Chislehurst, Kent (Inglaterra)
Domingo, 4 de mayo de 1586
El mismo mozo que en otras ocasiones le había esperado junto a la puerta marcada con la divisa de la noble familia isabelina permanecía de pie con una lámpara en la mano, dispuesto a llevar al agente hacia la sala en la que, como de costumbre, sería recibido por su mentor.
La situación era extraña aunque conocida. No había salido del colegio desde noviembre del año anterior cuando fue a visitar a su familia durante quince días a Canterbury. Pero, lógicamente, esto no podía compararse con ese tipo de salidas.
Una vez más se vio solo en el interior del acogedor despacho en el que se reunía con Walsingham. Echó un vistazo a los volúmenes de las estanterías y observó que apenas habían variado desde la última vez que visitó el lugar. En un gesto automático, dirigió su mirada hacia la mesa que encabezaba el despacho. Se acercó a ella y de un rápido vistazo comprobó, con tranquilidad, que no había documento literario alguno relacionado con su trabajo, nada que lo comprometiera de ningún modo.
—No lo encontrará ahí, señor Marlowe. —Junto a él, Walsingham balanceaba un pliego de papeles—. Nunca me separo de él desde que me proporcionaron la primera copia hace pocas semanas. Me parece realmente magnífico. Le auguro, una vez más, un futuro prometedor en el mundo de nuestro teatro.
Walsingham había aparecido en la habitación como un fantasma. Vestía un jubón verde oliva, calzas del mismo color y una rica camisa blanca con valona de encaje que llegaba casi a las hombreras.
Tras saludar al invitado ocupó su lugar en la mesa, colocando allí un grueso legajo de documentos.
—Estoy deseando que tenga tiempo para poder dedicarse de pleno a su trabajo y pueda gratificarnos con un espectacular final. Creo que lo va a llamar El Gran Tamerlán, ¿me equivoco?
Kit asintió sin mucho entusiasmo. Hasta donde sabía, era consciente de que el agente era él, aunque en la situación en la que se encontraba había que aceptar que en todo momento hasta él mismo fuera vigilado.
—Sin embargo, y por mucho que me pese, el final, como se imaginará, tiene que esperar.
—Algo imaginaba, señor Walsingham, de lo contrario no me habrían sacado del colegio con tanta celeridad, ni estaría ahora con vos…
—Por supuesto. Espero que el viaje desde Cambridge hasta aquí haya resultado de su agrado, señor Marlowe. Pero, como bien sospecha —Walsingham hizo una pausa—, hay una nueva misión que nos hace confiar de nuevo en usted. Permítame antes invitarle a beber algo.
En ese instante hacía entrada en el despacho el mismo sirviente de siempre. Llevaba una bandeja con una jarra de vino y dos vasos. Como acompañamiento había un par de platos colmados generosamente. Uno de ellos tenía fruta y el otro, pastelillos.
—¿Y bien? —señaló Kit a su anfitrión después de tomar su vaso y beber un buen trago de vino.
—Durante los últimos meses hemos estado trabajando y estudiando con detenimiento la información que nos proporcionó a la vuelta de su primera misión, hace ahora casi un año. Gran parte de la documentación que nos trajo estaba cifrada y aunque Diego Martínez le dio la clave para poder leer los documentos, aun así no ha sido sencillo. Al parecer, Antonio Pérez se tomó las molestias necesarias para crear un desciframiento doble con la misma cifra.
De tal manera que aunque las claves cayeran en manos extrañas, el contenido de las cartas estaba asegurado.
Walsingham sacó de uno de los cajones de su escritorio unos papeles.
—Son pequeños detalles —prosiguió—, apenas imperceptibles, pero que para nosotros tienen mucho valor. No en vano podríamos considerarlos como una suerte de guías para encontrar la salida del laberinto en el que nos habíamos encontrado después de años de trabajo. Pero la solución no es tan sencilla como pareció en un principio. Para nuestra sorpresa, hemos descubierto que nuestro laberinto cuenta con varias salidas…
—Explíquese, señor Walsingham —añadió el joven agente acomodándose sobre su asiento.
—Seré breve, señor Marlowe. Una de las cosas que más nos hizo reflexionar del informe que se elaboró con los datos proporcionados por usted después de su primera visita es todo aquello que le contó en persona la princesa de Éboli.
Walsingham se percató del sorprendido gesto de Kit.
