Capítulo 17

Reims (Francia)

Miércoles, 14 de mayo de 1586

Un paso tras otro, Marlowe se fue adentrando en aquel misterioso laberinto. No era imaginario. Tampoco era un juego de caminos en el que varias puertas llevan hacia una enigmática solución del complot que le había tocado perseguir.

Era un laberinto de verdad.

En el templo el silencio era casi absoluto. Sólo se oía de fondo el canturreo de algunos peregrinos. Oraban en voz baja a medida que avanzaban por los pasillos del enorme dibujo representado sobre el suelo de la nave central. Era un diseño de ocho lados grabado con baldosas blancas y negras que perfilaban el contorno de unas paredes irreales. Las esquinas estaban protegidas por cuatro bastiones que enmarcaban la figura de otros tantos oscuros personajes.

El agente miraba a los orantes con curiosidad. La escena le pareció fascinante. Como religiosos que deambularan en oración alrededor del claustro de un monasterio, aquellos hombres comenzaban el recorrido o volvían de su ficticio final buscando la salida. Casi levitaban en una especie de trance que los diferenciaba del resto de los feligreses que a esas horas de la mañana comenzaban a poblar la catedral de Reims. El lugar podría pasar por un escenario teatral gigantesco gracias a ese laberinto.

El sosiego que producía el canturreo de los peregrinos al caminar por las calles del dibujo contrastaba con el sentimiento de opresión y pesar que poco antes había sentido en el exterior.

Recién llegado a la ciudad en una agradable mañana de primavera, se sintió perdido como un grano de arena en el desierto. Inmerso en la abarrotada plaza que se abría frente a la catedral, se vio rodeado de viandantes, comerciantes, curiosos y fieles católicos que, como de costumbre, acudían sin demora al santuario de Nuestra Señora para asistir a los oficios litúrgicos.

Sus botas continuaron rozando con suavidad el delicado pavimento. Ante él se levantaba un bosque de formidables columnas sobre las que se abrían paso luminosas vidrieras con escenas de la coronación de los reyes de Francia, dando al templo al mismo tiempo un aire de recogimiento y solemnidad.

La catedral de Reims le parecía infinitamente más grandiosa que la no menos impresionante de su Canterbury natal. El lugar en donde ahora se encontraba era más alto, más diáfano, más luminoso y más imbricado en cuanto a los símbolos que, por doquier, encontraba sobre los muebles y las paredes. Combinando majestuosidad y sencillez, se levantaba un escenario que había servido de decorado en el bautismo y la coronación de numerosos reyes.

Resultaba curioso que aquella ciudad del noroeste de Francia contara con una catedral tanto más grande que la modestísima Santa María de Madrid, la capital de todo un imperio.

Kit se colocó al comienzo del laberinto, situado en la parte más oriental del dibujo. Sobre él se alzaban las enormes bóvedas de la nave central de la catedral. Decidido a seguir el juego, se adentró en el camino sagrado.

Después de recorrer el perímetro, callejeando por el exterior de los bastiones, accedió al primero de ellos, en la esquina inferior derecha del dibujo. En aquel escaso espacio había dos hombres más, sumidos en una profunda oración que el joven agente no quiso perturbar.

Sobre el suelo aparecía representada la figura de un hombre en cuya mano derecha podía verse un compás de dibujo. Junto a él pudo leer su nombre, Jean d’Orbais, uno de los cuatro arquitectos que diseñaron aquel templo en el siglo XIII.

Dando media vuelta, el espía siguió el recorrido natural, dejando atrás a los dos hombres.

No tardó en alcanzar la segunda parada. En el nuevo bastión otro arquitecto, cuyo nombre también estaba escrito en el suelo, Jean de Loup, sostenía en su mano derecha una escuadra de hierro.

—¿Estás buscando a Cristo, muchacho? —Una voz a su espalda lo sacó de sus pensamientos.

El agente se volvió y pudo ver fuera del perímetro del laberinto a un hombre de aspecto atildado que le hablaba en perfecto inglés. Lo escrutó con desconfianza. No tenía el mismo porte desaliñado ni de cansancio que el resto de los peregrinos que había en la catedral.

—En realidad no sé lo que busco —respondió al fin.

Cubiertos por la luz que iluminaba la catedral, Marlowe continuó caminando hacia delante mientras el hombre le seguía desde el exterior.

—Hasta aquí vienen fieles de toda Francia en busca de Cristo. Recorren su particular camino hasta completar el recorrido del laberinto buscando una respuesta a las preguntas que atormentan sus vidas.

—¿Y hallan respuesta a esos interrogantes?

—No soy el más idóneo para responder a la pregunta que planteáis. He de reconocer que nunca he participado del recorrido como vos.

Kit le observó sorprendido. No imaginaba que aquel extraño personaje lo hubiera tomado por un visitante más.

—¿Acaso parezco un peregrino? —añadió Kit mirándose sorprendido la vestimenta—. No creo que mis ropas os hayan hecho pensar así.

