Los arrabales del norte,
Madrid (España)
Viernes, 8 de julio de 1588
A primera hora de la mañana corría aire fresco en las cercanías del taller de don Alonso. La corredera comenzaba a llenarse de gente que subía y bajaba con algo que hacer. Christopher Marlowe, acompañado de su colega Nicholas Faunt, se había acercado hasta allí buscando el anhelado reencuentro que desde hacía casi dos semanas las circunstancias le habían hecho esquivar.
Separado unos pocos pasos de Nick, que siempre iba delante de él abriendo camino hasta el taller, sentía cómo su corazón latía cada vez más rápido a medida que se acercaba a la enorme puerta de madera que daba acceso al patio del estudio.
La entrada y salida de algunos aprendices con lienzos en la mano le anunció que habían alcanzado su meta. En la medida de lo posible, Kit escondió el rostro bajo el ala del sombrero. No quería que ninguno de los aprendices que allí había lo reconociera. Le erizó el vello ver desde fuera la puerta y el patio en el que tuvo aquel desencuentro con Idiáquez que milagrosamente salvó el cardenal arzobispo de Toledo.
Faunt entró en el patio con la mayor naturalidad. Siguiendo las instrucciones de su compañero. A la derecha de la entrada se encontraba la cabaña en la que él se había alojado hacía dos años. Esperaría allí, oculto de miradas indiscretas, mientras su acompañante subía al primer piso a encontrarse con don Alonso y Lorena.
Kit vigiló por una pequeña apertura de la puerta lo que sucedía en el patio. Su entrada en la cabaña no había sido detectada por nadie. Sabía que allí no entraba alma alguna si no era con el permiso del pintor. Desde su escondite observó cómo Nick subía con total parsimonia las escaleras hasta el estudio y era saludado por algunos de los aprendices que lo debieron de confundir con un personaje importante, amigo del maestro.
No había pasado un minuto desde que Nick había desaparecido tras la puerta cuando ésta se volvió a abrir. Su rostro se iluminó al ver a Lorena bajar los peldaños de tres en tres ante la sorprendida mirada de los aprendices, quienes de forma forzada se vieron obligados a apartarse del camino para no ser arrollados.
Estaba igual de bella que siempre. Tal y como la había recordado desde la última vez que la vio precisamente allí, en el patio del taller.
Kit se tuvo que echar hacia atrás si no quería ser aplastado por la fuerza arrobadora de la joven.
Una vez dentro de la cabaña, los dos se quedaron indecisos. Con la respiración entrecortada por la carrera, Lorena apenas pudo sonreír. El agente notaba cómo el corazón se le salía por la boca de la emoción.
—Hola —dijo ella finalmente.
—Estás hermosísima. ¿Cómo te encuentras?
Lorena no contestó. Con la misma celeridad con que acababa de bajar las escaleras se abalanzó hasta donde se encontraba, fundiéndose con él en un ardiente beso. A los dos les pareció que el mundo se detenía en aquel instante.
—¿Por qué has tardado tanto en regresar? —La voz de la muchacha sonaba entre el reproche y la alegría inmensa de volver a ver a su amado.
—¿Y tú me lo preguntas? Estáis a punto de invadirnos y me preguntas por qué no he venido antes.
Ambos rieron la ocurrencia. Se abrazaron de nuevo y se volvieron a besar. Pero el miedo a que alguien entrara en la cabaña les aplacó la desenfrenada pasión que en un instante se había desatado entre los dos.
—No me has contestado cómo estás —insistió Kit.
—De alguna forma todo está tranquilo. El rey está en El Escorial y dirige desde allí absolutamente todo. Aquí, en palacio, quedan algunos de sus secretarios como Vázquez o Idiáquez. No es mucho lo que se dice. ¿Dónde te alojas?
—Si te soy sincero, lo desconozco. De todo eso se encarga Nick.
—¡Puedes quedarte aquí como la última vez! —dijo eufórica la joven.
—Me temo que eso no puede ser. Idiáquez ya estará al tanto de que algo ocurre. Llegué hace casi dos semanas pero no nos hemos movido prácticamente hasta hoy por seguridad. Gracias a la princesa de Éboli mi entrada en Madrid ha sido discreta e inadvertida por las autoridades. Pero, aun así, todas las precauciones son pocas. Es mejor que no me quede aquí. No sé cómo reaccionaron los aprendices del taller tras el último percance con Idiáquez, pero temo que alguno de ellos pueda irse de la lengua si me ve merodear por aquí de nuevo. Estoy seguro de que les han tentado con dinero para delatar cualquier movimiento extraño de gente que vean en el taller.