—Es cierto. Sé que fue una visita casi rutinaria, más aceptando el compromiso hacia un buen hombre como es el cardenal Gaspar de Quiroga, que en busca de una nueva puerta que nos permitiera acceder a otros puntos de información. Pero como sucede siempre en estos casos y sin haberlo pretendido, esa puerta… se abrió.
Inmediatamente, a Kit le vino a la cabeza el retrato de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli. Imaginó a Lorena deslizando el pincel sobre el lienzo marcando la serenidad de su rostro y el parche sobre el ojo derecho. Recordó con añoranza el encuentro con la princesa, su carácter inestable, sus manos frías y la carta con el anillo de plata en el cual estaba grabado el emblema de la familia. La misma sortija que ahora sopesaba dentro de una bolsita negra Thomas Walsingham en su mano izquierda.
Pero para el agente, detrás de todo siempre estaba la imagen de Lorena.
—Esto nos puede ser de gran ayuda —continuó el lord—. Una de las salidas de ese laberinto en el que se ha convertido nuestra investigación parece ser la solución al rompecabezas, similar a esos ingeniosos juegos que llegan de Oriente. —Walsingham hizo ostentosos gestos con sus manos—. Y la clave para llegar hasta la solución nos la puede dar este anillo.
—Ella me dijo que debía entregárselo junto a la carta de presentación a don Bernardino de Mendoza, un pariente lejano suyo, y que él sería quien nos pondría sobre la pista de las intenciones de España con respecto a Su Majestad.
—Exacto. Conocemos muy bien a este hombre. Fue el embajador de Felipe II en nuestro país hasta que en enero de hace dos años, podríamos decir con educación, se le invitó a abandonar Inglaterra. Descubrimos que tramaba oscuros intereses para nuestra reina. Su embajada era una infección de agentes que no hacían más que socavar los cimientos de nuestro reino, instigando aquí y allá a favor de los católicos.
Walsingham se sirvió un poco más de vino y después de beber un trago, prosiguió su discurso.
—La situación se hizo tensa y en 1584 se le obligó a abandonar no solamente su cargo diplomático sino también nuestro país. Desde entonces, las relaciones con España son, si cabe, más tensas. La Corona española ha decidido prescindir de representante alguno en Inglaterra. Pero ahí no queda todo. Bernardino es un hombre rencoroso, colmado de un odio ciego e inquina hacia Su Majestad. Al tiempo que embarcaba para España, juró venganza contra Inglaterra. Y parece que lo está trabajando. Nuestros informes no son muy claros en este sentido. Felipe lo envió a Francia y allí, en París, en su salsa católica, maquina todo tipo de conspiraciones contra nuestra Corona.
»Yo siempre me opuse a su expulsión. Es cierto que él estaba conspirando contra nosotros en nuestra propia casa, pero no es menos cierto que el servicio secreto de mi primo, sir Francis Walsingham, lo tenía vigilado muy de cerca. Ahora es necesario enviar agentes a Francia para adentrarse en su red y conocer lo más de cerca posible cuáles son sus intenciones. Algo que sería mucho más sencillo de hacer si lo tuviéramos aquí, en casa. Pero no es el caso, señor Marlowe.
—Y ése es mi papel en esta ocasión —afirmó Kit como si intuyera adonde quería ir la conversación con su anfitrión.
—En efecto, mi buen amigo. Veo que ha seguido con interés y brillantez mi exposición. Al parecer, Bernardino de Mendoza ha comenzado, sin prisa pero sin pausa, a maquinar un complot internacional para eliminar a Isabel del trono de Inglaterra. Sabemos sus intenciones pero desconocemos totalmente a los hombres que las ejecutarán. Y nadie mejor que usted para desempeñar ese papel. Cuenta con una ventaja a la que nadie le puede igualar. Fue a usted y no a otro a quien doña Ana le entregó el anillo y la carta. Eso le abrirá las puertas de Francia.
—Sin embargo, nunca entenderé por qué lo hizo. ¿Por qué yo?
