Capítulo 14

Mesón La Espada, Madrid (España)

Viernes, 10 de mayo de 1585

A primera hora de la mañana, Christopher Marlowe subía de dos en dos los escalones que llevaban a su habitación en el mesón La Espada. Había permanecido algunos días fuera de Madrid y durante ese tiempo nadie había utilizado su cuarto, a pesar de la escasez de alojamientos que había en la villa. Su buen precio le había costado. Llegó a pensar en algún momento que el mesonero estaba abusando de un ingenuo joven extranjero. Pero más tarde cayó en la cuenta de que bien estaba invertido el dinero si el gasto suponía la garantía de regresar a un alojamiento asegurado, evitando así cualquier clase de sorpresa.

Una vez en el cuarto, dejó sobre la cama su bolsa. Cansado, abrió la ventana que daba a la calle y, arrimando una silla al balcón, se sentó junto a éste, observando el deambular de las gentes de la villa.

Tenía gran parte de la información que, en su opinión, sería de gran interés para los hombres de Walsingham y eso le tranquilizaba. Pronto regresaría a su casa terminando así el trato que había firmado de palabra con el primo de sir Francis Walsingham.

No habían pasado unos minutos desde que entró en su habitación cuando descubrió que no estaba solo. Sobre un taburete había una capa negra. Al instante se puso de pie echando mano a la daga de la que nunca se separaba.

—Demasiado tarde, señor Shelton. Creo que todavía no es consciente de los peligros que le atañen.

Diego Martínez se encontraba apoyado en una de las paredes de la habitación. Jugueteaba con el filo de su espada.

Más tranquilo, Kit devolvió la daga a su vaina, sujetándosela firmemente a la riñonera.

—Estoy muy cansado. Apenas he podido reposar durante estos días entre el trabajo y el viaje a Pastrana.

Diego Martínez envainó su espada y acercó a Kit un papel. Tras leerlo, su semblante volvió a registrar el tono de preocupación que durante los últimos días había sido tan habitual.

—¿Qué significa esto?

—Lo único que se me ocurre es que en estos momentos sois uno de los hombres más buscados de Madrid. Al parecer se trata de una carta que Robert Cecil ha enviado al secretario del rey Felipe, Mateo Vázquez. Uno de los servidores del palacio, fiel a nuestra causa, se hizo con una copia del documento antes de que Vázquez la conociera. El muy estúpido no la había cifrado. Señor Shelton, no creo que estéis muy seguro en La Espada. Yo mismo he podido sobornar al mesonero para que me dejara entrar en vuestra habitación para esperaros. En cualquier caso, era el mejor sitio. Sabiendo que siguen vuestros pasos, hubiera resultado peligroso nuestro encuentro en otro lugar.

—No tengo tiempo que perder. Esto es vuestro. —El agente entregó a Diego las cartas que había recibido de la princesa—. Vuestro encargo se hizo como dijisteis. Era el deseo de la princesa que hiciera llegar esto a don Antonio. Imagino que vos encontraréis los medios oportunos para hacerlo, ¿me equivoco?

—Mi señor se alegrará. No os quepa duda. Quiso adelantarse a los acontecimientos y confiando en que su palabra era de valor, ha querido que le hiciera entregar esto. —Le acercó un sobre lacrado con el mismo sello que cerraba las cartas que había portado a Pastrana—. Seguro que lo que contiene os ayudará a satisfacer los objetivos principales que os habíais propuesto en esta misión.

Diego Martínez echó mano de otro bolsillo y extrajo un nuevo escrito, esta vez de muy pequeño tamaño, que también le entregó.

—No perdáis esto, señor Shelton. Llevadlo siempre separado del sobre. Si no contáis con este documento, de poco os valdrá la información que pueda leerse en las cartas de don Antonio.

—¿De qué se trata? —Kit señaló el papel mirándolo con extrañeza.

—Es la clave que descifra el texto de los billetes. Es posible que vuestros amigos ingleses pudieran leerlo sin su ayuda. Pero de todos modos nos aseguramos el éxito.

—Muchas gracias, Diego.