—Cierto es, amigo mío. —El hombre esbozó una leve sonrisa—. Vuestro traje, al igual que el mío, tampoco denota la pesadumbre del camino. ¿O acaso me equivoco? Pero desde luego estoy convencido de que al igual que ellos, vuestra estancia aquí se debe a una búsqueda que os ha traído desde muy lejos. No deja de ser algo similar a lo que hacen los peregrinos.

El joven agente quiso asegurarse de con quién estaba hablando. Continuó su recorrido por el dibujo en dirección al siguiente bastión, el tercero, seguido desde el exterior por el misterioso acompañante.

—Vuestras ropas y vuestro acento me hacen pensar que me encuentro ante un compatriota. No parece haber muchos ingleses por aquí.

—Os equivocáis, amigo mío. Reims está repleto de ellos. Hay muchos que son católicos y que vienen a estudiar al colegio instaurado en el seminario jesuita. —El hombre bajó el tono de su voz y continuó—: Católicos como vos y como yo, señor Shelton.

Kit no se equivocaba. Ante él estaba el hombre con el que Walsingham le anunció se encontraría en su primer destino.

—Vos sabéis quién soy pero desconozco vuestro nombre.

—Disculpadme, señor Shelton. Mi nombre es Gifford, Gilbert Gifford.

Una vez dentro del tercer bastión, sobre la figura de Gaucher de Reims, arquitecto en cuyas manos podía verse otra escuadra, Kit se detuvo para observar con detenimiento al joven que parecía ser su nuevo contacto.

—Efectivamente, nada es lo que realmente parece. No me olvido de ello, señor Gifford.

El inglés sonrió desde fuera del laberinto. Con los brazos cruzados sobre el pecho, sujetaba en la mano derecha una gorra de fieltro de color marrón, el mismo color que el resto de sus ropas. Gifford observaba cómo su interlocutor continuaba su paseo por el interior del laberinto en dirección al cuarto bastión. En él estaba la representación del último arquitecto, Bernard de Soissons, en cuyas manos podía verse un nuevo compás.

—Creo que tenemos mucho de qué hablar, señor Shelton. Quizás os sea de ayuda durante vuestra estancia en Reims.

—Así lo espero. No es mi intención haber recorrido en vano la distancia que me separa de Cambridge.

—No lo dudo. Estoy convencido de que todo saldrá bien. No hay mucho tiempo y es necesario actuar con diligencia.

Kit y su contacto se habían quedado solos en el laberinto.

—Dentro de pocos minutos comenzarán los oficios en el templo —añadió el contacto—. No es el mejor lugar para reunirse, señor Shelton. Os invito a encontraros conmigo en un par de días, al anochecer, en la taberna del Halcón Verde. La encontraréis con facilidad. No está lejos de la puerta del Juicio Final. —Señaló la entrada norte de la catedral—. Allí os sentiréis más cómodo. Es un lugar frecuentado por ingleses católicos. Además, en él encontraréis un hospedaje seguro. Las habitaciones se encuentran en la casa que hay lindando. Ya me he encargado de ello. Espero que sea de vuestro agrado.

Cuando acabó de escuchar las orientaciones de Gifford ya había alcanzado el centro del laberinto. Sobre la última de las paradas de aquel viaje imaginario en busca de un extraño Cristo interior, Kit se agachó para acariciar con la punta de los dedos la imagen del personaje anónimo que había grabada en el suelo. Se trataba de un arzobispo. Al contrario que las representaciones de los bastiones anteriores, junto al personaje no había nombre alguno.

—¿De quién se trata? —Kit preguntó con curiosidad.

—Se desconoce. Seguramente se trate de un arzobispo de la época de la construcción de la catedral. Hace ya tres siglos de eso. Unos hablan de Aubrey de Humbert y otros de Robert de Coucy. Lo único cierto es que se trata de un religioso pero no sabemos más. ¿Le interesa?

—Es simple curiosidad. He de reconocer mi obsesión por los nombres. Quién, cómo y cuándo se va a actuar. Quiero nombres, señor Gifford.

—Los tendréis. No dejéis de visitar la taberna que os he dicho. Allí podréis conocer a personas de vuestro interés. Además, estáis de suerte. Bernardino de Mendoza, el embajador español, se encuentra estos días en Reims. Tiene asuntos que despachar con el cardenal de la ciudad, Louis de Guisa. Esto agilizará el proceso y no tendréis que viajar hasta París. Tengo entendido que entre vuestros propósitos está entrevistaros con él.

—Que me place…, así es. —El agente levantó la cabeza hacia la enorme vidriera multicolor y sonrió satisfecho—. Necesito verlo cuanto antes. He traído desde España algo para él, algo que seguro le ilusionará tener.

Kit volvió a mirar con detenimiento la figura del arzobispo dibujado en el suelo. Se preguntó por qué aquel hombre quiso pasar inadvertido para la Historia.

—Qué extraño el anonimato de algunas personas…

Pero cuando levantó la mirada, Gifford ya había desaparecido.