Iglesia de Santa María de la Almudena,
Madrid (España)
Lunes, 11 de julio de 1588
Puntuales a la cita, Nicholas Faunt y Kit llegaron por separado a Santa María. Kit iba unos pasos por detrás de su compañero. Cuando él entró en la iglesia, las campanas de la torre acababan de dar las doce del mediodía.
Cuando Marlowe iba hacia la capilla de los Vozmediano, Nick ya estaba sentado en uno de los últimos bancos del templo. Desde aquella posición podría controlar las entradas y salidas.
El oratorio de la familia de la esposa de don Antonio Pérez estaba vacío.
Una vez dentro, Kit tomó asiento en un banco lateral. Desde allí veía la reja de la entrada al octógono y también el retablo con las imágenes de santos. Todo estaba igual a como lo recordaba. No parecía haberse añadido ni eliminado nada.
No era mucha la gente que deambulaba por allí. Sí la suficiente como para pasar inadvertidos y no llamar la atención. Acababa de finalizar una misa, por lo que un muchacho recogía con devoción sobre el altar los utensilios que se habían empleado.
Al poco tiempo, un hombre enfundado en una capa negra entró por la puerta principal. En la mano llevaba un sombrero con pluma. Al fondo, Nick se removió nervioso en su asiento. Su compañero lo tranquilizó negando con la cabeza. Aquel hombre era Diego Martínez, la mano derecha de don Antonio Pérez.
Con paso firme el fiel sirviente del veterano político llegó a la verja. Se detuvo y escrutó al agente como si tuviera que comprobar que realmente era él quien estaba allí. Le hizo una señal con la mano para que esperara sentado y se volvió para alejarse, pegado a la pared de la nave central. Desapareció luego por la entrada que llevaba a la sacristía.
Los dos ingleses cruzaron esta vez una mirada interrogativa. Ninguno de los dos sabía lo que pasaba pero todo parecía indicar que iban por el buen camino.
En efecto, a los pocos minutos se volvió a abrir la misma puerta. Tras ella se presentó don Antonio Pérez seguido de su fiel servidor, Diego Martínez, y otros dos hombres a quienes Kit parecía no haber visto nunca antes.
—Disculpadme por haberos hecho esperar, señor Shelton —se adelantó a excusarse don Antonio—. Pero he preferido controlar desde la distancia lo que ocurría antes de acercarme a la capilla. Toda precaución es poca con los tiempos que corren.
El ex secretario de Felipe II se sentó en el banco que había justo delante de él. Debían guardar cierta distancia para no levantar sospechas entre los posibles ojeadores que hubiera allí. Diego Martínez se encargó de mantener lejos de la pareja a los dos extraños que les acompañaban. A pesar de las protestas de éstos, circunstancia que hizo sospechar a Kit, los hombres permanecieron distanciados de la verja de entrada, sentados en los bancos de la iglesia.
Los nervios afloraron en Kit cuando el rostro de uno de ellos le pareció terriblemente familiar.
—¿Quiénes son esos hombres, don Antonio? —El miedo y la curiosidad de Kit pudieron a la improcedencia de la pregunta.
—Son dos alguaciles de palacio que me han colocado de escolta. Ahora resido en casa de don Pedro Zapata y tengo más libertad para entrar y salir de la finca, pasear por la villa y encontrarme con mis amigos. A cambio he de ir siempre con esos hombres que me protegen de posibles desencuentros con facinerosos y gente que todavía me guarda rencor.
—Lo entiendo —señaló Kit sin que con ello pareciera estar más tranquilo.
—No me queda más remedio. Me veo obligado a ello. Hace pocas fechas nos volvieron a interrogar a mi esposa, doña Juana, y a mí sobre el asesinato de Juan de Escobedo.
—Pero eso sucedió hace ahora casi diez años. ¿Quién se puede acordar de esa clase de detalles?
—Eso les dije yo. ¿Creéis que si no me acuerdo de lo que he hecho esta mañana al levantarme, me voy a acordar de lo que sucedió hace tantísimo tiempo?
—Visto así, en efecto, resulta extraño —opinó Marlowe sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a los dos alguaciles de palacio.
—Y tanto, señor Shelton. No sé qué esperaban que les contara que no supieran ya. Mi esposa y yo acordamos punto por punto nuestras anteriores declaraciones, así que no sacaron nada claro.
