Westminster, Parlamento (Inglaterra)
Jueves, 15 de mayo de 1586
Robert Cecil subía apoyado en la balaustrada las escaleras que le llevaban a la primera planta del Parlamento, en donde tenía su despacho. Aquel jueves no tenía nada de primaveral. Llevaba lloviendo varios días con intensidad. La endeble salud del político inglés se veía resentida con la humedad y, por ende, también sus estados de humor.
Y esa mañana no era especialmente bueno. Más bien todo lo contrario. Acababa de discutir por una razón doméstica con su padre, lord Burghley, y las noticias que llegaban de fuera de las fronteras inglesas no eran precisamente el mejor bálsamo para apaciguar el temple. Su escueta pero firme red de informadores le había dado a conocer un hecho esclarecedor. Christopher Marlowe, alias Thomas Shelton, estaba en Francia. Desconocía el porqué, pero podía imaginárselo. Los franceses eran aliados de los españoles en innumerables puntos. Y el que Marlowe-Shelton rondara aquellas tierras no debía de ser, en cualquier caso, nada bueno. Cecil no comprendía cómo los españoles no habían dado la orden de búsqueda y captura del tal Thomas Shelton después de su encuentro con Idiáquez. Tampoco era lógico que el resto del servicio de información de Madrid estuviera al tanto de los movimientos de tan sospechoso estudiante.
Con estas ideas en la cabeza, abatido, continuó caminando por el largo pasillo de la planta primera en dirección a su despacho. Apenas escuchaba los saludos de los colegas con los que se cruzaba. Ellos tampoco lo tomaban en cuenta. Sabían que Cecil era un personaje peculiar y nunca esperaban nada de él. Y en ocasiones un simple saludo podía ser algo extraordinario.
A pocos metros se le iba aproximando su inseparable ayudante James. Venía de recoger unos documentos de una oficina cercana. Había visto a su señor y aceleró el paso para intentar alcanzarlo. Pero no fue lo suficientemente rápido. James recibió un portazo en toda la cara cuando intentó acercarse demasiado a Cecil. No le quedó más remedio que esperar un poco y llamar a la puerta.
—Adelante.
—Señor, aquí tenéis los documentos que me pedisteis que fuera a recoger a la Oficina de Intercambio de Información.
James le acercó los papeles a la mesa. Al ver a su señor comprendió una vez más cuál era la naturaleza y el sentido mismo del mote que corría por todos los despachos de Inglaterra para referirse a él: el Elfo. Cecil parecía una marioneta manejada por unos hilos invisibles. Toscamente, el político levantó y extendió el brazo derecho para tomar los documentos. El legajo pesaba tanto que James pensó que, aunque la mano de su señor ya había agarrado el cordel que cerraba el paquete, mejor sería no separar la suya no fuera que todo cayera sobre la mesa con estrépito. Una vez que todo estuvo sobre el tablero, Cecil lo desató y buscó algo en especial.
—¿Esperáis un envío importante, señor?
—Sí, James. Quiero confirmar un rumor que ha llegado a mis oídos hace pocos días.
—¿Puedo saber de qué se trata, señor?
—Por supuesto, James. Nuestros amigos Walsingham siguen intentando ganarse el favor de la reina por medio de juegos poco claros… —Cecil se detuvo en extraer un documento. Lo abrió y leyó por encima las primeras líneas del encabezado—. En efecto, los rumores eran totalmente ciertos.
—¿Sucede algo grave, señor?
—Nada que no se pueda remediar con una carta a tiempo, James. Los Walsingham han vuelto a enviar a Christopher Marlowe en misión. Hace unos días me comentaron que faltaba a la Universidad en Cambridge. De no estar allí seguramente está trabajando para las órdenes de Thomas Walsingham y aquí está la prueba —añadió señalando el documento que su ayudante le acababa de traer—. Se encuentra en Francia. Seguramente haya ido a entrevistarse con Bernardino de Mendoza. Es indispensable que avisemos a Vázquez, si es que aún estamos a tiempo de desbrozar su trabajo.
—¿Estáis insinuando, señor, que vais a volver a escribir a los españoles avisándoles de la naturaleza de esa misión secreta?
—Tú lo has dicho, James.
Robert Cecil ya había tomado papel y pluma de su escritorio para comenzar a escribir una nueva misiva al secretario de Felipe II.
—Pero, señor, no entiendo adonde queréis llegar al proporcionar estos valiosos datos a los españoles.
Robert Cecil se volvió con fuerza a James.
—¿No lo sabes, mi fiel James? —Se levantó con rapidez y gritó con firmeza a su sirviente—: Yo te lo diré una vez más. Los Walsingham son los enemigos de mi familia. Cada logro que ellos alcanzan al abrigo de la reina va en detrimento de nuestros intereses. Si su operación tiene éxito, si no conseguimos parar la red de espías que tienen extendida por toda Europa no frenaremos su escalada política. La reina Isabel confía cada vez más en ellos, ¿y sabes lo que significa eso, mi querido James? Que si las cosas siguen así y no pongo remedio a sus tretas yo, Robert Cecil, nunca conseguiré entrar en el consejo privado de la reina y muy posiblemente tú vuelvas a las cuadras con tus caballos, de donde estoy empezando a pensar que quizá nunca te debí sacar.
James miraba absorto a su señor, sin capacidad de articular palabra alguna. Cecil volvió a su carta. En pocos minutos entregó el papel cerrado a su asistente.
—Por favor, ya sabes lo que hay que hacer con esto.
James se acercó al borde de la mesa, tomó la carta y tras inclinarse ante el Elfo se despidió de él con una pequeña reverencia.