Reims (Francia)
Domingo, 15 de junio de 1586
Kit no entendía cómo lo había logrado, pero Gifford había conseguido, como prometió, que en poco tiempo estuviera entrevistándose con el embajador español. Era más tiempo del que le había propuesto en un principio, pero lo importante es que estaba allí.
El diplomático estaba alojado en el palacio del cardenal de Guisa, en el centro de la ciudad de Reims. Hasta allí caminaba a primera hora de la mañana. Junto a él llevaba el anillo que le había entregado la princesa de Éboli el pasado año en Pastrana. Confiaba en que aquella joya de plata sobre la que brillaba el escudo de la familia Mendoza allanara el camino en la entrevista con el embajador. El primer encuentro en la habitación del Halcón Verde no había supuesto precisamente un gran acercamiento entre los dos.
Paseaba entre unos puestos callejeros que se abrían frente a la plaza en la que se alzaba el palacio. El bullicio a aquella hora era grande. Apenas había desayunado. Se acercó a un puesto de frutas y compró un par de manzanas. Sin casi mediar palabra con el vendedor, tomó los frutos, le dio un par de monedas y, tras saludarlo, prosiguió su camino.
Al esquivar a un mendigo que se le acercaba en busca de limosna, Kit chocó de frente con un joven. Este lo agarró de la muñeca haciendo que cayera al suelo una de las manzanas que acababa de comprar. En un gesto característico en él, se llevó la mano a la espalda para coger de allí su cuchillo y saldar en un santiamén aquella improvisada afrenta con el desconocido.
El joven sonrió al ver la violenta respuesta de Kit.
—Nunca cambiarás…
Nicholas Faunt miraba a ambos lados de la plaza asegurándose de que no hubiera testigos incómodos de aquel furtivo encuentro.
El agente inglés se tranquilizó y saludó de forma efusiva a su compañero de colegio.
—Qué haces aquí. Es peligroso que nos vean juntos.
—No, mi querido amigo, el peligro es solamente para ti. No tengo buenas noticias que darte.
—¿Qué es lo que sucede? —Kit se asustó.
—Alguien se ha ido de la lengua y ha dicho que estás aquí. En breve, Bernardino de Mendoza recibirá una carta del Palacio Real de Madrid avisándole de tu presencia en Francia y de tu doble juego.
Faunt arrastró a su amigo hacia una esquina de la plaza, resguardada por varios tenderetes.
—¡Pero ahora mismo me voy a encontrar con él!
—Hay que actuar con decisión y rapidez. Sé que vas a verlo ahora. No creo que la carta haya llegado desde Madrid. Aunque es posible que ya te hayan localizado. No lo sé.
—Nos vimos hace unas semanas en el Halcón Verde. Fue una reunión muy interesante. Se hilvanó la trama de un nuevo complot en el que los franceses y los españoles colaborarán para quitar del trono de Inglaterra a Isabel y colocar en él a María Estuardo.
El agente contó, con toda clase de detalles, los entresijos de la conversación que había salido de aquella oscura reunión junto a la catedral. Faunt se apoyó en la pared y escuchó con atención lo que decía su amigo. Permaneció en silencio y al final del relato lanzó un silbido de asombro.
—No me extraña que los españoles estén tan soliviantados. John Savage y John Ballard juntos… —reflexionó Faunt—. Muy buen trabajo. No te preocupes por esta información, en pocos días estará en conocimiento de nuestro departamento en Londres. Yo me encargaré personalmente de comunicarlo. No es seguro incluirlo en ninguna carta que pudiera caer por un azar del destino en las manos de nuestros enemigos.
—La situación cambia de manera radical desde ahora.
—Lo que se me ocurre es lo siguiente. Habla con Mendoza, entrégale el anillo y la carta que te dio la princesa tuerta.
—Doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli.
—Esa misma…, y busca pruebas. Pruebas que comprometan a la reina María de Escocia. Su Majestad no moverá un solo dedo contra su prima a no ser que haya pruebas muy evidentes de su traición y de la existencia de una trama como la que me acabas de relatar.
—Bien. Así lo haré. Pero ¿y si ha llegado la carta de España?
Nick no sabía qué responder.