—Es extraño que tanto tiempo después vuelvan a interrogarles por lo mismo, ¿no es así? Sin embargo, la bondad de vuestras respuestas justifica que el encierro sea cada día más desahogado.
—Yo no diría eso. Las apariencias engañan. Agradezco a Su Majestad el nuevo trato que me da, pero, aun así, sospecho que algo esconde en la manga. No tendría por qué darme esas facilidades si en verdad está pensando en acusarme del asesinato del secretario de don Juan.
—Quizá la falta de pruebas es lo que le hace dulcificar el encierro.
—No lo creo. Hay algo que no me encaja y que me tiene preocupado. Si realmente no hubiera cargo alguno estaría con toda naturalidad en la calle, libre. Pero este medio encierro lo único que hace es reforzar el miedo que tiene Su Majestad a que haga públicos los secretos de Estado que dice que robé de mi propio despacho cuando trabajaba para él como secretario.
—¿Y los tenéis? —Kit quiso ir más allá comenzando a encaminar la conversación hacia su terreno.
—Señor Shelton, mentiría si os dijera que no. Como comprenderéis no voy a negar las evidencias más claras. No soy tan estúpido como muchos me quieren hacer ver, ni tan mezquino como otros creen. He trabajado durante muchos años para Su Majestad y, como es lógico, conozco detalles de la política de los que sólo él y yo somos partícipes. He sido fiel a Felipe, pero no estoy dispuesto a que me utilice como chivo expiatorio de un error político. Si es necesario los contaré para salvar mi cabeza y la de mi familia, hasta los más burdos, los entresijos y vericuetos que rodean la política exterior de la Corona.
—Entiendo vuestra postura, don Antonio, pero una cosa es conocer los pormenores de una política y otra muy diferente contar con los propios documentos que comprometerían a un Estado y a un monarca.
—Cuando nació la idea de construir una gran Armada para invadir Inglaterra, he de reconocer que la situación internacional no era como la actual. —Don Antonio pareció leer las intenciones del joven y no se anduvo con tapujos ni con palabras enmascaradas—. Hace cuatro o cinco años todo era diferente. Teníamos más apoyos y, desde luego, amigos que nos ayudarían a acometer desde el punto de vista económico el coste de un proyecto de una magnitud asombrosa. En un principio íbamos a contar con la ayuda de Italia, Portugal y otras potencias europeas católicas para construir una enorme flota. Pensad, señor Shelton, que la idea original barajaba la construcción de casi ochocientas embarcaciones, entre naos, galeras, fragatas, falúas, barcas de desembarco y embarcaciones de carga.
Kit no daba crédito a la magnitud del proyecto que se había puesto sobre la mesa para invadir su país. No quiso hacer comentarios para no cortar el relato de don Antonio.
—En lo que respecta a hombres, habrían sido casi cien mil, entre infantería, caballería, artillería y demás. Perfectamente coordinado, un ejército de estas características no encuentra rival en el orbe conocido, señor Shelton. Y a ello hay que añadir la ayuda recibida desde el interior de Inglaterra. Todo costaría, según el infeliz de Santa Cruz, casi cuatro millones de ducados, de los cuales, a pesar de que Castilla no construiría ni la mitad de la flota, sí estaría encargada de sufragar los gastos de más de dos terceras partes del total. Un negocio redondo para Italia y Portugal, que verían incrementadas sus posibilidades comerciales, dejando que fuera Felipe quien diera la cara en todo momento.
—Pero en la actualidad la Armada no cuenta con esos pertrechos, ¿no es así? Por lo que tengo entendido, los barcos estacionados en La Coruña no superan los ciento treinta y los hombres que llevan no son más de treinta mil.
—En efecto. Os veo muy bien informado. Sin embargo, coincidirá conmigo en que esa flota cargada con ese número de hombres es perfectamente capaz de hacerse con Inglaterra. Los casi mil barcos y los cien mil hombres son una verdadera exageración, pero la actual Armada se basta y se sobra para hacer daño a Inglaterra y desangrarla hasta caer en las manos de nuestro lado.
—Sin embargo, el mando a cargo de Medina Sidonia no parece convencer a todos. —Kit iba memorizando todos los datos.
—Es un arma de doble filo, mi querido amigo. No voy a negaros que el propio Medina Sidonia ha reconocido su malestar por haber sido elegido como máximo responsable. Pero todos sabemos que es un excelente administrador y, lo más importante de todo, bajo su mando están hombres tan cualificados como don Pedro Valdés, capaces de manejar barcos en el mar con la misma rapidez con que vos cambiáis de lugar el vaso de una mesa.
