Capítulo 41

Prisión de Santa Cruz,

Madrid (España)

Jueves, 21 de julio de 1588

En la celda los días pasaban de forma muy lenta. Kit jamás se había sentido en una situación tal. Sólo llevaba poco más de una semana y la desazón le carcomía. La incertidumbre por la falta de noticias en ocasiones lo exasperaba. Pero sus golpes a la puerta de la celda intentando buscar una explicación a lo que le sucedía eran vanos.

Con todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera, pero con la carencia absoluta de medios para hacerlo, las cuatro paredes de la celda le parecían cada vez más angostas y ceñidas. Se habían negado a darle papel y pluma. «¿Acaso sabes escribir?», le gritó uno de los alguaciles que vigilaban el pasillo desde el otro lado. Impotente, solamente pudo lanzarle un montón de improperios y amenazas en inglés que el joven guardia no comprendió ni le preocuparon.

Le daba igual estar entre cuatro paredes. Muchos días había estado así en su habitación del Corpus Christi. Pero echaba de menos su trabajo con los versos, los libros y las horas de lectura apasionada frente a la lámpara de aceite hasta ver casi el sol amanecer por el cristal de la ventana. Sin embargo, aquí no había sol, ni vidrio, ni papeles ni libros por los que dejarse llevar. El colmo de la desesperación le vino dos días atrás cuando en una salida rutinaria al patio para el recuento de prisioneros ante las autoridades de la cárcel, desde su celda pudo ver cómo algunos comentaban detalles del teatro que había casi lindando con el muro de la prisión. Era el teatro de La Cruz, en donde casi a diario había representaciones. Kit se lamentaba de su suerte y de no poder estar allí para disfrutar del espectáculo.

Pero aunque fuera una idea irracional, pensó que su suerte iba a cambiar esa mañana. La razón era absurda, pero el encontrarse con un nuevo inquilino en la celda, un ratón que había descubierto al alba correteando por la pared que daba a la ventana del patio, lo interpretó como señal de buena fortuna. Compartieron algo de la comida sobrante de la noche anterior. No tenía cosas mejores en qué pensar, así que se dejó llevar por su fantasía.

Pasado el mediodía, oyó el cerrojo que había al final de la galería. El crujir de la barra de hierro que impedía el paso era inconfundible. La puerta se abrió y comenzó a oír los pasos de un grupo de hombres que se acercaban por el pasillo. El ruido cesó ante su celda. Abandonó el camastro y se puso en pie para recibir a una inesperada visita.

La humedad, y estar tantos días sin mover las bisagras, impidió que el grueso portón se abriera con holgura. Cuando lo consiguió, un alguacil entró en la celda, espada desenvainada en mano, colocándose en el centro de la estancia.

Kit lo observó con curiosidad y acto seguido se acordó de la fortuna que había presentido al ver al ratón. El cardenal arzobispo de Toledo, don Gaspar de Quiroga, hizo entrada en la celda.

—¿Cómo os encontráis, señor Shelton?

Kit abrió los ojos como platos. Por primera vez en muchos días vio un halo de luz para poder salir de aquella prisión.

—Eminencia, siento tener que recibiros en tan mal estado, pero llevo encerrado varios días y no he tenido oportunidad de asearme.

El cardenal apenas reconoció al joven agente. Las heridas del rostro producidas la semana anterior estaban ocultas por una fina barba. Kit no había podido afeitarse en todo ese tiempo.

—Me alegro de veros, joven amigo. En el momento en que hemos conocido la noticia hemos venido para ayudaros.

La voz del cardenal sonaba recatada. Parecía que no quería hablar de nada estando delante el alguacil de palacio. Aun así, el agente no escuchó el resto de las palabras. Tras él entró Lorena portando en la mano una cesta repleta de comida. Dejando al religioso a un lado los dos se abalanzaron el uno sobre el otro para darse un enorme abrazo.

—¿Cómo estás? ¿Qué te han hecho? —dijo Lorena entre lágrimas.

—No te preocupes. —Las palabras de Kit no pudieron frenar el llanto de su amada—. Estoy muy bien. Es verdad que no es el mejor sitio para encontrarse, pero estoy bien. Vuestra visita me ha alegrado profundamente.

