Lisboa (Portugal)
Martes, 9 de febrero de 1588
Escondido entre un enorme montón de fardos, desde la medianoche el inglés esperaba tener la oportunidad de entrar en el barco. La lluvia no dejaba de caer y, viéndose empapado hasta los huesos al tiempo que aterido de frío, pensaba si aquello de ir a Lisboa por cuenta propia no habría sido en realidad una locura, tal y como le había advertido su compañero Nicholas Faunt.
En aquellas circunstancias lo único que procuraba era que el agua no mojara la bolsa de cuero con el solimán. Envuelta en un grueso pañuelo que dejó bajo su ropa, parecía estar a buen recaudo.
Sabía que sus posibilidades no eran muchas, pero al menos debía intentarlo, para así poder cumplir las expectativas que le había manifestado la princesa de Éboli.
Doña Ana solamente le había dado un dato: el nombre del galeón en el que se encontraba don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y allí estaba, frente a él, pasando la noche, congelado por el frío invernal, pobremente abrigado por la lona que cubría un grupo de cajas.
La táctica de dejar frente al puesto de centinelas medio barril de vino, descaradamente escondido para ser descubierto en la primera guardia, había surtido efecto. En uno de los castillos del buque, dos hombres se habían hecho con el inesperado tesoro y lo compartían de manera irresponsable. En breve el agente tendría el paso libre para escalar por el casco de la nave hasta la cubierta.
Bien entrada la madrugada, cuando los dos guardas echaban ronquidos que se debían de oír desde cualquier punto del muelle, el inglés no se lo pensó dos veces y tras comprobar que nadie le observaba se amarró con fuerza a una de las sogas que pendían del lateral de la embarcación. Con fuerza ascendió en silencio hasta llegar al mismo punto en donde se encontraban los guardas, ahora dormidos y totalmente fuera de sí.
Cubierto por el manto de la noche, se deslizó suavemente por las maderas de la cubierta del galeón hasta encontrar la entrada de una de las bodegas en donde se apiñaban decenas de marineros. En el camino no encontró a nadie. Solamente en el castillo contrario, el de proa, varios guardas hablaban en voz baja frente a las puertas de acceso a las cámaras de los oficiales, mucho más vigiladas y controladas que el lado por donde había conseguido subir.
No era momento de comprar complacencias ni de cortar más pescuezos. Debía actuar con quietud y sosiego, si quería que todo saliera bien.
Con las primeras luces del día, las voces de la tripulación le sacaron de su duermevela.
—Toma, el desayuno.
La voz de un joven que iba repartiendo la comida entre los marineros le hizo regresar a la realidad.
En efecto, no estaba soñando. Se encontraba en el barco del marqués de Santa Cruz, integrado a la camarilla como un marinero más.
Se limitó a agradecer el gesto con una leve sonrisa y un movimiento de la cabeza. Prefería no hablar para que nadie detectara su acento extranjero. Aun así, la presencia de cuadrillas de franceses, italianos y portugueses le calmó.
El aspecto heterogéneo del grupo de hombres que poblaba la bodega no debía suponer un problema para su integración. No sería advertido entre un elenco tan variopinto.
Cuando no había acabado de morder el trozo de pan que le habían entregado, una voz ronca sonó desde lo alto de la escalera de entrada a la bodega.
—Vosotros, acompañadme —dijo el que parecía ser un capataz, señalando al grupo de hombres que le rodeaba—. Hay que continuar con el trabajo de aprovisionamiento. Ha llegado un nuevo cargamento y tiene que estar dentro del barco antes del mediodía.
El agente, con las ropas todavía empapadas por la densa lluvia de la noche anterior, siguió a sus nuevos compañeros.
En fila ascendieron a la cubierta en donde los esperaba el encargado. Señalando la rampa de bajada al muelle, les indicó el camino que debían tomar.
La lluvia no había cesado. Con menor intensidad, pero de forma continua, el agua siguió cayendo con fuerza sobre la ciudad. El inglés observó cómo la salud de varios marineros se había deteriorado por el mal tiempo. Algunos hombres trabajaban sin apenas fuerzas para ponerse en pie, mostrando un más que evidente estado febril.