—Entiendo. Pero creo poder confiar en ellos. Son de toda honestidad.
—Yo también lo soy, Lorena. Y aquí estoy en Madrid robando información sensible a tu gobierno. —Los dos rieron de nuevo—. No obstante, nos podemos ver por aquí las veces que quieras mientras esté en Madrid.
La puerta de la cabaña se abrió con un profundo rechinar. En un gesto instintivo, Lorena empujó a su compañero hacia la segunda puerta que había en el cuarto para esconderlo en la habitación secreta. Pero no fue necesario. Bajo la entrada estaba Nick acompañado de don Alonso.
No mediaron palabras antes de darse un fuerte abrazo.
—¿Cómo está, hijo?
A Kit, esas palabras estuvieron a punto de emocionarlo. Su compañero cerró la puerta de la cabaña con discreción.
—Estoy bien, gracias. Bueno, estamos bien. Teníamos muchas ganas de acercarnos al taller.
—Su compañero me ha puesto al día. No ha venido para no complicar con premuras innecesarias su llegada. No es mala cosa, no.
Don Alonso no parecía haber cambiado un ápice. Se acercó a una silla y se sentó de forma pesada.
—Don Alonso, ¿cómo va todo por el taller?
—Magnífico. El trabajo no nos falta. Contamos con los mismos encargos de siempre, lo que nos permite abrir nuevos contactos en la Corte y, bueno, lo de siempre.
Nicholas Faunt permanecía al margen de la conversación. Apoyado en el marco de la puerta de la cabaña, mordisqueaba un trozo de madera que había tomado del suelo mientras vigilaba que nadie entrara y los descubriera allí.
—Ahora mismo la Armada está en La Coruña. En breve partirá hacia el Estrecho. Como mucho, en dos semanas. El yerno de la princesa de Éboli es quien está a la cabeza de la flota, que es cada vez más poderosa y fuerte. Dicen que nadie ha visto jamás tal número de naves. No me gustaría estar en vuestro pellejo, amigos.
—Algunos detalles de esa información me fueron proporcionados por doña Ana hace unas semanas. Imagino que ya estarán en Londres. —Kit miró a Faunt. Éste asintió de forma distraída sin abrir la boca.
»Solamente tenemos algunas dudas en las que quizá nos puedan ayudar.
—Si está en nuestra mano, no lo dudéis —aseguró don Alonso.
—¿Cómo actuará la Armada en la invasión?
Kit no quería condicionar la respuesta de sus amigos, así que fue lo más ambiguo posible en la pregunta.
—Va a ser un simple punto de unión entre los Países Bajos y los puertos del sur de Inglaterra —señaló el pintor.
Los dos agentes se miraron. Aquel detalle confirmaba lo que sabían por la princesa de Éboli. Ya no había duda al respecto. El punto desestabilizador no estaba en la propia Armada, sino en los soldados que Alejandro Farnesio, duque de Parma, estaba reclutando en los Países Bajos, a cuyo contingente habría que sumar las propias huestes españolas. En efecto, la Armada era un arma terriblemente peligrosa.
—El objetivo es un poco anómalo —continuó el artista—. En la Corte no dejan de circular diferentes rumores, pero en definitiva todos vienen a querer decir lo mismo. Santa Cruz murió de tristeza al descubrir que todo aquello por lo que tanto había luchado no iba a ser nada más que un simple puente para Alejandro Farnesio.
—Farnesio quiere estar lo más seguro posible de su éxito —añadió Faunt—. Para ello está buscando puertos en la costa de los Países Bajos que sirvan de apoyo. Los barcos españoles tienen mucho calado y corren peligro de quedar encallados en los puertos flamencos. Por otra parte…
—Sí, el duque de Parma, como lo llaman en Inglaterra —don Alonso no dejó acabar la frase al agente—, quiere conseguir la paz con ese país a cambio de que la reina Isabel le otorgue la soberanía de los Países Bajos. Pero aquí nadie sabe nada de esas conversaciones.
Sorprendidos, los dos agentes volvieron a mirarse.
—¿Farnesio trabaja a espaldas del rey de España?
—No lo sabemos con seguridad —continuó don Alonso—. Es posible que sí, pero quizá sea una artimaña para desviar la atención de los ingleses y retrasar la llegada de la Armada, teniendo así tiempo para preparar puertos en donde atracar y reforzar aún más el armamento de los buques.
Lorena permanecía apartada de la conversación, ajena a los comentarios de los hombres.