—Gracias al cardenal hemos podido entrar a verte. Lo intentamos hace dos días cuando supimos que te encontrabas aquí, pero nos impidieron el paso. Sólo con un permiso especial firmado desde la secretaría de Mateo Vázquez que ha obtenido Su Eminencia nos han dejado venir. Nos dijeron incluso que ellos no tenían ni la llave de la celda.

—Es cierto, el propio Idiáquez se la llevó después de traerme aquí.

—Bueno, señor Shelton, Lorena, creo que puedo esperar arriba.

El cardenal arzobispo de Toledo fue breve en los saludos. Kit se sorprendió de la rapidez con la que lo había despachado Su Eminencia parecía que no quería estar mucho tiempo allí.

—Tal y como hemos acordado —prosiguió el purpurado dirigiéndose a la joven— permaneceréis aquí los dos, con la puerta cerrada durante unos minutos. Cuando deseéis salir no tendréis más que golpearla para que el alguacil que tiene la llave os abra.

Lorena no se separaba de los brazos de Kit llorando de forma desconsolada.

—Lo siento, hijo. No he podido hacer más.

Kit no entendió las palabras de Su Eminencia. Cogidos de la mano, los dos vieron cómo salía primero el religioso y tras él, el alguacil. La puerta se cerró con fuerza. El agente señaló a Lorena el camastro para sentarse los dos y estar más cómodos.

—¿Qué es lo que pasa, Lorena? ¿Qué sucede? Nos vamos de aquí, ¿no es así? Su Eminencia ha adelantado el proceso para hacer que me saquen…, o no.

La joven no pudo articular palabra. El llanto se lo impedía.

—¿Pero qué es lo que pasa?

—Juan de Idiáquez —dijo la joven al fin— quiere usarte como moneda de cambio. Pase lo que pase con la Armada tienen preparada una lista de acusaciones para que no tengas escapatoria y…

El sollozo le impidió seguir hablando. Se abrazó a su compañero. Este, con la mirada perdida, comprendió que todo estaba perdido.

—Y colgarme…, y será cuestión de días.

Lorena asintió. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Debía de llevar varios días en esa situación. Intentando cambiar de tema, Kit preguntó por su amigo.

—¿Consiguió enviar la carta de Medina Sidonia a Londres?

La joven se limitó a asentir mirando con precaución la puerta de la celda.

—Nos comentó que don Antonio te había dado los datos de la información que precisabais para culminar vuestra misión —añadió finalmente.

—¡Fantástico! —De repente, pareció que a Kit se le olvidaban los inconvenientes de estar encerrado en aquel lugar y de que su vida se acercaba a su fin—. Con un poco de suerte ya habrán llegado a Inglaterra. ¿Qué día es hoy?

—Hoy es jueves, 21.

—Perfecto, mañana zarpará la Armada de La Coruña en dirección al Estrecho. Para entonces nuestros barcos la estarán esperando allí con toda la información que hemos podido recabar durante estos días.

—Nicholas nos habló de tu captura varios días después de que se produjera. No quiso aparecer por el taller antes por miedo a ser seguido y así delatarnos.

Volvió a oírse el sonido de la barra que bloqueaba el paso de la puerta del comienzo del pasillo. El estruendo hizo saltar a los dos jóvenes en el camastro. En esta ocasión el número de pasos era mucho mayor. Sonaban recios y marciales. Al igual que unos minutos atrás, se detuvieron frente a su celda.

La puerta se abrió y el mismo alguacil de antes accedió al interior de la habitación, espada en mano. Tras él un grupo de alguaciles anunció la entrada de Juan de Idiáquez.

Sorprendido por la nueva e inesperada visita, el inglés se levantó decidido a acabar con la vida del político. Dos alguaciles lo sujetaron con fuerza antes de que se pudiera acercar siquiera al secretario.

—No creo que sea la mejor manera de recibir a quien le puede devolver la libertad a un reo.

—Sois un cobarde, Idiáquez. ¿De qué diablos de libertad habláis cuando ya tenéis firmada mi sentencia de muerte?

—No seáis tan brusco, amigo mío. Veo que las noticias vuelan por la Corte. —Idiáquez dijo estas palabras mientras miraba a la muchacha—. Aun así, siempre hay un poco de luz y esperanza.

—¿Se puede saber a qué jugáis?

—Muy sencillo, señor Marlowe. Vos me decís para quién trabajáis y qué es lo que sabéis, y yo os dejo en libertad.