La situación no pintaba nada halagüeña para Inglaterra. Tal y como le habían señalado todos los que le hablaban de la Armada, se trataba de una poderosísima flota capaz de destruir todo lo que se le pusiera por delante.
—Ahora la flota está amarrada en La Coruña. ¿Cuándo piensa salir? —Kit preguntó la última gran cuestión.
—En ocasiones me recordáis a la princesa doña Ana. Sois igual de directo. No os andáis por las ramas y tratáis a vuestro contrincante de forma expeditiva.
—Don Antonio, no soy vuestro contrincante.
—Lo sé, señor Shelton. Pero ante los ojos de los españoles sois un inglés, con todo lo que ello implica. Y tal y como están las cosas, uno de los enemigos más acérrimos de nuestro país. Aun así, me interesáis en grado sumo.
—Creo que, entonces, podríamos llegar a un acuerdo.
—La situación es delicada en extremo —añadió don Antonio, al tiempo que se santiguaba continuando con el simulacro de oración y retiro en la capilla—. La reina Isabel corre un grave peligro. Quizás en pocas semanas ya no tengáis reina de la que preocuparos, ni por la que trabajar. Me consta que la Armada es, como dicen muchos, invencible. Tal apelativo le viene que ni pintado. Pero no sé hasta qué punto vos podéis ofrecerme algo que compense lo que yo os estoy dando.
Don Antonio se hizo de rogar en el último momento.
—Podéis elegir entre el eterno agradecimiento de mi país o el dulce sabor de la venganza sobre quien os está aniquilando día a día, y cuyo límite no sabéis ni vos mismo.
—Las dos posibilidades son muy atractivas. He de reconocer que he conseguido absolutamente todo en esta vida. No hay riquezas que puedan colmar mi favor. No obstante, también puedo pensar que ya me habéis dado suficiente en otras ocasiones y que quien está en deuda soy yo y no vos.
—Seríais muy generoso, don Antonio.
Hubo un momento de silencio. Kit observó cómo el antiguo secretario de Felipe se echaba la mano a la ropilla que lucía bajo el jubón y sacaba de allí una carta. La depositó a su lado en el banco frente a Kit. No tenía escudo ni emblema. Era una simple hoja doblada sobre sí misma en la que había unas líneas escritas.
Desde la distancia Nick era testigo de todo lo que sucedía. Con un gesto Kit le transmitió el éxito del encuentro.
Al retornar la mirada a la capilla el joven agente observó al vigilante Diego Martínez y a los dos alguaciles de palacio que los acompañaban. Kit se asustó cuando uno de ellos, aquel cuya cara le resultaba familiar, se levantó y se dirigió a la puerta de la iglesia para salir.
—En apenas unos días, Su Majestad va a recibir una carta de Medina Sidonia idéntica a la copia que aquí os dejo. Al contrario de lo que muchos creen, Felipe ha dejado en manos de sus hombres de confianza el destino de la Armada. Es cierto que él interviene en algunas cosas o que incluso se empecina en intentar orientar la situación según el criterio de sus videntes o de los mensajes divinos que recibe en sus oraciones. Pero, en definitiva, quien tiene el poder para hacer marchar el ejército es Medina Sidonia y éste, os lo aseguro, no va a mover un barco hasta el día 22 de este mes, viernes. En la carta tenéis todos los detalles de lo que os estoy avanzando.
Kit hizo un amago por coger la carta que había dejado don Antonio frente a él, pero se detuvo cuando vio que Nicholas Faunt insistía con la cabeza en que no lo hiciera mientras miraba con los ojos desencajados a la entrada del templo. Asustado por lo que estaba pasando a su alrededor, Kit no comprendía nada.
—Bueno, señor Shelton. Creo que nuestro encuentro ha llegado a su término. No sé si os puedo ser útil en alguna cosa más.
—En absoluto, don Antonio. Os estoy profundamente agradecido por el gesto que habéis tenido hacia mí y por la información que me habéis proporcionado.
El agente estaba tenso. Desde el fondo de la iglesia su compañero no dejaba de moverse, intentando ocultarse de algo que Kit desconocía.
Ajeno a todo, Diego Martínez se puso en pie viendo que su señor también lo hacía. Don Antonio preguntó con la mirada dónde se encontraba el otro alguacil. Pero su ayudante no supo darle respuesta.
