honores de conocer en primer lugar su contenido. Una carta venía de Ruán y estaba firmada por Bernardino de Mendoza, embajador español en París. La otra estaba firmada por un enlace del Estrecho, encargado de informar de todo lo que sucediera relacionado con los barcos españoles.
—¿Cuál abro primero?
—Elegid vos mismo, Idiáquez. No creo que me equivoque si digo que una es buena y la otra no lo es; que seguro que son billetes contrarios y que no sabremos por cuál inclinarnos.
Juan de Idiáquez se quedó perplejo por el comentario de su interlocutor.
—Empezad por la de Bernardino —añadió Vázquez—. Apuesto una bolsa de monedas de oro a que son buenas noticias.
El político vasco siguió la decisión de Vázquez. Tomó la carta que venía con el sello de la embajada española en Francia y la abrió.
—Está sellada en Ruán el día 7 de agosto.
No era muy extensa. Una simple nota informativa en la que en pocas líneas se quería hacer conocer en Madrid lo que había pasado en el primer encuentro de la Armada con los ingleses.
—¿Qué es lo que dice?
—Son buenas noticias, tal y como anunciabais. Bernardino de Mendoza dice que la victoria está de nuestro lado.
—Eso no puede ser verdad. Desde su posición es difícil conocer lo que sucede en el mar. El bueno de Bernardino se suele dejar llevar por las emociones con demasiada facilidad. No es la primera vez que se lanza a escribir una misiva sin cotejar antes la información. Abrid la otra, la del contacto en el Estrecho. Veréis como, por desgracia, no me equivoco.
Idiáquez obedeció y abrió la segunda carta. Era un poco más larga, aunque apenas entraba en detalles. Solamente se limitaba a informar de lo que estaba pasando a ojos del testigo.
—Ha habido una terrible tormenta que ha disuelto nuestras líneas cerca de Calais. —Idiáquez miró al secretario con cara de preocupación. Los designios de Vázquez parecían cumplirse con pulcritud—. Los ingleses han aprovechado el desconcierto y han enviado barcos incendiados contra los nuestros. La Armada se dirige hacia el norte de Inglaterra empujada por vientos adversos.
—¿Hacia el norte? —La voz de Mateo Vázquez resonó en el despacho.
—Eso es lo que dice aquí.
—Pero, debían permanecer allí para asistir a Farnesio. ¡Si navegan hacia el norte, Farnesio quedará desasistido y no podrá moverse de sus puertos de Flandes!
—¿Pero por qué Bernardino de Mendoza señala el mismo día que la victoria es nuestra? —preguntó el político abrigando un mínimo de esperanza.
—Lo ignoro, amigo mío, pero podríamos hacer la misma pregunta al contacto del Estrecho. Si está ganada la batalla ¿por qué dice que nuestros barcos navegan hacia el norte, en dirección contraria adonde en realidad deberían ir? Me apuesto otra bolsa a que mañana o pasado llega una nueva carta de Bernardino de Mendoza corrigiendo a esta primera.
—La que llegó ayer de Farnesio decía que hacía días que sus hombres estaban preparados y a la espera de la venida de la Armada.
—Y ahora parece que nuestros barcos navegan por el mar sin rumbo ni destino. No, Idiáquez, no. Hay algo aquí que no me gusta nada. Ese malnacido de Thomas Shelton…, Marlowe o como demonios se llame, nos la ha jugado. Ha proporcionado la información vital a sus compatriotas con anterioridad, incluso antes de que nosotros la conociéramos. ¡Es inaudito!
—Debemos ir a El Escorial. Su Majestad estará ansioso por saber estas nuevas. Cuanto antes se las digamos, antes se pasará el mal trago.
—Sí, eso será lo mejor, Idiáquez —dijo el religioso en tono sarcástico mientras recogía los papeles de su mesa—. ¿Le vais a hablar vos, el mismo que escondía las cartas de Medina Sidonia diciendo que la Armada no estaba preparada para salir de La Coruña?
El político no respondió. Permaneció en silencio en su silla, releyendo por quinta vez las noticias que llegaban del Estrecho anunciando el desastroso devenir de la Armada.
