Capítulo 25

Iglesia de Santa María de la Almudena,

Madrid (España)

Domingo, 13 de julio de 1586

La misa del mediodía había terminado hacía pocos minutos. Kit, de pie en el coro, podía ocultarse entre la marea de gente que a esa hora asistía al servicio religioso.

A medida que Santa María se fue quedando más vacía, el agente contempló la entrada de la capilla de los Vozmediano, el lugar en donde hacía poco más de dos años había conocido a don Alonso de Coloma. Sonrió al recordar la anécdota de la talla de madera, escurridiza en sus medidas, y que ahora brillaba con esplendor en el retablo de la Sala Familiar.

Ya disipada la masa de fieles, se acercó hasta allí. Había tres pequeños bancos. Sólo uno de ellos estaba ocupado por personajes vestidos de negro con ricas ropas. Todos eran hombres. Casi con toda seguridad, miembros de la importante familia madrileña que se había mandado construir aquel enfático santo lugar de planta octogonal.

Decidió entrar en la capilla, y se sentó en uno de los extremos del último banco. Estaba libre; pensó que no molestaría a nadie.

Los hombres del primer banco, justo frente al reclinatorio colocado junto al altar principal, se levantaron y se marcharon. El silencio a sus espaldas denotaba que la iglesia se había quedado prácticamente vacía.

Siguió disfrutando de aquel momento de tranquilidad y sosiego.

De pronto notó que alguien se sentaba a su lado. El agente no dijo nada. No pensaba que aquél fuera un lugar peligroso.

—Me conmueve la tranquilidad de esta capilla. Nadie lo puede negar.

Escuchó la voz con atención. Venía de la derecha. Era profunda y oscura. Pertenecía a un hombre de mediana edad, que rondaría la cincuentena. Vestía una capa negra de piel, traje abotonado con plata hasta la golilla y, en la mano, un gorro de fieltro negro tocado con pedrería y una elegante pluma blanca.

—Yo vengo cuando mis obligaciones me lo permiten —respondió Kit por cortesía.

—Obligaciones que, si no me equivoco, deben de ser muy absorbentes —continuó el caballero mientras el inglés se limitaba a sonreír sin contestar—. No me suena haberle visto muchas veces por aquí. La familia de mi esposa ha usado esta capilla como lugar de descanso de muchos de los más sonados hombres y mujeres de su linaje. Me tranquiliza venir aquí tras la misa.

—Sois muy afortunado si podéis acercaros todos los días.

—No lo creáis, caballero. No siempre se me permite venir aquí.

—¿Pero no acabáis de decir que pertenece de alguna forma a vuestra familia?

—La situación es realmente complicada. Una de las razones por las que me place sentarme en estos bancos es el sosiego que encuentro. Ahora es así, pero no siempre mi vida se ha caracterizado por esa virtud. A lo largo de ella uno puede cometer errores que luego le marcan como el fuego a un animal, y ya no se puede rectificar.

Kit se volvió para mirar con atención al hombre. Éste hizo lo propio y por un instante sus miradas se cruzaron. Los ojos de aquel extraño personaje eran de un azul intenso y denotaban mil y una vivencias.

—Vos seguro que habéis cometido algún error del que ahora os arrepentís, ¿no es así?

El joven se quedó pensativo intentando buscar en su memoria algún argumento con el que contestar. Aquel personaje, que sin lugar a dudas pertenecía a la familia Vozmediano o estaba muy cerca de ellos, no dejaba de mirarlo.

—Haced memoria…, algo de lo que, pasado un tiempo, hayáis pensado que no estuvo bien o que lo podríais haber hecho de otra forma. Algún daño a otra persona, una joven hermosa quizá…

El joven sonrió. Quizás el ser un agente al servicio de la reina Isabel de Inglaterra era un grave error, pero no podía comentar aquello al misterioso desconocido. Intentó evadir el tema.

—Quizás os refiráis a…

—No, mi buen amigo, no os estoy diciendo que me lo contéis. Quedaos con ello, pero aprended también de esos momentos. Romped los muros que os cierran el camino y dad rienda suelta a lo que realmente estáis buscando.

Kit se percató de que el hombre no dejaba de mover las manos. En ellas tenía un anillo que pendía de una fina cadena de oro echada al cuello. La joya no era muy grande, pero lo suficiente como para llevar grabado un sello que reconoció al instante. Aquel hombre no era un Vozmediano, pero estaba muy ligado a ellos. No le había mentido.

—Haced como yo, señor Shelton —añadió tras percatarse de que ya había visto el cuño—. Romped los muros del laberinto en el que se ha convertido vuestra vida y moveos con libertad por sus calles.

