Iglesia de Santa María de la Almudena,
Madrid (España)
Viernes, 18 de julio de 1586
En la capilla de los Vozmediano el ambiente no era el normal. A pesar de la aparente tranquilidad, ni siquiera las figuras de los santos en los retablos parecían ser ajenas a los acontecimientos que se estaban viviendo aquella calurosa mañana de verano.
En la iglesia se estaba fresco. La tensión era patente. Desde el encuentro con Juan de Idiáquez dos días antes en el taller de don Alonso, el resto de los aprendices descubrieron que el nuevo inquilino no era un joven normal. Así lo vieron desde entonces y no eran infrecuentes los murmullos en pequeños grupos de dos o tres; rumores que no cesaban hasta que el propio Kit levantaba la mirada hacia ellos en cuanto se sentía observado. Callaban y continuaban su trabajo, pero el ambiente ya estaba enrarecido.
¿Quién era el joven inglés? ¿Qué hacía viniendo de vez en cuando al taller, rodeando sus idas y venidas de tanto misterio y secreto? Y, sobre todo, lo que más preocupaba a los aprendices, ¿qué tenían que ver con todo esto el maestro y su sobrina?
Las preguntas no parecían tener respuesta. ¿Acaso todo lo que contó el político vasco no era más que una sarta de mentiras, un equívoco de persona, tal y como les había querido transmitir poco después el bueno de don Alonso? ¿Cómo iba él a servir de correo en tan extrañas circunstancias, como quería hacer ver Idiáquez, cuando el maestro solamente vivía para su trabajo en el taller y sus relaciones con personajes importantes de la Corte parecían exonerarle de tan viles acciones?
Lo que nadie negaba era lo extraño que resultaba el agente a la hora de desempeñar las tareas cotidianas. Era cierto que nunca tocaba un pincel, apenas era visto por el taller en las horas normales y, si estaba allí, no hacía más que entrar y salir del almacén que había en el patio.
Una vez más, los tres permanecían apartados del resto del grupo en uno de los lados de la capilla de los Vozmediano hablando de algo que no hacía más que aumentar la natural intriga de los aprendices. Las dudas sobre el extraño proceder del inglés aumentaron cuando don Alonso señaló que se encontrarían con don Gaspar de Quiroga, cardenal arzobispo de Toledo, en la iglesia de Santa María.
Al acabar el servicio del mediodía, la iglesia se quedó vacía. Solamente permanecían dos monaguillos recogiendo algunos enseres del altar mayor, cuando las puertas del templo se abrieron de par en par para dejar paso a la comitiva de Su Ilustrísima.
El purpurado fue directo a la capilla. El pequeño grupo de aprendices que aún quedaba en ella salió de estampida tras un rápido saludo a Su Ilustrísima, más por miedo a recordar la violenta situación de hacía dos días que por querer dejar al prelado en paz con el maestro.
Don Gaspar se detuvo para observar, con sorpresa, la fulminante salida de los trabajadores. Sonrió y continuó su camino hasta la capilla.
Allí, bajo uno de los pequeños altares de la familia, estaban sus cómplices. Tras los saludos de rigor, era inevitable hacer referencia a lo ocurrido en el taller de don Alonso.
—Sigo en deuda con vos, Ilustrísima —reconoció el agente bajando la cabeza en señal de respeto.
—En absoluto, mi buen amigo. Eso ya es agua pasada. Veo que vuestra herida en el cuello ha cicatrizado. —El cardenal arzobispo caminó hasta un enorme sillón que había junto al primer banco de la capilla y se sentó.
Don Alonso, Lorena y Kit hicieron lo propio y se sentaron junto a él en uno de los bancos. Mientras, uno de los hombres que acompañaba al cardenal arrimó la puerta de la rejería para que nadie pudiera entrar en ella mientras los cuatro charlaban en el interior.
—Creo que ya os comenté hace tiempo —prosiguió el prelado— que estaba en deuda con vos. En cierta ocasión, al poco de ver a la princesa doña Ana, recuerdo que os asalté diciendo que no sabía quién erais. Bueno, creo que sigo sin saberlo, al menos exactamente. Pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que estamos en el mismo camino.
—Juan de Idiáquez no es estúpido y está bien informado —señaló don Alonso mientras jugueteaba con uno de los botones de su jubón—. Desconozco cómo pudo dar con nosotros, pero desde luego está bien informado. Desde ahora tendremos que caminar con sumo cuidado para no volver a ser increpados.