—Ve con cuidado. Improvisa y huye como puedas. Toma este dinero. Te vendrá bien para poder regresar a Inglaterra. —Faunt le entregó una pesada bolsa con monedas—. Entrevístate con Mendoza rápido. No te quedes aquí más de lo necesario. De lo contrario tu vida correrá peligro.
Kit permanecía con el hombro apoyado sobre el muro escuchando con atención lo que le decía su amigo. La situación era realmente delicada y, efectivamente, había que actuar con premura y diligencia.
—Me tengo que ir. De lo contrario llegarás tarde a tu cita. No quiero entretenerte más. Mucha suerte, amigo.
—Gracias. Siempre es agradable verte en mi camino. Gracias.
Sin más dilación su compañero desapareció entre el gentío. Kit esperó unos segundos y reanudó su camino hasta el cercano palacio cardenalicio.
No tuvo tiempo de pensar sobre el inesperado encuentro que acababa de vivir cuando ya se encontraba delante de la puerta del despacho provisional del embajador.
—Bernardino de Mendoza me está esperando. Mi nombre es Thomas Shelton.
El lacayo escuchó con atención lo que se le decía. Acto seguido desapareció caminando sin prisa por un largo pasillo.
A Kit, la espera se le hizo eterna. ¿Habría llegado la carta desde España avisando del peligro de un encuentro con él? ¿Le prepararía una trampa el diplomático español, avisado por la carta, para cerciorarse de la traición del espía inglés?
Por un instante estuvo a punto de desistir de su misión y abandonar aquella empresa de locos. Debería salvar la vida. Pero ya era demasiado tarde. Se oían los pasos del lacayo que regresaba. Si salía corriendo en aquel instante podría darse por hombre muerto. Kit meditó y decidió quedarse.
—Seguidme, señor. El embajador os espera. Os atenderá con disposición.
Dichas las palabras, el muchacho volvió a caminar por la misma galería, en esta ocasión seguido por el agente.
La habitación en la que le esperaba Bernardino de Mendoza no era muy grande. Estaba claro que el diplomático español estaba de prestado en aquella modesta cámara, destinada seguramente para cubrir las necesidades mínimas de las visitas que pudiera recibir, como en este caso la suya.
Mendoza vestía un flamante traje de color rojo, decorado con innumerables bordados en oro. La moda francesa había hecho mella en su forma de vestir. Con rostro serio y semblante grave, el embajador no dijo una sola palabra cuando lo vio entrar. Kit se colocó ante la mesa del diplomático y saludó con una reverencia. Observó que los problemas de visión de Mendoza eran patentes. Apenas abría los ojos.
—Excelencia, siento que nuestro encuentro de hace dos semanas fuera un tanto brusco.
—¿Habéis venido sólo para darme lástima, señor Shelton? Pensé que sería yo el que lo haría, en el estado en que me encuentro, casi ciego. Os creía más capaz que eso —señaló el embajador en tono altivo.
—En absoluto, Excelencia. Solamente quería señalaros que soy persona de bien, fiel devoto de la Virgen María y que intentaré ayudar…
Mendoza le cortó.
—Podría daros una lista de decenas de hombres leales como vos que han acabado sus días colgados del tronco de un árbol después de haberse demostrado su traición.
El agente inglés no sabía cuál era la posición del embajador. ¿Conocería que era un traidor? Empezó a sospechar que la carta de Madrid ya había llegado.
—No es mi caso. Además, tengo algo para vos, Excelencia —dijo el nervioso agente mientras se echaba mano al bolsillo que escondía debajo de su camisa. Sacó el anillo de plata. Su brillo sorprendió al embajador—. Me lo ha entregado para vos doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli.
Lo tomó en su mano y, mudo, se acercó a la ventana para intentar verlo mejor.
—Ave Maria Gratia Plena… No lo veo bien pero intuyo que pone eso —susurró el político español.
El silencio se extendió por toda la habitación.
—Me lo entregó ella en persona hace unos meses para que os lo hiciera llegar —dijo al fin—. La visité en su palacio de Pastrana junto a Su Ilustrísima don Gaspar de Quiroga. También me dijo que os entregara esta carta.
El diplomático hizo una mueca de contrariedad. Para leerla necesitaba de la ayuda de un cristal de aumento que había sobre la mesa. Seguía mudo sin abrir la boca. Al acabar, jugueteó con el anillo. El reflejo del escudo mendocino creaba un extraño juego de luces sobre los vidrios de la ventana. Se apartó de allí y comenzó a caminar por la estancia. El agente se limitó a seguirlo.
