Capítulo 42

Prisión de Santa Cruz,

Madrid (España)

Jueves, 28 de julio de 1588

Acostumbrado a esperar la muerte, Marlowe había empezado a caer en la más absoluta de las desidias. Podrían ganar la partida, pero las últimas palabras de Juan de Idiáquez habían hecho mella en su espíritu pasados los días. «¡Os juro ante el Altísimo que no saldréis de aquí con vida!», resonaba en su cabeza ante la impotencia que le ofrecían las cuatro paredes de su encierro.

No le asustaba el tiempo que llevaba sin visitas, sino la incertidumbre del futuro, negro como el azabache. Por aquellos días los barcos de la Armada ya habrían llegado a Inglaterra o estarían a punto de hacerlo. Las noticias del primer encuentro tardarían en alcanzar su destino al menos una semana. Tiempo excesivamente largo para prolongar esa agonía sin sentido que lo tenía preso en Santa Cruz.

Sus peores presagios parecieron cumplirse. Apenas el sol había vertido sus primeros rayos sobre el patio de la cárcel, el agente escuchó el soniquete de la cerradura del pasillo. No le puso más atención. En esos días había oído ese chirrido decenas de veces y nunca se había tratado de una visita para él.

Eran los pasos de siempre, pero, al contrario de otras ocasiones, esta vez los hombres se detenían frente a su sombría prisión.

—Traemos la llave de palacio —se escuchó al otro lado—. El padre Jesús de Medina quiere ver al condenado.

Kit, que aún permanecía tumbado en el camastro, se incorporó de forma automática.

—El condenado… —repitió el prisionero con voz queda.

El carcelero abrió la puerta y haciéndose a un lado dejó pasar a un religioso encapuchado. Su visión le estremeció. La penumbra de la celda lo convertía en un verdadero fantasma; la parca que había esperado durante los últimos días.

—¿Ha llegado ya mi hora? —preguntó.

—¿Sois Thomas Shelton…? ¿Christopher Marlowe? —dijo la voz del oscuro rostro oculto por la capucha.

—Cualquiera de los dos, padre. Elegid el que más os agrade. Acabemos cuanto antes.

—Sosegaos, pues.

A una seña del religioso, uno de los alguaciles cerró con llave la celda dejándolo con el cautivo en su interior. Sólo entonces el sacerdote se quitó la capucha dejando ver el rostro de su misterioso visitante. Kit no pudo por menos que levantarse del camastro y dar un salto.

—¿Estás loco? —Su voz, aunque apagada para no levantar sospechas, fue instantánea.

—Tranquilízate. Soy el religioso que te va a asistir antes de que te cuelguen en breve. Tengo todo el derecho a estar aquí como el que más.

Nicholas Faunt se acercó a su amigo. Se dieron un abrazo y tras comprobar que ambos estaban bien y que aquello no era un sueño tomaron asiento.

—No tienes muy buen aspecto —señaló el recién llegado.

—Que no te extrañe, llevo aquí más de dos semanas. Puedes imaginarte cómo es la comida —dijo señalando una palangana llena de una sopa nauseabunda y un plato con un trozo de pan grisáceo.

—¿No te trajo comida Lorena hace una semana?

—Sí, pero las exquisitas variedades que había en él pronto desaparecieron dejando el cestillo huérfano, como recién salido del mercado. ¿Cómo está ella? ¿Se encuentra bien?

—Sí, no te preocupes por ninguno de los dos. Don Gaspar los tiene bien protegidos. Idiáquez no puede hacer nada. Como máximo lo que puede conseguir es malmeter para que nadie en la Corte les encargue trabajos, pero en los últimos meses el prestigio de Idiáquez está tan menguado que ni siquiera con ésas es capaz de dañar la imagen de don Alonso.

Faunt observó con detenimiento el panorama de la celda. Desde luego no parecía el lugar más halagüeño.

—En este tiempo, sin ninguna clase de juicio, ya se han tomado la molestia de colgarme del palo más alto de Madrid —señaló Kit viendo la cara que ponía su amigo ante tan oscuro espectáculo.

—Lorena me contó lo que sucedió la semana pasada. Al menos pudiste resarcirte con Idiáquez. Se lo tiene bien ganado. Ahora mismo se estará carcomiendo en su asiento de flamante secretario, cada vez más enfermo, incapaz de hacer nada ante los acontecimientos venideros.

Kit volvió a observar con detenimiento a su antiguo compañero de universidad. Jamás pensó que llegaría a ver a su amigo vestido de aquella manera.

—Estás loco. ¿Cómo has podido entrar?

—Hace un par de días murió el capellán de la prisión. Ayer nombraron a uno nuevo venido de Guadalajara, el padre Jesús de Medina. Tuvimos la suerte de localizarlo a tiempo antes de que viniera hoy a verte. Estabas entre sus primeros encargos en Santa Cruz.