—¡Pero si nuestra discreción es absoluta! —exclamó Lorena, sorprendida, con voz queda—. No sé cómo nos han podido descubrir. Empiezo a volverme loca sospechando de todo el mundo.
—No os preocupéis. Es posible que alguno de los aprendices haya hecho algún comentario que sirviera de primer cabo a los hombres de palacio. En cualquier caso, el causante de vuestros males solamente soy yo. El otro día Idiáquez venía a por mí. Vosotros fuisteis una mera excusa para dar conmigo.
—El señor Shelton tiene razón —afirmó el cardenal—. Puede que lo sepan pero no tienen pruebas de nada. Son meras suposiciones. De lo contrario se habrían presentado con una orden de palacio y no de motu proprio, como un burdo asaltador de caminos rodeado de sus secuaces.
—Tuvimos suerte de que aparecierais, Ilustrísima.
—Las noticias y los rumores, mi querida Lorena, van rápido en palacio. Las palabras corren veloces de un lado a otro de los despachos. Solamente tienes que saber dónde has de acercar la oreja para escuchar lo que necesitas. Sin embargo, señor Shelton…
—Todo tiene un límite, Ilustrísima —se adelantó el inglés a sus palabras.
—En efecto, mi buen amigo. No sé hasta qué punto podemos seguir dando pasos a sabiendas de conocer las intenciones de nuestros oponentes. El tablero de ajedrez es muy grande y no se pueden ver siempre todas las casillas…
—Lo mejor es que me vaya cuanto antes. Ahora, si es preciso —reconoció el agente—. Ya lo he preparado todo a tal efecto. Esa es la razón por la que les he reunido aquí.
La mirada de Lorena se apagó al instante. Don Alonso la intentó reconfortar con cariño, tomándola de la mano, ante la pesadumbre producida por el anuncio de la marcha del joven. Pero la situación lo exigía. Ninguna otra cosa se podía hacer si querían seguir con vida.
—No creo que después de haberos protegido la primera vez, Idiáquez se atreva a repetir el proceder de hace dos días. Al contrario, irá directo hacia vos. Será más expeditivo y violento. Habéis de tener cuidado.
—Como bien decís —añadió el maestro—, Idiáquez no tiene papel alguno que demuestre nada. Y eso no es mala cosa. Si lo tuviera, implicaría que el rey Felipe ha conocido con tardanza una trama que durante meses se ha urdido a sus espaldas, poniendo en peligro la integridad de la Corona y, por supuesto, la política exterior que se maneja en el despacho del secretario Mateo Vázquez.
Todos eran conscientes de la nueva situación y del peligro que corrían sus vidas, en especial la del inglés. El silencio de aquel momento en la capilla de los Vozmediano fue lo suficientemente elocuente como para demostrar que no debían seguir jugando con fuego.
—Entonces…, te vas —dijo Lorena con aparente frialdad.
—Sí, ha de irse, señor Shelton. Pero, insisto —recalcó el prelado—, tendréis que ir con cuidado. Salid cuanto antes de Madrid y regresad a Inglaterra. He hecho algunas gestiones para vuestra marcha de la ciudad. Tomad la Puerta de Reyes que hay justo detrás de esta capilla. Tras ella os espera uno de mis mozos. Viste un jubón de color verde. Perded cuidado en ser vistos. Los hombres de Idiáquez estarán cerca, si no están rodeando ahora mismo Santa María, adonde con toda seguridad os han visto llegar.
—Y entonces, ¿qué debo hacer?
—Seguid las instrucciones del mozo. Os acompañará hasta la Plaza de Palacio, en donde ahora hay actuaciones de titiriteros y funambulistas. Será la mejor manera de pasar inadvertido, maniobrando entre la gente. El secretario real no se atreverá a provocar un tumulto en medio de la algarabía. Allí os espera un caballo con el que podréis ir hasta la puerta que lleva al camino de Alcalá. No os preocupéis por esto. Ya están avisados de que iréis. Os reconocerán por la divisa del caballo y os dejarán pasar sin problemas. No os detengáis en el camino hasta haber abierto un buen trecho.
Don Alonso se echó mano a la ropilla para sacar de su interior una bolsa de cuero.
—Tomad esta bolsa con monedas. Os ayudará a alcanzar cualquier puerto del norte y regresar así a Inglaterra.
Todos se pusieron en pie. El agente miró a Lorena. Sus ojos cubiertos de lágrimas lo emocionaron. Quizás aquello era realmente una despedida definitiva. Nadie podía garantizar si iban a poder volver a verse en alguna otra ocasión.
—El retrato… —fue lo único que Kit pudo decir.
