Capítulo 38

Palacio Real de Madrid (España)

Jueves, 7 de julio de 1588

—¿Pero quién es el ingenuo que se va a creer que el montaje de semejante flota ha sido hecho para contrarrestar la actuación de los piratas en las Indias o para acabar con los moros de Argel?

Juan de Idiáquez estaba extremadamente encolerizado después de leer la última carta recién llegada desde El Escorial. Movía los brazos mientras hablaba, golpeando el papel con la mano, manifestando así su más absoluta indignación ante una circunstancia que, según él, cada vez estaba más descontrolada.

Mirándole con rostro impasible estaba el secretario y sacerdote, Mateo Vázquez. Bregado en este tipo de situaciones, el religioso conocía a la perfección cómo se las gastaba el rey de las Españas, y qué era lo mejor en cada momento.

—No comprendo este tira y afloja entre Medina Sidonia y Su Majestad —prosiguió Idiáquez—. Uno quiere salir a toda costa. El otro prefiere alargar la salida en un intento vano por mejorar hasta el último detalle o hacer que Su Majestad se olvide de una vez por todas de todo.

—Tenéis razón, Idiáquez, pero no olvidéis que la idea de montar semejante Armada en parte fue vuestra —le replicó Vázquez.

Aquel comentario acabó por sacar de sus casillas al político vasco.

—¡Eso no es cierto! —La cólera de Idiáquez iba en aumento—. Yo jamás mandé diseñar un proyecto tan arriesgado. Las prisas son malas compañeras y desde luego que la política y las artes de la guerra nada tienen que ver con los deseos del Altísimo. Las decisiones de Estado y la estrategia del campo de batalla se toman con frialdad ante una mesa de trabajo, con todos los datos necesarios en la mano. En ese complicado proceso nada tienen que ver las interpretaciones de un visionario que según le sople el viento toma una u otra decisión.

—Veo que no estáis muy convencido de las pautas que el monarca está añadiendo al proyecto.

—La idea me sigue pareciendo magnífica, Vázquez. Pero en ocasiones veo que se olvida su naturaleza estrictamente militar, y se añaden otras directrices, como la religiosa, que nada tienen que ver con la realidad de la guerra.

—Idiáquez —señaló indignado el secretario—, si hiciera gala de mi condición de sacerdote, podría hacer que os excomulgaran al instante.

—Pero no lo haréis —sonrió su amigo, calmándose un poco.

—No tentéis a la suerte y dejad al rey que haga y deshaga como mejor le convenga. El éxito o el fracaso, en definitiva, va a ser sólo suyo. El truco en todo esto está en hacerle ver que el equilibrio de las cosas está más allá de los alocados gestos de los que tanto hace gala. Proponedle un plan disuasorio y convencedlo de que ha sido él mismo quien lo ha diseñado. Convertidle en el protagonista de todo y que vea que el Altísimo está de acuerdo en lo que dice.

—¿Pero cómo se puede conseguir eso cuando lo que hoy es blanco mañana es negro?

—Os entiendo, mi querido amigo. No os sulfuréis que no traerá nada bueno para vuestra quebradiza salud. Sentaos y serenaos, que creo que en el papel del rey no están todas las preocupaciones que vuestra cabeza ha de aguantar esta mañana.

Juan de Idiáquez se dirigió a su silla habitual sin comprender a qué se refería Mateo Vázquez.

—No os entiendo. ¿Se va a producir un nuevo milagro en la iglesia de Santa María que nos va a asegurar la victoria contra los ingleses?

El secretario no hizo caso de la broma de mal gusto de Idiáquez. Abrió uno de los cajones del frontal de su escritorio y extrajo de él una carta.

—Ha llegado esta mañana a primera hora. En efecto, la Armada es muy poderosa y es capaz de aniquilar cualquier ejército moderno. Pero existe un peligro, el que los ingleses conozcan con anticipación todos los movimientos que realizamos. Es cierto que algunos de ellos son muy previsibles, pero hay otros, Idiáquez, que pueden ser sabidos sólo si alguno de nosotros les está ofreciendo información de forma irregular.

—¿Más agentes? —preguntó Idiáquez.

Vázquez impidió con un gesto de la mano que su compañero se levantara para recoger el documento. Fue el propio secretario quien se acercó para entregárselo en mano.

—Más sencillo que eso, mi querido amigo. Los mismos agentes de siempre.

—¿Christopher Marlowe? ¿Otra vez Thomas Shelton…?

El rostro del político vasco no daba crédito. El lacre de color verde de la carta que le entregaba Mateo Vázquez le dio la primera pista, confirmando sus sospechas.

Juan de Idiáquez leyó con atención la breve misiva que Robert Cecil les había despachado hacía apenas una semana y media. Al acabarla se la devolvió a su compañero y con una mueca de cansancio se frotó los ojos.

—La verdad es que nuestro amigo jorobado se gana bien el dinero que le pagamos. —Idiáquez, resignado, miró a su compañero—. Pero no sé hasta qué punto ese miserable puede estar diciéndonos la verdad.

—Recordad que nunca nos ha mentido. Él fue quien nos puso sobre la pista de la llegada de Shelton. Coincidió con el hecho del desarme del complot de Babington. Nos consta que había pasado antes por Reims y que se entrevistó con don Bernardino de Mendoza. Shelton es el culpable de que cada uno de nuestros movimientos haya sido previsto por ellos con certera prontitud.