—Muchas gracias, señor Shelton. ¿Qué es lo que queréis?
El tono del embajador seguía siendo seco aunque se atisbaba cierta indulgencia.
—Sólo quiero que confiéis en mí.
Kit supo jugar muy bien sus cartas. A pesar del riesgo que seguía corriendo en aquella situación, tuvo la suficiente sangre fría como para jugárselo todo a un solo naipe.
—He de reconocer que no sé qué pensar. Entended mis reparos, caballero.
—Son lógicos por otra parte, Excelencia.
—No sois el primero que aparece por aquí con deseos de ayudar y luego se trata en realidad de un traidor. Un simple y burdo traidor.
Mendoza hizo especial hincapié en los dos adjetivos mientras seguía caminando y lo miraba fijamente. Sin embargo, el inglés no movió ni un solo músculo del rostro y permaneció impasible en el mismo lugar en el que se había colocado desde el comienzo de la charla.
—No es mi caso señor, os lo aseguro.
—Eso dicen todos, señor Shelton. Entendedlo. Sin embargo, este anillo me hace recapacitar. ¿Me he equivocado con vos? Quizá seáis más útil de lo que en un primer momento había pensado.
—Me place oír esas palabras viniendo de vos.
Kit sonrió por primera vez en toda la conversación y se relajó.
—Más me place a mí, señor Shelton, creedme. ¿Conocéis España?
—Sí, señor. Estuve unas semanas el año pasado. Fui a Madrid por razones de estudio y familiares. —El agente se adelantaba a la siguiente pregunta del embajador.
—¿Familiares? Tenéis familia en mi país.
—No, Excelencia. Mi familia negocia con tejidos y al mismo tiempo que asistía a la Universidad de Alcalá ayudé en unas pequeñas transacciones.
Kit no había vuelto a utilizar este argumento desde el año anterior cuando, camino de Pastrana, habló sobre ello con el cardenal arzobispo de Toledo, don Gaspar de Quiroga. Le pareció tan increíble como la otra vez, pero no contaba con nuevos razonamientos que dar. La realidad siempre supera a lo inventado. Y así fue, porque Bernardino de Mendoza debió de creer lo que le decía a tenor del discurrir de la charla.
—¿De dónde sois, señor Shelton?
Mendoza se detuvo frente a unos retratos que decoraban el despacho.
—Nací en Canterbury. Mi deseo es estudiar en el continente. Y hasta ahora he estudiado en el Corpus Christi de Cambridge. Es un buen colegio y allí hay numerosos alumnos católicos, como yo. Pero las cosas se están poniendo difíciles. Reims sería una opción estupenda, por eso me encuentro ahora aquí.
—Entiendo, señor Shelton. Si así lo deseáis no creo que haya problemas para ello. John Ballard me estuvo hablando mucho de vos. Me dijo que erais un joven inteligente y trabajador, cercano a la causa y devoto de la Virgen María, como decís.
—Así es, Excelencia. Me gustaría demostrároslo ayudándoos en lo que consideréis menester —añadió echando al agua el primer anzuelo. Tuvo suerte.
Mendoza se dirigió hacia una mesa que había en el extremo contrario de la habitación, junto a la ventana.
—Sí, señor Shelton.
Abrió un cajón y de él extrajo un fajo de documentos. Parecían cartas.
—El señor Gifford me comentó que tenéis pensado ir a España en breve, ¿no es así?
—Sí, así es.
No supo qué contestar y mintió. Nadie le había dicho que tuviera que ir a España. Su amigo Nicholas Faunt le acababa de decir en la plaza que su obligación era regresar de inmediato a Inglaterra, llevar a salvo la información que pudiera recuperar y, lo más importante, salvar su vida. Aquella afirmación, sin duda, era parte del plan para hacerse con la confianza de Mendoza.
—Acudid, pues, al palacio en Madrid. Y entregad estas cartas en mano.
El embajador se las extendió desde la mesa.
—¿A quién las he de entregar, Excelencia?
—Buscad allí a Juan de Idiáquez.
—¿A… Juan de Idiáquez decís? —Kit se estremeció al escuchar ese nombre.
