Iglesia de San Nicolás,
Madrid (España)
Sábado, 25 de junio de 1588
La carroza de la princesa de Éboli dejó al agente frente al palacio de los duques de Pastrana. La iglesia de San Nicolás apenas quedaba a dos calles de allí. No era el mejor sitio. Desde ese lugar se veía el Palacio Real, donde tuvo el último encuentro con su eterno enemigo, Juan de Idiáquez. Pero eso ahora era lo de menos. Lo importante es que había llegado a Madrid en perfectas condiciones.
A modo de despedida, don Diego de Horche le señaló el torreón de ladrillo del campanario de la iglesia. Así no se perdería. Y sin cruzar más palabra al cerrar la puerta del carruaje, el camarero corrió la cortinilla. Los caballos dieron media vuelta en dirección al interior del palacio de los duques, residencia en Madrid de doña Ana. Era poco más de mediodía y el calor era sofocante.
Como había anunciado la princesa de Éboli, cuando entraron en Madrid por la Puerta de Alcalá nadie hizo una sola pregunta sobre quién iba o dejaba de ir en el coche. Un simple saludo con la mano de don Diego y la impronta del escudo mendocino en la puerta fueron suficientes para que Kit entrara sin ningún problema.
Antes de mezclarse con la gente, el agente echó un vistazo a lo que tenía alrededor. Formaban un extraño escenario un hombre con dos gallinas en cada mano, una mujer con una tinaja dispuesta a llenarla de agua en la cercana fuente y un grupo de niños que jugaban a apalearse entre ellos mientras eran recriminados por lo que parecía ser la madre del que más palos recibía. Sin embargo, no vio nada sospechoso en aquel ambiente tan similar a otros que había visto hacía ya dos años.
Pegado a la pared, antes de comenzar a caminar hacia la cercana iglesia de San Nicolás, el agente se cercioró de que a su espalda iba su inseparable cuchillo. Tras recobrar la confianza por sentirse pertrechado miró a derecha e izquierda una vez más y continuó su camino hasta allí.
En la pequeña plaza que se abría frente a la entrada había una concurrencia mayor de gente. Algunos puestos de frutas y legumbres daban otro aspecto a esa zona de la calle.
Las puertas estaban abiertas de par en par. Haciéndose a un lado, junto al muro de ladrillo, el inglés dejó salir a un grupo de damas. Agradecieron con una sonrisa el gentil detalle de aquel muchacho.
El templo era realmente pequeño. Con unos pocos pasos se podía recorrer en su totalidad todo el largo de la nave central. En otros viajes había oído decir de esta iglesia que era una antigua mezquita. Lo hubiera sido o no, lo cierto es que no fue capaz de detectar en el interior un solo elemento arquitectónico que lo hiciera pensar. Es cierto que jamás en su vida había visto una sola mezquita, pero en cualquier caso nada de lo que había dentro de ese austero templo podía revelar el antiguo credo del lugar.
El altar mayor era el culmen de la moderación y la austeridad. Tenía una nave central acompañada por dos en los laterales con capillas de aspecto y forma irregular. Algunas puertas daban a entender la existencia de otras estancias pero, desde luego, destinadas al uso parroquial y no al religioso propiamente dicho.
Kit caminó alrededor del perímetro de la iglesia y luego buscó un sitio en el que esperar y descansar. Encontró un asiento en una esquina de la parte más apartada del altar, bajo el pequeño coro, desde el que poder controlar los diferentes accesos que había a la nave principal.
En el interior el ambiente era seco y fresco. Los gruesos muros de ladrillo que le daban forma impedían la entrada del calor, que era bastante intenso. No había servicio religioso a aquella hora, por lo que todo estaba tranquilo. Un muchacho acababa de recoger algunos enseres dejados por el sacerdote sobre el altar. Cada vez que pasaba frente el Santísimo no dejaba de arrodillarse. Kit contó hasta seis genuflexiones en apenas unos segundos.
Allí no parecía pasar nada extraño. Llegó a pensar si, en efecto, aquello era San Nicolás. Minutos después incluso dudó de si realmente se encontraba en Madrid o en otra ciudad. Después de disipar la inseguridad de estos pensamientos absurdos, se relajó preparándose para una larga espera.
Pero el tiempo pasaba y su compañero no se dejaba ver. ¿Le habría sucedido algo al bueno de Nicholas Faunt? Las capillas laterales estaban desiertas. No había sitio tampoco en ellas en donde sentarse u ocultarse.
Desconocía cuánto tiempo debía estar esperando pero no tenía otra opción. Las campanas de la iglesia hacía tiempo que habían dado las tres de la tarde. Tampoco sabía si el templo se iba a cerrar. En su Canterbury natal o en Cambridge y Londres, las iglesias no estaban abiertas a todas las horas. Desconocía la costumbre en España pero, en cualquier caso, no le quedaba más remedio que seguir esperando pacientemente.