—No sea ingenuo. La princesa de Éboli sabía perfectamente quién era usted. Sus intenciones son claras. Creo que odia al monarca que la ha hecho encerrar, aunque quizá no tanto como para acabar con él. Tampoco creo que disponga de los medios para hacerlo, aunque si se lo propusiera, seguramente conseguiría en Europa los lazos necesarios. Pero sí entendemos que busca dar un escarmiento a Felipe. Es muy hábil, e incluso desde su encierro en el palacio ducal de Pastrana, es capaz de manejar los hilos de la Corte de una forma muy sutil. Sabe que nunca saldrá de su cárcel y no tiene prisa. Se trata de una mujer paciente. Lleva siete años en cautiverio y en ese tiempo ha conseguido deshacer más cosas que lo que muchos de nuestros servicios secretos ni siquiera soñarían hacer caminando libremente por los pasillos del Palacio Real de Madrid. No sabemos de qué forma, pero a sus oídos llegó el rumor de la existencia de este posible complot respaldado por la Corona española contra Isabel. Quizá se trate de despecho, pero le aseguro, señor Marlowe, que la princesa sueña con verlo desarmado y a su rey, puesto en ridículo ante toda Europa.
Thomas Walsingham abandonó su asiento tras el escritorio y caminó en silencio hacia la ventana. Kit siguió con la mirada sus pasos hasta que se detuvo. El jefe de los agentes se llevó los brazos a la espalda y tras juntar sus manos prosiguió:
—Hasta nuestros servicios ha llegado ese rumor serio de una trama contra Su Majestad. Al parecer, ya no se trata de un rumor vacío como el que sospechábamos el pasado año. Ahora es serio y tenemos pruebas sólidas que apoyan la existencia de la intriga. —Se volvió para mirar a su invitado—. Una traición muy grave.
—¿En qué consiste? —El joven agente deseaba conocer cuanto antes los detalles.
Walsingham continuó relatando los hechos retornando la mirada al ventanal.
—La situación es compleja. No sabría decirle exactamente cuál es la composición exacta de la conjura, pero existen elementos sobre los que no nos cabe la menor duda. María Estuardo está desempeñando el papel de bisagra entre Inglaterra y los católicos. Éstos quieren colocarla en el trono de nuestro país y acabar con Isabel, a quien consideran una reina bastarda. María Estuardo lleva presa de la Corona inglesa desde hace casi dos décadas. Hoy permanece en Chartley Hall, vigilada muy de cerca. Ya nos hemos puesto a trabajar para intentar conocer su papel en esta conspiración. Como verá, señor Marlowe, es lo mismo que sabíamos hace unos meses. Lo único que nos queda por conocer para completar el rompecabezas y poder salir del laberinto por la salida correcta son los nombres de las personas que participan en la conspiración. Y ahí es donde entra usted, mi querido amigo.
Regresó a su mesa. Sobre ella, junto a los legajos que formaban parte de la información que Kit había traído el pasado año, permanecía la bolsa de terciopelo negro que contenía la sortija de plata. La abrió y tomó la joya. La levantó en el aire y miró a su interlocutor a través del agujero.
—No sé cómo, señor Marlowe, pero doña Ana de Mendoza lo sabe. Y sabe también que la única persona que la podrá ayudar a la hora de conseguir esos nombres es Bernardino de Mendoza. No nos interesa conocer cómo llegó hasta ella antes que a nosotros la noticia de la existencia del complot. Eso ahora da igual, pero no es casual que le diera el anillo y lo invitara a entrevistarse con él en Francia. Algunas de nuestras pistas también nos llevan hasta él. Parece demasiado aleatorio.
—Pudo ser el cardenal arzobispo de Toledo. Don Gaspar de Quiroga es un hombre muy bien reconocido e influyente en la Coroña —explicó Kit gesticulando con las manos al tiempo que aportaba una posibilidad que desde su punto de vista parecía lógica.
—No, no lo creo. Su eminencia prefiere permanecer al margen de la situación. Naturalmente, también sabía quién era usted, de dónde venía y para quién trabajaba. O al menos, por lo que usted nos ha comentado de la entrevista con él, lo intuía. Quizá no con todos sus detalles, pero sí con una idea más aproximada de lo que podría suponer. Al igual que hizo con la trama que llevaron a cabo doña Ana y el secretario Antonio Pérez, de la cual el cardenal arzobispo sabía todos los entresijos, siempre ha preferido mantener una situación ambigua. Estar y no estar, ser y no ser…, mantenerse a bien con todos y no dejar de mostrar una fidelidad impecable hacia Felipe. Comprendo su postura. La princesa es una persona muy querida para él.
—Entiendo —dijo el agente dejando su vaso vacío junto a la bandeja que descansaba en una mesilla—. Deduzco que en esta ocasión mi papel es viajar hasta Francia y encontrarme allí con Bernardino de Mendoza.
Walsingham asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Bien —prosiguió Kit—. Pero un anillo de plata con el emblema de la familia no es suficiente para que te reciba un embajador, y menos a un sospechoso que viene de un país enemigo.