Idiáquez permanecía en silencio en su silla escuchando las palabras de Mateo Vázquez. Era evidente que tenía razón. 1 lasta ahora todo había sucedido tal y como el secretario había señalado. Ninguna de sus acciones había tenido éxito debido a la anticipación de los ingleses gracias al trabajo del joven agente.

—Podríamos pensar que lo que cuenta Cecil en su carta —añadió Vázquez— complica nuestra situación. La Armada es nuestra mejor baza, pero podría correr gran peligro si llega alguien y se va de la lengua, dando información valiosa a nuestros enemigos.

—Ante todo, Su Majestad no debe saber nada de lo que sucede. Mejor dejarlo al margen hasta que nos hagamos con las riendas de todo. Podemos emplear la información en nuestro propio beneficio. Aunque me preocupa que haya cada vez más agentes en Madrid.

—Es cierto. En efecto, no es nada bueno que se haya incrementado el número de ingleses en Madrid. Cualquiera que conociera a Felipe actuaría así. Nadie puede negar que el montaje de la flota prácticamente se ha convertido en un secreto a voces en toda Europa. Estando los barcos en La Coruña nadie se puede creer, como decía antes, que estén destinados a contrarrestar los males endémicos que nos llegan de Argel o a luchar contra los piratas de las Indias. Sin embargo, el éxito de nuestro proyecto descansa en la estrategia que sigamos una vez echados a la mar. De nada serviría el efecto sorpresa si ya nos están esperando.

—Seguramente los nuevos agentes pretenden hacerse con detalles sensibles que aporten información novedosa. Cuantos más tengan, apostados en tabernas, casas de personas importantes, iglesias, o mentideros, más datos tendrán. Imagino que lo que ahora buscan es la fecha de salida de la Armada o la estrategia que se va a seguir.

—Por suerte, esa fecha no la sabe ni el propio rey —añadió Idiáquez con tono sarcástico—. Sin embargo, me preocupa lo que dice acerca de la posible visita de nuestro viejo amigo Shelton.

—Para él es un poco arriesgado volver después de lo sucedido la última vez. Pero también es lógico pensar que quién mejor que Shelton para poder acabar la misión que se le encomendó en un principio, y culminarla con éxito. Conoce el terreno como la palma de la mano y, en parte, eso es jugar con ventaja.

—Al menos, no lo olvidéis, señor secretario, en esta ocasión también nosotros jugamos con ventaja. No sabemos dónde está, con quién se encuentra, ni por dónde se mueve. Pero sí sabemos con quién se va a entrevistar casi con toda seguridad. —Idiáquez dijo la última frase señalando un párrafo de la carta de Robert Cecil.

—Todavía estamos a tiempo. Si la carta salió de Londres a la par que Thomas Shelton, es posible que hayan llegado el mismo día. Incluso me atrevería a decir que la carta ha llegado antes que él. Sí, creo que contamos con cierta ventaja. ¿Dónde se encuentra ahora mi buen amigo Antonio Pérez?

—Su Majestad lo ha devuelto a la Corte. Está en Madrid, alojado en la casa de don Pedro Zapata, que está cerca de la antigua Puerta Cerrada.

—No es mal aposento, no. —Vázquez comenzó a caminar por su despacho pensando en la mejor manera de actuar—. Perfecto. Todo son buenas noticias. Cecil señala que con toda probabilidad los dos hombres se encontrarán en Madrid con él. Desconozco qué régimen tiene Pérez, pero haced que sea liviano. Tenemos que hablar con don Pedro y comunicarle nuestro deseo de que su huésped mantenga cierta libertad en casa; que pueda entrar y salir de la finca, moverse por Madrid con soltura. Hay que justificarlo con que así Su Majestad busca crearle el menor trastorno posible.

—Le pondremos una escolta como excusa para tenerlo continuamente vigilado…, hasta que aparezca nuestro hombre. —El político vasco ya estaba frotándose las manos ante el seguro éxito de su nueva empresa.

—Exacto, Idiáquez. Tenemos que actuar prestos.

Diciendo esto, Mateo Vázquez se abalanzó sobre su mesa de trabajo. Tomó papel y pluma y comenzó a escribir la nueva orden que dulcificaba el arresto de Antonio Pérez en Madrid.

—Si aparecen nuevos impedimentos que entorpecen la victoria de la Armada, podemos darnos por perdidos. A saber qué argumentos usa ahora Su Majestad para librarse de nosotros. Nos podemos convertir en un nuevo caso Antonio Pérez.

Cuando el secretario acabó el documento se lo entregó a Idiáquez para que le echara un vistazo. Una sonrisa maliciosa apareció en el rostro del político vasco.

—Será suficiente para el éxito de la misión y salvar nuestra honra.

—Pues no perdamos más tiempo —lo apresuró Vázquez—. Haced que sea entregado a los alguaciles de palacio lo antes posible para que se ejecute la orden de manera inmediata. Recordad que es importante que don Pedro Zapata no sospeche nada. Todo tiene que ser normal.

—Así será. Esta vez, Thomas Shelton no se escapa. Nuestro prestigio está en ello.

Juan de Idiáquez dobló y selló con el emblema de Mateo Vázquez la carta que le acababa de entregar. Corrió hasta la puerta y antes de cerrar echó la vista atrás para hacer un último comentario al secretario.

—Si todo sale bien, recordadme que sume 300 ducados más en el próximo envío a Robert Cecil. En esta ocasión no hay que rechistar por sus servicios. Gracias a él la Armada será todo un éxito. Y nuestra privanza ante el rey alcanzará límites insospechados.