Bankside, Londres (Inglaterra)
Lunes, 6 de junio de 1588
Ya había amanecido hacía más de una hora en el sector más oriental del Bankside. A pesar de ello, el calor en aquellos días ya asolaba la ciudad. Todo anunciaba la pronta llegada de un verano anómalo, algo que convertía en un viaje poco agradable el ir de aquí para allá por las calles de los teatros en aquella orilla de la capital. Londres era una capital similar a las otras que Kit había conocido a lo largo de su vida. Como él mismo decía a sus amigos, la única diferencia es que al ser grande, todo, hasta la porquería, estaba multiplicado en proporción al tamaño de la urbe. En efecto, las calles apestaban de barro y excrementos reblandecidos e infestados por el calor, circunstancia que le recordaba a los meses de verano vividos hacía dos años en Madrid. Sabía que ese ambiente no era lo mejor. Según él, cualquier cosa mala podía recocerse en aquel lugar extremadamente recargado. Nada tenía que ver con las exquisiteces de su antiguo Corpus Christi College en la limpia ciudad de Cambridge. Además, el ambiente era en cierto modo poco decoroso. Abundaban los burdeles y los lugares dedicados al juego. Estaban perseguidos por la Iglesia, pero los había a docenas. Y si al abandonar un establecimiento de este tipo, uno sentía cómo su alma le ardía en el pecho henchida de pecado y culpabilidad, no tardaría en encontrar un vendedor de indulgencias capaces de expiar los más inverosímiles pecados del cuerpo; un juego de equilibrios espirituales que contaba con más seguidores que los que se podrían imaginar en un principio.
Pero, aun así, el Bankside de Londres le gustaba. Como si se tratara de una obra de teatro gigante, todo parecía que estaba perfectamente ponderado. Y eso era en definitiva lo que le atraía y lo que convertía al Bankside en uno de sus lugares predilectos. Sus virtudes compensaban con creces los innumerables defectos.
Paseaba por el centro de la calle, alerta a lo que pudiera aparecer por cualquiera de las ventanas. Un animal muerto o un cubo de agua sucia eran los regalos que un viandante despistado podía llevarse a casa como recuerdo de su caminata por el Bankside de Londres. Vivir en este lugar implicaba la presencia de un sentido especial en el súbdito de Su Majestad para esquivar toda esta clase de peligros.
Al llegar al final del callejón de La Rosa, entró en la taberna de los Actores. Era un lugar nuevo. Apenas se había abierto hacía unos pocos meses junto al también nuevo teatro de La Rosa en donde había visto estrenar unos meses atrás, gracias al apoyo de su amigo Thomas Walsingham y del dueño de la compañía, Philip Henslowe, sus dos partes de El Gran Tamerlán. Fue construido el pasado año en la esquina formada por el callejón que llevaba su nombre y el de La Doncella. «Curioso nombre —pensó— para un callejón en el que están algunos de los burdeles más conocidos de toda la zona». Si algo había en aquel turbio pasaje no eran precisamente doncellas.
En realidad, la taberna de los Actores podría considerarse una mancebía más. En ella se reunían los actores de La Rosa antes y después de cada actuación. En ocasiones, su relación con las camareras iba más allá del simple comercio de una jarra de vino. No era extraño ver en las representaciones cómo alguno de los actores no cesaba de rascarse la entrepierna intentando aniquilar al incómodo inquilino que acababa de convidar a venirse con él.
Con todo, desde hacía unos meses solía ser su lugar preferido. Una especie de refugio en el que, a pesar del sórdido ambiente de la zona, el espíritu del teatro rezumaba por las cuatro paredes. Es difícil de explicar si uno no había estado nunca allí, mano a mano con los artistas, creadores y actores que a diario daban vida a las historias trágicas y cómicas más increíbles para el señor Henslowe.
La taberna de los Actores estaba en pleno corazón de la zona de los escenarios. Si a eso le añadimos que no eran pocos los colegas del Corpus Christi de Cambridge con los que se topaba a diario en las calles aledañas, desde luego que era difícil poder superar un ambiente más agradable.
Precisamente Kit caminó hacia la taberna siguiendo las indicaciones de uno de los chiquillos que trabajaban para Henslowe. Al parecer, el gerente quería verlo esa mañana a primera hora. Sabía que en poco tiempo viajaría a España pero también confiaba en que todo aquello acabaría pronto. No quería perder el contacto con él. Aceptaría cualquier tipo de encargo para La Rosa. Historias en la cabeza no le faltaban. En los últimos meses ya había empezado a trabajar en una obra sobre la matanza de hugonotes acaecida en las calles de París en el año 1572, de la que tuvo noticia durante su estancia en Reims.