—¿Lo has matado? —Kit se giró en su asiento pensando que sus problemas en la prisión se acentuaban aún más.

—No quedaba más remedio. Pero tranquilo. Nadie encontrará el cadáver. No lo conocen aquí. Tardarán mucho tiempo en echarlo en falta. Al menos así puedo acercarme a verte.

—¿Cómo va todo por ahí fuera?

—La Armada salió de La Coruña, tal y como había dicho don Antonio. En Londres están muy satisfechos con tu trabajo. Al parecer hay cierto revuelo aquí en palacio, porque se han enterado de que la fecha era conocida por nosotros. Empiezan a tener miedo y desconfianza en su flota.

—Pero todavía no ha empezado la batalla.

—No. Seguramente mañana, día 29, se encuentren. Los nuestros ya están avisados desde hace días. No había tiempo de preparar nada pero, al menos, el factor sorpresa está de nuestra parte. Aunque en palacio saben que conocemos sus movimientos, no les ha dado tiempo a avisar a Medina Sidonia. Es más, Felipe está convencido de la victoria. Ni siquiera se ha molestado en dar la contraorden para reajustar la táctica de sus barcos. En palacio se dice que una vidente en Valladolid entró en trance hace unos días gritando «victoria, victoria», cosa que ha sido interpretada como señal de buen augurio para la flota.

—Desvarían…

—No sabes hasta qué punto. Tienen más confianza en Dios que en el poder de los barcos. Tendrías que leer los informes de nuestros contactos en La Coruña diciendo que poco antes de partir todos los marineros abandonaban las naves para ir a misa juntos en tierra y confesarse. Una locura. En todas las iglesias de España se celebran ceremonias religiosas para ayudar a la victoria.

Los dos jóvenes agacharon la cabeza. Sabían que en esos momentos todo aquello se había convertido en un escenario sin sentido. Nada valía el éxito de su operación si el agente permanecía allí encerrado esperando una muerte segura. Faunt observó cómo su compañero hundía la mirada en el suelo de la celda.

—Tienes que tener paciencia, amigo mío —le dijo mientras le tomaba del brazo para estar más cerca de él.

—Es difícil tenerla cuando sabes que no hay escapatoria y que tu única salida es estar colgado del palo más alto como trofeo de tu enemigo.

—Todavía hay alguna esperanza.

—¿Esperanza? ¿Cuál? Ganen o pierdan seré su trofeo. Juan de Idiáquez está totalmente convencido de lo que va a hacer. Nunca reconocerá su error ante el rey de España.

Faunt no sabía cómo consolar a su amigo. Entendía que tenía razón, que su muerte era cuestión de días. Pero no podía irse de allí sin al menos hacerle albergar en su corazón un poco de esperanza, aunque supiera que era falsa.

—Felipe está loco, Nick. Idiáquez está loco y todo el mundo está loco. Todo esto es una locura.

—Quizás ahí está la clave. Nos aprovecharemos de su propia locura.

Las palabras del falso religioso sonaban a despedida. Los dos amigos, emocionados, se abrazaron con fuerza. Por la cabeza de ambos empezaron a desfilar escenas de la vida de ambos en Cambridge, los primeros devaneos como agentes al servicio de Su Majestad o las triquiñuelas que el propio servicio de los Walsingham tenía que inventarse para hacer que sus chicos pasaran relativamente desapercibidos ante la creciente ojeriza de sus compañeros.

—Tú siempre fuiste mejor que yo —añadió el preso al borde de las lágrimas.

—Eso no es cierto. El éxito de toda la operación te la debemos a ti.

—Pero mira para qué ha servido. La profecía de don Antonio relativa a los papeles que me entregó hace dos años parece cumplirse. Primero me salvó la vida y ahora me la arrebata. Y de qué forma, lenta y cruelmente.

—La profecía no decía eso. Señalaba que el portador de los papeles salvaría la vida una vez pero no dos. Es cierto que tú salvaste la tuya gracias a ellos, pero ya no los tienes en tu poder.

—Se los entregué a la princesa de Éboli.

—En efecto. No creo en cosas de astrólogos ni magos. Me parece todo una simple casualidad. No obstante, confía en mí, Kit. No te dejaré aquí.

El reo se quedó con la duda de la profecía. No tenía más remedio que aferrarse como un náufrago al primer trozo de madera que viera en medio del inmenso océano. Nicholas Faunt no añadió nada más. En realidad no sabía cómo seguir engañándose a sí mismo. Aquel océano era demasiado grande como para poder salvar a su amigo. Se levantó, fue hasta la puerta de la celda y tocó con los nudillos en la madera. El alguacil abrió tras comprobar por el ventanuco que todo estaba en orden. Sin mediar más palabras, desapareció por el pasillo enfundado en su capucha con la certeza de que nunca más volvería a ver con vida a su amigo.