Mientras hablaba con el hombre de confianza de Antonio Pérez, Kit fue metiendo en una bolsa las pocas pertenencias que había traído para su viaje y que todavía quedaban en la habitación. Hizo un ademán de lavarse someramente, se cambió de ropa, envolvió como pudo la sucia dentro del hatillo y tras mesarse los cabellos se colocó su gorro dispuesto a salir cuanto antes de aquel lugar.

—Id al taller de don Alonso. Él está avisado y os proporcionará una buena montura. Allí os darán las instrucciones que debéis seguir para salir de Madrid cuanto antes. Ahora será mejor que me sigáis. Tenemos que abandonar el mesón por la parte de atrás del patio. Insisto en que el dueño no es gente de fiar. Mejor que no observe vuestra precipitada huida.

Escoltado por Diego Martínez saltó al patio de La Espada por un pequeño ventanal abierto junto a la puerta de su habitación. Tras comprobar que nadie seguía sus pasos, los dos hombres se dirigieron hacia una de las puertas que servía para guardar los animales. En su interior había un acceso que daba a la calle del Carmen. Abandonaron La Espada por aquella salida, apresurando sus pasos en dirección norte, hacia los arrabales en donde se encontraba el taller de don Alonso.

Confundidos entre el gentío que en aquella hora pronta de la mañana discurría por las calles de Madrid, el agente caminaba con paso firme, resguardado siempre a poca distancia por Diego. Ninguno perdía detalle de lo que sucedía a su alrededor.

En pocos minutos alcanzaron la iglesia de San Antonio. Llegados a este lugar, Diego se detuvo. Con un brazo interrumpió el caminar impetuoso del agente.

—A partir de aquí debéis ir solo. Yo he de volver. Que nos vieran más tiempo juntos sería peligroso para los dos.

—Entiendo. Muchas gracias por todo. Os deseo lo mejor tanto a vos como a vuestro señor, a quien desde aquí envío mi más sincero agradecimiento por toda la ayuda prestada.

Diego Martínez, con un gesto quedo, caminó sin dar la espalda a Kit en dirección contraria, calle abajo.

—Nos volveremos a ver, señor Shelton —fueron las últimas palabras de aquel extraño hombre, servicial a los designios de Antonio Pérez. Con el sombrero en la mano desapareció perdiéndose por una callejuela de la que no hacían más que salir carretas con labriegos.

Sin pararse a pensar en tan fría despedida, el joven dio media vuelta y subió la calle embarrada en dirección al taller de don Alonso. Como de costumbre el paso estaba libre. Entró y subió los escalones que llevaban hasta el estudio del maestro.

La puerta del taller estaba entreabierta. Como si lo estuvieran esperando, don Alonso y Lorena brincaron de alegría al verle. Dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron al agente para saludarlo e invitarlo a pasar.

—Señor Shelton, os estábamos esperando —dijo alegremente el pintor.

—Don Alonso, Lorena…

Kit saludó con reverencia casi espiritual a la joven artista. Ésta correspondió con una simple inclinación de cabeza. No recordaba lo hermosa que era la sobrina del maestro. Los asuntos que rodearon siempre a las escuetas charlas que habían mantenido juntos no le habían permitido caer en aquel detalle.

—Sabemos por el cardenal arzobispo que vuestra visita a Pastrana fue de lo más fructífera. No es mala cosa, no. Cuánto nos alegramos, amigo. ¿No es así, Lorena?

—Sí, es cierto, tío. Don Gaspar nos dijo también que la princesa había disfrutado con el retrato. ¿Fue así, señor Shelton?

—¿Acaso lo dudáis? No vamos a descubrir nada nuevo si os digo que vuestro arte es magnífico y que en poco tiempo seguro que aventajaréis incluso al de vuestro propio tío. No en vano tenéis un gran maestro.

Kit se acercó a la ventana del estudio para contemplar la situación en la calle. Desde que Diego Martínez le había comunicado la posición delicada en la que se encontraba, cualquier tipo de precaución era poca para proteger la propia vida.

—No se preocupe usted. —Don Alonso lo tranquilizó—. Hemos tomado las precauciones necesarias para ayudarlo a finalizar su estancia con éxito y con el mínimo riesgo. Abajo lo espera una buena cabalgadura. Con ella no tiene más que retomar el camino de Alcalá desandando el mismo itinerario que le trajo hasta Madrid.