—Lo conservaré bien guardado en el taller hasta que regreses a por él.
—Regresaré, Lorena.
Ante la mirada del cardenal y del maestro, los dos jóvenes se abrazaron.
—Además, me tienes que decir qué es lo que escondo en la mano izquierda bajo el brazo.
Sonrieron abiertamente. Intentaban disipar los sentimientos que en aquel momento los amordazaban. Pero resultaba difícil.
—Insisto en que eres tú quien ha de responder a esa pregunta, no yo.
—Creo que tendré tiempo para poder pensar en ello —respondió el inglés separándose de ella con suavidad.
La última frase sonó a despedida. El ruido de la reja de la capilla abriéndose de nuevo, después de un gesto del cardenal arzobispo a uno de sus hombres, rompió la tensión del momento.
Los cuatro caminaron hacia el exterior en dirección a la llamada Puerta de Reyes.
Kit besó la mano del prelado en señal de agradecimiento por toda la ayuda recibida en los últimos días.
—Estoy en deuda con vos, Ilustrísima. No olvidaré lo que habéis hecho por mí ni por el taller de don Alonso.
—Mi buen amigo, no os preocupéis por eso. Id con Dios. Necesitaréis más ayuda a lo largo del camino y ésa está fuera de nuestro alcance. Buscadla y la encontraréis. No me cabe la menor duda.
Kit y don Alonso se fundieron en un fraternal abrazo. Sobraban las palabras. Los ojos del maestro se llenaron de lágrimas.
El agente volvió a mirar a Lorena. La tomó de las manos.
—Ya has oído a Su Ilustrísima. Necesitaré más ayuda en mi viaje. He de buscarla aunque creo que sé dónde puede estar. Y con eso me conformo. De momento, comparto contigo mi suerte para que la vuelta sea lo más temprana posible. Sólo hay que tener un poco de paciencia. Todo llegará, de eso no me cabe la menor duda.
—Lo sé. Cuídate…
El efusivo abrazo de los dos jóvenes se vio interrumpido por el sonido de la Puerta de Reyes al abrirse. Don Alonso y el prelado se acercaron a la salida dejando a los dos jóvenes un pequeño instante de intimidad.
—Te amo, Lorena —dijo mirándola a los ojos.
—Lo sé. Esperaré.
Una bocanada de aire caliente entró acompañado del griterío procedente de la Plaza de Palacio en donde, como había señalado don Gaspar, parecía haber toda clase de actuaciones y festejos.
Y allí estaba el hombre del jubón verde. Asintió con la cabeza en señal de saludo al cardenal. Sin mirar atrás, Kit y aquel personaje anónimo emprendieron la marcha hasta la plaza.
Nada más cerrarse la puerta de la iglesia observó con recelo que, como había anunciado el prelado, los hombres de Idiáquez estaban en los alrededores. No le dio más importancia y siguió caminando, echando una mirada interrogativa a su acompañante. Éste en un gesto seco lo tranquilizó. Al igual que su protector, no creía que los hombres de Idiáquez se atrevieran a actuar contra él. No sólo estaba en un lugar público sino que, además, iba acompañado de un hombre de la curia.
Pero sus expectativas fueron demasiado optimistas. Los hombres del secretario buscaban apartar al inglés de aquel bullicio de gente.
A los pocos pasos de abandonar la iglesia tuvieron un encontronazo con un grupo de alguaciles. Uno de ellos lo agarró de forma distraída, intentando llevárselo a una calle estrecha aledaña. Pero el agente inglés pudo zafarse fácilmente del primer envite retorciéndole la muñeca. El grito de dolor del alguacil se vio apaciguado por la milagrosa presencia de un carro de frutas que, al pasar frente a ellos, obligó a sus perseguidores a dispersarse antes de ser atropellados. Aprovecharon la situación para adelantar unos pasos más y huir hacia un grupo de personas que estaba a punto de ver el comienzo de un espectáculo de funambulismo. En este lugar de la plaza la congregación de gente era tan grande que les impedía el paso. Había unos enormes postes de madera que servían de apoyo a la escalera por la que ascendía un equilibrista y la cuerda por la que luego caminaba, cuyo extremo final iba a dar a una de las torres de la fachada del palacio.
Desde el suelo la gente aplaudía las piruetas que un joven estaba desarrollando en lo alto del madero. Los aullidos del gentío anunciaban la peligrosidad de sus movimientos. Apenas se podían escuchar las voces de un vendedor de dulces que con un cesto repleto deambulaba entre el público.