Como si no lo conociera de nada, el ex secretario abandonó la capilla de los Vozmediano seguido de su hombre de confianza y, un poco más atrás, del único alguacil que quedaba.
Dando un poco de margen, el inglés se levantó y siguiendo las instrucciones de su compañero dejó el sobre encima del banco. Abandonó también la capilla. Caminó lentamente hacia la entrada de Santa María cruzando los bancos hasta alcanzar la puerta principal. Antes de abandonar el templo echó la mirada atrás. Vio cómo Nick entraba en la capilla y sin ningún tapujo cogía del banco la carta que había dejado minutos antes don Antonio y se la guardaba bajo su jubón. En su lugar dejó otro papel para no levantar sospechas.
Más tranquilo al ver que la información estaba sobre seguro, tal y como habían acordado antes de llegar a Santa María, Kit empujó la puerta para salir a la calle precediendo a su compañero con el fin de guardar así la distancia prudencial de seguridad entre ambos.
Sin embargo, no llegó a abrirla del todo. Por un pequeño resquicio descubrió en la calle un panorama nada complaciente. Fuera había un grupo de alguaciles que lo esperaban.
Desconcertado, volvió a echar la mirada atrás viendo cómo don Antonio, Diego Martínez y el único alguacil que los acompañaba desaparecían por la puerta de la sacristía.
De pronto, una idea lo sobrecogió; una idea que daba sentido a todo lo que ocurría allí. El antiguo secretario había sido vigilado. El agente no tenía dudas de que el alguacil que había abandonado la iglesia de forma precipitada era el mismo que guió los pasos de Idiáquez en su encuentro en el taller de don Alonso dos años atrás.
Desde la verja de la capilla octogonal el gesto de Nick no dejaba lugar a dudas. No debía salir por la puerta principal.
De una carrera cruzó la nave mayor ante la mirada atónita de los feligreses y se dirigió hacia la Puerta de Reyes, situada en el otro extremo. Era su única posibilidad de escapar con vida. Pero al llegar a la puerta la encontró cerrada a cal y canto. Sin temor a represalias, sacó su cuchillo de la riñonera y de un fuerte golpe destrozó la cerradura que le impedía el paso.
Una vez abierta la puerta, corrió tan rápido como pudo. Su único pensamiento en aquel momento era salvar la vida. Sabía que de ser capturado por los hombres de Idiáquez todo estaría acabado. Así, corrió con todas sus fuerzas bordeando el palacio de la princesa doña Ana, cuya fachada lindaba con la parte posterior de Santa María, hasta dejar a la izquierda la Plaza de Palacio.
La gente empezó a gritar mirando a Kit con temor. Todos pensaban que su frenética carrera se debía a que pretendía huir de algún robo o asesinato. De lo contrario no tendría sentido que fuera armado y perseguido por los caballos de los alguaciles de Su Majestad.
Cuando estuvo a punto de dejar atrás la iglesia de San Gil y perderse entre los callejones repletos de comerciantes y viandantes que allí había, Kit oyó tras él los cascos de los caballos que le pisaban los talones.
De repente apareció ante él un nuevo grupo de alguaciles. Se detuvo y miró a su espalda. A pocos pasos había otro grupo de hombres, también a caballo. Desesperado, Kit miró a derecha e izquierda intentando buscar un resquicio de calle por el que poder huir. Los balcones de las casas se habían cerrado por miedo a lo que pudiera pasar. Incluso la iglesia de San Gil había cerrado sus puertas para evitar que entrara y se pudiera acoger a sagrado.
No tenía escapatoria.
Hacia él se acercaron dos jinetes para prenderlo. El joven agente permanecía apoyado en la pared de la iglesia esperando el anunciado final sin tener más opción que la de entregarse.
Pero aún tenía una oportunidad. Eso pensó. Cuando uno de los jinetes estuvo próximo a él, en un movimiento rápido y certero, Kit cortó con su cuchillo las riendas del animal, dejando al alguacil sin apoyo en el caballo. Azuzándolo con la otra mano, consiguió que el jinete perdiera el equilibrio y cayera al suelo, acompañando el desplome de un estruendoso golpe.
Aturdido, el alguacil no pudo evitar que el joven le propinara una terrible patada en el rostro finiquitando su consciencia al tiempo que le robaba la espada que colgaba de su tahalí.