El agente miró de soslayo a Lorena. Descubrió que su rostro reflejaba cierta tristeza. Intuyó que estaba disgustada por algo. La joven dejó a los dos hombres y caminó hacia la parte del estudio en la que solía trabajar. Y fue entonces cuando lo vio.

La pintora había dispuesto sobre un caballete una tabla de madera de las mismas medidas que las del retrato de doña Ana.

Apenas esbozado por unas pocas líneas y manchas de color, estaba dando vida a un nuevo cuadro. No se trataba de uno cualquiera. En la difusa luz del estudio, Kit se reconoció al instante en el rostro del muchacho que tan vívidamente comenzaba a cobrar vida bajo la atenta mirada de la artista, pincelada a pincelada, trazo a trazo, soplo a soplo.

Como en otras ocasiones, don Alonso, testigo de la situación, se apartó de la escena, retirándose a colocar unos botes de cera. Contempló de qué forma Lorena, con suma delicadeza, pasaba la punta de un pincel por uno de los contornos del retrato. El agente se emocionó con aquel gesto.

—Es hermoso. Sólo puedo decir eso. Muy hermoso… Son las mismas palabras que dijo la princesa cuando vio el lienzo con el que la obsequiasteis.

Kit aparecía representado con su voluminoso cabello, el bigote y la perilla apenas esbozados y, como en el de doña Ana, un rostro luminoso que destacaba sobre un fondo sombrío.

En la tabla vestía elegantemente, luciendo una chaqueta con gruesas mangas abotonadas al más puro estilo de la moda inglesa. El cuello, igual de blanco que el resto del rostro, estaba enmarcado por los picos gaseados de una rica camisa. Al contrario que la tendencia española, el joven no lucía ningún tipo de golilla o recargada lechuguilla.

Pero lo que más llamó su atención fue la ausencia de su mano izquierda. Sobre el pecho se cruzaban los brazos. La mano derecha reposaba sobre el antebrazo opuesto, mientras que la izquierda permanecía oculta entre las ropas. Este detalle sutil le hizo esbozar una sonrisa

—¿Qué es lo que escondo en la mano izquierda?

Lorena dejó por un momento de marcar el perfil de uno de los botones de la chaqueta para atender las palabras de su amigo.

—Eso no lo he de responder yo sino vos mismo. En cualquier caso, disculpad que no esté acabado aún. Esperaba que me diera tiempo a hacerlo, pero no ha podido ser. Los acontecimientos se han atropellado un poco y, como veis, apenas está esbozado y no os lo podéis llevar.

—No hace falta esperar a verlo terminado para descubrir que es un hermoso trabajo. No os preocupéis por eso. Podré hacer que me lo hagan llegar aunque…, siempre será mejor que venga yo mismo a por él…, si me lo permitís, por supuesto.

Lorena se volvió sorprendida por las palabras del joven.

—No os equivoquéis, señor Shelton. El placer será mío si pudiera entregároslo en mano. Es un simple trabajo.

El joven agente se extrañó de la respuesta de la artista. ¿A qué estaba jugando?

—Seguramente el trabajo me obligue a venir de nuevo. Será una buena oportunidad para recogerlo.

—¿Queréis decir con ello que recogeréis el encargo como un simple recado más de vuestra misión?

Por primera vez, Kit sintió que Lorena, aquella joven que tanto había luchado en su vida por conseguir lo que ahora tenía, bajaba la mirada por azoramiento. Kit no tuvo tiempo de reaccionar. Quizá fuera mejor así.

Desde el otro lado del estudio, don Alonso llamó su atención.

—Señor Shelton…, acérquese, por favor.

El pintor miraba desde la ventana el movimiento de la gente en la calle. Señaló la misteriosa presencia de dos hombres apostados junto a un puesto de frutas de la corredera, justo frente a la puerta del taller.

—¿Los conoce?

Kit negó con la cabeza.

—No los he visto en mi vida. ¿Quiénes pueden ser?

—Esos hombres son del palacio. Es extraño que deambulen a estas horas por aquí. Creo que lo están buscando. Tiene que salir de aquí antes de que lo descubran. La montura ya debe de estar preparada aguardando en el patio.

—No hay tiempo que perder —apremió el agente.