El inglés empezó a subir y bajar por el puente del barco portando como podía los fardos que le encargaban. El trabajo era rutinario y en toda la mañana no hubo descanso.
Poco antes del mediodía el cielo se abrió por fin, dejando ver algunos rayos de sol que además de secar sus ropas, sirvieron de alivio a la tediosa tarea a la que se había sumado y de la que no sabía cómo salir.
Poco antes de la hora de la comida su suerte cambió.
—Tened cuidado, que esos sacos de ahí han de ir a las cocinas. Son parte de la comida de los oficiales y del marqués.
El capataz indicaba con el dedo y a gritos un grupo de sacas blancas que había en un extremo.
—¡Vosotros! —dijo el hombre señalando a dos tripulantes que acompañaban la comitiva—. Llevadlos a las cocinas de los oficiales.
Un anciano que había junto a Kit agarró un enorme paquete. El segundo no tuvo oportunidad de hacerlo. El agente lo agarró por el brazo y con una mirada expeditiva le señaló que él se encargaría de la tarea. El hombre no tuvo más remedio que aceptar y haciéndose a un lado le dejó paso libre.
El capataz, testigo de la escena, no puso reparos al trueque. Le agradaba ver la rivalidad existente entre los marineros. En más de una ocasión era aderezada con tensas riñas que acababan con alguna cuchillada para algarabía de los presentes. En esta ocasión no hubo más que un cruce de miradas siniestras.
El joven siguió los pasos de su compañero hasta las cocinas de los mandos del barco. Algunos oficiales esperaban allí dando órdenes de forma enérgica sobre dónde debían dejar los sacos en el almacén anexo.
Atento a todo lo que rodeaba al ambiente de los fogones, no tardó en descubrir que la salud del marqués no era todo lo buena que podría esperarse.
—Hoy le han preparado una sopa —señalaban dos de los camareros—. Comida liviana para su estómago.
—Lleva unos días bastante suelto —añadió el compañero—. El médico ha dicho que nada de carne ni pescado.
—Solamente líquido y un poco de pan tierno. Sus fuerzas son cada día más escasas y los acontecimientos que rodean a la Armada no ayudan a su alivio. Bien es cierto que…
No pudo escuchar más. Tuvo que abandonar la cocina para volver al muelle a por otro saco.
Al tercer viaje lo vio. Sobre una de las mesas frente a uno de los infiernillos reparó en la presencia de dos alguaciles que custodiaban una bandeja de plata. Sobre ella había un plato de sopa del mismo metal, una copa con vino y un generoso trozo de pan.
Volvió a salir al muelle a por un nuevo saco. De camino extrajo de su pecho el pequeño fardo de tela que cubría el solimán. Tiró el pañuelo que lo cubría y se quedó solamente con la bolsa entre los dedos.
De regreso a la cocina, ralentizó su paso para abrir la bolsa. Una vez cumplido el recado de dejar el saco en el almacén, aprovechando el barullo de hombres que allí había y sin pensárselo dos veces, Kit fue directo hacia la bandeja.
—El marmitón me ha dicho que lleve la comida a… —señaló a uno de los alguaciles que le observaba sorprendido.
—Nadie nos ha comunicado que le lleve la comida alguien que no pertenezca a su guardia personal —respondió el soldado de forma cortante.
Antes de acabar la frase, aguantándole con frialdad la mirada, el agente inglés ya había vaciado la bolsa con la ponzoña en la sopa.
—¡Eh, tú, qué haces ahí que no sigues cargando fardos del muelle!
La voz sonó con fuerza a espaldas del agente. El verdadero jefe de cámara de Santa Cruz permanecía ante la puerta de la cocina acompañado del camarero que debía llevar la comida al marqués.
—Debe de haber un error… —Kit intentó justificarse.
Y sin esperar a que la situación se complicara, abandonó la cocina en dirección al muelle, no sin antes cerciorarse de que el plato era llevado por el camarero hasta las dependencias de los oficiales.