—El problema no es tan sencillo —prosiguió el artista—. El primer acercamiento lo realizó la reina Isabel. Le propuso al duque de Parma que hiciera una propuesta de paz y éste le contestó que no estaba en sus manos hacer nada. Que si quería algo, que lo pidiera ella primero y que luego él trataría de hacérselo ver a Felipe. Pero al parecer esto no le gustó a Isabel. La reina se enojó y desistió en el intento de continuar con un posible tratado de paz.
Nicholas Faunt asintió con la cabeza. Kit observaba los gestos de su amigo con atención. Casi podría decir qué partes de la información que le estaba proporcionando don Alonso le eran ya conocidas y cuáles no.
—Más tarde —continuó el pintor—, el pasado año, hubo un nuevo intento. A través de un comerciante italiano, Andreas de Loo, la reina retomó la conversación con él. En esta ocasión le respondió que contaba con el beneplácito de Felipe para poder negociar. Solamente había una condición a partir de la cual se podría hacer. El rey exigía que el protestantismo debía desaparecer de los Países Bajos.
—Parece claro que se trata de una simple treta —señaló Nick con seguridad—. No se puede empezar una negociación de paz sobre un problema si desde un principio ya estás exigiendo que se impongan tus condiciones.
—Eso es lo que pensamos todos aquí —contestó don Alonso—. Nadie se cree que Isabel vaya a aceptar. Felipe lo sabe y por eso no ha detenido nunca su proyecto de la Armada. Todo sigue en pie como el primer día.
—Entonces —reflexionó Kit—, si dejamos de lado las idílicas conversaciones de paz entre Farnesio e Isabel, ya sean respaldadas por Felipe o a sus espaldas, todo parece indicar que lo que realmente importa es la Armada y, más en concreto, la fecha de salida.
—En efecto —admitió Nicholas Faunt—. Creo que nos estamos yendo por las ramas de manera innecesaria. ¿Sabemos la fecha de salida?
—Medina Sidonia lo está ralentizando todo lo que puede —explicó el pintor—. No desiste en la idea de que al final el proyecto se cancele. Pero todo está tan avanzado y se ha invertido tanto dinero para que tenga éxito, que parece impensable que la flota no abandone La Coruña en fechas próximas. A falta de poder mejorar la eficacia destructiva de la Armada con más cañones o más hombres, nuestro rey sólo piensa ahora en sus oraciones. Sus allegados le temen más que nunca, por eso están esforzándose al máximo en que todo salga bien. No sabrán cómo se lo tomará si después de tantos años de trabajo se viene todo abajo y el éxito no los acompaña. Temen perder sus puestos políticos o su prestigio en la Corte. Ésa es una de las razones por las que la fecha exacta es un secreto que creo que muy pocas personas saben. Pero me consta, que no es mala cosa, que sólo una de ellas en la Corte está dispuesta a revelarla: Antonio Pérez. Podrán verlo el próximo lunes al mediodía en la iglesia de Santa María de la Almudena. Ya hemos acordado un encuentro con él. Es el lugar más tranquilo para hacerlo. La capilla de su familia es discreta y nada frecuentada, a no ser que sea el propio Pérez.
—Es el último paso que nos queda por dar —señaló Kit mirando a Faunt.
—Pero no olvide —quiso remarcar el pintor— que sea cual sea la información que otorgue don Antonio, todo está sujeto a la mudadiza cabeza del rey.
Lorena intervino por primera vez:
—Es cierto, tío, pero él mismo sabe que por orgullo propio ha de sacar el plan adelante. Hace meses quiso justificarse diciendo que el año no iba a ser bueno para España; que debíamos ser fuertes ante los posibles contratiempos. Es curioso, pero esos contratiempos están forzados por él mismo. Dejar las cosas como estaban ahorraría cualquier tipo de calamidad y prevendría otros problemas. También temen ahora que los moros, viendo el plantel desplegado por la Armada contra Inglaterra, aprovechen el vacío existente en el Mediterráneo. Allí la mar está libre y es de fácil acceso.
La cabaña quedó en silencio. Se cruzaron algunas miradas y poco más. Todo estaba dicho. No había marcha atrás. Lo mejor sería actuar lo antes posible siguiendo siempre el discurrir natural de los acontecimientos.
—De todas formas —dijo Nick rompiendo el silencio que se había hecho—, escribiré un informe cifrado comentando las conversaciones con el duque de Parma. Walsingham sabrá mejor que nosotros cómo interpretarlas y qué hacer. El lunes nos reuniremos en el lugar fijado con Pérez y nuestro trabajo habrá acabado.