—Escribiré una carta al rey relatando lo que sucede.
—No seáis demasiado claro —le aconsejó Idiáquez—. Pensad que las noticias son ambiguas en extremo.
Mateo Vázquez levantó la mirada del papel para observar con desdén a Idiáquez.
—¿Llamáis noticias ambiguas a la notificación de una derrota perfectamente descrita con pelos y señales, frente a la simple mención de una victoria sin más, sin aportar siquiera dónde están nuestras naves? Por favor, Idiáquez, os creía más cabal.
—Vos mismo dijisteis antes que las noticias iban a ser contradictorias. No sé por qué dais más credibilidad a una que a otra.
—Donjuán de Idiáquez… —El secretario adoptó un gesto serio para dirigirse a su colega y contestarle con rotundidad.
Pero no pudo añadir nada más. La puerta del despacho se abrió de nuevo para dejar entrar a su camarero. Mateo Vázquez le dio a entender con la mirada que no era el mejor momento para interrumpir su trabajo.
—Lo siento, señor. Pero acaba de llegar un mensajero que precisa de veros en persona.
—¿Es algo relacionado con la Armada?
—No, señor, viene…
—Pues entonces no es importante. Decidle qué es lo que quiere y que se vaya. Estoy muy ocupado.
—Ya se lo he dicho, señor, pero se niega a irse. Es un muchacho que viene de la parroquia de Santa Cruz. No quiere decirme la noticia para que os la transmita yo mismo, e insiste en las órdenes que le ha dado el párroco de la iglesia.
Vázquez e Idiáquez sabían que no era nada bueno que un mensajero exigiera de aquella manera ver al secretario. No sabían de qué forma, pero la noticia del mensaje llegado de la iglesia, próxima a la cárcel en donde estaba encerrado en las últimas semanas su preso más incómodo, no presagiaba nada bueno.
Mateo Vázquez dejó a un lado la carta que estaba redactando para el rey y, tras recibir el consentimiento de Idiáquez, asintió para que hicieran pasar al insistente mensajero.
Al poco entró un muchacho de apenas quince años. Era un chico anónimo, seguramente el primero que vio el párroco de la iglesia en la calle a esas horas de la mañana para ser reclutado de forma improvisada y obligada para hacer llegar lo antes posible la noticia a palacio.
Con la cabeza baja y aferrado al sombrero que llevaba en las manos, el chico entró en el despacho.
Los dos políticos lo observaron con detenimiento. Parecía asustado.
—¿Cómo te llamas, chico? —le preguntó Vázquez.
—Soy… José, señor. El hijo del cestero —respondió abatido.
—Tranquilízate. No temas. Dinos lo que te han dicho que nos comuniques con tanta urgencia y podrás irte sin mayor problema.
El joven se puso más nervioso todavía. No sabía por dónde empezar.
—El párroco de Santa Cruz, don Francisco, me ha dicho que ha encontrado en el armario que hay bajo la torre de la iglesia…
Se hizo el silencio. El muchacho cortó el discurso en aquel punto. Tragó saliva.
—¿Sí? ¿Qué es lo que ha encontrado el bueno de don Francisco?
—Ha… encontrado… el cuerpo del padre Jesús de Medina…
Mateo Vázquez cerró los puños con fuerza. Por su parte, Idiáquez reconoció al instante la gravedad del asunto.
—¿No era ése el nuevo párroco de la prisión de Santa Cruz? —preguntó el político vasco.
El secretario del rey se limitó a asentir.
—Hace un par de semanas fue a visitar a nuestro hombre en la prisión —añadió Idiáquez—. Quería saber si, aun siendo hereje, quería convertirse a la verdadera fe antes de ser colgado.
—Está bien, muchacho, toma esta moneda y dile a don Francisco que has hecho muy bien tu trabajo. —Vázquez lanzó el dinero al aire obligando al chico a dar un salto para cogerlo—. Aunque dile también que para decirme eso no hacía falta tanta monserga. Él mismo me lo podría haber dicho en persona esta tarde. Sabe que suelo ir con frecuencia por allí para dejar mis donativos a la parroquia.