El embajador casi no veía pero se percató de su tono dubitativo. Su mirada fría estuvo a punto de derrumbarlo, pero el agente se mantuvo en el sosiego mientras jugueteaba con las cartas que le acaba de entregar. Estaban cifradas y no entendía nada de lo que había escrito en ellas. No hizo preguntas y se quedó a la espera.
—¿Lo conocéis, señor Shelton?
—No, Excelencia, pero me consta que es uno de los secretarios más importantes de la Corte del rey Felipe.
Mientras el joven agente hacía este comentario se dio cuenta de que el embajador no le hacía caso. Bernardino de Mendoza observaba el movimiento de la gente en la plaza. Su atención se vio atraída por el sonido de la carrera desenfrenada de un hombre que dirigía sus pasos hacia el palacio.
—¿Sucede algo, Excelencia? —preguntó ante el dilatado silencio del embajador.
—No…, señor Shelton. —Mendoza cambió de tema. ¿Habéis oído alguna vez el nombre de Edward Abington?
—Es posible, pero no me resulta en absoluto familiar —dijo, negando con la cabeza, extrañado y alerta.
—¿Robert Barnwell? —añadió el embajador leyendo unos papeles seguido de una nueva negativa del agente—. ¿Chiock Tichbourne, Edward Charnock…? ¿No los habéis oído nunca? —Kit insistió en su negativa—. ¿Y a sir Thomas Gerrard o a Thomas Salisbury?
—No. Nunca he oído esos nombres, Excelencia. ¿Debería haberlos oído en algún lugar o incluso conocerlos en persona?
—No necesariamente —señaló el embajador sin aparente interés—. Se trata de los nombres de los nobles ingleses, compañeros de Anthony Babington, que al parecer nos van a ayudar a destronar a Isabel. Sería importante que los conociera en Madrid. Allí sabrán qué hacer. Su documentación está en las cartas que ha de llevar a Idiáquez. Esto me parece una locura. Si lo sabe toda esta gente, cuántos más conocerán de su existencia.
—No me cabe la menor duda. Estos papeles no podrían estar en mejores manos, Excelencia.
Fuera del despacho se oía cierta algarabía. El tono de la conversación mantenida entre dos hombres fue subiendo hasta que el embajador español decidió levantarse de su mesa y acercarse a comprobar qué era lo que sucedía. La puerta se abrió dando paso al joven que había acompañado a Kit hasta el despacho del diplomático.
—Excelencia, un correo urgente desde España.
El rostro de Kit se quedó blanco como la cal de la pared. Allí estaba el correo esperando con una carta en la mano.
—El correo dice que es de vital importancia. Es urgente que despache con él de inmediato.
—Muy bien Jean-Pierre, que espere un instante que ahora mismo le dejo pasar.
—Señor, el correo no p…
—He dicho, Jean-Pierre, que en un instante lo atenderé. —El embajador fue firme en la expresión de su deseo.
El asistente se quedó con la palabra en la boca. Bajó la cabeza en señal de obediencia y cerró la puerta. Tras ella se volvieron a escuchar las voces de protesta en una acalorada discusión. El inglés mantuvo la calma como pudo. Entre las voces pudo entender algunas palabras que le acabaron por confirmar sus terribles sospechas. Era preciso que abandonara aquel lugar inmediatamente, o su vida corría peligro y con ella gran parte del éxito de la misión que le habían encomendado.
—Si no deseáis nada más de mí os agradecería que acabarais con presteza los asuntos que os retienen en Reims y toméis el camino hacia Madrid. Os sellaré un salvoconducto con vuestro nombre para que no tengáis problemas en la salida de Francia ni en la entrada de España.
—Muchas gracias, Excelencia —dijo Kit mientras Mendoza regresaba junto a la mesa para sentarse, tomar una hoja de papel en blanco y meter la pluma en el tintero disponiéndose a escribir—. No son muchos los negocios que me atan a Reims. En apenas tres o cuatro días emprenderé mi camino hacia España, tal y como señaláis.
El agente aparentó absoluta normalidad, pero la tensión interior le estaba empezando a agobiar. Debía improvisar una salida airosa a aquel entuerto. Las voces se habían calmado pero aún se podían escuchar tras la puerta. La escapatoria por la que se había inclinado era muy arriesgada, pero no más que el hecho de quedarse allí esperando a que le pusieran la mano encima y lo colgaran al día siguiente.