Kit sintió cómo le tiraban del brazo. El hombre del jubón verde le hizo una señal para que lo siguiera, dejando a un lado parte del gentío. Por un hueco abierto entre el público, los dos hombres cruzaron parte de la plaza para llegar justo frente a la fachada del palacio, donde se desarrollaban otros espectáculos de títeres. Allí tuvieron que detenerse de nuevo, cerrados por una avalancha de personas que quería ver el comienzo de una representación con actores.
Seguidos siempre por los hombres de Idiáquez, los dos permanecieron impasibles como estatuas de sal, disimulando que festejaban con aplausos y sonrisas forzadas la aparición de los artistas.
Los espectadores crecieron en número. Pronto, Kit se percató de que su paso estaba cerrado por todos los lados. Era imposible escapar en aquellas circunstancias. Los nervios aparecieron en el rostro de su acompañante. De forma descarada no hacía más que mirar a ambos lados como si estuviera buscando la forma de salir de allí.
Pronto, el agente descubrió cuál era la razón del nerviosismo del hombre del jubón verde.
—Veo que no aprendéis de los errores, señor Shelton. ¿O preferís que os llame Marlowe?
La voz de Juan de Idiáquez se pudo oír como el fuego del infierno a su espalda. Se volvió y descubrió al político vasco, rodeado de varios hombres armados hasta los dientes.
—Veo que vos tampoco, Idiáquez. —La voz de Kit sonaba desafiante—. De lo contrario no entiendo vuestra nutrida compañía de matarifes. ¿Tanto miedo tenéis de un pobre estudiante de Alcalá, que generáis artimañas tan burdas para intentar evadir vuestras propias responsabilidades?
—Amigo mío, no sois la persona más indicada para proferir esas fanfarronadas. ¿Acaso no pensáis que puedo acuchillaros aquí mismo?
—¿Seríais tan cobarde, Idiáquez? Seguro que sí. Pero al menos dejadme seguir disfrutando hasta el final de la representación. Tomadlo como un último favor antes de que acabéis conmigo.
La gente comenzó a aplaudir a los artistas. El agente no se había percatado de cuál era el contenido del espectáculo. Tenía cosas más importantes en qué pensar. La voz de uno de los artistas le resultó familiar.
—No hay nada más sobrehumano que el poder de los elementos. ¿Quién no ha soñado con crear de la nada? ¿Quién no lo ha hecho con destruir o simplemente transformar?
Levantó y movió la cabeza a ambos lados para poder ver de quién se trataba. Al descubrirlo, su sorpresa fue absoluta. En medio de un grupo de actores que al parecer trabajaban para él, no estaba otro sino el sonriente Blas, el mago que conoció en su primer viaje a España; el mismo cuyos juegos de manos habían sorprendido en extremo a los miembros de la tripulación del Elizabeth Stone.
Mientras, los murmullos de la gente respaldaban cada frase del sermón del extraordinario ilusionista.
—Los grandes alquimistas siguen buscando remedios prodigiosos que transformen los metales más burdos en oro. Nuestro propio rey cuenta con un laboratorio para ello en el que trabajan los más reputados alquimistas del mundo.
La gente parecía entusiasmada con la actuación. A medida que hablaba, algunos de sus ayudantes iban cambiando los objetos del improvisado escenario.
—Pero hoy voy a superar todos los logros que antes se hayan podido ver sobre la faz de la Tierra —continuó el prestidigitador con una elocuencia encomiable.
—Escuchad atento, Marlowe. —La voz de Idiáquez sonó tras su cabeza al tiempo que la punta de un afilado cuchillo se marcaba por su espalda—. Estoy seguro de que la actuación, vuestra última actuación, os complacerá.
La frase acabó acompañada de las risas de los hombres que escoltaban al secretario.
Kit se estremeció al sentir el acero. Quieto como un objeto inerte, fue incapaz de articular movimiento alguno. De lo contrario, las amenazas del político vasco podrían llevarse a cabo. Ni siquiera acompañó a los improvisados aplausos que el público lanzaba a su amigo.
Se acordó entonces de la segunda parte de la profecía que anunciaban las cartas de Antonio Pérez. ¿Acabarían con él los mismos papeles que le salvaron dos días atrás?
Pero el discurso de Idiáquez y la profecía parecieron venirse abajo enseguida. A un movimiento del joven mago, las dos filas de público que había frente al agente se abrieron para dejar paso al artista quien, en un movimiento expeditivo y repentino, lo sacó de su lugar para colocarlo en el centro del escenario acompañado de los emocionados aplausos del público que allí se congregaba.