—Nosotros haremos las pesquisas necesarias para ver si hay alguna relación entre el religioso muerto y nuestro hombre —añadió Idiáquez dirigiéndose al secretario.
Pero el chico no se marchaba. Seguía con idéntico gesto, como si hubiera sido atrapado por el mismo demonio.
—He dicho que te puedes ir, muchacho.
—Se…, señor. Hay otra cosa que me dijo don Francisco que le contara y que era de gran importancia.
—Y bien. ¿Qué es esa cosa tan importante?
—Yo no sé dónde está esa importancia, pero don Francisco me dijo que le señalara que el médico había dicho que don Jesús de Medina llevaba más de dos semanas allí encerrado.
—¿Dos semanas? —Idiáquez saltó de su silla asustando al muchacho.
—Sí, dos semanas —añadió el mensajero con cada vez más temor en el cuerpo—. El médico creía que había muerto quizá de un golpe en la cabeza y que alguien había arrastrado el cuerpo del padre hasta el armario de la torre para esconderlo.
—Ciertamente es el mejor lugar —señaló Vázquez.
—Sí que lo es, señor —recalcó el chico—. Quien lo hiciera sabía que nadie entraba por allí y que tardarían en descubrirlo varias semanas. Ese armario está lleno solamente de repuestos de la misa que no se usan con frecuencia. A veces pasa más de un mes sin que nadie lo abra.
—¿Y cómo se ha descubierto? ¿Acaso tocaba ir al almacén? —preguntó Idiáquez.
—No, señor, pero el hedor era muy fuerte —señaló el chico tocándose la nariz—. El olor a carne podrida era insoportable en la sacristía. Eso fue lo que llamó la atención de don Francisco. Primero pensaban que era de la pescadería del señor Luis, que está lindando a la pared de la iglesia, por el lado de la plaza. Pero después de discutir con el pescadero, el cura barajó la posibilidad de que se tratara de un olor que venía de la zona baja de la propia torre de la iglesia, junto a la sacristía en donde se cambia…
—Está bien, muchacho, no hacen falta más detalles. Seguro que el alguacil ya está al tanto de todo, ¿no es así? —El muchacho asintió—. Pues vuelve a Santa Cruz y dile que ya estamos enterados del asunto.
Cuando el muchacho salió, los dos secretarios cruzaron de nuevo la mirada. Sabían a la perfección qué era lo que estaba pasando.
—Si el cura lleva muerto más de dos semanas, ¿quién es entonces el que ha ido a visitar a nuestro hombre a la prisión?
La pregunta del secretario parecía obvia, así como la respuesta del político vasco.
—¡Ese cerdo no está solo! —El grito de Idiáquez resonó en todo el ala del palacio—. ¡Sigue contando con los apoyos de siempre en la ciudad! ¿Cómo es posible que todo salga mal? No voy a parar hasta dar con los que lo acompañan y le sirven de apoyo. Todos juntos colgarán del palo mayor como si fueran un racimo de uvas.
—La situación se complica, es cierto. Pero tenemos que actuar con frialdad —lo tranquilizó el secretario—. No seáis impulsivo, mi querido amigo. Pensad con la cabeza. Habéis estado siguiendo todos los movimientos del estudio de don Alonso de Coloma y, o vuestros hombres son una sarta de estúpidos incapaces de no ver lo que todo el mundo ve, o es que en realidad no hay nada que ver.
—¿A qué os referís, Vázquez?
—Llevaremos esta carta a don Felipe contando las misivas que han llegado en las últimas semanas a palacio.
—Pero entonces los que penderemos del palo mayor junto a Marlowe seremos nosotros. Su Majestad no creerá que el fracaso de la misión no sea debido a nuestros fallos sino a los suyos propios. Jamás reconoce un error en sus quehaceres.
—Amigo Idiáquez. No os preocupéis. Junto a la carta llevaremos también un regalo que seguramente no espera.
—Os referís a…
—Exacto.
Juan de Idiáquez empezó a comprender las intenciones del secretario y esbozó una sonrisa. Por primera vez en muchos días se percató de que había algo de esperanza en su comprometida empresa.
—Mañana a primera hora iré a la prisión de Santa Cruz.