Con valentía, el agente comenzó a luchar con el otro jinete como pudo, ocasionándole una profunda herida en el brazo con el que sostenía la espada.
Envalentonado, dio media vuelta para sondear la posición del resto de sus contrincantes. Pero eran demasiados. Apoyado de nuevo en el muro de piedra, se encontró a un grupo de más de una docena de hombres bien armados que, tras descender de sus monturas, se le acercaban de forma temeraria.
Dispuesto a venderse caro, con dos toques el agente inglés desarmó a uno de los alguaciles. Lo agarró por el cuello, dispuesto a segarle la vida. Su mirada amenazante no pareció atemorizar al resto de compañeros. O bien estaban muy seguros de su victoria o valoraban poco a su camarada.
El momento era delicado. No sabía qué más hacer. Si acababa con aquel pobre muchacho, algo a lo que su rabia lo empujaba con fervor, entonces sí podría darse por perdido. Los cargos contra él no le permitirían escapatoria alguna. Sin embargo, perdonarle la vida tampoco le auguraba ningún éxito. El secretario de Felipe II ya se habría puesto manos a la obra para generar toda la maquinaria necesaria para inventar o recrear los cargos suficientes que le hicieran ir al cadalso.
No tuvo tiempo de poder elegir. El dolor de un pinchazo en la espalda lo sacó de sus pensamientos. La punta de una espada aflojó la fuerza de sus músculos.
—Suéltalo.
La voz le sonó familiar.
Obedeciendo, destensó la fuerza que su brazo ejercía sobre el joven alguacil hasta que éste se precipitó sobre el suelo, recuperando así el aliento. Con un hilo de voz casi agonizante, corrió hacia sus compañeros para cobijarse entre ellos.
—Ahora, tira la espada y el cuchillo.
Kit volvió a obedecer sin rechistar. No tenía otra salida. El sonido del acero golpeando el empedrado del suelo rompió el silencio que se había creado a su alrededor.
Empujándolo con la espada, Juan de Idiáquez obligó al agente a darse la vuelta. Frente a frente, los dos hombres se miraron por primera vez.
—Me alegro de volver a veros. —Idiáquez acabó sus palabras esbozando una sonrisa victoriosa.
Kit estaba siendo carcomido por la rabia y la ira. Dos alguaciles se aproximaron a él, aferrándolo con fuerza por los brazos, impidiendo cualquier movimiento que pudiera pillarlos por sorpresa.
—Quién si no, Don Juan de Idiáquez, iba a realizar una brava detención por la espalda. ¿Habéis perdido vuestros principios, señor secretario?
—No seáis ingenuo, amigo mío. Hay que ser práctico. Ya no estamos para juegos malabares, ni para estar desapareciendo en cajas mágicas o cosas similares.
Idiáquez hizo una señal para que otro de sus hombres se acercara al inglés y lo registrara.
—Seguro que lleva algo que le ha entregado Pérez.
Kit se dejó hacer mientras observaba a la gente que se había agrupado alrededor. La calle se había llenado de curiosos, testigos mudos de la escena que estaba ocurriendo a la sombra de la iglesia de San Gil.
Al poco, el alguacil hizo un gesto negativo. No llevaba nada.
—Disolved la muchedumbre —indicó el secretario en voz baja acercándose al alguacil que parecía ser el superior del grupo—. No quiero testigos de esto. Haced correr la voz de que se trata de un vulgar ladrón que ha robado a un hombre importante de la Corte.
—Increíble mérito el vuestro, Idiáquez. —La voz de Kit sonó desafiante—. Después de más de tres años me cazáis y, al final, no tenéis pruebas de nada contra mí. Las únicas con que contáis son las mismas que demuestran la nula competencia de vuestra política al lado del rey Felipe. Menudo descubrimiento el…
Apenas tuvo tiempo de acabar sus palabras. Un estruendoso guantazo le cruzó el rostro, haciéndole sangrar por el labio inferior, que a los pocos segundos ya mostraba una notable hinchazón.
—No es el mejor lugar para hablar. Lleváoslo a Santa Cruz.
Sabía muy bien adonde lo llevaban. Santa Cruz era la pequeña cárcel de Madrid, situada a poca distancia de donde se encontraban, detrás de la Plaza Mayor. Atado por las muñecas con una gruesa soga que le impedía cualquier movimiento, y sujeto con firmeza por dos alguaciles, el agente fue llevado hasta un coche cercano en donde se le introdujo de malas maneras. Corrieron las cortinillas para evitar las miradas furtivas de cualquier curioso.