—No le creas. ¡Es una sucia trampa! —Lorena saltó como un resorte del camastro para golpear a Idiáquez. La intervención de dos alguaciles se lo impidió.

—Don Juan de Idiáquez, sabéis perfectamente quién soy y para quién trabajo. Me preocupa la nula pericia de vuestros hombres y de vos mismo para ver donde todos pueden ver. ¿Acaso necesitáis presionar a un joven estudiante amenazándolo con toda clase de patrañas para conseguir de forma poco honrosa lo que os niega vuestra valía?

Idiáquez sacó la mano del cinturón y golpeó con fuerza el rostro del agente. Lorena lanzó un grito que fue sofocado de inmediato por la mano de un alguacil que aferrándola le impidió cualquier movimiento.

—Insisto, señor Marlowe. ¿Para quién trabajáis y qué es lo que sabéis?

El agente compuso una sonrisa. Levantó los ojos con unas fuerzas que le empezaban a fallar y miró directamente a su oponente.

—Trabajo para Felipe II de España.

Juan de Idiáquez volvió a pegarle, esta vez con redobladas fuerzas. El joven quedó sin sentido, sostenido por los dos alguaciles que lo sujetaban y le impedían moverse. Lorena no pudo aguantar aquella escena.

—¡Kit! ¡Kit!

Uno de los hombres se acercó al rincón y tomó el jarrón que había repleto de agua. Sin miramientos se lo lanzó al agente para que recobrara el sentido. Idiáquez se acercó hasta él y le levantó el rostro con su mano enguantada.

—¿Kit? ¿Le ha llamado Kit? ¿Eso qué significa? ¿Acaso es una abreviatura de Christopher…, Christopher Marlowe? Quizá me he equivocado en la persona a quien preguntar. —Idiáquez sacó de su tahalí un cuchillo y jugueteó con él ante el rostro de la artista.

—Como toque un solo cabello de Lorena os juro que… —Kit no tenía fuerzas para acabar la frase.

—¿Qué me vais a jurar, mi joven amigo?

Llevado por la desesperación, Kit empezó a ver que todo estaba perdido. Idiáquez sabía perfectamente quién era y para quién trabajaba. Su final no era más que la amarga espera del paso de unos pocos días, quizá, con un poco de suerte, unas pocas semanas. El tiempo justo para que acabara la operación militar de la Armada e Idiáquez viera sobre el tablero en qué posición quedaban todas las piezas.

—Sois un perdedor, Idiáquez. —A pesar del desvanecimiento, la voz de Kit sonó con fuerza en la celda—. Todos saben que mañana mismo zarpan vuestros barcos hacia Inglaterra. Ya no podéis hacer nada.

Kit comenzó a reírse aguantando con frialdad extrema el rostro del secretario.

—La flota de Isabel os estará esperando escondida en lugares que ni imagináis. En menos de un día no tenéis tiempo de avisar a vuestros barcos. Ni siquiera podréis avisar al duque de Parma para prevenirle de la llegada de Medina Sidonia y hacer con todas las garantías el trasbordo de tropas. —Kit tomó aire—. Lo sabemos todo, Idiáquez. Absolutamente todo. Vuestra Armada, ya sea o no más fuerte que la nuestra, o ya sea invencible o no, no cuenta con ningún elemento sorpresa.

La mirada de Idiáquez se clavó en el suelo mientras su enemigo seguía mofándose de él en su propia cara.

La rabia y la impotencia del español lo consumían por dentro. Apretaba los puños con todas sus fuerzas hasta casi cortarse con los propios guantes.

—Sois… —Apenas tenía fuerzas para articular palabra alguna que contrarrestara el mazazo que acababa de recibir.

—¿Qué más da quién o qué sea yo? Lo importante es quién sois vos, Idiáquez. ¡Un perdedor!

Ante una rápida señal del político vasco, Lorena fue llevada al exterior para que se reuniera con al cardenal. El abandonó la celda seguido de sus hombres y el agente fue dejado sobre el camastro, aturdido por los golpes que había recibido en el rostro. El sonido del grueso cerrojo lo devolvió a la realidad. Escuchó los pasos acelerados del grupo de hombres que salía de la galería de la prisión. No hubo más voz que la de Idiáquez gritando desde el final del pasillo.

—¡Daos por muerto, Marlowe! ¡Os juro ante el Altísimo que no saldréis de aquí con vida!