Junto con uno de sus aprendices, don Alonso se adelantó para ultimar los detalles de la montura, descendiendo a toda prisa las escaleras que llevaban al patio. El agente no tuvo tiempo más que de recoger su equipaje mientras la sobrina del maestro miraba asustada por la ventana a aquellos guardas.

Solos en el estudio, Kit se acercó a la joven. Echando un último vistazo al boceto del retrato asió con suavidad la delicada mano de la artista.

—Lorena, os prometo que volveré a por él… ¿Os vale eso?

—No olvidéis —añadió ella con serenidad— que aún os queda decirme qué es lo que escondéis en la mano izquierda.

Sintió la sonrisa de Lorena antes de salir lanzado contra las escaleras en busca de su cabalgadura. No sabía si volverían a verse en alguna otra ocasión. Y lo peor de todo, no sabía cuáles eran las intenciones de la joven. La incertidumbre lo apenaba pero no era el momento para averiguar nada más.

Junto a la puerta del patio vio un hermoso caballo negro. Saltaba a la vista que se trataba de un ejemplar excepcional.

—Tomadlo bien, señor Shelton —le rogó don Alonso.

La entrada que daba a la calle estaba cerrada. Uno de los aprendices de don Alonso permanecía junto al cerrojo presto a abrirlo en el momento en que observara la orden de un tercero que, desde fuera, vigilaba de cerca la situación de los dos alguaciles.

—Vaya con Dios, señor Shelton.

—Con El quede usted, don Alonso. Gracias por todo, maestro. Nos volveremos a ver.

A una señal del exterior, la puerta del patio se abrió dejando pasar al servidor que informó de que los dos hombres de palacio se encontraban en la zona alta de la calle. Tenía vía libre para huir.

—Cuide de Lorena, os lo ruego. Es una joven encantadora.

Con el último saludo de don Alonso, Kit espoleó el caballo para que al trote se introdujera entre el ir y venir de transeúntes de la calle.

Galopando lo justo para no llamar la atención, creyó que así se alejaba del peligro.

Pero se equivocó.

No había puesto su caballo las herraduras en dirección al camino de Alcalá, cuando descubrió la presencia de una patrulla de alguaciles que, más briosos y diestros que él en las artes del galope, comenzaron a seguirlo.

Confundido y sintiéndose prisionero en un callejón sin salida, optó por cambiar de ruta.

Se adentró en el corazón de Madrid y guió su montura hacia la Almudena para salir de la villa por la puerta de la Vega. Sería dar una vuelta mayor al itinerario previsto pero, sin lugar a dudas, parecía lo más seguro. Estando localizado, lo más probable era que una buena partida de hombres del palacio lo estuviera esperando junto a la salida de Alcalá para darle alcance en su precipitada huida.

Cuando todavía oía los cascos de los caballos de la patrulla, al poco de cruzar la Puerta del Sol para tomar la calle de la Almudena en dirección al puente de Segovia, descubrió la presencia de una nueva escuadra que, saliendo junto a una calle colindante, intentó cortarle el paso.

La presencia providencial de una carreta cargada de frutas y hortalizas se interpuso en el camino de la segunda comitiva de alguaciles, haciendo saltar por los aires a tres de los cuatro jinetes, mientras que el último acabó rompiéndose las narices contra el toldo de un puesto ambulante cuando intentaba dejar a un lado el inoportuno carruaje del proveedor.

A la desesperada, no tuvo más remedio que azuzar al máximo su cabalgadura. Sabía que una vez cruzadas las puertas de la villa sería más improbable que lo atraparan.

No estaba acostumbrado a cabalgar en circunstancias como ésa. Por ello, a pesar del esfuerzo, la primera patrulla fue acortando distancias tras él por la calle de la Almudena.

El estrepitoso ruido producido por los cascos de los caballos hizo que muchos madrileños se detuvieran, apartándose contra las paredes de la calle, para dejar pasar a los atropellados jinetes entre gritos, blasfemias y maldiciones.

Apenas a unos pocos pasos de distancia, el agente sintió el rebufo cercano de sus perseguidores. Abatido por su inexorable fin, se acordó por un instante de Lorena. Lástima no haber aclarado antes las cosas. Brillante final para la historia de amor más corta del mundo.