El recorrido no fue muy largo. Delante del vehículo y tras él, podía oír el ruido de los caballos que escoltaban la comitiva. Iba acompañado por tres hombres que no le permitían ni el más mínimo movimiento. Nunca se había visto en una situación tal. Ni siquiera cuando tras alguna de las reyertas protagonizadas en Londres o Canterbury, en la que alguno de sus contrincantes acababa con la cara hinchada por los golpes que le había propinado, Kit finalizaba el día con sus huesos ante las autoridades locales. La influencia de sus amigos hacía que siempre acabara al poco tiempo en la calle. Pero ahora parecía distinto. Idiáquez podía hacer que, literalmente, desapareciera. Y eso era lo único que temía. La sola idea le hizo estremecerse. Y más cuando pensó en la desolación que albergaría Lorena ante su inexplicable falta. No había registro de su entrada en Madrid, por lo que, hablando en plata, él no existía ni había constancia de que estuviera alojado en alguna de las numerosas posadas de la villa.
Abreviando los trámites burocráticos que seguían a un ingreso en prisión como el suyo, Kit fue conducido a una de las celdas. Sin ser abandonado en ningún momento por los alguaciles de palacio, uno de ellos dijo un número en alto al guardián de una de las galerías que rodeaban el patio central de la cárcel. El hombre que cuidaba el pasillo tomó una llave y abrió la puerta de una celda.
De un fuerte tajo, que le sesgó una fina capa de piel de las muñecas, el inglés se vio liberado de sus ataduras y empujado al interior de una lúgubre habitación.
Tras él se cerró la puerta de la celda.
—Nos llevamos la llave —dijo el alguacil al cuidador del pasillo.
—¡Pero las llaves siempre las controlo yo! ¿Sabe esto el alcaide de la prisión?
—El reo es extraordinario. Don Juan de Idiáquez quiere controlarlo personalmente, por lo que no desea que nadie entre ni salga sin su permiso. Le podréis dar la comida por la gatera de la puerta.
El nuevo prisionero escuchaba la conversación desde el otro lado de la pequeña reja que se abría en lo alto del portillo. Estaba tan alta que apenas podía ver el pelo del guarda y el casco de uno de los alguaciles que lo habían traído.
Al poco, el pasillo se quedó vacío y huérfano de voz alguna. Desde el otro lado de la galería se podía escuchar el lamento de un preso. Pero era tan monótono que en poco tiempo se convirtió en el sonido de fondo.
No sabía si ya había transcurrido una, dos o tres horas cuando la puerta de la celda se abrió de forma brusca. Aunque la reja que daba al patio brindaba una cantidad de luz suficiente para poder ver, el alguacil que entró acompañado de otros dos llevaba en la mano una tea.
Los dos hombres lo sujetaron con firmeza sentándolo en el camastro, y no fue hasta la señal del tercero cuando Juan de Idiáquez entró en la celda.
—¿Tanto me teméis, Idiáquez, que necesitáis de tres hombres para venir a verme?
Idiáquez parecía esperar aquella pregunta y no hizo comentario alguno.
—Señor Marlowe. Tengo muchas cosas que hacer y me gustaría ser breve. Sólo quiero saber qué es lo que hacéis aquí en Madrid y qué es lo que os contó don Antonio Pérez.
—Como bien conocéis, Idiáquez —el inglés evitaba a conciencia cualquier trato de cortesía con el político vasco para aumentar así su irritación—, no sé de qué me habláis. Soy estudiante en Alcalá, mi familia posee negocios de telas y cuento con grandes amigos en la Corte. De esto último creo que no os cabe la menor duda.
—Señor Marlowe, vuestro nombre no aparece en ningún listado de alumnos de la Universidad de Alcalá ni tampoco sois conocido entre los negociantes de tejidos. Además, estáis de forma ilegal en Madrid.
—Sin lugar a dudas, se trata de un error. Un lamentable error que seguro se podrá subsanar si buscáis por el nombre de Thomas Shelton, que es el mío. No sé quién es el señor Marlowe.
—Señor Marlowe, no me hagáis perder tiempo ni, sobre todo, la paciencia. Sabéis que contamos con métodos más expeditivos para obtener información.