No se había imaginado a Antonio Pérez con un porte tan señorial. Pensó que los años de prisión y encarcelamiento lo habrían convertido en un hombre descuidado y abandonado. Todo lo contrario, el aspecto del antiguo secretario real era dignísimo. Tras él varios hombres vigilaban que nadie se acercara con malas intenciones a su señor. Entre ellos vio a Diego Martínez, apoyado a poca distancia, en la reja de entrada a la capilla.

—¿Esa libertad que buscáis y defendéis con tanto ahínco puede justificar la traición a un rey?

—No seáis ingenuo. ¿Me podéis garantizar sin miedo a equivocaros que cuando lleguéis a Inglaterra seréis recibidos como uno más? ¿Nadie de los vuestros sospecha que quizás estéis trabajando para ambas partes al mismo tiempo?

—Eso no lo puede asegurar nadie, don Antonio. Yo cuento con grandes amigos en ambos lados, al igual que vos. Gente que, a pesar de todo lo sucedido, se preocupa por vos.

Kit echó mano a las cartas que pocos días antes le había entregado la princesa de Éboli en Pastrana. Nunca se separaba de ellas. No creía que fuera seguro hacerlo, ni siquiera en el taller de don Alonso. Se las entregó a don Antonio con gesto solemne.

—Veo que no os habéis olvidado. —Don Antonio se mantuvo en silencio unos segundos mientras observaba las cartas—. ¿Cómo se encuentra?

—Muy bien, señor. En esta ocasión la encontré en el monasterio de San José. Allí vive con las religiosas, como una más. La madre abadesa es doña Felipa de Acuña, pariente suya. Hace todo lo posible por mantener la quietud, al menos la que se puede esperar de una situación tal.

—Sigo sin entender por qué nuestro rey se ceba con tanta inquina sobre ella.

—La gente rumorea que a vos os trata con más dulzor por el miedo que le produce verse destapado de algunos sucesos inconfesables de los que sólo Su Majestad y vos tenéis noticia. Al parecer contáis con cartas de gran valor: documentos terriblemente comprometedores para la Corona.

—¿La gente dice eso de verdad? Pensad en una cosa. ¿Vos creéis que si en realidad fuera así habría aguantado los siete años que llevo de cárcel en cárcel? Abandoné la prisión de Turégano y la gente decía que mi pobre esposa había ocupado mi lugar en una ficticia huida que nadie explica. Ahora resido en Madrid, en casa del duque de Villahermosa. Es cierto que se trata de una casa holgada, con comodidades a mi gusto. Pero creedme, es una reclusión más. No hay que creer lo que diga la gente. Sólo hay que esperar que Su Majestad actúe. Nada más.

—La gente también rumorea que el hecho de que vos ahora mismo residáis en la casa del duque es otra garantía de vuestra pronta puesta en libertad. Incluso señalan que podréis recuperar vuestro antiguo puesto en la secretaría de Estado.

—No deis credibilidad a esas habladurías. Desde que la princesa y yo caímos en desgracia han sido numerosos los rumores que han corrido de boca en boca por calles y plazas de Madrid. La inmensa mayoría animados por los celos y la envidia. Si no, ¿a qué venían esas comidillas de que doña Ana y yo nos entendíamos más allá de los negocios domésticos? ¿Creéis que la gente ahora rumorea sobre mi libertad acaso porque sea merecida? No lo creáis así. Buscan cualquier excusa malediciente, como las cartas comprometedoras, para seguir poniéndome en un brete ante el pueblo.

—¿Entonces, esos papeles son un embuste? ¿No existen de verdad? —preguntó Kit con sorpresa.

Don Antonio hizo un gesto distraído con el sombrero. Al instante, Diego Martínez se apresuró presto a donde estaban los dos entregándole al ex secretario un pequeño paquete envuelto en un delicado paño color púrpura. Dentro había papeles, no muchos, pero todos ellos parecían llevar el sello del Palacio Real.

—Yo no he dicho eso, señor Shelton. Esas cartas existen. —El secretario reafirmó sus palabras asiendo con fuerza el paquete que le acababan de entregar—. Pero tienen mucho más poder lejos de mis manos.

—¿No creéis que es demasiado arriesgado y generoso por vuestra parte? Si es verdad lo que la gente dice que hay en estas cartas, vuestra libertad podría estar asegurada, así como la de los suyos y también la de la princesa doña Ana.