El local contaba ya con un nutrido número de clientes. Saludó con la mirada al viejo Timothy, dueño del negocio, hombre de aspecto rudo pero con una sensibilidad especial para el teatro y el resto de las letras. Marlowe disfrutaba charlando con él hasta bien entrada la madrugada sobre posibles desenlaces, personajes y el trabajo de otros autores que solían pasar por allí. Orgulloso de la presencia de tan ilustre clientela, Timothy solía recibir numerosas regañinas de su mujer, quien le reprochaba que en ocasiones no cobrara las consumiciones a los actores. El agente tenía cariño a aquel viejo y no era raro que pagara las jarras de vino dejando una sustanciosa propina con la que suplía las continuas invitaciones con las que aquel buen hombre le regalaba.
El joven dramaturgo miró entre la clientela y no descubrió a Henslowe por ninguna parte, por lo que decidió ir al sitio de siempre, una suerte de reservado que el dueño del negocio le tenía guardado por ser tan importante persona. Se encontraba en una de las zonas más tranquilas y contaba con mesa y sillas propias, así como con una ventana que daba justamente a la entrada del cercano teatro de La Rosa.
Sobre la mesa, como era costumbre, le esperaba el desayuno habitual. Un poco de fruta, vino y pan. Resultaba extraño, pero Kit reconocía que era lo único que le apetecía a aquella hora de la mañana.
Sumido en sus pensamientos comenzó a dar buena cuenta del desayuno, esperando que en cualquier momento entrara por la puerta Philip Henslowe.
—Hola, Kit. Sigues siendo igual de ingenuo que siempre.
Con un enorme trozo de pan en la boca, levantó la cabeza para observar a su interlocutor. Obviamente no era Philip Henslowe sino su amigo Nicholas Faunt.
—Hola, Nick. ¿Qué haces aquí? Estoy esperando a Henslowe.
Su amigo comenzó a reír. Tomó asiento junto a él y sin rubor cogió de su plato algunos trozos de fruta. Kit le observaba expectante.
—Es mi desayuno, Nick. Si quieres algo pídetelo. Es más, lo puedo hacer yo por ti…
Faunt le detuvo el brazo cuando estaba a punto de llamar al camarero para que trajera algo de comer al recién llegado.
—Tranquilízate, ya he desayunado. Además no tengo mucho tiempo.
—No me digas que te persiguen aquí también los españoles.
—No, pero he de hacer cosas por ahí.
—Bueno, Henslowe tiene que estar al caer. Así que tampoco tienes mucho tiempo. Cuéntame.
Faunt observó a su amigo con rostro incrédulo.
—Henslowe no va a venir. Yo pagué una moneda a aquel chiquillo para que te dijera que lo esperaras aquí. Si no lo aceptas así, piensa que yo soy Henslowe y así acabamos antes.
Desolado, Kit volvió la mirada al plato de barro con fruta y siguió metiendo los dedos en él.
—Entonces estás aquí por mi reunión con Walsingham de hace unos días.
—Exacto. Veo que tu cabeza vuelve a funcionar y lo más importante de todo, no te la han cortado. Por un momento pensé que me había equivocado de mesa. Vayamos al grano —añadió quitándose la capa—. No voy a repetir lo que ya te dijeron. Has de ir a Madrid por los medios de costumbre. Aquí tienes una bolsa con algo de dinero y monedas españolas que te ayudarán a viajar. Hay suficiente para solventar algún inconveniente que te pueda surgir en el camino. Lo de costumbre.
Sopesó la bolsa de tela verde y se la guardó bajo el jubón en un movimiento discreto.
—¿He de deducir de todo esto que hacemos juntos esta misión? ¿Tú eres el otro agente del que Walsingham no me quiso revelar el nombre la pasada semana?
Faunt asintió sin palabras volviendo a robar fruta del cuenco.
—Lo pasaremos bien —añadió Faunt.
—Sí, tengo entendido que la situación en Madrid ahora mismo, tal y como le expresé a Walsingham en Chislehurst, es una verdadera juerga. —No encajó con humor el comentario de su amigo—. ¿Acaso sabes, siquiera de forma somera, la ratonera en la que nos vamos a meter?
El tono de su voz se crispaba por momentos. Faunt pensó por un instante que su amigo se iba a levantar y lo iba a agarrar por la camisa en uno de sus habituales arrebatos de violencia.
—No quiero ni pensar —prosiguió Kit— la seguridad que debe de haber en las entradas de la villa y cuántos de esos hombres están perfectamente avisados para hacerse con mi cabeza. No. No es en absoluto una broma.
—Te entiendo. Discúlpame, sólo estaba bromeando. Comprendo tu situación. Sé que por una parte ir a Madrid es lo que más deseas en este mundo y, por otra, sabes que va a suponer un grave peligro para ti y también para… ella.
Kit intentó sosegarse viendo por la ventana el enorme edificio circular que formaba La Rosa.