El inglés no pudo por menos que sonreír de manera forzada.
—Aquí tenemos a un joven apuesto que nos va a ayudar a demostrar la teoría que tantas décadas de investigación han llevado a nuestros sabios.
Juan de Idiáquez miraba nervioso la actuación. Uno de sus hombres estuvo a punto de saltar al centro del círculo. Lo habría conseguido si no hubiera sido aferrado por el brazo del político quien, con una mirada temeraria, impidió la intención de su matarife.
Detrás de los dos protagonistas un grupo de hombres colocó en medio de la escena una enorme caja negra con una puerta en la parte frontal. Toda ella estaba decorada con objetos dorados, que le daban un aspecto misterioso.
—Aquí tenemos la Caja Mágica. Es capaz de crear, destruir, hacer aparecer y desaparecer.
El público lanzó una sonora exclamación, sorprendido por los supuestos prodigios que el misterioso habitáculo transportable podría realizar.
El propio Kit miró con incredulidad a su amigo. Éste le respondió con una sonrisa de complicidad.
—Pierde cuidado.
A pesar del intento de Blas por reconfortarlo, no perdía de vista a Idiáquez y a sus hombres. La tensión creció cuando descubrió que el hombre del jubón verde había desaparecido. Miró a ambos lados pero el extraño personaje no estaba entre el público.
Desconfiando ya de todo, no se percató de la presentación del juego que estaba a punto de empezar y en el que él iba a ser el protagonista.
—Ruego a todos su máxima atención. El prodigio del que van a ser testigos no lo habrán visto nunca antes. Se lo podrán contar a sus hijos y a sus nietos. Éstos estarán orgullosos de saber que sus padres o abuelos fueron testigos de tan sorprendente hazaña.
Dando un paso atrás, Blas se acercó a la misteriosa caja. Abrió su puerta y se introdujo en ella con el fin de que el público comprobara que no había artefactos ni estructuras en el interior. Era una simple habitación de cuatro paredes.
—Vuestras mercedes van a comprobar que, como dicen los sabios: «Nada es lo que realmente parece».
Con un movimiento firme agarró del brazo a Kit y casi a empujones lo metió allí dentro, cerrando tras él la puerta entre las risas del público. Blas continuó con la panoplia teatral. Hizo una serie de pases en el aire con los brazos y regresó a la puerta de la habitación. Tras abrirla, mostró a todos los presentes que Kit había desaparecido.
Juan de Idiáquez se estremeció al ver la caja vacía. Los elogios del público incrementaron su nerviosismo haciendo que él y sus hombres saltaran al escenario e increparan a Blas. Algunos actores se enfrentaron a los guardas, pero ya era demasiado tarde.
Como si nada hubiera pasado, Blas siguió adelante con el espectáculo. Volvió a cerrar la puerta de la Caja Mágica y abriéndola de nuevo, en esta ocasión apareció una hermosa joven. Los aplausos fueron ensordecedores. Una lluvia de monedas comenzó a caer sobre la mantilla que a tal propósito había colocado el mago frente al círculo que servía de escenario.
El secretario se acercó a la habitación y volvió a abrir la puerta con furia. Dentro sólo descubrió cuatro negras paredes de madera. Al salir divisó la fachada del palacio. En una de las ventanas Mateo Vázquez contemplaba irritado la escena. Ambos hombres se miraron incapaces de poder hacer nada para evitar su nuevo fracaso.
Literalmente, Christopher Marlowe se había volatilizado.
La respuesta al enigma se encontraba no lejos de allí. Sin saber cómo explicarlo, el agente estaba en el otro extremo de la plaza. Había ocurrido. Junto a él, el hombre del jubón verde sujetaba la rienda de un hermoso caballo. De él pendía la divisa cardenalicia.
—No tenéis mucho tiempo, señor Shelton. Pronto descubrirán el entuerto, pero si os dais prisa, para entonces ya estaréis cruzando las puertas de Madrid.
—Gracias, amigo. Decidle a Su Ilustrísima que pronto tendrá noticias mías.
Dicho lo cual, emprendió el camino en dirección a la ruta de Alcalá, esta vez, sin que nadie le pisara los talones.
En poco tiempo pasó la puerta sin problemas, tal y como había predicho el cardenal. Siguiendo sus instrucciones emprendió el camino hasta que los muros de la villa de Madrid se perdieron de vista en el horizonte.
Con él iban el recuerdo de Lorena y las cartas de Antonio Pérez. La segunda parte de la profecía por ahora debía esperar.