—Mi suerte y la de mis compañeros está echada. De nada me serviría que destapara ahora antiguos deslices y desaciertos de Su Majestad, cuando lo único que conseguiría sería mancillar aún más mi honor y echar carne al vulgo para que continúe inventado chismes y calumnias contra mí y los míos. El tiempo acabará colocando a cada uno en su lugar en la Historia. No le quepa la menor duda.

Don Antonio puso el paquete de cartas en manos de Kit. El antiguo secretario se mantuvo en silencio unos segundos sumido en sus pensamientos.

—¿Qué queréis que haga con ellas? —preguntó al fin el joven agente.

—¿Podréis hacérselas llegar?

—¡Pero doña Ana está en prisión y vigilada, igual que vos! ¿Qué podrá hacer ella para cumplir los designios del futuro que tan elocuentemente vaticináis?

—Si ella está viviendo en un monasterio, como bien decís, nadie se va a molestar en registrarla. Todos creerán que esas cartas las tengo yo y por mucho que busquen entre mis pertenencias cuando me ausento de la casa en la que ahora resido, con falsas excusas de que puedo salir a la calle y hacer la vida libre que se piensan que tengo, nunca las encontrarán. No soy tan estúpido como para dejar escondidos en un arcón los documentos que me pueden salvar la vida, con la esperanza de que nadie pueda encontrarlos de manera fortuita. Además, doña Ana es una mujer muy inteligente. Nadie puede poner puertas al campo, ni siquiera Su Majestad. Madrid es un verdadero nido de víboras. Estas declaraciones pasarían inadvertidas en la capital de las Españas, por mucho ahínco que se quisiera dar en reafirmar su credibilidad. En cambio, desde Pastrana, aunque parezca increíble, doña Ana cuenta con los mecanismos necesarios para hacer remover los entresijos de la Corte. Me consta que así es y buena prueba de ello es vuestra presencia aquí.

—¿Por qué no me dais la información y os guardáis las cartas para vos?

—Las cosas no se hacen así. Podría perfectamente deciros yo mismo su contenido. Pero prefiero que sea ella. No me preocupa que seáis incluso vos quien las abra y las lea. Pero seguramente no lo vais a entender. No estoy hablando de que las cartas estén cifradas o que en ellas se encuentren los chismes que confirmen los nombres de las putas del rey. Ese tipo de comentarios prefiero dejárselos al populacho.

—No he querido decir eso con mi pregunta.

—No os preocupéis, mi joven amigo. Pero solamente doña Ana es quien puede descifrar el contenido de las cartas. Aunque quizá, más que descifrar debería decir comprender. Aún estamos a tiempo. Doña Ana es una mujer inteligente y sabrá qué hacer en un caso de estas características. Yo aquí me siento atado de pies y manos. Podré ir de aquí para allá y participar en servicios religiosos como éstos, pero Antonio Pérez, el secretario de Su Majestad, falleció hace muchos años.

—Haré lo que me pedís. Se las llevaré en mano. Descuidad, don Antonio. En breve partiré de nuevo.

—No olvidéis que son importantes en extremo. Mis astrólogos me han señalado que salvarán una vez la vida de su último portador, pero que al mismo tiempo lo mandarán al patíbulo. —Kit se quedó pensativo con la misteriosa profecía que le acababa de transmitir—. Yo no me atrevo a desvelaros su contenido. No lo olvidéis. Os salvarán la vida pero, al mismo tiempo, mandarán al patíbulo a su último portador.

La conversación parecía que llegaba a su fin. No había tiempo que perder. En contra de sus deseos, cumplida su función en Madrid, Kit debería abandonar cuanto antes la villa para regresar a Inglaterra.

—Sed como el centauro que siempre me acompaña, señor Shelton. No os quedéis más tiempo aquí y huid lo antes posible. Los hombres de Idiáquez están por todas partes. No me extrañaría que incluso tuviera contactos dentro del taller de don Alonso. No pongáis en riesgo vuestra vida ni la de los que os rodean. Confiad en mí y hacedme caso.

—Así lo haré, don Antonio. Muchas gracias por todo.

—Besad las manos de doña Ana en mi nombre, os lo suplico.

Se guardó bien el paquete púrpura que le acababa de entregar Antonio Pérez y abandonó la capilla. La iglesia estaba vacía desde hacía rato. Abrió la puerta del templo. Una bocanada de aire tórrido le dio la bienvenida al mundo exterior. Tomó la calle que llevaba hasta el Palacio Real y, dando un rodeo por donde nadie esperaría que fuera, caminó acelerando el paso hacia los arrabales del norte en dirección al taller de don Alonso.