Con sangre fría, el agente esperó acontecimientos haciendo un par de viajes más para cargar provisiones. No perdía de vista al jefe de cámara que desde la puerta de lo que intuía era el acceso a la habitación de Santa Cruz, esperaba nuevas órdenes.
Todo se detuvo cuando una mano lo agarró por el brazo con una fuerza feroz. Instintivamente, el agente se intentó zafar de su presa llevándose la mano al cuchillo que siempre llevaba a la espalda. Ante él había un capitán español cuyo rostro heló la sangre del inglés.
—Déjame que te vea bien… —señaló.
En un intento por esconderse, Kit agachó la cabeza e intentó liberarse del militar para continuar con su trabajo. El encuentro se convirtió en una pequeña disputa que acabó llamando la atención de las autoridades del barco.
El joven se vio perdido. No tenía duda de que el capitán que lo acababa de reconocer era el mismo jefe de guardia que meses antes acompañara a Juan de Idiáquez en la reyerta sucedida en el estudio de don Alonso.
El jefe de cámara de Santa Cruz descendió las escaleras para ver qué sucedía. Dos soldados escoltaron al grupo.
—Capitán, ¿qué es lo que pasa?
—Este hombre no tendría que estar trabajando aquí. Es un espía inglés —contestó el oficial.
—¿Es eso cierto, marinero? ¿De dónde eres? —intentó mediar el hombre de confianza del marqués.
—No sé a qué os referís. Debe de haber un error. Los españoles en ocasiones confunden los rasgos de los extranjeros. Soy escocés, fiel seguidor de la Virgen y de mi reina, María Estuardo.
—Creo que miente. Juraría que es el mismo hombre… —añadió el capitán.
—¿Qué hacíais antes en la cocina?
—Yo solamente llevaba sacos de provisiones.
—Cierto es. ¿Pero qué hacíais junto a la bandeja de la comida del marqués?
—¿Junto a la bandeja del marqués decís…?
Al oír estas palabras el capitán corrió escaleras arriba hacia el castillo en donde estaban las habitaciones de los oficiales. Después de sortear a los guardas apostillados junto a la puerta, entró en el pasillo que llevaba a la cámara principal. De camino se encontró a un joven camarero que abandonaba la estancia con la bandeja vacía.
—¿Y la comida? —preguntó el capitán alarmado.
—Hoy el marqués tenía un apetito extraordinario —señaló el muchacho—. Seguro que su médico se alegra. Llevaba días sin comer. ¿Sucede alg…?
Sin mediar más palabras entró en la alcoba del marqués de Santa Cruz. No necesitaba más pruebas que confirmaran sus sospechas. Echado a un lado de la cama estaba el jefe de la Armada vomitando entre terribles espasmos y convulsiones. Frente a él, con los ojos desorbitados, un ayudante de cámara intentaba evitar lo insalvable.
El capitán salió a toda prisa a la cubierta para dar la orden.
Sus carreras habían generado cierto revuelo en el barco. La incertidumbre sobre lo que estaba sucediendo atrajo a otros marineros, y acabó por estallar cuando desde la balaustrada del castillo, el capitán lanzó un grito espantoso.
—¡Llamen a un médico y detengan a ese hombre! ¡Es un asesino inglés!
Kit no necesitó oír más. Aprovechando la agitación corrió con todas sus fuerzas hacía uno de los lados del barco con el cuchillo desenfundado.
De un fuerte tajo en el pecho se deshizo de uno de los soldados que se interpuso en su huida. Ascendió a la salida de los cañones del barco y sin pensárselo dos veces se lanzó al agua. A pesar de los disparos de pólvora, improvisados por varios soldados, su pista se perdió al poco tiempo.
El agente inglés cruzó al lado opuesto del barco por debajo del casco y salió a la superficie para tomar aire. Desde allí pudo escuchar los gritos de los oficiales anunciando la muerte del marqués de Santa Cruz.
Aferrado a uno de los maderos del casco, esperó a que el sol se pusiera para, aprovechando la oscuridad de la noche, salir del agua y huir definitivamente hacia el primer camino que lo llevara por tierra hasta el norte de la Península.