De repente el templo comenzó a llenarse de gente. Kit se asustó al ver aquella pequeña muchedumbre de personas que iban poco a poco llenando los bancos dedicados a hombres, delante, y mujeres, detrás. Incómodo por las miradas que le lanzaban algunas chicas, el agente se vio obligado a adelantar su posición hasta alcanzar los bancos en donde descansaban algunos ancianos.
De pie, en el extremo izquierdo de uno de los bancos, el inglés descubrió por fin cuál era la por él inesperada ceremonia que se iba a dar en la iglesia. Por los comentarios de los feligreses parecía tratarse de un funeral. Y al parecer de alguien muy querido por la parroquia, ya que en pocos minutos no cabía un alfiler. Apretados como picadura dentro de una longaniza, todos esperaban la salida del cura para que diera comienzo la misa. La gente aprovechaba al máximo los pocos huecos que quedaban en los bancos.
Por la derecha recibió un decidido empujón producto de la incorporación de un anciano por aquel lado. Al poco, aprovechando los cuatro dedos que quedaban a su izquierda, casi en el canto del banco, un hombre lo empujó en sentido contrario.
La situación era bastante incómoda. No sabía cómo podría encontrar a Nicholas Faunt en un ambiente como ése. Pensó en abandonar el asiento y salir para regresar una vez acabado el funeral, pero se dio cuenta de que eso llamaría la atención de los feligreses. Además, parecía imposible poder salir de allí. No le quedaba más remedio que esperar y aguantar la ceremonia y los sollozos de las mujeres que, tras él, le resultaban lo más parecido a las plañideras de pago que debían de abundar en la antigua Babilonia.
—Hombre de poca fe… —le susurró una voz al oído.
Sorprendido, miró al hombre que se acababa de acomodar a su izquierda, arrebañando el poco banco que quedaba en ese lado.
No podía ser otro. La amplia sonrisa de Nicholas Faunt acabó por tranquilizar al agente inglés.
—¿Por qué no mueves un poco el trasero para allá para que pueda entrar bien?
—Nick, no hay más sitio en donde sentarse. Haber llegado antes.
—Me ha sido totalmente imposible. Además, es mejor estar rodeado de tanta gente. Nadie se percatará de nuestra presencia aquí.
No había acabado su frase cuando en ese mismo instante alguien chistaba desde el otro lado del banco llamándoles la atención.
—Un poco más de respeto ¡por favor!… Estos irlandeses —reprochó un hombre retorciendo entre sus manos un sombrero de paja.
A los dos jóvenes ingleses no les quedaba más por escuchar. Nick agarró del brazo a su amigo y lo arrastró entre la muchedumbre hasta alcanzar la puerta de salida. El movimiento de gentes ajustándose al espacio que acababan de dejar libre les hizo pasar desapercibidos.
—Hombre importante debe de haber sido el fulano para congregar a tanta gente —añadió Kit mientras daba los últimos codazos a la salida del templo.
—Sígueme a pocos pasos de la manera más distraída que puedas. No es bueno que nos vean juntos.
Dicho esto, Nicholas Faunt emprendió en solitario el camino calle arriba en dirección al Palacio Real. Sorteando los puestos callejeros, en poco tiempo la pista de ambos hombres se diluyó entre la multitud.
Nick tomó dos piezas de fruta de un puesto regentado por una muchacha. Pasó de largo y cuando la chica estaba a punto de levantar la voz llamando la atención al ladrón, Kit, que iba unos pasos más atrás la silenció entregándole una moneda. La vendedora se detuvo y agradeciendo con una sonrisa la propina, volvió a su puesto tras los melocotones.
No lejos de allí, el primero de ellos, Nick, entró directo en una tabernilla que hacía esquina en uno de los laterales de la Plaza de Palacio. Un hombre vigilaba la entrada. Cuando Kit alcanzó la puerta no fue necesaria ninguna explicación, el portero le abrió la puerta para que entrara.
El interior era como cualquier otra taberna de las ya conocidas. Kit pensó que ese tipo de lugares eran idénticos allá donde fuera. No mucha luz, voceríos, gritos, mesas a rebosar de gente, y camareras yendo y viniendo con las manos llenas de jarras, aguantando los comentarios groseros de los clientes. Todo parecía normal.
Descubrió a su compañero sentado en una mesa apartada haciéndole señas para que se acercara, estaba lejos de ventanas y de otras mesas. Cuando llegó a la suya, Nick le aproximó una silla arrastrándola con el pie.
—Siéntate. ¿Quieres tomar algo?
—Te lo agradezco porque todavía no he comido. Casi desfallezco.
—¿La princesa no te da de comer?
—Sí, pero llegué a Madrid hace muchas horas. Te he estado esperando en San Nicolás un buen rato.
Nick hizo un gesto con la mano y la boca a una de las chicas que atendían el local para que trajera comida y bebida.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Kit.
—Llegué antes de ayer. La situación está bastante sosegada.
No hay movimientos extraños, cosa que no me tranquiliza en absoluto. No tenemos tiempo que perder. ¿Sabes algo nuevo? ¿Te pudo ayudar la princesa?
—Creo que sí, pero por desgracia habrá que completar la información aquí. Aunque ella me ha dado la vía para hacerlo.