—No os lo aconsejo, Idiáquez. En estos momentos, mis amigos me estarán echando en falta. Comenzarán a buscarme y para encontrarme mirarán hasta en la última de las cloacas de esta villa, es decir, vuestro despacho.
Juan de Idiáquez se acercó y abofeteó con tal fuerza al espía que a punto estuvo de golpear a uno de los alguaciles que lo sostenían. Un hilo de sangre comenzó a manar de la nariz de Marlowe.
—¡Insolente! —gritó el político—. Trabajáis para la familia Walsingham recogiendo información de España. Hemos seguido vuestros pasos desde Reims hasta Madrid, donde es la tercera vez que estáis. Tenéis contactos con Antonio Pérez, la princesa de Éboli, el cardenal arzobispo de Toledo y, muy en especial, con el taller de don Alonso de Coloma. Asesinasteis a uno de mis hombres, golpeasteis al embajador don Bernardino de Mendoza en Reims y acabasteis con el mensajero que iba a avisarle precisamente de vuestra presencia en aquella ciudad. Y lo más grave de todo, envenenasteis a Santa Cruz. Los cargos que pesan sobre el nombre de Thomas Shelton son demasiado gruesos para que vuestro delicado cuello los aguante.
—Es la primera vez que oigo en la Corte que Santa Cruz fue asesinado. ¿Lo sabe Su Majestad? Apuesto a que no. De lo contrario tendríais que dar explicaciones de vuestra escasa pericia. Además, ¿no decíais que me llamaba Marlowe? No entiendo nada, Idiáq…
No tuvo tiempo de acabar la frase cuando Idiáquez descargó en el rostro del joven un puñetazo que estuvo a punto de dejarlo sin sentido.
—¿Qué significa esta lista de nombres?
Kit no sabía en verdad de qué se trataba. El aturdimiento le impedía ver con certeza el papel que le mostraba el político vasco. Sólo pudo imaginarse que se trataba del papel que había dejado Nicholas Faunt en el lugar de la carta de Medina Sidonia que poco antes le había entregado el ex secretario.
—Antonio Pérez la dejó en la capilla en donde os encontrasteis esta mañana. Es una lista de nombres en la que aparece Mateo Vázquez, otros secretarios de la Corte y yo mismo. ¿Qué significa?
—Si el papel es de don Antonio creo que deberíais preguntarle a él, no a mí. Os juro que no sé de qué se trata.
Idiáquez lo golpeó por tercera vez. Atolondrado, los dos alguaciles lo soltaron sobre el camastro. Su cuerpo perdió el equilibrio y se precipitó sobre el suelo empedrado. El inglés quedó medio inconsciente sobre el pavimento de la celda, sangrando por la nariz y la boca. El golpe fue tan fuerte que el alguacil que sostenía la tea se acercó a él para comprobar si seguía vivo. Hizo rodar el cuerpo del reo hasta ponerlo boca arriba. Con un gesto afirmativo confirmó a su superior la suerte del prisionero.
Antes de salir, Idiáquez se aproximó a su rostro y, luciendo en la cara una mueca que asustaría al más osado, le dijo con voz queda:
—Marlowe, Shelton o como demonios os llaméis. No sé lo que sabréis de todo lo que se cuece en palacio. Pero os hemos estado siguiendo hasta que os hemos traído a Santa Cruz. Tampoco tengo claro qué habéis hablado con el traidor de Antonio Pérez, pero en ese sentido estoy bastante tranquilo. Si de algo estoy seguro es de que no habéis tenido tiempo de transmitir la información a nadie.
Dicho esto, el político y sus hombres abandonaron la celda dejando a Kit con la única luz que aún entraba por la rendija del patio y las antorchas que ya lucían en el pasillo.
Después del portazo y del ruido que se produjo al correr la cerradura, el agente permaneció unos minutos sobre el suelo de la celda.
Volvió en sí y abrió despacio los ojos. Se incorporó como pudo, atolondrado por el mareo que le habían producido los golpes, y se apoyó en la cama. No lejos de ahí había un cuenco con agua. Se refrescó el rostro con ella y se limpió como pudo la sangre en medio de la creciente oscuridad.
Cuando estuvo totalmente consciente se tumbó en la cama y sonrió mirando a la nada.
—¿Has oído, Nick? —dijo medio atragantado por la sangre que aún le corría por la garganta—. El estúpido de Idiáquez cree que no ha habido tiempo de pasarte la información. Valiente imbécil…
No tardó en volver a perder el sentido.