—Piense un poco, señor Marlowe. Efectivamente deberá ir a Francia. Pero no a París sino a Reims. Esa ciudad puede considerarse la cuna del catolicismo europeo. Está repleta de ingleses católicos que han marchado hacia allí en busca de un lugar seguro. Introdúzcase en su ambiente. Hable con ellos y conviva durante un tiempo. Deje que confíen en usted. Sabe hacerlo perfectamente. Una vez que haya llegado a Reims, se encontrará con uno de nuestros contactos, quien le pondrá al día de la situación y de cómo mejor inmiscuirse en el ambiente católico. No creo que le cueste mucho, señor Marlowe. Está usted capacitado para eso, no me cabe la menor duda.
Salió de detrás de la mesa y se acercó a una balda con libros. Tomó uno al azar.
—Una vez que disponga de la información necesaria —añadió mirando de forma distraída los dibujos que ilustraban el volumen— y de los contactos oportunos, algunos de los cuales le serán proporcionados por nuestro servicio en su destino, deberá verse entonces con Bernardino de Mendoza. Lo único que ha de hacer es entregarle el anillo y la carta. Tendrá que ingeniárselas, pero consiga los nombres de las personas que están a cargo del complot. Ver, oír y callar. Una sola pista que nos sirva de llave para conseguir abrir el cajón en el que se esconden estos hechos sería más que suficiente. Algo de lo que partir con seguridad y que proceda de una fuente totalmente fiable, como es el caso del embajador.
Walsingham dejó el libro en la estantería y volvió a su escritorio.
—Como en la otra ocasión, señor Marlowe. Con lo que le he dicho, confío en que tenga una idea generalizada de la situación. No es sencilla, pero sabrá hacerlo. En unos días recibirá noticias nuestras con las órdenes de cómo llegar hasta Francia.
Un ruido junto a Kit le hizo percatarse de que el sirviente se encontraba junto a la cortina que cubría la entrada oculta.
La reunión había finalizado.
Sin más dilación, se levantó y saludó a su señor. Los dos se sonrieron con complicidad mientras se estrechaban con fuerza la mano y se asían con la otra el brazo en un amago de lo que parecía un vaporoso abrazo.
Tras separarse, Thomas Walsingham bajó la cabeza.
—Que tengas mucha suerte, amigo. Seguro que todo sale bien. Esperaré con ansia tu regreso para poder disfrutar del final de El Gran Tamerlán. Mira a ver si durante el viaje se te ocurre algo.
Despidió a Kit al tiempo que le entregaba la bolsa de terciopelo negro con el anillo de la princesa.
—Esperemos que así sea… Pronto tendrás noticias mías. Confía en mí.
Se dio la vuelta y dejó pasar delante de él al sirviente para que fuera abriendo camino por el pasillo secreto. Cuando la lámpara de aceite comenzaba a proyectar luz sobre los primeros adoquines del suelo, escuchó la voz de Walsingham a sus espaldas.
—Una última cosa.
—¿Sí?
—Por favor…, Arréglate el pelo. Creo que lo tienes excesivamente voluminoso…, y pareces una escarola. No es propio de un estudiante como tú.
—Así lo haré, no te preocupes.
Los dos rieron y se separaron finalmente para continuar con sus respectivas obligaciones.
Una vez de vuelta hacia Cambridge, Kit se pasó las manos por el cabello. Efectivamente lo tenía demasiado largo, incluso mucho más de lo normalmente permitido en el Corpus Christi. El resto de los compañeros lo lucían corto y arreglado, nada comparable con la abigarrada melena que poblaba su cabeza. No sería mala idea que hiciera una visita rápida al barbero y cambiara un poco su aspecto antes de partir hacia Reims.
Se dejó llevar por los pensamientos mientras su mirada veía pasar, uno tras otro, las docenas de árboles que poblaban las orillas del río Cam. En su mano llevaba el anillo de plata de los Mendoza. Los rayos del sol iluminaban el interior del anillo, dejando ver el emblema de la familia con la leyenda Ave Maria Gratia Plena. Una leyenda comprometedora para los tiempos que corrían en Inglaterra. Lo guardó bien en el interior de su camisa para no tener que estar dando explicaciones.
Cansado, aunque más tranquilo que en otras ocasiones, se tumbó todo lo largo que era en el interior del coche y cerró los ojos a la espera de llegar de regreso al colegio.