—¿No te habrá dado un anillo con el escudo de su familia para que se lo lleves a un primo suyo?
Kit sonrió recordando la anécdota vivida en Reims.
—No. Me ha indicado que quizás Antonio Pérez sepa algo más de lo que ya me ha contado.
En esto llegó la camarera portando una enorme bandeja llena de platos y vasos. Tras dejarlos en la mesa y después de ver que la joven estaba lo suficientemente lejos como para no ser partícipe de lo que se tramaba allí, Kit relató con todo lujo de detalles lo que le había transmitido doña Ana días antes. Desde las dudas planteadas por Santa Cruz poco antes de morir hasta la idea de emplear la Armada como puente para llevar las tropas de Alejandro Farnesio, el duque de Parma, desde los Países Bajos hasta Inglaterra.
Nicholas Faunt mudaba la expresión de su cara a medida que Kit iba añadiendo detalles a su información. Cambiaba de la sorpresa a la incredulidad, pasando por momentos en los que Kit deducía que aquello que le estaba contando no aportaba nada nuevo a lo que ya sabían los hombres de Walsingham.
—Perfecto, Kit. Brillante, como de costumbre. Sabía que lo ibas a hacer muy bien.
—Me alegro de haber sido de ayuda.
—Sí, de gran ayuda. Aunque hay cosas que no encajan con otros informes con los que ya contamos. —Faunt se echó hacia atrás columpiándose en la silla y apoyándose en la pared.
—No te entiendo.
—Muy sencillo. Todo parece indicar, por lo que dices, que Parma está preparando los hombres necesarios para invadir Inglaterra ayudándose de los buques de la Armada. Sin embargo…
Nick mantuvo un silencio que a su compañero le pareció una eternidad.
—Sin embargo, ¿qué?
—Pues que al mismo tiempo resulta que está en negociaciones con Isabel para firmar una paz duradera. Ya lo intentó hace pocos años, pero ahora ha retomado la posibilidad con nuevos bríos. No sabemos si está actuando a espaldas del rey Felipe.
—¿No será una simple treta para mantener ocupada a la reina Isabel mientras se pertrecha para la invasión?
—Eso es lo que piensa Francis Walsingham. Sin embargo, por más que se lo quieren hacer ver a Su Majestad, ésta se cierra en sí misma en ideales sueños de paz. Ya sabes lo que sucedió con su prima María. Hasta que Walsingham no llevó ante sus narices las cartas escritas del puño y letra de la Estuardo urdiendo el plan para acabar con ella y coronarse como nueva reina, fue incapaz de ver en donde todo el mundo veía. Y, aun así, recuerda que fueron casi cuatro meses los que pasaron para que firmara su sentencia de muerte, cuando la condena ya estaba más que asentada por los jueces.
—Doña Ana no habló de nada del duque de Parma con respecto a la idea de un doble juego.
—Quizá la princesa no lo sepa, o simplemente no lo quiere decir porque no le da mayor importancia. Pero lo cierto es que las negociaciones existen.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—Voy a cifrar la información que me has dado. Prepararé un informe rápido que en pocas horas saldrá para Londres. A ver si con un poco de suerte llegan en unos días a nuestra oficina en Inglaterra. Por ahora las cosas nos están yendo de cara.
La noche ya había caído sobre Madrid. La charla entre los dos agentes se había dilatado en el tiempo y ya era casi la hora de cenar. No obstante, el ambiente en el local no había decaído lo más mínimo. Al contrario, a Kit le pareció que había más gente que a primera hora de la tarde.
—Nos alojaremos aquí. Ya lo tengo todo preparado. Es un lugar seguro. No obstante, mañana cambiaremos de emplazamiento. No es recomendable permanecer más de un par de días en el mismo lugar. Siempre que nos vayamos, acuérdate de que tenemos que decir que nos separamos y que cada uno se marcha a una ciudad diferente. Tú irás a Segovia y yo, a Valladolid.
—Mañana iré a primera hora a buscar a don Antonio —añadió Kit.
—Perfecto, pero ahora descansa. Sube tú primero a la habitación. Toma esta llave. Es la puerta roja del final del pasillo. Es la única que hay de este color. No tendrás problemas en encontrarla. Yo escribiré el informe y saldré un momento a entregarlo. No tardaré. Cierra bien la puerta y abre sólo cuando oigas cinco golpes.
Nick imitó el sonido sobre el tablero de la mesa. Sin mediar más palabras, Kit tomó la llave que le entregó su compañero y se dirigió hacia la cortina que llevaba al primer piso. No tardó en encontrar la puerta de color rojo. Introdujo el llavón en la cerradura y la giró con suavidad para no hacer ruido. Dentro solamente había una pequeña lámpara que daba la luz justa para encontrar la cama y tirarse sobre ella.
Pronto el agente cayó rendido por el cansancio y las tensiones del día. Se olvidó totalmente de dónde y con quién estaba. En aquel momento no pudo saber si sería capaz de despertarse con los cinco golpes que le había anunciado su amigo. «Si no llega pronto —pensó Kit—, creo que va a dormir en la calle».