—Espero que así sea y que logréis acabar vuestra misión con éxito.
—No os quepa la menor duda, Excelencia.
—¿Os alojáis en el Halcón Verde?
—Así es. —Kit respondió guardándose las cartas bajo la ropilla.
—Buen lugar. Allí estaréis seguro. Id tranquilo, señor Shelton.
—Gracias, Excelencia.
Se inclinó para saludar al embajador. Este le observaba de pie tras su mesa de trabajo, apoyando ambas manos sobre el tablero y de espaldas al luminoso ventanal.
—Una última cosa, Excelencia.
—Sí, señor Shelton.
—Nada es lo que realmente parece.
Bernardino de Mendoza lo miró extrañado.
—¿Cómo dice, señor Shelton…?
—Sí, señor embajador, que nada es lo que realmente parece. No lo olvide nunca.
—No le entiend…
Bernardino de Mendoza no tuvo tiempo de acabar la frase. El puño de Kit se estampó contra la nariz del embajador haciéndole perder el sentido y caer sentado sobre su sillón. Acomodó al diplomático en su mesa de trabajo. Fue a la puerta del despacho y con sangre fría llamó a Jean-Pierre para que hiciera pasar al correo de Madrid. Cuando éste entró, cerró con fuerza. El heraldo se acercó hasta la mesa del embajador. La luz de la mañana que entraba por el ventanal que se abría a su espalda le impidió ver con detalle el rostro de Mendoza.
—Excelencia. Desde el Palacio Real de Madrid despachan esta carta con urgencia para vos.
No hubo respuesta por parte del embajador. Tampoco hubo tiempo para hacer una segunda pregunta. Con mano firme Kit rebanó el cuello del mensajero con un certero corte. Su otra mano apagó un leve suspiro de ahogo en el silencio de la habitación.
Sujetando el cuerpo con fuerza, lo dejó caer sobre el suelo sin hacer ruido. Le quitó la carta que llevaba en la mano y la quemó en la lámpara de aceite que don Bernardino tenía encendida sobre la mesa. No era necesario leer nada. Conocía su peligroso contenido. Limpió su cuchillo con la camisa del cadáver y se lo guardó en la riñonera. Se acercó al frontal de la mesa y allí buscó en el cajón de donde el embajador había recogido los otros documentos que le había entregado anteriormente. Se sobresaltó al ver en un pequeño legajo el escudo de los Estuardo. Estaba cifrado pero la firma de la reina María de Escocia en algunos papeles era clara. No tenía tiempo, pero esas cartas, correspondencia entre el español y la reina escocesa, podían ser la información que le había solicitado Nicholas Faunt. Presto, se las guardó junto con el resto de los documentos.
Después de comprobar si todo estaba en su relativo orden abandonó con frialdad el despacho del embajador.
Al final del pasillo permanecía Jean-Pierre solícito a acompañarlo hasta la entrada.
Nada más cruzar el portón del palacio cardenalicio miró a ambos lados en la plaza. No tenía mucho tiempo. En breve alguien sospecharía de la excesiva tardanza del mensajero, la falta de ruido en el despacho y acabarían entrando y descubriendo lo ocurrido. El bullicio del mercado se había incrementado sobremanera en la última hora, el tiempo que había durado su reunión con Bernardino de Mendoza.
Pensó que debería volver al Halcón Verde, recoger sus cosas y marchar lo más rápido posible a Inglaterra, tal y como le había dicho su compañero. Pronto descubrirían el cadáver del mensajero y al embajador español reducido ante su mesa. No había prueba de la carta de su traición, pero aquella disputa no dejaba lugar a la duda.
Sin embargo, con el dinero en la mano se aproximó hasta una cercana caballeriza que había en uno de los extremos de la plaza. Compró un buen caballo y lo montó.
Dejó atrás la última puerta de Reims.
No cabalgó hacia las ciudades portuarias en dirección a Inglaterra. Fue más inteligente. Cambió de planes e hizo lo que nadie esperaría de él. A pleno galope se perdió por las montañas que rodeaban la ciudad francesa en dirección a la frontera española. Con el trabajo hecho, ahora en su cabeza solamente estaba la idea de regresar a Madrid para volver a ver a Lorena.