Cargado de un valor renovado, extrajo el puñal de su riñonera y cuando uno de sus perseguidores pensó que el inglés le iba a lanzar el acero, el agente, más avispado, cortó al ras las sogas que sujetaban los toldos de unos mercaderes, y las lonas cayeron sobre los jinetes que le seguían. El más desafortunado de todos sintió cómo el listón que sujetaba el toldo se le clavaba en el rostro haciéndole gritar de forma feroz.

Alarmado por la algarabía y continuando su camino sin frenar el paso, de un vistazo a su espalda descubrió que el grupo de cazadores se había reducido a una sola alma que, hábilmente, había conseguido evitar la caída del toldo.

El hombre que lo perseguía no era uno de los simples alguaciles. Sus ropas no probaban ningún rango militar sino que delataban a un hombre notable, el cabecilla que personalmente había atado los cabos de aquella misión: Juan de Idiáquez.

Llegados a la iglesia de Santa María de la Almudena, el mismo lugar en donde habían empezado sus aventuras en Madrid, Kit se topó con un enorme gentío que formaba un largo pasillo que llegaba justo hasta la puerta del patio principal del palacio de Su Majestad. Obligado a frenar, por un instante perdió cualquier clase de esperanza de escapar de allí con vida.

«¡Pardiez, estoy perdido!», gritó el joven agente para sus adentros en un gesto de ahogada angustia y rabia.

Encerrado por la improvisada procesión que salía del templo, a su espalda Idiáquez consiguió acercarse a él hasta casi rozarlo con la punta de los dedos.

—Daos por muerto, Marlowe.

El inglés se estremeció al oír por primera vez en tierras españolas su verdadero nombre.

—Además de espía —añadió el secretario real español—, sobre vuestras espaldas ya pesa la muerte de uno de mis hombres. No saldréis de aquí con vida.

En ese momento, frente a él, un grupo de notables que esperaba a la comitiva real abandonó su posición en el lado del pasillo que cerraba el camino al espía, dejando un hueco por el que, rápido y de forma astuta, su caballo consiguió cruzar al otro lado de la plaza. Como Moisés perseguido por los egipcios en el mar Rojo, las gentes reordenaron al instante la correría volviendo a taponar el agujero.

Idiáquez no pudo pasar.

Incomprensiblemente, el político español descendió del caballo descubriéndose ante la comitiva procesional.

Sorprendido, el agente observó el personaje al que miraban los ojos del político. A pocos pasos, Su Sagrada Católica y Real Majestad, el rey don Felipe, atendía el requerimiento del pequeño grupo de notables que habían abierto paso ante él. Saludándolos con atención, el monarca siguió caminando lentamente entre aquel baño de multitudes colocado a ambos lados de su recorrido hasta el cercano Palacio Real.

Al pasar frente a él, el soberano se detuvo ante aquel joven que, sofocado, permanecía en su presencia sobre el caballo. El rostro albino de Su Majestad, cubierto por una barba cana, era tal y como él lo había visto en los retratos conservados en Inglaterra. Vestía totalmente de negro y para caminar se ayudaba de un fino bastón. Aunque mucho más anciano, aquélla era la imagen del soberano que de forma tan ambigua consiguió gobernar tan vasto y regio mundo, en el que decían que nunca se ponía el sol. Aquél también era el causante de los males de la princesa y de los tormentos de don Antonio.

Kit reflexionó sobre lo curioso de la situación, disfrutando aquel instante de papeles cambiados en el que, desde su hermoso caballo negro, observaba el reanudar del paso del rey, tranquilo, frente a él. Entonces, en un gesto reverencial y nada estudiado, se destocó la cabeza y saludó al monarca, el rey de las Españas.

—¡Nos volveremos a ver, Majestad!

Su grito pudo oírse por encima del murmullo de la gente.

Contaba con los nombres, las cartas y las pistas necesarias para retomar en otro momento y en otro lugar su investigación. Aunque dejaba algo muy querido detrás, en aquel lugar sobraba.

En la huida había acabado con la vida de un alguacil de palacio, cargo suficiente como para hacerlo colgar del palo más alto.

Dando la espalda al rey, espoleó su caballo y al mismo galope que le había llevado hasta allí desde el camino de Alcalá, se perdió en dirección a la puerta de la Vega ante los ojos y el rostro impotente de Juan de Idiáquez.