Kit y Lorena cruzaron una mirada lastimera. Apenas se habían reencontrado después de tanto tiempo cuando de nuevo el destino les obligaba a separarse.
Don Alonso se levantó de manera repentina descubriendo que había personas que sobraban en aquel lugar.
—Bueno, señor Faunt —dijo dirigiéndose a Nick y tomándole del brazo para abandonar la cabaña—. Creo que no es la primera vez que visita nuestro país. Estoy seguro de que tiene algunas preguntas que hacerme. Seguro que le interesan los trabajos que realizamos en el estudio.
Kit observó cómo su compañero era arrastrado hacia el patio del taller. En un momento, Lorena y él se quedaron solos en la cabaña.
—¿Cómo está el retrato?
—Ahora sí está acabado. Me gustaría que lo vieras.
—Pero no puedo subir al taller. Es un poco arriesgado que me vean allí. Si me ven allí, de forma indudable los aprendices sabrán quién soy.
Lorena sonrió. Con gesto de complicidad comprobó que la puerta de la cabaña estaba cerrada. Hizo una señal a Kit y ambos pasaron por la puerta que, al igual que hacía dos años, permanecía oculta tras un enorme lienzo. Era el cuarto en el que Kit se había alojado en su última visita a Madrid. Al igual que en aquella ocasión, no había luz. Olía a pintura. Lorena tomó una banqueta de uno de los lados y se subió a ella para abrir la trampilla. La luz inundó el cuarto rápidamente dejando ver su nuevo aspecto. Todo estaba cambiado. No había ni cama, ni palangana, ni apenas muebles. Se había convertido en un estudio de pintura. Sobre un caballete, Kit vio su retrato.
Como le había dicho su amada, estaba concluido. El resultado final era tal y como él lo había soñado. Como en el retrato que hiciera para la princesa, su rostro albo brillaba con fulgor sobre el oscuro fondo del cuadro.
—Pero aquí no hay la misma luz que en el estudio de arriba. ¿Cómo has podido acabarlo?
—Quedaban unos pocos detalles por rematar. No era necesaria mucha luz. Al mediodía entra bastante por la trampilla del techo. Los colores ya estaban elegidos y mezclados arriba. Solamente tuve que dar unas pocas pinceladas.
—Es maravilloso, Lorena.
—Me alegro de que te guste.
—No sé si podré llevármelo esta vez. Temo que tengamos que abandonar la ciudad de forma precipitada y con el menor equipaje posible. No quisiera que le sucediera nada.
—No te preocupes. Si ha esperado unos años, puede hacerlo unos pocos meses más. Luego, prométeme que vendrás a por él.
—Así lo haré.
Kit fijó su mirada en la posición de sus brazos. La mano derecha apenas asomaba sobre su pecho. Por otro lado, seguía muy presente el detalle que más le había intrigado en todos estos años. ¿Qué ocultaba su mano izquierda que no aparecía por ninguna parte?
—¿Podré saber ahora qué es lo que se esconde en mi mano izquierda?
—Por supuesto. ¿Qué crees que es lo que ocultas?
—¿Tendría que saberlo? —Kit preguntó a la joven con la mirada, pero ella se limitó a sonreír—. No debería más que mirar mi propia mano…, aunque creo que soy tan torpe que no lo veo.
—Uno de los preceptos del arte que más me ha inculcado mi tío es que un cuadro es algo atemporal. Puede reflejar un momento de la historia, reconstruir una entrega de llaves de una ciudad, una visita de un personaje importante a la Corte, un pasaje de las Sagradas Escrituras, pero los retratos son especiales.
Ella parecía emocionarse con aquellas palabras.
—De ahí que te guste tanto pintar retratos —señaló el agente.
—Exacto. El retrato permite cruzar esa puerta del tiempo; reflejar el antes y el después de la persona retratada.
Lorena se acercó a Marlowe y le tomó las manos entre las suyas. Lo besó en los labios y continuó:
—Lo que ocultas en tu mano izquierda es algo que únicamente tú has de aceptar. Algo que tienes que proponer desde tu corazón y está marcado en tu destino. Sólo en tu mano se encuentra el poder abrirla para hacer que esa flor crezca.
Cerró los ojos. Como si se tratara de un fogonazo de luz, al instante comprendió todo el significado del cuadro. Su retrato. La emoción del momento estuvo a punto de hacerle llorar. Abrazó a Lorena. Los dos jóvenes se fundieron en un beso que a ambos les pareció interminable.
Los amantes se abandonaron el uno al otro. En poco tiempo el suelo de la habitación se había convertido en un revoltijo de ropas, lienzos y pinceles.