—Pero ten en cuenta —prosiguió su compañero en tono conciliador— las ventajas que tenemos de nuestro lado. Todo parece indicar que la misión va a ser mucho más breve de lo habitual. Tenemos que desarrollar movimientos rápidos, actuar con sigilo y no esperar la respuesta de nuestros enemigos. Antes de que ésta se produzca, nosotros ya tendremos que haber reaccionado dando un nuevo paso adelante.
—¿Dónde nos alojaremos?
—Déjalo de mi mano. Yo ya te estaré esperando allí antes de que tú llegues. Parto para Madrid ahora mismo. Tú saldrás mañana. Es más seguro ir por separado y con un día de diferencia.
—¿Y si te sucede algo en el camino y no llegas a tiempo?
—Vamos a tranquilizarnos, ¿vale? No eres ningún principiante. Sabes muy bien lo que hay que hacer en una situación de ese tipo. A lo largo de estos años te has visto metido en cosas peores. De lo contrario, como es lógico, tendrás otro contacto. Pero eso no va a ser necesario porque yo te esperaré. Todo va a salir bien.
—Lo siento. Creo que estoy algo nervioso.
—Te entiendo. La situación es muy delicada. Todos estamos nerviosos. Nos jugamos mucho. En esta nueva misión participa mucha gente aunque solamente seamos nosotros las cabezas visibles. Nuestros puntos de apoyo te seguirán por la ruta y sabremos en todo momento dónde te encuentras. Como bien has dicho, las puertas de acceso a la ciudad estarán alerta y muy vigiladas. No las uses. Entra en Madrid como mejor puedas, pero no te registres en ninguna de las puertas. El cómo hacerlo, eso es mejor que sólo lo sepas tú. Lo único que tienes que tener muy presente es que cuando llegues, has de ir directo a la iglesia de San Nicolás. Está cerca de la de Santa María, no lejos del palacio. No necesitarás plano alguno para encontrarla. Allí nos encontraremos.
—Sé dónde está. Y hasta que llegue ese día ¿hay que hacer algo?
—Sí. Hemos pensado que antes de la capital, el primer sitio al que has de ir es a Pastrana. Tienes que ver a la princesa. Se llevará una grata sorpresa al verte. Tengo entendido que contáis con muy buena comunicación. Aprovéchala. Ella ha de conocer por su yerno, Medina Sidonia, el nuevo capitán de la Armada, algunos detalles de la estructura de la flota. Si conoce incluso detalles del despliegue previsto, pues ¡albricias! Si no es así, es muy posible que te dé el nombre de las personas que puedan tener acceso a esta información en Madrid.
—¿Qué sucedería si ella me proporciona la información necesaria que finalice la misión? Entonces no tendría que bajar hasta Madrid.
—Es posible que así sea, pero antes tendríamos que valorarla. Parece engorroso y hasta arriesgado tener que entrar en la ciudad para luego abandonarla al instante. Pero en cualquier caso no haríamos eso. Yo me encargaría de cifrarla y de hacerla llegar a Londres lo más rápido posible. Tú y yo permaneceríamos a resguardo en un sitio seguro, dejaríamos pasar unos días y luego abandonaríamos Madrid para siempre.
Marlowe se quedó en silencio escuchando con atención las palabras de su amigo.
—Estamos muy cerca del final. Tu trabajo en los últimos años ha sido espléndido. Sólo necesitamos subir un último escalón y todo habrá llegado a su fin.
—Espero que así sea. No te entretengas, todo ha quedado claro. En pocos días nos veremos en Madrid.
Los dos jóvenes se levantaron y se dieron un fuerte abrazo. Cuando Nicholas Faunt se perdía entre los clientes de la taberna de los Actores, una voz llamó a Kit.
—Señor Marlowe, os he estado buscando desde hace un buen rato. ¿Dónde diablos os habíais metido?
Con los ojos fuera de las órbitas, observó al señor Philip Henslowe que lo llamaba haciendo aspavientos con los brazos, acercándose entre la gente hasta su mesa. El joven agente no comprendía nada.
—Tengo trabajo para vos, muchacho. ¿No os acordáis de que teníamos una cita?
—Sí, pero yo pensé…
—Yo pensé, yo pensé… Estáis muy raro. No sé qué os pasa. Espero que esto no afecte a vuestro don. Os creéis que por escribir cuatro versos y recibir dos aplausos ya está todo hecho.
Aguantó como pudo la reprimenda del señor Henslowe. No entendía nada. Miró hacia la puerta del local y allí vio a su amigo riéndose a carcajadas. Desde la distancia y con el bullicio que tenía a esa hora el local no lo podía escuchar, pero en sus labios pudo leer la manida frase que una vez tras otra se repetía a cada paso en aquella extraña empresa en la que se había convertido su vida: «Nada es lo que realmente parece…»